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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 



HERRERA Y REISSIG, JULIO - LITERATURA - LENGUAJE -

Culebra erudita: la prosa de Herrera y Reissig*

Aldo Mazzucchelli

Herrera encuentra su voz de ensayista al imponer con todas sus fuerzas la regencia del oído en su literatura, en contra de cualquier armazón logocéntrica. En esto, su práctica de escritor armoniza con su rechazo, a veces consciente e intuitivamente casi infalible, a la progresiva cientifización del espacio de las letras.

PRÓLOGO


“En la risa está prefigurada toda teoría”.
Sloterdijk, Crítica de la razón cínica


Al ver los intereses y obsesiones que aparecen y reaparecen, como tanteos de un sinuoso ritornello, en la prosa de Julio Herrera y Reissig, vale recordar el carácter “vanguardista” (en sentido bélico
1, el mismo que los anarquistas recogieron para su praxis política y que Herrera o de las Carreras, en Montevideo, reivindicaron para su práctica literaria) del proyecto lírico moderno. Ese proyecto lírico no era meramente un proyecto “literario”, es decir, un proyecto basado en construir “objetos literarios”, bellos o peculiares o interesantes. Se trataba, en cambio, del proyecto de autoproducción sublime —y sin límites— de la propia individualidad. El poeta lírico moderno es aquel ciudadano que parece tomarse en serio el contrato implícito de la modernidad en tanto ésta exige a los nuevos ciudadanos precisamente que se hagan a sí mismos hasta sus límites. Ellos lo harán a menudo hasta la autodestrucción. La poesía moderna como proyecto colectivo tiene así un carácter epistémico, filosófico, de exploración y desvelamiento de dimensiones del lenguaje-ser. Como tal, es solidaria con el proyecto filosófico de Schopenhauer, Nietzsche, o más tarde Heidegger, y se distancia en cambio de su antiguo uso cívico, central en el Romanticismo. A partir de fines del siglo XVIII se hace más y más evidente que el lenguaje había pasado a desafiar la autonomía del individuo, al forzarlo a decir del modo ajeno, a sumarse a diversas formas de decir adocenado, colectivo. El lenguaje en sus rutinas sujetaba al sujeto. Nietzsche: “¿quién habla? El lenguaje habla”. Los poetas líricos modernos, los románticos primero y luego y más acusadamente los parnasianos, simbolistas, prerrafaelitas, decadentes, buscaron enfrentarse a esta limitación a la autonomía individual que la habladuría suponía. Su extremo individualismo, su “egomanía” al decir de Nordau, es perfectamente reveladora de la esencia de este proyecto. El poeta lírico moderno está en guerra con el lenguaje establecido, con el lenguaje de su colectividad. Los modernistas interpretaron a cabalidad este posicionamiento al desarrollar una “estética ácrata, varia, sutil y complejísima, en cuyo diseño lo que en verdad se defendía eran los derechos absolutos del espíritu libre y de la libertad creativa sobre el amputador determinismo reinante en la etapa positivista-realista anterior.”2

La prosa de Herrera y Reissig es prosa de dandy, y en ese ángulo es precisamente en donde se fija en esa batalla, que es en el fondo, como lo sabía Baudelaire, una gran disciplina y capacidad de autolimitación: la capacidad y la disciplina que hay que tener para no repetir lo mismo que ya se ha dicho, es decir, para no dejar al propio yo que cese su continua, y más desoladora cuanto más libre, autocreación o autoinvención. Como recuerda Foucault, “el hombre moderno, para Baudelaire, no es el que intenta descubrirse a sí mismo, sus secretos y su verdad oculta; es el hombre que trata de inventarse a sí mismo. Esta modernidad no ‘libera al hombre en su propio ser’; lo compele a encarar la tarea de producirse a sí mismo
3. El yo precisa así no abandonar esa tarea de autoinvención, e insensiblemente, aceptar conformarse con materiales que son secretamente, otros. Ese dejarse hablar por el otro es precisamente la esencia de la cursilería y la falta de originalidad, las dos grandes amenazas contra las que combatió el poeta moderno. El dandy es, por eso mismo, hijo de una disciplina. El dandy es un asceta, el estoico decimonónico. Como lo declaró Téophile Gautier en su famoso prólogo a Les fleurs du mal, lo esencial para el poeta es cultivarse como si fuese un fino instrumento, de modo de poder vibrar como tal
cuando le es preciso, y eso requiere disciplina y trabajo:

El poeta es un trabajador; no tiene por qué tener más inteligencia que un trabajador, o conocer de ningún otro oficio que el suyo propio, o no lo hará bien. Sostengo que la manía de ponerlo en un pedestal ideal es perfectamente absurda: no hay nada menos ideal que un poeta. El poeta es un clavecín, y nada más. Toda idea que pasa apoya su dedo sobre una tecla; la tecla vibra y da su nota, eso es todo.

Aunque Julio Herrera y Reissig no pueda subsumirse completamente en la figura del dandy, tiene de dandy lo esencial: la voluntad estética, la fuerza para someterse a una forma. Ese someterse es una disciplina, la más violenta de las disciplinas
4.

Las generalizaciones históricas, hijas de descuidados deslizamientos, hacen a veces de un concepto su contrario. Como algunos dandys fueron miembros de familias antiguas y pudientes, se escucha el implícito de que el dandyismo consiste en una vida de lujos y relajación. En un sentido clave, es lo contrario: el dandysmo es el ritual en la religión del “individuo”, esa noción tan moderna y tan desguazada ya. El “individuo” libra por entonces una lucha a tres bandas contra las amenazas a su precaria “identidad”: el cuerpo y la naturaleza por un lado —a la vista están los discursos amenazantes del alienismo y el ahínco tecnológico del XIX, de rasgos intensamente depredadores; la sociedad por otro— a la vista están los discursos defensivos hasta la paranoia de la criminología y la sociología decimonónicas; y las debilidades de una autocrítica que podría ser secretamente insuficiente, como la recién adquirida conciencia sobre los peligros del lenguaje había revelado a fines del XVIII
5. Una vigilante autocrítica es pues la monodia del dandy.

