Al describir,
en la Introducción, los contenidos generales y la
estructura de su flamante libro
La casa de polvo sumeria,
Circe
Maia señala que los comentarios que aparecen allí “de ninguna manera
pretenden ser ensayos”.
Carlos Real de Azúa, a quien se debe una empeñosa y detallada
caracterización del género ensayístico, insiste en que se trata de un
formato escurridizo y anfibio. Luego de definirlo, a su modo acrobático,
retumbante y creo que hegeliano, como “una agencia del espíritu”, el
autor señala una serie de rasgos determinantes del ensayo, todos los
cuales aparecen en los textos que integran La casa de polvo sumeria,
a pesar de lo que advierte la modestia de su autora. El ensayo, dice
Real de Azúa(1), se instituye con la modernidad, es una actitud de la
escritura connatural a la modernidad, porque es la intervención de un
sujeto que intenta —o ensaya— aproximaciones a tal o cual tema, en
contraposición a la completud cerrada del tratado, género más adecuado
al dogmatismo medieval. Así, el ensayo no se propone convencer, sino
sugerir o, en todo caso, persuadir.
El hilo conductor —este
es el tópico usado por Real de Azúa—
de los textos de este género es entonces el
pensamiento, y si aparecen en ellos algunas estrategias de la narrativa,
de la ficción, están al servicio de la
ilustración de determinados
conceptos, como suele ocurrir, por ejemplo, en
José Enrique Rodó. Otras señas de identidad del ensayo son la
dispersión o amplitud disciplinar y temática, y —lo que me parece más
relevante— un uso fluctuante o fronterizo del
lenguaje, que se sitúa
entre la pretensión estética propia de la literatura (la sugerencia,
cierto grado de figuración) y la pretensión de objetividad (el rigor
lógico, la claridad) más cercanas a la ciencia o a cierta filosofía.
Esta tensión entre —digamos—
literatura y literalidad suele desequilibrarse hacia una u otra
modalidad de la escritura según textos o autores.
Así, por ejemplo, los ensayos de
Lezama Lima se parecen más a la poesía y los de
Bertrand Russell están más cerca del logos. Sin embargo, también en
esto los textos de Circe Maia son equilibrados, guardan su contención
clásica; su lenguaje no está dispuesto a menoscabar la transparencia por
entretenerse en la sorpresa o el espectáculo de una metáfora: en todo
caso señala de vez en cuando, traduciéndolos o comentándolos, la
extrañeza o el esplendor de textos ajenos como el verso de Yorgos
Seferis: “El mar verde y sin destellos, pecho de pavo real muerto”.
Justamente, esta relación o tensión entre dos modalidades de la
escritura, que divergen o se entrecruzan en el hipertexto de la
civilización, es el tema abordado y problematizado en el último ensayo
del libro: “Poesía y filosofía”. Si hubiera entonces que acomodar La
casa de polvo sumeria en alguna de las categorías convencionales de
la literatura, yo le anunciaría al lector que se encontrará con un libro
de ensayos.
Hay algo en él que me recuerda la
obra emblemática y fundacional del género, los
Ensayos de Montaigne. Tal vez la reminiscencia no viene del
libro mismo, de su contenido o de su estilo, sino de algo que conocemos
o sospechamos sobre las circunstancias que preceden ambos libros: hay en
aquellos ensayos del siglo XVI, y en éstos de ahora, un sujeto que se
retira o se descentra (Montaigne en los confines de Perigord, Maia en
Tacuarembó) para desarrollar sus reflexiones de un modo más o menos
misceláneo, que no se articula en la rigidez de un programa, pero que a
lo largo del libro, en lo que va de un texto a otro, va configurando una
voz, una interioridad que se proyecta (o que se eyecta, diríamos si la
palabra no fuera horrible) sobre la variedad del mundo. A su vez, el
modo de ser de ese sujeto descentrado recuerda dos sonetos escritos,
ellos también, en siglos distantes.
El primero es aquel de
Quevedo que
empieza diciendo “Retirado en la paz de estos desiertos/ con pocos pero
doctos libros juntos…”. Hay un verso sinestésico en ese poema que
muestra de una manera concentrada y exacta (como suele ser Quevedo), los
efectos prodigiosos de la escritura y la lectura: “Y escucho con mis
ojos a los muertos”. Se trata de tecnologías tan complejas (aunque el
hábito las haya naturalizado y nos impida apreciar su sofisticación) que
habilitan el doble milagro resumido en el endecasílabo (escuchar con los
ojos, escuchar a los muertos). La casa de polvo sumeria
desautomatiza esas prácticas prodigiosas, iluminando algunas de sus
estrategias o procedimientos, y examina —al
tiempo que ejerce— una
de las posibilidades más refinadas e intensas de la escritura: la
poesía.
