Cuando nos hallamos en presencia de una
obra de arte o de una forma
artística nunca advertimos que se haya tenido en cuenta al
destinatario para facilitarle la interpretación. No se trata sólo de
que la referencia a un público determinado o a sus representantes
contribuya a desorientar, sino de que incluso el concepto de un
destinatario «ideal» es nocivo para todas las explicaciones teóricas
sobre el arte, porque éstas han de limitarse a suponer
principalmente la existencia y la naturaleza del ser humano. De tal
suerte, el arte propiamente dicho presupone el carácter físico y
espiritual del hombre; pero no existe ninguna obra de arte que trate
de atraer su atención, porque ningún poema está dedicado al lector,
ningún cuadro a quien lo contempla, ni sinfonía alguna a quienes la
escuchan. Pero ¿se hace acaso una traducción pensando en los
lectores que no entienden el idioma original? Esta pregunta parece
explicar suficientemente la diferencia de categoría entre original y
traducción en el reino del arte. Por lo demás, es esta la única
razón posible para repetir «la misma cosa».
¿Qué «dice» una obra literaria? ¿Qué comunica? Muy poco a aquel que
la comprende. Su razón de ser fundamental no es la
comunicación ni
la afirmación. Y sin embargo la traducción que se propusiera
desempeñar la función de intermediario sólo podría transmitir una
comunicación, es decir, algo que carece de importancia. Y este es
en definitiva
el signo característico de una mala traducción. Ahora bien, lo que
hay en una obra literaria — y hasta el mal traductor reconoce que es
lo esencial— ¿no es lo que se considera en general como intangible,
secreto, «poético»? ¿Se trata entonces de que el traductor sólo
puede transmitir algo haciendo a su vez
literatura?
De ahí arranca
en realidad una segunda característica de la mala traducción que,
según esto, puede definirse diciendo que es una transmisión inexacta
de un contenido no esencial. Y en esto quedará, mientras la
traducción no tenga más propósito que servir al lector. Pero si la
traducción estuviera realmente destinada al lector, también tendría
que estarlo el original. Y si no fuera esta la razón de ser del
original, ¿qué sentido debería darse entonces a la traducción basada
en esta dependencia? La traducción es ante todo una forma. Para
comprenderla de este modo es preciso volver al original, ya que en
él está contenida su ley, así como la posibilidad de su traducción.
El problema de la traducibilidad de una obra tiene una doble
significación. Puede significar en primer término que entre el
conjunto de sus lectores la obra encuentre un traductor adecuado. Y
puede significar también —con mayor propiedad— que la obra, en su
esencia, consiente una traducción y, por consiguiente, la exige, de
acuerdo con la significación de su forma.
En principio, la primera
cuestión admite sólo una solución problemática y la segunda una
solución apodíctica. Únicamente una mentalidad superficial, que se
niegue a reconocer el sentido independiente de la segunda, las
declarará equivalentes… A este criterio podría oponerse que ciertos
conceptos correlativos conservan su sentido exacto, y tal vez el
mejor, si no se aplican exclusivamente al hombre desde el comienzo.
Así podría hablarse de una vida o de un instante inolvidable, aun
cuando toda la humanidad los hubiese olvidado. Si, por ejemplo, su
carácter exigiera que no pasase al olvido, dicho predicado no
representaría un error, sino sólo una exigencia a la que los hombres
no responden, y quizá también la indicación de una esfera capaz de
responder a dicha exigencia: la del pensamiento divino. Del mismo
modo podría considerarse la traducibilidad de ciertas formas
idiomáticas, aunque fuesen intraducibles para los hombres. Y
basándose en un concepto riguroso de la traducción ¿no podrían en
cierto modo serlo realmente? Teniendo en cuenta esta diferencia,
cabría preguntar si es conveniente favorecer la traducción de
ciertas formas idiomáticas. Y así es como adquiriría significación
la frase: si la traducción es una forma, la traducibilidad de
ciertas obras debería ser esencial.