He ahí la fuente principal para las tantas diatribas que Herrera y Reissig dirige, en su prosa, contra la mentalidad adocenada de su ciudad, contra el decir colectivo, contra la “moral de rebaño”: su sensibilidad y su furiosa conciencia de la falta de autonomía ajena lo hace revelarse en nombre de ese hombre ideal, el “hombre moderno”, aquel que supuestamente iba a ser capaz de finalmente conquistarse a sí mismo en su autonomía. La defensa de Herrera y Reissig en tanto experimentador con ese carácter “colectivo” pasa, así, por cuestionar el decir de la ciudad de varias formas distintas: recurriendo a la ironía de las formas establecidas, por supuesto; pero también reivindicando el carácter performativo de la poesía, contra las fijaciones del positivismo enseñoreado hasta con el texto literario. De aquí que lo performativo sea en Herrera parte de una estrategia bélica: ocupa un espacio que no puede ser atacado desde la “Razón”, desde aquel espacio analítico que el cientificismo había preparado y ocupado, y desde el cual inundaba la práctica de escribir intentando reducir el ser propio del discurso literario a su esqueleto racional, argumental. Herrera opta por la acción como centro, se construye como poeta y blinda así la esencia de su proyecto de escritura al luchar por mantenerla como “poiesis”: creación de lo nuevo y no repetición disciplinable en logos. He aquí el carácter “negativo” del proyecto, la conciencia de que hay a veces que interrumpir, sabotear
6 o dislocar cualquier fluir del lenguaje que sea posible, que al lector le asemeje confirmarle lo que ya sabía. La escritura (poesía y prosa) de Herrera y Reissig forma parte del mismo ambicioso proyecto desconfirmatorio de las formas ideales de su comunidad y su lengua. El carácter “expresivo” queda relegado en este proyecto. La “frialdad” atribuida a Herrera7 a veces es muy real y armónica con este experimento, que es mucho más de carácter filosófico (epistémico) que de carácter emocional o expresivo. El poeta lírico moderno ya no quiere tanto “expresarse” cuanto inventarse.

Y lo más importante: este trasfondo teórico sirve para representarse de modo más matizado tal evidente negatividad herreriana, su notorio salto hacia afuera de los lindes de lo “respetable” dentro del imaginario de su ciudad que le permite poner un mojón de inicio a una forma de entender la literatura entre sus iguales. Sacrificó, en ese sentido, parte de su viabilidad social (de la que, más domesticado y menos adentrado en su rol de poeta lírico moderno, habría tenido mucho que esperar). Sólo un testigo contemporáneo y privilegiado logró resumir esta característica clave en el programa de prosa y poesía de nuestro autor, expresada en un talante reacio a todo compromiso de principios:

La figura de Julio Herrera y Reissig, disonantemente sugestiva en medio de nuestros literatos, cortados por un molde común, bajo la imperiosa disciplina del respeto. Conservadores y revolucionarios, todos adolecen del mismo defecto; sobre todos pesa el estigma del respeto tradicional, arraigado en lo más hondo.
8

Eso decía Juan Mas y Pi ya en 1907. Es la primera reseña crítica importante dedicada a Herrera. Éste se distingue así desde el principio porque no viene a integrarse en la práctica de la literatura, sino a interpretarla desde una práctica propia. El mismo Juan Mas y Pi agrega, desarrollando esa intuición, que ha pasado bastante desapercibida a la crítica posterior:

No hay más que ver cómo se presentaban los escritores nuevos antes de Herrera y Reissig, cómo se presentaron después de él. La tosquedad primitiva de otrora se ha cambiado en elegancia: la sencillez ha asumido caracteres de complicación, esa buena complicación que surge del conocimiento, del estudio, del trato con los maestros de todos los tiempos. Herrera y Reissig ha sido en las letras del Río de la Plata como una gran piedra miliaria, como un hito en pleno descampado o en la cumbre casi inaccesible de una montaña, diciendo que algo empieza porque allí mismo algo acaba.
9

Al intuir la necesidad de resistencia ante las tiranías binarias ya entonces en proceso de imposición por el positivismo y por su creación de la “disciplina literaria”, es que Herrera, como intuyó y dijo su amigo Miranda, “preparó el futuro literario de la República” —es decir, inauguró un espacio en donde la literatura pueda renovarse y re-comprenderse como acto vivo y no sólo como memorable monumento.



***


Julio Herrera y Reissig fue registrando una literatura en prosa hecha de ocasiones —brindis, crítica, ataque— en la que lo clave es el acto de habla. Los escritos de Herrera y Reissig en prosa que nos han llegado funcionan así, en una mayoría de casos, no como textos escritos para ser leídos en silencio, sino como documentos de un acontecimiento, restos de una presencia y una oralidad que fue original razón de ser de esas piezas. Performatividad, oralidad, algo activo que incluía el cuerpo y los cuerpos, más que los “fonemas” o cualquier otra abstracción lingüística; que incluía los tonos de voz, las ropas y el mobiliario, las bebidas y la bohemia de una atmósfera fin de siècle rioplatense en la que la presencia del poeta era, a diferencia de lo que sucede ahora, parte integrante de la cultura ambiente.

Tal noción de “ocasión” es omnipresente, se estira y ocupa mucho espacio en el decir de Herrera y Reissig. Textos “críticos” (a Del Busto, Carreras, a López Rocha,…), que usan esa ocasión en beneficio de la propia autoconstrucción literaria —tanto que los dos más importantes de los mismos (consagrados a Miranda y a Minelli) se llaman “líricas”, textos orientados pues hacia el yo del autor más que hacia los referidos; cartas públicas (a Aratta, a Ylla Moreno —“Rubíes y amatistas”—, a Ricardo Sánchez, a Ulises Favaro...); “brindis” o “elogios”, pronunciados en banquetes y reuniones (a Demarchi, Guimarães, Bocayuba...), discursos en ocasiones fúnebres o celebratorias, a Ferrando o a la ciudad de Minas; actividad, central durante más de un año, aunque no mayormente atendida, como cronista de sociales que debe seguir el ritmo de las señoritas de sociedad que entran en el mercado matrimonial (cf. “Nuestras bellezas”), cartas abiertas que responden a una coyuntura determinada; y alguno de sus prólogos o epílogos (como el dedicado a Oneto y Viana) en los que el sentido de oportunidad es central —pues tal “epílogo” nunca se adosó al libro al que supuestamente epiloga, sino que vivió como ocasión en un periódico literario, al servicio de la autopromoción de las opiniones del propio Herrera.

Incluso la primera versión de “El laurel rosa”, el poema que abre Los peregrinos de piedra, es un poema de ocasión preparado para festejar a Alberto Nin Frías, a quien estuvo dedicado originalmente. Textos que son así performances orales, o pensados como aditamentos escritos que debían escucharse en conjunción con una situación determinada. Y no sólo performativo por lo externo de las ocasiones: la obra “literaria” que resulta de este programa será sobre todo prosa y poesía del acto de nombrar.

