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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 


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          E-OPTIMISMO

Lecturas orientales de problemas universales

Aldo Mazzucchelli

Hace casi un mes en una columna
anterior hablaba de la noción de “empoderamiento” y la ligaba
con el problema del seudónimo y de los cambios que el sujeto (y su autoimagen) está experimentando en internet. Citando a
Elias Aboujaoude, un psiquiatra que ha escrito un libro sobre algunos aspectos de esta reciente y curiosa “e-personalidad” que todos venimos desarrollando, comentaba que la imposibilidad de ser contrastado con respecto a lo que uno dice en internet hace que frecuentemente se pase de un legítimo “empoderamiento” a un narcisismo de mala calidad, en donde cualquiera se siente o se hace “autoridad” en cualquier cosa. Estaba pensando sobre todo en la gente que da consejos médicos, o en gente que habla con gran autoridad de dirección técnica futbolística o de aviación, sin haber tenido que demostrar nunca en la realidad qué es lo que le da autoridad para hablar de esas cosas. Esto está afectando la idea de opinión, el significado social de la noción de “responsabilidad individual”. Si un médico, por ejemplo, en ese contexto, intenta desautorizar la opinión médica de quien no lo es, que se agarre fuerte porque los patrulleros del “derecho a la opinión” en internet lo dejarán hecho añicos. El contraargumento de que todas las opiniones hay que juzgarlas simplemente en su contenido sin contar de quien vienen es idealmente perfecto, pero en realidad una inocentada. Porque, simplemente, un gran porcentaje de las opiniones vertidas sobre cualquier asunto están fuera del alcance de la comprobación de cualquier interlocutor. Somos seres sociales, nuestro saber es especializado y parcial, y no puede serlo de otro modo. En consecuencia, tenemos que vivir confiando en los que realmente conocen de cada tema, y eso no va a cambiar por ahora. Es imposible que lo haga. Es por eso que rifar la cuestión de la formación, la experiencia y la autoridad que de ellas viene es un reflejo infantil, de falso empoderamiento y falsa democratización.

Decía, además, que una autorregulación del uso de internet podría ocurrir (yo creo que ya está ocurriendo), y por ello entiendo que todos nosotros, como ha pasado siempre con cualquier medio nuevo, aprenderemos a usarlo eventualmente, y seremos más selectivos para ver a quién le hablamos y a quién le permitimos que nos hable. Todo esto, sin intervención de nadie externo, sin permitir que nadie desde el Estado o desde alguna otra institución nos diga lo que podemos y no podemos decir. Igual que aprendimos a ser selectivos y a usar a nuestro favor la prensa, los medios de transporte, la radio, la televisión y hasta, en parte ya, el teléfono móvil.

Sorprendentemente, algunos de los muchos que reaccionaron a la columna citada la interpretaron como un intento “conservador” de “impedir la expresión libre en internet”. La reacción revela varias cosas divertidas, muestra lo mal que nos leemos en Uruguay, y en algunos casos exhibe puntos de vista orientalmente extravagantes. Uno de los críticos a la columna, un economista hombre que va por la red usando un seudónimo de mujer, protestaba que la idea de decir quién uno es (dentro o fuera de internet) podría ayudar al Estado a perseguirlo en caso de, por ejemplo, romper un vidrio de un MacDonalds, reduciendo un problema social y filosófico del mayor interés a un episodio de tipo digamos romántico-policial, de interés tan solo para él y su grupúsculo de pasamontañas. Otro comentarista, a partir de una línea del artículo completamente secundaria sobre las barras bravas, convierte esa línea en esencial, y a continuación saca a colación la cuestión del racismo uruguayo, lo que desvía la lectura a una, a esta altura, aburridísima discusión acerca de si Luis Suárez es racista o no es racista por haber dicho la palabra “negro”, en castellano, en un campo de fútbol angloparlante —Patrice Evra y la FA inglesa dicen explícitamente que no lo es en el propio fallo judicial del episodio, pero algunos uruguayos parece que no se han convencido.