La
traducibilidad conviene particularmente a ciertas obras, pero ello
no quiere decir que su traducción sea esencial para las obras
mismas, sino que en su traducción se manifiesta cierta significación
inherente al original. Es evidente que una traducción, por buena que
sea, nunca puede significar nada para el original; pero gracias a su
traducibilidad mantiene una relación íntima con él. Más aun: esta
relación es tanto más estrecha en la medida en que para el original
mismo ya carece de significación. Es una relación que puede
calificarse de natural y, más exactamente aun, de vital. Así como
las manifestaciones de la vida están íntimamente relacionadas con
todo ser vivo, aunque no representan nada para éste, también la
traducción brota del original, pero no tanto de su vida como de su
«supervivencia», pues la traducción es posterior al original. Y sin
embargo, para las obras importantes que nunca encuentran a sus
traductores adecuados en la época de su creación, indica la fase de
su supervivencia. La idea de la vida y de la supervivencia de las
obras debe entenderse con un rigor totalmente exento de metáforas.
Ni siquiera en las épocas de mayor confusión mental se ha supuesto
que sólo el organismo pudiera estar dotado de vida. Pero ello no es
razón para pretender extender el imperio de la vida bajo el frágil
cetro del alma, como lo intentó Fechner; ni tampoco para decir que
sería posible definir la vida basándose en los actos todavía menos
decisivos de la animalidad o en el sentimiento, que sólo la
caracteriza ocasionalmente. Este concepto se justifica mejor cuando
se atribuye a aquello que ha hecho historia y no ha sido únicamente
escenario de ella. Porque en último término sólo puede determinarse
el ámbito de la vida partiendo de la historia y no de la naturaleza,
y mucho menos de cosas tan variables como el sentimiento y el alma.
De ahí que corresponda al filósofo la misión de interpretar toda la
vida natural, partiendo de la existencia más amplia de la historia.
Y en todo caso ¿la supervivencia de las obras no es
incomparablemente más fácil de reconocer que la de las criaturas? La
historia de las grandes obras de arte arranca de los orígenes de la
vida, se ha formado durante la vida del artista, y las generaciones
ulteriores son esencialmente las que le confieren una supervivencia
duradera. Cuando se manifiesta esta supervivencia, toma el nombre de
fama. Las traducciones que son algo más que comunicaciones surgen
cuando una obra sobrevive y alcanza la época de su fama. Por
consiguiente, las traducciones no son las que prestan un servicio a
la obra, como pretenden los malos traductores, sino que más bien
deben a la obra su existencia. La vida del original alcanza en ellas
su expansión póstuma más vasta y siempre renovada. Esta expansión es
como la de una vida peculiar y superior y se halla determinada por
un objetivo peculiar y superior. Vida y objetivo: su relación
aparentemente evidente y que sin embargo casi se sustrae al
conocimiento, se revela sólo si esa finalidad para la cual colaboran
todos los objetivos singulares de la vida no es a su vez buscada en
la esfera misma de la vida, sino en una esfera superior. En último
término, todos los fenómenos vitales y su objetivo, no sólo son
útiles para la vida, sino también para expresar su esencia y para
subrayar su importancia. La traducción sirve pues para poner de
relieve la íntima relación que guardan los idiomas entre sí. No
puede revelar ni crear por si misma esta relación íntima, pero sí
puede representarla, realizándola en una forma embrionaria e
intensiva. Y precisamente esta representación de un hecho indicado
mediante el tanteo, que es el germen de su creación, constituye una
forma de representación muy peculiar que apenas aparece fuera del
ámbito de la vida idiomática, pues ésta encuentra en las analogías y
los signos otros medios de expresión distintos del intensivo, es
decir, la realización previa y alusiva. Pero este vínculo imaginado
e íntimo de las lenguas es el que trae consigo una convergencia
particular. Se funda en el hecho de que las lenguas no son extrañas
entre sí, sino a priori, y prescindiendo de todas las relaciones
históricas, mantienen cierta semejanza en la forma de decir lo que
se proponen. En todo caso, como consecuencia de este intento de
explicación el análisis parece desembocar de nuevo en la teoría
tradicional de la traducción, después de haber dado unos rodeos
inútiles. Si el parentesco de los idiomas ha de confirmarse en las
traducciones, ¿cómo puede hacerlo, si no es transmitiendo con la
mayor exactitud posible la forma y el sentido del original?