Llama la atención en Herrera y Reissig tal centralidad del bautismo, el acto performativo por excelencia —y junto a él otras formas de la performatividad (“yo te excomulgo, Ananké”)…Creación de términos e imágenes ad hoc para decir por primera vez un mundo que antes no existía y por ende no se había nombrado —o no existía porque no se lo había nombrado. La prosa de Herrera y Reissig resulta más interesante cuando acontece que cuando dura. Su peor ejecutoría, y aquella en la que insiste menos, está en aquellos géneros que, por su naturaleza, se alejan del acontecimiento y la ocasión y se acercan a la inmortalidad. Así su prosa de ficción, donde estos métodos son los menos rendidores. Insistió poco en ello. Y aun allí se ve el mismo mecanismo de referir el texto a ocasiones externas y propias, operando: los dos relatos que pueden aun leerse son, en una medida muy transparente, textos autobiográficos: “Aguas del Aqueronte” gira en torno a un episodio morfínico, descrito sensorialmente con lujo de detalles; “Mademoiselle Jaquelin” linda con la crónica, y refiere a una pensionista que ocupaba el mismo edificio que Herrera en Buenos Aires; el mismo carácter autobiográfico le han señalado a su intento dramático, “Alma desnuda”, la unanimidad de críticos que se han ocupado de la pieza.

La prosa de Herrera y Reissig no se abarcaría en su riqueza, pues, si se la intenta leer como texto destinado, como él mismo dice una vez con sorna, a “la Señorita Gloria”, a una destemporalizada y deslocalizada posteridad —ni si se piensa a su autor según el modelo del intelectual desconectado del mundo. Lejos de la verdad esa imagen en el caso de Julio Herrera y Reissig, a quien la recepción crítica del siglo XX había resuelto en el estereotipo de un ermitaño concibiendo “textos eternos” alejado y elevado en su modesto altillo, descangallado monoambiente de la soltería finisecular. Julio Herrera y Reissig fue, en cambio, una presencia, si intermitente debido a las limitaciones que le imponía su salud, de todos modos interactiva en el Montevideo del 900, y su obra en prosa es más una práctica de decir y una conciencia de cuál es el lugar de la literatura como acto de producción de un efecto integral: “sentido” sólo y en tanto parte de una conmoción corporal, nerviosa, musical.

La acción de pronunciar rige la literatura de Herrera tanto en la ejecución como en la composición. Específico acerca de la centralidad de lo oral en la composición herreriana es un recuerdo de su amigo Alberto Lasplaces: “Cuando escribía un soneto, es que ya hacía mucho tiempo que lo tenía en la mente. Primero lo concebía, después le daba forma. Lo corregía, lo masticaba y un buen día, después de algún tiempo de obsesión
[. . .] lo escribía”
10, testimonio confirmado por su hermano menor Teodoro Herrera y Reissig11, y otros. Coincidentes acerca de tal centralidad de la voz, de la dinámica sonora por encima de la fijeza de la letra, en esta cultura finisecular que trasciende el caso de Herrera y sus límites locales para ampliarse a la escena intelectual transatlántica, son además múltiples referencias al ambiente de los cenáculos, a la centralidad de discursos e intervenciones críticas en vivo y en público. Y fuera ya de la estricta prosa, a la recitación previa de poemas que se publicarían sólo años más tarde, al hecho de que Herrera dictase oralmente su única obra dramática a su hermano Teodoro y a su primo Ernesto Herrera para presentarla a un concurso, a los recuerdos de su novia Julieta acerca de la memorización y modificaciones orales a que sometía sus textos antes de pasarlos al papel. Como si la “literatura” hubiese sido para él siempre primero y existido, casi únicamente, en cada acto pragmático: al pronunciarla. Su renuencia y demoras para fijar su obra en un texto definitivo más allá de lo efímero de los periódicos, su tendencia a posponer su publicación en el formato más alejado a toda esta presencia vital del lenguaje, que es el libro, que es no sólo lo intemporal sino sobre todo lo desespacializado, puede ser secretamente armónico (no implico que deliberadamente buscado) con esta tendencia a vivir la literatura como un acto motriz muy complejo, un momento vital, más que solidificarla en mensajes consolidados para durar fuera de sus contextos.

Tal regencia de lo performativo requiere de un mar- co para ser eficaz, y fue el poeta mismo quien lo preparó. Es fácil observar que una parte significativa de la intervención autoral de Herrera y Reissig tiene por motivo a Herrera y Reissig. El poeta usa su texto y su imagen, su semiosis general, para su propia literalización imaginaria, para crear ese marco que le permite ejercer su performatividad; mirando las publicaciones de la época, escudriñando algunas de sus cartas, resulta evidente su inusitada hiperconciencia respecto al rol de autor, casi cansada ya; su autoproducción y posproducción como Hermes Psicopompo, barquero o chauffeur del ida-vuelta incesante entre estrategia de personaje público y táctica verbal. En ella no hace el autor aparecer su objeto crítico desapareciendo él, sino que al revés: su presencia y su semiosis, todo lo que refiere a él mismo, se impone a sus elogiados, a sus insultados, a sus criticados. Esto tiene que ver con tal dispositivo esencial de este performatismo de Herrera, es decir la creación de un marco, que es él mismo, su presencia en tanto signos que rodean al texto/acto, signos que son lo que hace posible ese texto/acto. Si el acto performativo sólo se cumple dadas ciertas condiciones, o el acto no tendrá valor, en el caso de Herrera la legitimidad de sus actos de letras depende en buena medida de la aceptación previa de la autoridad poética del emisor. Es el poeta vuelto el oficiante que bautiza, que nombra por primera vez; por vez única. Y así veremos, si estudiamos su vida y repasamos sus tiempos, actuaciones e intenciones evidentes o sospechadas, la firme vocación de producirse como autor por parte de Herrera. Vocación que estaba madura y realizada antes aun que hubiera sido siquiera capaz de producir la parte más sólida de su obra poética: Herrera fue para sus contemporáneos personaje literario, poeta, autor, antes de serlo en sus realizaciones. Creó primero su marco, y luego se introdujo dentro de él.

Tal estrategia de volver presencia autoral cada texto prolifera y se vuelve más sutil con el tiempo. Herrera interfiere y limita, a sus textos, la posibilidad de independizarse completamente de todos esos rasgos que el cientificismo literario intentaba dejar fuera de él: emisor, circunstancias de tiempo y lugar, destinatario, y referencias. Casi no hay texto publicado por Herrera que no tenga paratextos, notas, aclaraciones, que llevan la atención hacia el autor, y lo hacen irrumpir, hacerse presente, en general con abundancia de ironía dirigida a sí mismo: publica traducciones de Samain en el Almanaque Artístico de 1903, y bajo uno de los poemas se autocalifica: “Traducción perfecta”; en el “Epílogo wagneriano...” advierte que es un utilitarista y que se ama a sí mismo antes que nada; o en su autobiografía por carta a Soiza Reilly agota los estantes de la megalomanía para recabar su importancia, hasta tal punto exagerada que al final no cabe la menor duda de que se ríe de su propia persona en ese rol de genio incomprendido, y en él mismo, del rol como tal. Adjunta un “manifiesto” sobre la diéresis silenciada a tales traducciones en el que proclama haber descubierto un mecanismo esencial de la poesía moderna; propina un desafiante “Decreto”, publicado sin aviso ni explicación luego de un texto suyo en un periódico montevideano, y que viene a funcionar como intenso y muy autorreferencial colofón polémico de ese texto; irrumpe en público cuando se discute su filiación política en 1906; envía cartas —o las hace enviar— cuando su nombre no está sonando demasiado; hay preproducción, hasta el detalle de conceptos, textos y fotos, de sus entrevistas, que se hace hacer por amigos que dicen lo que él les dicta, o directamente lo imitan (como su “autobiografía” a Soiza Reilly, como una “entrevista” que firma Vicente Martínez en La Alborada, respectivamente); hay polémicas sobre su figura que se sospecha él atiza o provoca; acumula notas al pie de “La Vida” que provocan la hilaridad de Carreras, y son factor de la polémica final entre ambos.