E-ducación y optimismos viejos

Creo que lo que nos hace mucha falta con respecto a internet sigue siendo, igual que con todo lo demás, desarrollar aunque sea un poco de sentido crítico. Si uno dice que el Plan Ceibal ayudó en términos de la inclusión digital, pero que no se sabe en qué ha ayudado en términos educativos, uno es acusado inmediatamente. ¿Por qué? Porque, en el piloto automático en el que funciona casi todo en el Uruguay mental contemporáneo, ser crítico con el Plan Ceibal es ser crítico con el gobierno, y ser crítico (en serio e independientemente, no pseudo-crítico como lo es en los hechos buena parte de la izquierda autopensante), es “ser facho”, o al menos “ser colorado” (cosa que, por mi parte, considero tan digna, y tan irrelevante, como ser blanco, lila, negro o frenteamplista). En el país sigue habiendo aun una urgencia por poner etiquetas, de modo de, en lugar de discutir temas, subsumir el discurso de cualquier interlocutor en un mundo local y bimembre que tiene solamente dos categorías: o “de izquierda” o “facho”. Nadie sabe a esta altura qué es cada una de esas categorías, pues se las ha abusado tanto que no discriminan nada. Pero igual funcionan, puesto que nadie las pone en discusión.

Ahora bien, el optimismo digital del que hacemos gala en tanto multitud criolla no tiene nada de nuevo, ni nada de inteligente. Es repetir el mismo gesto que se ensayó cuando apareció el telégrafo, el teléfono, la radio, el grabador personal, la televisión... En todos y cada uno de esos casos, la mayoría celebró cada uno de esos nuevos medios de modo irrestricto, y se los entendió como agentes de la paz mundial y la libertad futura. La literatura al respecto es abundante y el que la busque fácilmente la encontrará. Los ingleses y americanos celebraron la aparición de la radio como la garantía del fin de todas las guerras, puesto que ahora por fin se podrían poner en comunicación las culturas diferentes de Europa y los malentendidos podrían solucionarse en poco tiempo. Eso fue justo antes de que Hitler entendiese el poder de la radio para llenar las cabezas de millones de alemanes de odio reivindicativo por las injusticias supuestamente sufridas luego de la derrota en la Primera Guerra Mundial.

En el caso de la televisión, su advenimiento fue saludado también en unos Estados Unidos e Inglaterra exultantes por la exitosa (aunque exhausta) segunda posguerra como el gran medio universal para la difusión de la cultura crítica y democrática. Intelectuales y empresarios aunaban sus voces para saludar la posibilidad inédita de que la imagen humana entrase en cada cocina y en cada dormitorio a llevar los principios de la democracia y la libertad. No había pasado un lustro que ya había quien se preguntase si la televisión no sería después de todo el vehículo de la más imbécil mediocridad en todos los planos. Hacía falta que apareciese un canadiense genial como Marshall McLuhan para que escribiese, en prosa sibilina, algunos ensayos que restauraban el sentido crítico respecto al carácter ambiguo de los nuevos medios y la cultura que con ellos llegaba.



En el Uruguay, estas cosas son como si no hubieran sido. Nuestro país, que está haciéndolo muy bien en materia de programación y creatividad digital con un par de generaciones de ingenieros y diseñadores de primera, parece permanecer no obstante, en el resto, masivamente desinteresado de la abundante discusión global sobre los distintos aspectos de la e-personalidad y la cultura virtual, sobre cómo el lenguaje escrito y la oralidad se han reubicado, y sobre cuáles son las posibles formas de orientación respecto a las consecuencias de esto para la libertad, la igualdad, la democracia, el sujeto y la sociedad civil.

Ante esto, muchos militantes locales de la red suenan cada vez más al unísono en un concierto de optimismo implícito. Pareciera haber un vago convencimiento de que, sea lo que sea que viene a partir de nuestra masiva mudanza al mundo e-personal, eso será absolutamente bueno. Un corolario de ese optimismo implícito es que también parecemos estar convencidos de que usar internet y educarse es lo mismo. Lo cual es un error conceptual importante. Es como si en 1955 un anglosajón hubiese decretado que había que abolir las universidades porque, después de todo, la información relevante podía ya ponerse en la televisión. Si bien cada nuevo medio fue también celebrado por sus potencialidades educativas, a nadie felizmente se le había ocurrido dar el paso de eliminar la educación. En el Uruguay se cree que internet es democrática, cuando la verdad es que depende cómo y qué se haga con ella. En muchos de los usos más masivos, internet se aleja de cualquier discusión en donde los sujetos puedan realmente expresarse con libertad, para acercase a un mecanismo de imposición de la patota sobre el sujeto. La patota cuenta, en internet, con el beneficio del seudónimo además. Y el no ser identificable es el instrumento esencial de la patota, a no olvidarlo.