Naturalmente, esta teoría no podría expresar el concepto de dicha
exactitud, ya que no lograría justificar lo que es esencial en una
traducción. Ahora bien, el parentesco entre los idiomas aparece en
una traducción de manera más intensa y categórica que en la
semejanza superficial e indefinible de dos obras literarias. Para
comprender la verdadera relación entre el original y la traducción
hay que partir de un supuesto, cuya intención es absolutamente
análoga a los razonamientos, en los que la crítica del conocimiento
ha de demostrar la imposibilidad de establecer una teoría de la
copia. Si allí se probara que en el conocimiento no puede existir la
objetividad, ni siquiera la pretensión de ella, si sólo consistiera
en reproducciones de la realidad, aquí puede demostrarse que ninguna
traducción sería posible si su aspiración suprema fuera la semejanza
con el original. Porque en su supervivencia —que no debería llamarse
así de no significar la evolución y la renovación por que pasan
todas las cosas vivas— el original se modifica. Las formas de
expresión ya establecidas están igualmente sometidas a un proceso de
maduración. Lo que en vida de un autor ha sido quizás una tendencia
de su lenguaje literario, puede haber caído en desuso, ya que las
formas creadas pueden dar origen a nuevas tendencias inmanentes; lo
que en un tiempo fue joven puede parecer desgastado después; lo que
fue de uso corriente puede resultar arcaico más tarde. Perseguir lo
esencial de estos cambios, así como de las transformaciones
constantes del sentido, en la subjetividad de lo nacido
ulteriormente, en vez de buscarlo en la vida misma del lenguaje y de
sus obras —aun admitiendo el psicologismo más riguroso— significaría
confundir el principio y la esencia de una cosa o, dicho con más
exactitud, sería negar uno de los procesos históricos más grandiosos
y fecundos de la fuerza primaria del pensamiento. E incluso, si
pretendiéramos convertir el último trazo de pluma del autor en el
golpe de gracia para su obra, no lograría salvarse esa fenecida
teoría de la traducción. Pues así corno el tono y la significación
de las grandes obras literarias se modifican por completo con el
paso de los siglos, también evoluciona la lengua materna del
traductor. Es más: mientras la palabra del escritor sobrevive en el
idioma de éste, la mejor traducción está destinada a diluirse una y
otra vez en el desarrollo de su propia lengua y a perecer como
consecuencia de esta evolución. La traducción está tan lejos de ser
la ecuación inflexible de dos idiomas muertos que, cualquiera que
sea la forma adoptada, ha de experimentar de manera especial la
maduración de la palabra extranjera, siguiendo los dolores del
alumbramiento en la propia lengua. Si es cierto que en la traducción
se hace patente el parentesco de los idiomas, conviene añadir que no
guarda relación alguna con la vaga semejanza que existe entre la
copia y el original. De esto se infiere que el parentesco no implica
forzosamente la semejanza. Y aun así el concepto de la afinidad se
halla a este respecto de acuerdo con su empleo más estricto, ya que
no es posible definirlo exactamente basándose en la igualdad de
origen de ambas lenguas, aun cuando, como es natural, para la
determinación de ese empleo más estricto siga siendo imprescindible
la noción de origen.
Dejando de lado lo histórico ¿dónde debe buscarse el parentesco
entre dos idiomas? En todo caso, ni en la semejanza de las
literaturas ni en la analogía que pueda existir en la estructura de
sus frases. Todo el parentesco suprahistórico de dos idiomas se
funda más bien en el hecho de que ninguno de ellos por separado, sin
la totalidad de ambos, puede satisfacer recíprocamente sus
intenciones, es decir el propósito de llegar al lenguaje puro.