***


El barroquismo de Herrera y Reissig fosforece en el caos sobrecogedor de sus hallazgos, que se cuentan por línea y aturden las páginas. Y Herrera encuentra su voz de ensayista al imponer con todas sus fuerzas la regencia del oído en su literatura, en contra de cualquier armazón logocéntrica. En esto, su práctica de escritor armoniza con su rechazo, a veces consciente e intuitivamente casi infalible, a la progresiva cientifización del espacio de las letras. Sus textos erosionan las invasiones categoriales que el positivismo había impuesto ya con toda su fuerza en el campo de las Humanidades. “No haya crítica matemática. No haya única interpretación!” exclama en “Lírica autumnal” ante los intentos explicativos de César Miranda, autor del texto que allí se critica. Más tarde insiste:

A Dante se le olvidó tal vez un círculo en donde jadearan, condenados a echar cimientos en el aire, los especiosos arquitectómanos de teorías, que habiendo podido concretar su espíritu en un quantum generoso de emotividad viviente, pasaron su mejor vida entre el por qué y el cómo, haciendo equilibrios sobre el vórtice de la ciencia, en un alambre quimérico...
12


Y en carta a Ricardo Sánchez de 1909, en el tiempo final de su corta vida en que ya puede hacer balance de sabiduría literaria propia, dice:

Y, por eso, la nota justa, la línea flexible, el medio tono, la luz perla, la nonchalancer aristocrática y el perfume elegante, la gracia imperio y el color de naturaleza… sin profundidad, sin método, sin pedantería… espolvoreado de todo lo versátil, de todo lo femenino y de todo lo artificioso de un Trianon galante, con el susurro leve y la superficialidad pagana de un baile de trajes —irradiante empero de ese brujo capricho —como del caracol emerge la armonía inmensa del Océano —el gesto merovingio de la Salud Eterna de las cosas y de la Belleza en sazón, que otoña los panoramas inmortales del pensamiento humano en todas las Literaturas.

Por decir que tiene su centro en el oído no sugerimos que los textos de Herrera sean superfluo ejercicio fónico que “no dice nada”. Si un defecto tuviesen en este terreno sería más bien el contrario: dicen demasiado. Pero no demuestran, sino que encuentran y sueltan como quien tiene otra cosa que hacer enseguida. Su ritmo aluvional o de inundación no acompaña al lector idea a idea y descubrimiento a descubrimiento, sino que lo deja, atónito en la asimilación de los cuatro o cinco novedades y hallazgos del último párrafo, incapaz, acaso, de asimilar o prestar atención a los hallazgos del párrafo siguiente. Cada vez que se lee con atención y lentitud una de sus prosas principales puede descubrirse algo nuevo, que parece que no estaba allí, en el enlace antes no percibido de dos o tres palabras; en las alusiones que ahora nos despierta esta imagen que antes habíamos deslizado entre los ojos. Su texto prueba entonces ir más allá de una clase de literatura sin mayor sustancia conceptual, que él mismo bautiza de “Narciso auto hipnótico”. En sus propias palabras, ésas serían las obras en las que uno sólo admira una retórica complicada de dibujo, un fatigante preludio de relieve, una brujería de crestas de oro, la bordadura alada, el follaje místico, el trebolado galante, un erizamiento religioso de agujas y signos rituales, un dédalo arquitectónico de ojivas, caladuras, pasamanerías, pliegues, arabescos, hilachas, moldes, rosetas, criptas, filigranas, encajes, fimbrias, vidrios historiados y complicaciones heterogéneas, verdadera selva enana de estatuillas y torres octógonas, hojaldre especio- so de exquisita artificialidad, hojarasca de ensueño que embriaga los sentidos y fatiga el alma. Son obras de sorpresa, de repostería literaria. Su gesto es agradar. El pliegue de la sonrisa o del abandono vive en ellas, como un pájaro. No les exijáis nada hondo, nada enérgico, nada duradero, nada expresivamente filosófico.
13

El estilo que brota en los textos de Herrera y Reissig, evidente en el párrafo citado —dispensémonos aquí de la conocida discusión sobre los lindes de poesía y prosa— puede asociarse a muchos de los rasgos del barroco.
14

Esto lo vio Cansinos-Assens en relación con su poesía, y con toda claridad, ya en 1917.
15 Agreguemos aquí que su prosa encaja el calificativo sin el menor esfuerzo. Y un rasgo dominante del barroco hay que destacar en ella: el de la generación de una asimetría autor-lector. Así, Herrera y Reissig, en sus prosas, no está mayormente dialogando sino detectando y comunicando, impresionando, azorando, asombrando, decretando sin espera de respuesta. Su actitud no es dialógica sino monológica. Parece Herrera y Reissig a menudo imponerse con el argumento sólido, masivo, de su oído, pero que, prosista para poetas, sólo los enamorados del lenguaje acaso puedan aceptar como se acepta la verdad irresistible de un hecho de la naturaleza, pues el oído de Herrera, a fuerza de infalible, resulta una suerte de hecho meteorológico, de difícil debate.

De todos modos, esa prosa mantiene también una atención estratégica a algunos núcleos de significado. Su método es el rodeo, la reiteración circular. Lo ayuda su manejo inagotable de la variante, una de los más evidentes y peligrosos talentos del prosista Herrera y Reissig. No restringido en su prosa por los límites de la forma (el soneto, la oda, la décima) que se autoimpone sin excepción en su lírica, desparrama en algunos casos el tema; lo que gana en escintilación y recabar de subtonos lo pierde en economía del decir. Es así que la carencia de algunas virtudes literarias con bastante prestigio clásico es, en estas prosas herrerianas, obvia, y con seguridad nadie haya dejado de notar esa falta. No siempre hay acuerdo entre el todo y las partes, ni una clara proporción entre fines y medios; no siempre hay destacable capacidad de síntesis; la elección de referencias históricas suena o confusa o dudosa algunas veces. En fin, el estiramiento de algunos de los textos en función de las posibilidades exploratorias que da un pasaje termina descoyuntando la posible armonía y cohesión internas. A menudo —poeta oral— hay repeticiones, hay fórmulas que se reconocen al cabo por el lector, apoyaturas y obsesiones que afloran de nuevo cada vez. Es que, justamente, se trata de un proyecto rapsódico de escritura, realizado en cada caso como un retomar, una continuidad. Así, aunque la tentación inicial sea asociar la prosa de Herrera y Reissig a aquellas obras sin sustancia, de “Narciso auto-hipnótico”, ella termina siendo filosóficamente expresiva también.

