Hace casi un mes en una columna
anterior hablaba de la noción de “empoderamiento”
y la ligaba
con el problema del seudónimo y de los cambios que el sujeto (y su
autoimagen) está experimentando en internet. Citando a Elias
Aboujaoude, un
psiquiatra que ha escrito
un libro sobre algunos aspectos de esta reciente y curiosa
“e-personalidad” que todos venimos desarrollando, comentaba que la
imposibilidad de ser contrastado con respecto a lo que uno dice en
internet hace que frecuentemente se pase de un legítimo “empoderamiento”
a un narcisismo de mala calidad, en donde cualquiera se siente o se hace
“autoridad” en cualquier cosa. Estaba pensando sobre todo en la gente
que da consejos médicos, o en gente que habla con gran autoridad de
dirección técnica futbolística o de aviación, sin haber tenido que
demostrar nunca en la realidad qué es lo que le da autoridad para hablar
de esas cosas. Esto está afectando la idea de
opinión, el
significado social de la noción de “responsabilidad individual”. Si un
médico, por ejemplo, en ese contexto, intenta desautorizar la opinión
médica de quien no lo es, que se agarre fuerte porque los patrulleros
del “derecho a la opinión” en internet lo dejarán hecho añicos. El
contraargumento de que todas las opiniones hay que juzgarlas simplemente
en su contenido sin contar de quien vienen es idealmente perfecto, pero
en realidad una inocentada. Porque, simplemente, un gran porcentaje de
las opiniones vertidas sobre cualquier asunto están fuera del alcance de
la comprobación de cualquier interlocutor. Somos seres sociales, nuestro
saber es especializado y parcial, y no puede serlo de otro modo. En
consecuencia, tenemos que vivir confiando en los que realmente conocen
de cada tema, y eso no va a cambiar por ahora. Es imposible que lo haga.
Es por eso que rifar la cuestión de la formación, la experiencia y la
autoridad que de ellas viene es un reflejo infantil, de falso
empoderamiento y falsa democratización.
Decía, además, que una autorregulación del uso de internet podría
ocurrir (yo creo que ya está ocurriendo), y por ello entiendo que todos
nosotros, como ha pasado siempre con cualquier medio nuevo, aprenderemos
a usarlo eventualmente, y seremos más selectivos para ver a quién le
hablamos y a quién le permitimos que nos hable. Todo esto, sin
intervención de nadie externo, sin permitir que nadie desde el Estado o
desde alguna otra institución nos diga lo que podemos y no podemos
decir. Igual que aprendimos a ser selectivos y a usar a nuestro favor la
prensa, los medios de transporte, la radio, la televisión y hasta, en
parte ya, el teléfono móvil.
Sorprendentemente, algunos de los muchos que reaccionaron a la columna
citada la interpretaron como un intento “conservador” de “impedir la
expresión libre en internet”. La reacción revela varias cosas
divertidas, muestra lo mal que nos leemos en Uruguay, y en algunos casos
exhibe puntos de vista orientalmente extravagantes. Uno de los críticos
a la columna, un economista hombre que va por la red usando un seudónimo
de mujer, protestaba que la idea de decir quién uno es (dentro o fuera
de internet) podría ayudar al Estado a perseguirlo en caso de, por
ejemplo, romper un vidrio de un MacDonalds, reduciendo un problema
social y filosófico del mayor interés a un episodio de tipo digamos
romántico-policial, de interés tan solo para él y su grupúsculo de
pasamontañas. Otro comentarista, a partir de una línea del artículo
completamente secundaria sobre las barras bravas, convierte esa línea en
esencial, y a continuación saca a colación la cuestión del
racismo
uruguayo, lo que desvía la lectura a una, a esta altura, aburridísima
discusión acerca de si Luis Suárez es racista o no es racista por haber
dicho la palabra “negro”, en castellano, en un campo de fútbol
angloparlante —Patrice Evra y la FA inglesa dicen explícitamente que
no lo es en el propio fallo judicial del episodio, pero algunos
uruguayos parece que no se han convencido.