Precisamente, si por una parte todos los elementos aislados de los
idiomas extranjeros, palabras, frases y concordancias, se excluyen
entre sí, estos mismos idiomas se complementan en sus intenciones.
Para expresar exactamente esta ley, una de las fundamentales de la
filosofía del lenguaje, hay que distinguir en la intención lo
entendido y el modo de entender. En las palabras Brot y pain lo
entendido es sin duda idéntico pero el modo de entenderlo no lo es.
Sólo por la forma de pensar constituyen estas palabras algo distinto
para un alemán y para un francés; son inconfundibles y en último
término hasta se esfuerzan por excluirse. Pero en su intención,
tomadas en su sentido absoluto, son idénticas y significan lo mismo.
De manera que la forma de entender estos dos, vocablos es
contradictoria, pero se complementa en las dos lenguas de las que
proceden. Y a decir verdad se complementa en ellas la forma de
pensar en relación con lo pensado. Tomadas aisladamente, las lenguas
son incompletas y sus significados nunca aparecen en ellas en una
independencia relativa, como en las palabras aisladas o
proposiciones, sino que se encuentran más bien en una continua
transformación, a la espera de aflorar como la pura lengua de la
armonía de todos esos modos de significar. Hasta ese momento ello
permanece oculto en las lenguas. Pero si éstas se desarrollan así
hasta el fin mesiánico de sus historias, la traducción se alumbra en
la eterna supervivencia de las obras y en el infinito renacer de las
lenguas, como prueba sin cesar repetida del sagrado desarrollo de
los idiomas, es decir de la distancia que media entre su misterio y
su revelación, y se ve hasta qué punto esa distancia se halla
presente en el conocimiento. En todo caso, esto permite reconocer
que la traducción no es sino un procedimiento transitorio y
provisional para interpretar lo que tiene de singular cada lengua.
Para comprender esta singularidad el hombre no dispone más que de
medios transitorios y provisionales, por no tener a su alcance una
solución permanente y definitiva o, por lo menos, por no poder
aspirar a ella inmediatamente. En cambio el desarrollo de las
religiones tiene un carácter mediato, porque hace madurar en los
idiomas la semilla oculta de otro lenguaje más alto. Así resulta que
la traducción, aun cuando no pueda aspirar a la permanencia de sus
formas —y en esto se distingue del arte— no niega su orientación
hacia una fase final, inapelable y decisiva de todas las disciplinas
lingüísticas. En ella se exalta el original hasta una altura del
lenguaje que, en cierto modo, podríamos calificar de superior y
pura, en la que, como es natural, no se puede vivir eternamente, ya
que no todas las partes que constituyen su forma pueden ni con mucho
llegar a ella, pero la señalan por lo menos con una insistencia
admirable, como si esa región fuese el ámbito predestinado e
inaccesible donde se realiza la reconciliación y la perfección de
las lenguas. No alcanza tal altura en su totalidad, pero tal altura
está relacionada con lo que en la traducción es más que
comunicación. Ese núcleo esencial puede calificarse con más
exactitud diciendo que es lo que hay en una obra de intraducible.