Tal costado filosófico de la obra se instala y se va facetando al notar que a través del mencionado mecanismo de la repetición se construye un universo de referencias mutuas que se empieza a poder trazar, un juego de remisiones múltiples que finalmente construye un extraño edificio textual autoportante. Pese a su carácter de aluvión, pues, la prosa de Herrera y Reissig acumula capas y capas de una materia en la que ciertos temas se interconectan y van integrando un nuevo mapa, poco relevado hasta ahora, de problemas: desde los peligros de la cientifización de las letras a las ironías involuntarias que emergen de la implantación incompleta de un proyecto cultural, urbanístico y social transatlántico en tierra americana; desde los ruidos que ya hacía el proyecto egocéntrico de los literatos del XIX al agotamiento de la retórica “modernista”; desde la necesidad de eliminar falsas contradicciones críticas a la importancia insuperable de la acción de lenguaje, en lugar del centramiento en la repetición imitativa de monumentos literarios establecidos.
 
Herrera habla del trabajo que acompaña a la inspiración en la dramaturgia de Demarchi; de la androginia organizadora de un texto mercurial en el caso de Minelli; del rechazo a los lugares comunes politicocéntricos y pragmáticos del ambiente político-literario local, en el caso de Miranda, y de la sabiduría que le atribuye para explorar un lenguaje liberado del peso de esa excesiva seriedad (tanto retórica como política) que Herrera —como los modernistas antes— atribuye a la herencia hispana
16; de la necesidad de hacer entrar en la discusión histórica local un factor de análisis y estudio independiente, no secuestrado previamente por el partisanismo partidocéntrico, en el “Epílogo wagneriano...”; del provincianismo y el misoneísmo de sus uruguayos en todas partes; de la hipocresía de la moral burguesa en muchas; y hasta de la comunión en una búsqueda de signo esotérico en el caso de López Rocha.

En este último terreno se despliega una zona temática recurrente que impregna en verdad toda la obra del montevideano. “Syllabus”, ese texto que repudió Unamuno, tiene una vocación escultórica o decorativa, a la vez que esotérica —emparentado con la atmósfera de sus sonetos de Las Clepsidras, que está escribiendo por los mismos días. Junto con “El simbolismo oriental”, con su “Carta a Ricardo Sánchez”, y aun con pasajes de su elogio a De María, es parte de un programa espiritual, una recomendación para tomarse en serio esa dimensión del símbolo de la que tanto se ha hablado en los poetas modernos, aunque a menudo lo hayan hecho meros touristas de la dimensión esotérica —pues esa consideración crítica del esoterismo en la modernidad en general se hace desde los presupuestos epistemológicos de esa misma modernidad, lo que arruina la empresa. En cambio, el poeta Herrera y Reissig asume y postula continuidades entre lo inanimado, lo animado y lo oculto desde muy joven, adhiriendo así a la lección de Téophile Gautier en su prólogo a Baudelaire, en que postula la facultad de la “correspondencia”, “si se me permite emplear este término místico” —dice Gautier— y agrega que es “la capacidad para des- cubrir por intuición secreta relaciones invisibles a otros, y conectar así por analogías inesperadas, que sólo un vidente puede notar, objetos que están aparentemente a la mayor distancia uno de otro. Todo verdadero poeta está dotado con esta cualidad en mayor o menor medida, pues es la verdadera esencia de su arte”.
17

Ya en su poesía de 1901 (sus cuatro extraordinarios sonetos de fines de ese año que llevan nombres de meses, publicados en el Almanaque Artístico del siglo XX para 1902) y de ahí en más, conecta Herrera y Reissig los más alejados objetos del mundo, y aun mundos aparentemente distantes entre sí, y en su obra se pasa insensiblemente de la percepción más delicada de la naturaleza a la percepción, ya ultravioleta, de un mundo mítico que se siente real, y de uno trascendente que está en cada uno de los objetos más comunes. Síntoma de tal mirada acaso sea su masiva predilección por la prosopopeya, es decir, por la animación del mundo inanimado. El programa no puede estar más explícito en su prosa. En 1901 escribía estas líneas:

Yo creo que tienen alma las plantas y los animales, y hasta las cosas llamadas inorgánicas en un sentido superficial. Tal cerro y tal mineral existen y eso me basta para que les crea sujetos a la variabilidad de la sustancia, amén que susceptibles a la modificación, y al magnetismo que ejerce el todo sobre las unidades. Yo los imagino con cierto movimiento pasivo, que los hace entrar con más o menos intensidad en la mecánica del conjunto. Ellos tienen un alma como todas las cosas: una voluntad, un sentimiento, una expresión y una idea. ¿Por qué no creer en una repercusión, en una reflexibilidad mutua y común?
18

Y un poco más adelante:

No hay entidades autónomas en la Naturaleza. Yo veo en todas las cosas, en todos los seres, una misteriosa telegrafía, una correspondencia armónica que admira y aterra. [...]; he subido por la escala del gran Darwin, desde el pólipo y el ganglio hasta el sublime arquetipo de la futura epopeya, y he vuelto jadeando a los divinos brazos de Spinoza... ¡Oh, sí; he perdido la conciencia de mi yo, he sentido la sustancia única, he alcanzado a comprender la infinita geometría del infinito mecánico; he visto a Dios en mí, fuera de mí y en todo, y lo he creído, como los averroístas, el espíritu del mundo! ¡La Naturaleza! ¡Sólo la naturaleza es vida, ciencia, lógica, moral, arte y eternidad! Bien ha dicho el poeta en un arranque de panteísmo: “hay momentos en que la naturaleza parece formar parte del alma, y el alma parte de la naturaleza”.
19

Conociendo la práctica poética y vital de Herrera y Reissig, es arduo leer lo anterior y no ver ninguna conexión con esas declaraciones de su programa filosófico de coherente monismo que integra las diferentes escalas del ser en una totalidad indiscernible, y que aspira a una patria perdida que se intuye como totalidad más allá de la vida de separación; programa presente en su prosa, y no sólo en estos pasajes largamente inéditos sino en muchos publicados como “Syllabus”, sus dos “Líricas...”, “El Círculo de la muerte”, y hasta en su modesto brindis en la ciudad de Minas en el invierno de 1904. Pero un paréntesis crítico gravitó sobre estas conexiones hasta ahora. Acaso todo el programa teórico de Herrera y Reissig se imante en una intuición central, que guía su aproximación estratégica a la práctica de escribir, y que es consistente con muchas de sus líneas de acción como escritor: su adhesión a ese programa, originalmente baudelaireano, de anhelo por definición insatisfecho
20, lo que implica luchar por mantener el sagrado misterio de la voz, y en consecuencia, su rechazo, intuitivo siempre y explícito algunas veces, a cualquier forma de cientifización de la práctica literaria.