E-ducación y
optimismos viejos
Creo que lo que nos hace mucha falta con respecto a internet sigue
siendo, igual que con todo lo demás, desarrollar aunque sea un poco
de sentido crítico. Si uno dice que el
Plan
Ceibal ayudó en términos de la inclusión digital, pero que no se
sabe en qué ha ayudado en términos educativos, uno es acusado
inmediatamente. ¿Por qué? Porque, en el piloto automático en el que
funciona casi todo en el Uruguay mental contemporáneo, ser crítico con
el Plan Ceibal es ser crítico con el gobierno, y ser crítico (en serio e
independientemente, no pseudo-crítico como lo es en los hechos buena
parte de la izquierda autopensante), es “ser facho”, o al menos “ser
colorado” (cosa que, por mi parte, considero tan digna, y tan
irrelevante, como ser blanco, lila, negro o frenteamplista). En el país
sigue habiendo aun una urgencia por poner etiquetas, de modo de, en
lugar de discutir temas, subsumir el discurso de cualquier interlocutor
en un mundo local y bimembre que tiene solamente dos categorías: o “de
izquierda” o “facho”. Nadie sabe a esta altura qué es cada una de esas
categorías, pues se las ha abusado tanto que no discriminan nada. Pero
igual funcionan, puesto que nadie las pone en discusión.
Ahora bien, el optimismo digital del que hacemos gala en tanto multitud
criolla no tiene nada de nuevo, ni nada de inteligente. Es repetir el
mismo gesto que se ensayó cuando apareció el telégrafo, el teléfono, la
radio, el grabador personal, la televisión... En todos y cada uno de
esos casos, la mayoría celebró cada uno de esos nuevos medios de modo
irrestricto, y se los entendió como agentes de la paz mundial y la
libertad futura. La literatura al respecto es abundante y el que la
busque fácilmente la encontrará. Los ingleses y americanos celebraron la
aparición de la radio como la garantía del fin de todas las guerras,
puesto que ahora por fin se podrían poner en comunicación las culturas
diferentes de Europa y los malentendidos podrían solucionarse en poco
tiempo. Eso fue justo antes de que Hitler entendiese el poder de la
radio para llenar las cabezas de millones de alemanes de odio
reivindicativo por las injusticias supuestamente sufridas luego de la
derrota en la Primera Guerra Mundial.
En el caso de la televisión, su advenimiento fue saludado también en
unos Estados Unidos e Inglaterra exultantes por la exitosa (aunque
exhausta) segunda posguerra como el gran medio universal para la
difusión de la cultura crítica y democrática. Intelectuales y
empresarios aunaban sus voces para saludar la posibilidad inédita de que
la imagen humana entrase en cada cocina y en cada dormitorio a llevar
los principios de la democracia y la libertad. No había pasado un lustro
que ya había quien se preguntase si la televisión no sería después de
todo el vehículo de la más imbécil mediocridad en todos los planos.
Hacía falta que apareciese un canadiense genial como
Marshall McLuhan para que escribiese, en prosa sibilina, algunos
ensayos que restauraban el sentido crítico respecto al carácter ambiguo
de los nuevos medios y la cultura que con ellos llegaba.
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En el Uruguay, estas cosas son como si no hubieran sido. Nuestro país,
que está haciéndolo muy bien en materia de programación y creatividad
digital con un par de generaciones de ingenieros y diseñadores de
primera, parece permanecer no obstante, en el resto, masivamente
desinteresado de la abundante discusión global sobre los distintos
aspectos de la e-personalidad y la cultura virtual, sobre cómo el
lenguaje
escrito y la oralidad se han reubicado, y sobre cuáles son las posibles
formas de orientación respecto a las consecuencias de esto para la
libertad, la igualdad, la democracia, el sujeto y la sociedad civil.
Ante esto, muchos
militantes locales de la red suenan cada vez más al unísono en un
concierto de optimismo implícito. Pareciera haber un vago convencimiento
de que, sea lo que sea que viene a partir de nuestra masiva mudanza al
mundo e-personal, eso será absolutamente bueno. Un corolario de ese
optimismo implícito es que también parecemos estar convencidos de que
usar internet y
educarse es lo mismo. Lo cual es un error conceptual importante. Es
como si en 1955 un anglosajón hubiese decretado que había que abolir las
universidades porque, después de todo, la información relevante podía ya
ponerse en la televisión. Si bien cada nuevo medio fue también celebrado
por sus potencialidades educativas, a nadie felizmente se le había
ocurrido dar el paso de eliminar la educación. En el Uruguay se cree que
internet es democrática, cuando la verdad es que depende cómo y qué se
haga con ella. En muchos de los usos más masivos, internet se aleja de
cualquier discusión en donde los sujetos puedan realmente expresarse con
libertad, para acercase a un mecanismo de imposición de la patota sobre
el sujeto. La patota cuenta, en internet, con el beneficio del seudónimo
además. Y el no ser identificable es el instrumento esencial de la
patota, a no olvidarlo.