Por importante que sea la parte de comunicación que se extraiga de
ella y se traduzca, siempre permanecerá intangible la parte que
persigue el trabajo del auténtico traductor. Ésta no es
transmisible, como sucede con la palabra del autor en el original,
porque la relación entre su esencia y el lenguaje es totalmente
distinta en el original y en la traducción. Si en el primer caso
constituyen éstos cierta unidad, como la de una fruta con su
corteza, en cambio el lenguaje de la traducción envuelve este
contenido como si lo ocultara entre los amplios pliegues de un manto
soberano, porque representa un lenguaje más elevado que lo que en
realidad es y, por tal razón, resulta desproporcionado, vehemente y
extraño a su propia esencia. Esta incongruencia impide toda ulterior
transposición y, al mismo tiempo, la hace superflua, ya que toda
traducción de una obra, a partir de un momento determinado de la
historia del lenguaje, representa, en relación con un aspecto
determinado de su contenido, las traducciones en todos los demás. Es
decir que la traducción transplanta el original a un ámbito
lingüístico más definitivo —lo que, por lo menos en este sentido,
resulta irónico—, puesto que desde él ya no es posible trasladarlo,
valiéndose de otra traducción y sólo es posible elevarlo de nuevo a
otras regiones de dicho ámbito, pero sin salir de él. No por azar la
palabra «irónico» puede hacernos recordar aquí ciertas
argumentaciones de los románticos. Éstos fueron los primeros que
tuvieron una visión de la vida de las obras, de la cual la
traducción es la prueba suprema. Claro está que apenas la
reconocieron como tal y que dirigieron más bien toda su atención a
la crítica, que representa igualmente, aunque en una proporción
menor, una circunstancia importante para la supervivencia de las
obras. Pero aun cuando su teoría se refirió difícilmente a la
traducción, la grandiosa obra de traductores que cumplieron
coincidió con un sentimiento de la esencia y de la dignidad de esta
forma de actividad. Este sentimiento —como todo parece indicarlo— no
es forzosamente el más poderoso en el escritor. Y hasta es posible
que éste, en su calidad de autor, lo considere insignificante. Ni
siquiera la historia apoya el prejuicio tradicional según el cual
los traductores eminentes serían poetas y los poetas mediocres
pésimos traductores. Muchos de los mejores, como Lutero, Voss,
Schlegel, son incomparablemente más significativos como traductores
que como poetas; otros entre los máximos, como Hölderlin y George,
no se pueden entender, en el ámbito total de su creación, sólo como
poetas, y mucho menos como traductores. Precisamente por ser la
traducción una forma peculiar, la función del traductor tiene
también un carácter peculiar, que permite distinguirla exactamente
de la del escritor. Esta función consiste en encontrar en la lengua
a la que se traduce una actitud que pueda despertar en dicha lengua
un eco del original. Esta es una característica de la traducción que
marca su completa divergencia respecto a la obra literaria, porque
su actitud nunca pasa al lenguaje como tal, o sea a su totalidad,
sino que se dirige sólo de manera inmediata a determinadlas
relaciones lingüísticas. Porque la traducción, al contrario de la
creación literaria, no considera como quien dice el fondo de la
selva idiomática, sino que la mira desde afuera, mejor dicho, desde
en frente y sin penetrar en ella hace entrar al original en cada uno
de los lugares en que eventualmente el eco puede dar, en el propio
idioma, el reflejo de una obra escrita en una lengua extranjera. La
intención de la traducción no persigue solamente una finalidad
distinta de la que tiene la creación literaria, es decir el conjunto
de un idioma a partir de una obra de arte única escrita en una
lengua extranjera, sino que también es diferente ella misma, porque
mientras la intención de un autor es natural, primitiva e intuitiva,
la del traductor es derivada, ideológica y definitiva, debido a que
el gran motivo de la integración de las muchas lenguas en una sola
lengua verdadera es el que inspira su tarea. Una tarea en la que las
proposiciones, obras y juicios particulares no llegan nunca a
entenderse, pero en la cual las lenguas diversas concuerdan entre
sí, integradas y reconciliadas en la forma de entender. En cambio,
si existe una lengua de la verdad, en la cual los misterios
definitivos que todo pensamiento se esfuerza por descifrar se hallan
recogidos tácitamente y sin violencias, entonces el lenguaje de la
verdad es el auténtico lenguaje. Y justamente este lenguaje, en cuya
intención y en cuya descripción se encuentra la única perfección a
que pueda aspirar el filósofo, permanece latente en el fondo de la
traducción.