La ciencia, que interesa a Herrera y Reissig cuando está interviniendo en relación con la “cuestión social”, o en relación con la economía o el espacio simbólico de la ciudad, o aun la geografía o la mineralogía, es, en efecto, persistentemente resistida en su concepción de autor, de poeta y de actor del lenguaje. Así, su monismo es refractario a cualquier comprensión o teoría positivista del campo literario y cualquier estudio objetivizador del lenguaje en términos dualistas. En tanto escritor, la literatura es la que coloniza y usa las categorías de la ciencia, y nunca al revés —recuérdense sus metáforas científicas, en donde hace que la ciencia juegue como sirvienta de la literatura, revirtiendo el programa cientifizador de las letras del positivismo. Ante el programa cientifizador que aislaba objetos visibles en sus características, y que dualizaba para analizar en valores relativos, la respuesta específica de Herrera y Reissig pasa por la acentuación del sentido dinámico por excelencia y a que ya nos hemos referido más arriba, que es el oído, el único sentido impermeable al análisis, un análisis que aherroja dinámicas en elementos estáticos. El sonido, y el sonido de la palabra en sus efectos pragmáticos —por supuesto que no me refiero aquí a las abstracciones de la fonología— no puede detenerse, ni puede tomarse una fotografía de él. En este sentido, el oído literario (y musical) de Herrera es contraparte realizadora de su monismo filosófico: lo que es, es lo que hay en cada aquí y ahora, y nada más. Una aproximación confiada y totalizadora, una intimidad acuciante y realizadora con el instante y sus formas está en la raíz de su comprensión del mundo y del lenguaje
21. A la racionalidad instrumental del discurso positivista opone Herrera un carnaval de superficialidades que dicen lo hondo por la vía de sus múltiples y alusivas referencias. Si la ciencia entra en la literatura, es bajo el régimen de la segunda, y no al revés.

Es, por ejemplo, bajo la forma de metáforas novísimas en las que es la literatura la que hace uso de términos científicos para sus propios fines, desde el encaje frecuente del adjetivo ultravioleta, a la postulación de cierta “literatura radium”, o la comparación de Minelli con un alambre eléctrico, y de su voz metálica y fina con la acústica de ecualización sin graves de una transmisión telefónica.

***

Excéntrica es la postura política de Julio Herrera y Reissig. Hay en ella un rechazo a la visión de incipiente “latinoamericanismo” ambiente a partir de 1898, y una forma propia de comprensión de los problemas y las oportunidades que abría el proceso de modernización de la región rioplatense según patrones transatlánticos, en curso hacía ya décadas al cambiar el siglo. Es decir, Herrera y Reissig resulta una inteligencia desafiante aun dentro de la tradición desafiante del modernismo, y su mirada tiene un énfasis regional y local difícil de integrar a los rieles de una crítica posterior de aliento continental. Al no incluirse, en la recepción de su obra, un examen detenido de prosa y vida en la recepción de aquel Herrera y Reissig que fue activo personaje público del rioplatense 900, se puede así dejar de percibir una peculiar forma de disonar con la modernización que fue patrimonio de Herrera y Reissig, de Roberto de las Carreras y de algunos intelectuales —sobre todo argentinos— que estuvieron distanciados del discurso “panlatinista” con el que Rodó y sus seguidores conquistaron primero a la región y enseguida a un amplio público intelectual del continente.

Una faceta importante de la prosa de Herrera y Reissig está compuesta por una serie de textos dedicados a asuntos de actualidad de tipo urbanístico, social, o político. En el último lustro del siglo XIX Herrera y Reissig había frecuentado los Principios de Sociología de Herbert Spencer en la edición madrileña de Saturnino Calleja, de 1883. Sus discusiones con Roberto de las Carreras y aquellas lecturas son el combustible que le llevaría, en conjunto con el mencionado Carreras, a producir una suerte de uso local de la ciencia social y psicológica evolucionista de su tiempo —pero antropofágico y en clave rioplatense. Entre 1900 y 1902 Herrera y Reissig había escrito —y no había podido publicar— un largo y extravagante Tratado de la imbecilidad del país por el sistema de Herbert Spencer
23 donde intenta la crítica de la moral y las costumbres de sus compatriotas, en un ensayo que hace a la vez copia y parodia de los tratados spencerianos. Si el inglés especulaba de primera mano con datos de segunda mano —provistos por sus múltiples fuentes, frecuentemente viajeros y exploradores británicos y europeos alrededor del mundo— Herrera y Reissig especula de segunda mano —siguiendo los esquemas spencerianos— con datos de primera mano. El resultado combina la irritante repetición de los dogmas del sociodarwinismo con una serie de irónicas iluminaciones respecto del desajuste que tales dogmas re- velan cuando se los trata de aplicar al análisis de una población heterogénea, con una relación excéntrica y propia tanto con lo “civilizado” como con lo “salvaje”. Herbert Spencer es a la vez respetado y subvertido, dado vuelta en una inversión de hemisferios de la que Herrera y Reissig opera un poco como luego lo harán los “antropófagos” brasileños del año ’22. Herrera y Reissig está furiosamente opuesto a la mera imitación sudamericana de lo europeo. En una crítica del actor Thuiller compara esa actitud local de esperar la autorización de lo europeo para orientarse culturalmente con la actividad de un simio:

Recién cuando nos viene a trompetadas la sanción europea, cuando su personalidad se aureola en los escenarios retumbantes, entre polvo olímpico, nos decidimos, por espíritu de imitación —verdaderos antropoides— a concederles el aplauso y la boca de par en par abierta ante el más nimio de sus gestos.