Ego, espíritu y mercado de última generación

Quizá se trate —y eso es lo que yo creo— de un primer estadio en la cultura de este medio digital en particular. Se trata de una cultura potencialmente interesantísima, que está por ahora en una fase algo infantil. Si esto fuese así —como ha pasado con todos los medios antes, por otro lado— quizá todos se vayan cansando, como nos hemos ido cansando algunos ya, del continuo prepoteo de quien ni siquiera dice quién es; quizá otros se vayan cansando también de la noción infinitamente estúpida de que todas las formas presentes, pasadas y futuras de elaborar cultura de modo crítico deben ser “superadas” por el frangolleo de cinco minutos de mentalidades vociferantes que claman por un minuto de atención, un “me gusta” o la ilusión, virtual y onanista, de que alguien los toma realmente en cuenta.

Confundir, como se hace, el asunto de la e-opinión (que no se expone), con el asunto de la democracia, es la trampa más sorprendente de todas, en la que caemos continuamente. Lo que más bien uno ve a menudo en este nivel de la experiencia de internet es el uso continuo de la acusación patotera frente a la opinión, especialmente si esta última es rara, diferente a lo que la mayoría cree que piensa. Así, si alguien entra en un debate y da una razón (es decir, se expone en una postura), lo más posible en el estado actual de internet es que, en lugar de que se la contradigan con otra razón, lo acusen diciéndole no me das el derecho a opinar distinto. Se confunde, así, que alguien tenga una opinión distinta de la mía, con que por tenerla, me la imponga autoritariamente.

Esa curiosa conclusión solo puede ocurrir si, en algún lugar más o menos recóndito de mí, siento que en realidad no tengo razón, no tengo ningún argumento que oponerle a ese otro. Si en el fondo, aunque no quiera, reconozco la autoridad natural del otro, que no tiene nada que ver con autoritarismo e imposición, y eso lo siento como una herida insufrible a mi e-ego e-infantil. Lo más fácil, en ese caso, es apelar a la patota, inventar —acusando— que el que piensa distinto es un autoritario. La patota, seguro, me secundará, especialmente si mi opinión es una variante cosmética cualquiera de lo que opina la gran mayoría.

Es así que se homogeiniza la cabeza y los argumentos, el repertorio de posibilidades, va reduciéndose más y más a un intuitivo rumbear, junto con el rebaño, a donde sea que éste vaya. Eso no es democracia, ni es empoderamiento, ni es participación: es simplemente reconocer de una vez que no se tiene nada propio que mostrar, y aceptar la disolución del antiguo ego moderno en un e-ego de carácter casi completamente colectivo, y autocomplaciente de serlo. No es raro que haya, compensatoriamente, un auge extraordinario de la más insípida autoexaltación de cada uno. Cuando uno no tiene nada que decir, solo le queda exhibirse a sí mismo, hacer su blog, inventarse una página propia en Wikipedia, acumular presuntos logros, incomprobables, en su e-vita.

Cuidado, esto puede ser alternativamente celebrado o denostado, o simplemente mirado con cierta indiferencia crítica —que posiblemente sea lo mejor. Hay pues una forma positiva de ver este proceso: es posible que, vía el agua regia de internet, estemos disolviendo la subjetividad para pasar de una vez a un estado de conciencia colectiva, un estado más espiritual que el anterior. Si eso es un estado de disolución del ego y mayor espiritualidad, lo celebro. Si es, en cambio, un avance más de los peores aspectos del capitalismo avanzado, que destruye a quienes le podrían hacer mella permitiéndoles “ser ellos” del modo más absolutamente insignificante, no creo que haya mucho para aplaudir.

Quizá se trate de un poco de cada cosa.

 

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