No
existe una musa de la filosofía, como tampoco existe una musa de la
traducción. Pero estas actividades no son triviales, como pretenden
algunos artistas sentimentales, pues hay un genio filosófico cuya
peculiaridad es el afán de encontrar ese lenguaje que se anuncia en
la traducción: «Les langues imparfaites en cela que plusieurs,
manque la suprême: penser étant écrire sans accessoires, ni
chuchotement mais tacite encore l'immortelle parole, la diversité,
sur terre, des idiomes empêche personne de proférer les mots qui,
sinon se trouveraient par une frappe unique, elle même
matériellement la vérité.» Si el filósofo es capaz de apreciar
exactamente lo que piensa Mallarmé con estas frases, entonces la
traducción se encuentra con los gérmenes de este lenguaje a mitad de
camino entre la teoría y la obra literaria. Su trabajo tiene menos
intensidad, pero no por ello deja de imprimir su cuño en la
historia. Si se encara desde este punto de vista la tarea del
traductor, los caminos para darle solución amenazan con convertirse
en más impenetrables. Incluso agregaremos: el problema de hacer
madurar en la traducción el germen del lenguaje puro parece no
resolverse probablemente ni determinarse nunca con ninguna solución.
Pues ¿no se quita a ésta todo fundamento cuando la reproducción del
sentido original deja de ser determinante? Pues esto —interpretado
negativamente— es el significado de todo lo que antecede. La
fidelidad y la libertad —libertad de la reproducción en su sentido
literal y, a su servicio, la fidelidad respecto a la palabra— son
los conceptos tradicionales que intervienen en toda discusión acerca
de las traducciones. Estos conceptos ya no parecen servir para una
teoría que busque en la traducción otra cosa distinta de la
reproducción del sentido. A decir verdad, su empleo tradicional
considera estos conceptos en discrepancia permanente. Porque, en
realidad, ¿qué valor tiene la fidelidad para la reproducción del
sentido? La fidelidad de la traducción de cada palabra aislada casi
nunca puede reflejar por completo el sentido que tiene el original,
ya que la significación literaria de este sentido, en relación con
el original, no se encuentra en lo pensado, sino que es adquirida
precisamente en la misma proporción en que lo pensado se halla
vinculado con la manera de pensar en la palabra determinada. Este
hecho suele expresarse mediante una fórmula que declara que las
palabras encierran un tono sentimental. Y hasta podría decirse que
la traducción literal, en lo que atañe a la sintaxis, impide por
completo la reproducción del sentido y amenaza con desembocar
directamente en la incomprensión.
En
el siglo XIX las traducciones de Sófocles hechas por Hölderlin eran
los ejemplos monstruosos de esta traducción literal. Se comprende
fácilmente hasta qué punto la fidelidad en la reproducción de la
forma acaba complicando la del sentido. De acuerdo con esto, la
conservación del sentido no requiere forzosamente la traducción
literal. El sentido se halla mucho mejor servido por la libertad sin
trabas de los malos traductores, incluso con daño para la
literatura, y el lenguaje. De manera que esta necesidad, cuya razón
es evidente y cuya justificación está muy oculta, debe entenderse
forzosamente teniendo en cuenta motivos mejor fundados. Como sucede
cuando se pretende volver a juntar los fragmentos de una vasija rota
que deben adaptarse en los menores detalles, aunque no sea obligada
su exactitud, así también es preferible que la traducción, en vez de
identificarse con el sentido del original, reconstituya hasta en los
menores detalles el pensamiento de aquél en su propio idioma, para
que ambos, del mismo modo que los trozos, de la vasija, puedan
reconocerse como fragmentos de un lenguaje superior. Por esta razón,
la traducción, en su propósito de comunicar algo, debe prescindir en
gran parte del sentido, y el original ya sólo le es indispensable en
la medida en que haya liberado al traductor y a su obra del esfuerzo
y de la disciplina del comunicante.