Ego, espíritu y
mercado de última generación
Quizá se trate —y eso es lo que yo creo— de un primer estadio en la
cultura de este medio digital en particular. Se trata de una cultura
potencialmente interesantísima, que está por ahora en una fase algo
infantil. Si esto fuese así —como ha pasado con todos los medios antes,
por otro lado— quizá todos se vayan cansando, como nos hemos ido
cansando algunos ya, del continuo prepoteo de quien ni siquiera dice
quién es; quizá otros se vayan cansando también de la noción
infinitamente estúpida de que todas las formas presentes, pasadas y
futuras de elaborar cultura de modo crítico deben ser “superadas” por el
frangolleo de cinco minutos de mentalidades vociferantes que claman por
un minuto de atención, un “me gusta” o la ilusión, virtual y onanista,
de que alguien los toma realmente en cuenta.
Confundir, como se
hace, el asunto de la e-opinión (que no se expone), con el asunto de la
democracia, es la trampa más sorprendente de todas, en la que caemos
continuamente. Lo que más bien uno ve a menudo en este nivel de la
experiencia de internet es el uso continuo de la acusación patotera
frente a la opinión, especialmente si esta última es rara, diferente a
lo que la mayoría cree que piensa. Así, si alguien entra en un debate y
da una razón (es decir, se expone en una postura), lo más posible en el
estado actual de internet es que, en lugar de que se la contradigan con
otra razón, lo acusen diciéndole no me das el derecho a opinar
distinto. Se confunde, así, que alguien tenga una opinión distinta
de la mía, con que por tenerla, me la imponga autoritariamente.
Esa curiosa conclusión solo puede ocurrir si, en algún lugar más o menos
recóndito de mí, siento que en realidad no tengo razón, no tengo ningún
argumento que oponerle a ese otro. Si en el fondo, aunque no quiera,
reconozco la autoridad natural del otro, que no tiene nada que
ver con autoritarismo e imposición, y eso lo siento como una herida
insufrible a mi e-ego e-infantil. Lo más fácil, en ese caso, es apelar a
la patota, inventar —acusando— que el que piensa distinto es un
autoritario. La patota, seguro, me secundará, especialmente si mi
opinión es una variante cosmética cualquiera de lo que opina la gran
mayoría.
Es así que se homogeiniza la cabeza y los argumentos, el repertorio de
posibilidades, va reduciéndose más y más a un intuitivo rumbear, junto
con el rebaño, a donde sea que éste vaya. Eso no es democracia, ni es
empoderamiento, ni es participación: es simplemente reconocer de una vez
que no se tiene nada propio que mostrar, y aceptar la disolución del
antiguo ego moderno en un e-ego de carácter casi completamente
colectivo, y autocomplaciente de serlo. No es raro que haya,
compensatoriamente, un auge extraordinario de la más insípida
autoexaltación de cada uno. Cuando uno no tiene nada que decir, solo le
queda exhibirse a sí mismo, hacer su blog, inventarse una página propia
en Wikipedia, acumular presuntos logros, incomprobables, en su e-vita.
Cuidado, esto puede ser alternativamente celebrado o denostado, o
simplemente mirado con cierta indiferencia crítica —que posiblemente sea
lo mejor. Hay pues una forma positiva de ver este proceso: es posible
que, vía el agua regia de internet, estemos disolviendo la subjetividad
para pasar de una vez a un estado de conciencia colectiva, un estado más
espiritual que el anterior. Si eso es un estado de disolución del ego y
mayor espiritualidad, lo celebro. Si es, en cambio, un avance más de los
peores aspectos del capitalismo avanzado, que destruye a quienes le
podrían hacer mella permitiéndoles “ser ellos” del modo más
absolutamente insignificante, no creo que haya mucho para aplaudir.
Quizá se trate de un poco de cada cosa.
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