Montevideo se va convirtiendo entonces, por su desarrollo material, en una de las ciudades más “civilizadas” del continente
24. Hay, no obstante, un factor político que está condicionando el sitio desde el que Herrera y Reissig percibe, el cual está marcado por una cierta ajenidad a esa comunidad que se transforma. El poeta no tiene posibilidad alguna de sentirse actor institucional de esos cambios, y tiene que contentarse con ser testigo, ajeno al fin a la dirección del país y la ciudad. El poeta madura rápidamente (ya para 1900-1901) luego de un intento fallido de entrar a la política tradicional de su país, su postura como la de un crítico suprapartidario, una suerte de crítico cultural de las insuficiencias de la política. A partir de ese aislamiento, la eficacia de Herrera y Reissig en proponer una lectura original de los cambios urbanos modernizadores tiene conexión con al menos dos factores, y ambos vienen de su anterior raíz política y familiar —Herrera y Reissig es uno de los pocos patricios entre sus contemporáneos de destaque cultural. Por un lado, su visión centrada en lo estético y en la importancia de la representación, lo simbólico, lo “superficial”, nunca se acercó ni adhirió a cualquiera de las formas de austeridad republicana que comenzaba a hegemonizar el imaginario del país por entonces. Frente a los gérmenes de una tendencia colectiva a la exaltación de la medianía y el igualitarismo, Herrera y Reissig se interesa por todo lo que sobresale, disuena, es extraño, nuevo, todo lo que le parece mejor, o excelente, y no pone en valor simbólico positivo el otro extremo del espectro.

En segundo lugar, su circunstancia política familiar y personal es causa de un aislamiento efectivo de Herrera respecto de la autoría política de esos cambios modernizadores: Herrera y Reissig nunca estará involucrado en un solo acto de gobierno práctico. El primer factor le ayuda a mantenerse al margen de un exceso provinciano de seriedad y solemnidad, aunque comprenda perfectamente las implicaciones estéticas e ideológicas del proyecto democratizador y modernizador de los batllistas, comprensión que está a la vista precisamente en sus artículos urbanísticos; el segundo, le da la independencia imprescindible para hacer crítica de ese proyecto sin limitaciones retóricas ni compromisos personales, dando camino libre a la diversión y la ironía que se dispara en todas direcciones. Ese haberse centrado consistentemente en la ironía, así como su capacidad para ver lo disonante en sí mismo y en los demás, le dejaron acaso percibir, a contrapelo y en clave crítica, la forma local de construcción de la modernidad transatlántica. A menudo, lo local es una forma de la insuficiencia imitativa, que provoca, aunque sea sin quererlo, cierta disonante originalidad que es propia.

Así, nada es meramente racional, mesurado, lógico para Herrera y Reissig en uno de los enclaves más racionales y más laicos del continente; todo se tuerce, se exagera, muestra su aspecto extraño, oblongo, como deformado por el esfuerzo de encajar dentro de moldes hechos para otros. Los riesgos de un fundamentalismo corporativo y burocrático que no sólo propone cambios sino que inunda de racionalidad externa los mecanismos de interacción simbólica, ya estaban en germen, y Herrera y Reissig parece haberlos intuido temprano. Dentro de esa actitud excéntrica y perspectivista, si antes (1901-1903) ocupaban a Herrera y Reissig tan sólo las aristas negativas, las in- suficiencias, las hipocresías y las imposibilidades de esa modernización, ahora (1905) le interesa también destacar —hasta el desparpajo y la exageración— las aristas brillantes de la misma, y se empeña en admirar y aún exaltar la ganancia que, en estética y elegancia, está experimentando Montevideo. Herrera y Reissig contribuye de ese modo a la elaboración pública de un discurso de los brillos y las excelencias, que pone en valor las obras municipales, al impregnarlas de referencias a unos estándares intuidos de excelencia estética del cambio modernizador.

Parece guiarlo una noción aguda de la necesidad de dar espesor y contextura simbólica a las obras colectivas y a los intercambios discursivos de su tiempo. Leyendo hoy las columnas de Herrera y Reissig a la vista del estado de consolidación del desarrollo de la ciudad de Montevideo, las expectativas del poeta se revelan más como un ejercicio de doble anticipación: acertó respecto de intervenciones urbanísticas que resultarían ampliamente positivas para la ciudad, y en cierto modo también acertó al notar tempranamente cierta disonancia entre códigos cosmopolitas de representación simbólica de los cambios modernizadores, y la recepción de estos cambios por parte del imaginario local. Esta disonancia es clave en la explotación que Herrera y Reissig hace, en sus columnas, de escenas contrastantes, donde un público que “no entiende” se apropia no obstante, a través del uso y la modificación del espacio, de lo nuevo, resignándolo. Cercano a estas preocupaciones por lo “positivo”, por las cuestiones del espacio y la economía y la política de su ciudad, Herrera y Reissig publicó a fines de 1907 y comienzos de 1908 un total de diecinueve “opúsculos”, bajo el heterónimo (más que seudónimo, por la coherencia interna y una personalidad distinta y acentuada) de Eugenio Sabio. Es una voz que guarda una relación intrincada con la voz autoral que se expresa bajo la firma Julio Herrera y Reissig. En este caso la libertad barroca del período se ejerce sólo por pasajes; el tono se vuelve en general racional, apodíctico; el punto de vista de un positivismo pragmático, fundamentando doctrinariamente un liberalismo económico con conciencia nacional, reconoce sin embargo muchos antecedentes en el Herrera y Reissig del Tratado de la imbecilidad; no así su repentina predilección por la política nacionalizadora de los seguros de Williman-Vidal, o su defensa de las grandes embotelladoras frente a las pequeñas; es posible que sea (ciertas cartas de imprecisos destinatarios y no determinable lógica lo sugieren), y aunque sea parcialmente, voz de alquiler, ejercicio de lobby del intelectual en bancarrota
25.


Notas:
 

1 En Calinescu, Matei, Five Faces of Modernity, Durham: Duke University Press, 1987 (especialmente “The Idea of the Avant-Garde”).

2 De la Campa y Giménez, Antología crítica de la prosa modernista
hispanoamericana. Torres Library of Literary Studies, New York, 1976, pp.
18-19

3 Foucault, Michel, “That is Enlightenment ?” (“Qu’est-ce que les Lumières ?”)en Rabinow, Paul (ed.) The Foucault Reader. New York: Pantheon Books, 1984, pp.32-50 (42).

4 “En ciertos aspectos, el dandismo limita con el espiritualismo y el estoicismo. [. . .] Para aquellos que son a la vez sacerdotes y víctimas, todas las complicadas condiciones materiales a las que se someten, desde el arreglo irreprochable a todas horas del día y de la noche hasta las pruebas más peligrosas del deporte, no son sino una gimnasia adecuada para fortificar
la voluntad y disciplinar el alma. [. . .] La regla monástica más rigurosa, la orden irresistible del Viejo de la montaña que ordenaba el suicidio a sus
discípulos embriagados, no eran más despóticos ni más obedecidos que esta
doctrina de la elegancia y de la originalidad.” Baudelaire, ob.cit.

5 Cf. Foucault, Michel, Las palabras y las cosas, especialmente caps. 1-3 y 10. El texto de Foucault gira en torno a este problema, uno de los más centrales de toda la Modernidad.