En
el terreno de la traducción puede aplicarse también la sentencia "en
el principio fue el Verbo". En cambio, por lo que se refiere al
sentido, no puede o, mejor dicho, no debe dejar fluir libremente el
lenguaje, a fin de impedir que su intención suene como un reflejo,
sino que para que sea una armonía y un complemento del idioma, en el
que éste comunique la forma peculiar de la intención. Por lo tanto,
no es el mejor elogio de una traducción, sobre todo en el momento de
su producción, decir de ella que se lee como un original escrito en
la lengua a la que fue vertido. Es más lisonjero decir que la
significación de la fidelidad, garantizada por la traducción
literal, expresa a través de la obra el deseo vehemente de completar
el lenguaje. La verdadera traducción es transparente, no cubre el
original, no le hace sombra, sino que deja caer en toda su plenitud
sobre éste el lenguaje puro, como fortalecido por su mediación. Esto
puede lograrlo sobre todo la fidelidad en la transposición de la
sintaxis, y ella es precisamente la que señala la palabra, y no la
frase, como elemento primordial del traductor. Pues la frase es el
muro que se levanta ante el lenguaje del original, mientras que la
fidelidad es el arco que lo sostiene. Si la fidelidad y la libertad
de la traducción se han considerado en todo tiempo como tendencias
antagónicas, esta interpretación más profunda de una de ellas no
parece reconciliarlas, sino que, por el contrario, niega a la otra
todos sus derechos. Pues ¿a qué se refiere la libertad, si no es a
la reproducción del sentido, que ha de cesar de tener fuerza de ley?
Sólo cuando el sentido de una forma idiomática puede construirse de
manera idéntica a la de su comunicación queda todavía algo
terminante y definitivo, muy semejante y sin embargo infinitamente
distinto, oculto debajo de ella o, mejor dicho, debilitado o
fortalecido por ella, pero que va más allá de la comunicación.
En
todas las lenguas y en sus formas, además de lo transmisible, queda
algo imposible de transmitir, algo que, según el contexto en que se
encuentra, es simbolizante o simbolizado. Es simbolizante sólo en
las formas definitivas de las lenguas, pero es simbolizado en el
devenir de los idiomas mismos. Y lo que se trata de representar o
crear en el devenir de las lenguas es ese mismo núcleo del lenguaje
puro. Pero cuando éste, oculto o fragmentario, continúa a pesar de
todo presente en la vida, como si fuera lo simbolizado, entonces
sólo vive simbolizado en las formas. Por el contrario, en las
lenguas, esta última realidad fundamental que es lenguaje puro, si
está sólo ligada a lo lingüístico, es la riqueza única e inmensa de
la traducción. En este lenguaje puro, que ya no significa ni expresa
nada, sino que, como palabra creadora e inexpresiva, es lo que se
piensa en todos los idiomas, llega al fin, como mensaje de todo
sentido y de toda intención, a un estrato en el que está destinado a
extinguirse. Y precisamente él confirma un derecho nuevo y superior
para la libertad de la traducción. Su valor no procede del sentido
del mensaje, ya que la misión de la fidelidad es la de emanciparlo.
La libertad se hace patente en el idioma propio, por amor del
lenguaje puro. La misión del traductor es rescatar ese lenguaje puro
confinado en el idioma extranjero, para el idioma propio, y liberar
el lenguaje preso en la obra al nacer la adaptación. Para
conseguirlo rompe las trabas caducas del propio idioma: Lutero, Voss,
Hölderlin y George han extendido las fronteras del alemán. De
acuerdo con esto, la importancia que conserva el sentido para la
relación entre la traducción y el original puede expresarse con una
comparación. Así como la tangente sólo roza ligeramente al círculo
en un punto, aunque sea este contacto y no el punto el que preside
la ley, y después la tangente sigue su trayectoria recta hasta el
infinito, la traducción también roza ligeramente al original, y sólo
en el punto infinitamente pequeño del sentido, para seguir su propia
trayectoria de conformidad con la ley de la fidelidad, en la
libertad del movimiento lingüístico.