El otro soneto es el que
Jorge Luis Borges dedicó a la memoria de
Susana Soca:
“Con
lento amor miraba los dispersos
Colores de la tarde. Le placía
Perderse en la compleja melodía
O en la curiosa vida de los versos”
Los colores de la tarde están,
seguramente, en algún lugar de la poesía de Circe Maia, y también el
amor moroso que Borges atribuía a la mirada de Soca.
|
Este libro,
mientras tanto, se inmiscuye con lucidez, con fascinación contagiosa, en
“la compleja melodía o en la curiosa vida de los versos”. La poesía, sus
modos peculiares de hacer sentido, es el tema predominante en estos
textos. Podría decirse que, más allá de la transparencia de la prosa, el
discurrir ensayístico del libro produce, él mismo, un efecto poético,
por la manera desmarcada de la costumbre, con que esta poeta interviene
los textos de otros poetas, eligiéndolos, traduciéndolos, comentándolos.
Están aquí la antigua poesía sumeria, Homero, Ovidio, Yorgos Sefereis,
Kavafis, Lucrecio, un alemán del siglo XI, Odiseas Elytis, los
Upanishads, Yannis Ritsos, Manrique, el
romancero, Charles Tomnlinson, Baudelaire, Thomas Gray, ciertos árabes,
John Donne, Roys Papangelos, Chaucer, William Carlos Williams,
Empédocles, Melville, Catherine Mansfield, Elizabeth Bishop, Dylan
Thomas, Shakespeare, Ezra Pound.
Este libro también practica y analiza una forma aún
más intrincada de la escritura:
la traducción de poesía. Pensar que este
es un ejercicio imposible no es un abuso del escepticismo, sino una
convicción sensata que aparece ante la obra de Góngora, o si tenemos la
mala suerte de cruzarnos con la versión que Bartolomé Mitre hizo de
Dante, o si tenemos que escribir bat en lugar de murciélago, o si leemos
“incomincio qui a cantare / pizzicando la mandola”.
Lo que este libro, desde su
introducción sostiene y demuestra es que todas estas complejidades, que
parecen fastidiar y obstruir la traducción
de poesía, son una oportunidad estética, están allí para que el saber y
la sensibilidad del traductor maniobren con ellas, son la materia de una
recreación, más que de una mímesis. Pero esto pasa de un modo pleno como
pasa en algunos lugares de La casa de polvo sumeria, cuando el
traductor es un poeta, y un poeta lúcido, no un burócrata de la
traslación.
Finalmente, es imprescindible
valorar estas meditaciones de Circe Maia en relación con el contexto en
que aparecen. He insistido antes en destacar la discreción del libro,
tanto en el sentido en que utilizaban el término en el Siglo de Oro
(esto es, inteligencia, agudeza), como, de un modo más actual, para
designar su sobriedad o su recato estilístico. Sin embargo, hay que
decir también que la aparición de una obra de estas características es
hoy un acto de resistencia. Se trata, en primer lugar, de una escritura
que interroga y complejiza la escritura, en un ambiente (el Uruguay, el
planeta) donde predomina una especie de
neo-oralidad sin gramática,
donde la analfabetización nos viene sitiando como un desierto que entra
en la ciudad. Por otro lado, aquí hay alguien que se hace cargo
(gozosamente, me parece) de una tradición, de un patrimonio
civilizatorio (en el que figuran, por ejemplo, y como decíamos,
Shakespeare, Homero y la lengua griega). Hay un sujeto que trae desde el
pasado esos contenidos, a la vez que los interviene, los modifica, se
apropia de ellos, a la vez que desactiva la alucinación del perpetuo
presente a la que hemos sido arrojados. Se trata de alguien que hace
sentido, o, como dice Néstor García Canclini (Lectores, espectadores
e internautas, Barcelona, Gedisa, 2007) construye
puentes en un mundo roto.
Ojalá que esta especie de detención que es La casa de polvo sumeria
nos inspire y nos provoque.
Nota: (1) Real de Azúa, Carlos, Antología del
Ensayo Uruguayo, Montevideo, Departamento de Publicaciones de la
Universidad de la República, 1964.
|