6 La expresión, que es muy precisa, se la escuché a Ernesto Estrella en su intervención en un coloquio sobre Herrera y Reissig en CUNY, New York,
el 15 de octubre de 2010.

7 “El carácter de belleza del dandy consiste sobre todo en el aire frío que proviene de la inquebrantable resolución de no emocionarse.” Baudelaire,
ob. cit.

8 �as y Pi, Juan, “Ideaciones. Julio Herrera y Reissig”, en El Diario Español, Buenos Aires, 31 de marzo de 1907.

9 Ibídem.

10 Lasplaces, Alberto “La viuda del poeta. Con la Sra. Julieta de la Fuente de Herrera y Reissig” en La Semana, Montevideo, 2 de abril de 1910.

11 “Julio y yo teníamos el mismo dormitorio. ¡Cuántas noches interrum-
pió mi sueño arrojándome una almohada, para decirme entusiasmado: ‘¡Ya
completé la estrofa!’”. Herrera y Reissig, Teodoro. “Como un chispazo fu-
gaz, la vida del ‘Poeta de los Panoramas’ dejó una sensación de angustia”,
en La Tribuna Popular, Montevideo, 11 de agosto de 1935.

12 Herrera y Reissig, Julio. “El círculo de la muerte”, en El Diario Español, Buenos Aires, 5 de marzo de 1905.

13 Herrera y Reissig, J. “Mosaicos de crítica. Gil, de Víctor Pérez Petit”, en El Diario Español, Buenos Aires: 2 de diciembre de 1906.

14 Hay en los textos de Herrera, notoriamente, muchos, si es que no to- dos, los rasgos que ya Wölfflin, pioneramente, atribuía al barroco: afán extravagante, bizarro, caprichoso; cierta asimetría del razonamiento; carácter elusivo y falta de definición; transitoriedad, cierta infinitud temática. Cf. Heirinch Wölfflin, Renaissance and Baroque, Ithaca, New York, Cornell University Press: 1967.

15 Cansinos-Assens, Rafael, “Herrera y Reissig” (1917), incluido en La nueva literatura. III. La evolución de la poesía. 1917-1927. Madrid, Editorial Páez: 1927.

16 En eso es un intérprete más de un gran movimiento continental y aun
transatlántico de renovación de la lengua y la expresión en castellano, que muchas veces se ha identificado sin más con la esencia del modernismo literario. Se refiere, en carta a Juan José Ylla Moreno de enero de 1904, a su propio texto como “prosa orquestal de Gautier”. Un poco después, en un escrito de 1905, Enrique Gómez Carrillo hace parecida referencia (ahora es D’Annunzio y no Gautier el autor al que se echa mano). Decía el guatemalteco: “La única música por ellos [se refiere a los gramáticos españoles e hispanoamericanos] aceptada es la del amplio período clásico. En cuanto a las modernas y caprichosas maneras armónicas, prohibidas. La frase corta, nerviosa y desarticulada, la frase que salta y ríe, y goza, prohibida. Y prohibida también la frase mármol a lo Saint-Victor, la frase color a lo Flaubert, la frase orquesta a lo D’Annunzio. Todo eso es “decadente”, “exótico” o “afectado”. Lo único castizo, según nuestros maestros, es la tibia y larga frase llena de incidentes y de eslabones.” Enrique Gómez Carrillo, de El arte de trabajar la prosa, 1905. En Jiménez, José Olivio y Antonio R. De la Campa. Antología crítica de la prosa modernista hispanoamericana, Torres Library of Literary Studies, New York, 1976, pp.82-3.

17 Gautier, Teophile. Charles Baudelaire. París, 1868.

18 Herrera y Reissig, Julio. Tratado de la imbecilidad del país por el sistema de Herbert Spencer. Montevideo: Taurus, 2a. ed. 2007, p.104.

19 Idem, p.126.

20 Dice Baudelaire en El pintor de la vida moderna: “El deseo insaciable por todo lo que está más allá y oculto por la vida es la prueba más viva de
nuestra inmortalidad. Es a la vez por la poesía y a través de la poesía, por
la música y a través de la música, que el alma obtiene una visión de los
esplendores que descansan tras la tumba”.

21 En “El círculo de la muerte” oscila kantianamente para llegar a esa fusión y unicidad que intuye entre lo vivo-presencial y lo objetivable en las letras, y niega la dualización del signo —pilar de la estrategia de cientifización de la literatura: “Para hablar con propiedad filosófica, débense distinguir, en mi concepto, dos estilos dentro de uno mismo, el de la palabra y el del pensamiento [. . .]. quererlos separar para hacer escuelas es, desde luego, rebajarlos puerilmente. El primero sin el segundo es muerto; el segundo sin el primero es nonato: uno por incapacidad, otro por deformidad.”

22 Como dice Amir Hamed en las seis páginas decisivas que dedicaba al poeta ya en su Orientales. El Uruguay a través de su poesía: “Con respecto a los aparatos de reproducción ideológica del Estado, Herrera y Reissig permanece ilegible” (1996; Segunda edición: Montevideo, Hum, 2010, pp.42-48.) Esta ilegibilidad, agrego, se vuelve literal en el caso de su “prosa”, que simplemente no había sido, y en un porcentaje muy apreciable, publicada hasta aquí —o republicada luego de oscuras apariciones en periódicos de hace un siglo. Hay un panorama de los trabajos recientes sobre el poeta y el prosista, en Herrera y Reissig, Julio, Una infinita colisión compleja, selección, compilación del dossier, prólogo de Roberto Echavarren. Montevideo: La Flauta Mágica, 2010.

23 Existe edición completa de ese texto. Ver Herrera y Reissig, Julio, Tratado de la imbecilidad del país por el sistema de Herbert Spencer. Transcripción, edición, prólogo y epílogo crítico de Aldo Mazzucchelli. Montevideo, Taurus 2a. ed., 2007.

24 Montevideo tiene 285.000 habitantes en 1905 y se ubica en ese momento aproximadamente en el mismo nivel de población que ciudades como Lisboa (301.000), Estocolmo (288.000), Génova (228.000) o Barcelona (272.000). Para 1902, Uruguay ya tiene 9 kms. de vía férrea por km2 de territorio —en ese índice es superado únicamente por Estados Unidos y Cuba en las Américas. Otros indicadores confirman este rápido avance de la modernización.

25 He discutido esto con cierto detalle en Mazzucchelli, Aldo, La mejor de las fieras humanas. Montevideo: Taurus, 2010, pp.400-12.

 


*
Publicado como Introducción a Herrera y Reissig, Prosa fundamental, Prosa desconocida. Correspondencia, Edición de Aldo Mazzucchelli. Tomos I y II. Montevideo, Biblioteca Artigas, Colección de Clásicos Uruguayos, 2012.

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