La
verdadera significación de ésta libertad ha sido expuesta por Rudolf
Pannwitz, aunque sin nombrarla ni fundamentarla, en su Crisis de
la cultura europea, que tal vez sea, junto con las frases de
Goethe en las notas para El Diván, lo mejor que se ha escrito
en Alemania sobre la teoría de la traducción. Se dice allí que
«nuestras versiones, incluso las mejores, parten de un principio
falso, pues quieren convertir en alemán lo griego, indio o inglés en
vez de dar forma griega, india o inglesa al alemán. Tienen un mayor
respeto por los usos de su propia lengua que por el espíritu de la
obra extranjera... El error fundamental del traductor es que se
aferra al estado fortuito de su lengua, en vez de permitir que la
extranjera lo sacuda con violencia. Además, cuando traduce de un
idioma distinto del suyo está obligado sobre todo a remontarse a los
últimos elementos del lenguaje, donde la palabra, la imagen y el
sonido se confunden en una sola cosa; la de ampliar y profundizar su
idioma con el extranjero, y no tenemos la menor idea de la medida en
que ello es posible y hasta qué grado un idioma puede transformarse,
ya que una lengua apenas se distingue de otra, como un dialecto se
distingue poco de otro; pero esto no se advierte cuando se la toma a
la ligera, sino cuando se la considera con la debida seriedad».
El grado de traducibilidad del original determina hasta qué punto
puede una traducción corresponder a la esencia de esta forma. Cuanto
menores sean el valor y la categoría de su lengua, cuanto mayor sea
su carácter de mensaje, tanto menos favorable será para su
traducción, hasta que la preponderancia de dicho sentido, lejos de
ser la palanca para una traducción perfecta, se convierta en su
perdición. Cuanto más elevada sea la categoría de una obra, tanto
más conservará el contacto fugitivo con su sentido, y más asequible
será a la traducción. Esta afirmación, naturalmente, sólo es
aplicable a los originales. En cambio las traducciones resultan
intraducibles, no por su dificultad, sino por la excesiva
superficialidad del contacto que mantienen con el sentido. En este
aspecto, lo mismo que en cualquier otro esencial, las traducciones
de Hölderlin, especialmente las de las dos tragedias de Sófocles,
son una confirmación de lo que acabamos de decir. La armonía del
lenguaje es tan completa en ellas que el sentido sólo es rozado por
el idioma como un arpa eólica por el viento. Las traducciones de
Hölderlin son las imágenes primigenias de su forma; hasta comparadas
con las versiones más perfectas de sus textos siguen siendo la
imagen original en relación con el modelo, como se demuestra
comparando las traducciones de Hölderlin y de Borchardt de la
tercera oda pítica de Píndaro. Precisamente por esto subsiste en
ellas el peligro inmenso y primordial propio de todas las
traducciones: que las puertas de un lenguaje tan ampliado y
perfectamente disciplinado se cierren y condenen al traductor al
silencio. Las traducciones de Sófocles fueron el último trabajo de
Hölderlin. En ellas el sentido salta de abismo en abismo, hasta que
amenaza con hundirse en las simas insondables del lenguaje. Pero
todo tiene sus límites.
Sin embargo, fuera de los textos sagrados no existe ninguno en que
el sentido haya dejado de ser a la vez la línea divisoria que separa
la corriente lingüística de la corriente de la revelación. Cuando un
texto, en su fidelidad al lenguaje auténtico, corresponde a la
verdad o a la teoría, sin la mediación del sentido, es perfectamente
traducible. Claro que esto no es un mérito suyo, sino de los
idiomas. Para esto ha de exigirse una confianza tan ilimitada en la
traducción que forzosamente han de coincidir en ella sin la menor
violencia la fidelidad y la libertad en forma de versión
interlineal, como coinciden en los textos mencionados el lenguaje y
la revelación. Pues todas las obras literarias conservan su
traducción virtual entre las líneas, cualquiera que sea su
categoría. Pero las Escrituras sagradas lo hacen en medida muy
superior. La versión interlineal de los textos sagrados es la imagen
primigenia o ideal de toda traducción.
(Benjamin,
Walter. “La tarea del traductor” (1923). Angelus Novus. Barcelona:
Edhasa, 1971)
* Publicado en <http://estafeta-gabrielpulecio.blogspot.com/2010/06/walter-benjamin-la-tarea-del-traductor.html>
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