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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 



ESTADO DE EXCEPCIÓN - BIOPOLÍTICA - ETOBIOPOLÍTICA - LENGUAJE - ESTADO -

Entre muecas, nervios y animales.
Síntomas en el estado de excepción*

Sandino Núñez
 

En La política Aristóteles les atribuye voz a los animales: la voz expresa o comunica. Y reserva el lenguaje para los hombres: el lenguaje tiene un resto que permite pensar y juzgar lo que se expresa o comunica en términos de ideas. Esa antigua piedra fundacional de la política es lo que se destituye y se desfonda en tiempos de simulacro o en un mundo de muecas.


Quiero ligar algunos aspectos que corren siempre el riesgo de la dispersión, estado mismo de lo real. Vivimos en un estado de excepción que es una forma terminal de la biopolítica. Nuestra vida política está suspendida porque nuestra preocupación obsesiva es la vida biológica o etológica (el cuerpo, la conducta, el intercambio, el territorio, el medio). O lo que es muy parecido: vivimos una despiadada infantilización del cuerpo social: que nos cuiden los adultos que saben, los técnicos, los expertos, los hombres armados. Esta infantilización es también, y sobre todo, una medicalización del cuerpo social, una tecnología de la conexión directa con el cuerpo, con los ritmos, los ciclos y las repeticiones del cuerpo, así como las vías (agujeros y canales por los que se alimenta, se medica, se sondea, se mide) son una especie de pornografía que replica el orden hospitalario al interior del cuerpo del enfermo. Podemos decir que la historia ha sido sustituida por el metabolismo. La curva ascendente del siglo diecinueve, con su superación, su destino y su telos (el saber absoluto, la sociedad justa), ahora son rutinas orgánicas, ciclos y períodos, automatismos del cuerpo y la vida. Este metabolismo se objetiva en indicadores, cifras y estadísticas que clavan su incesante y helada verdad definitiva: vivimos, duramos, estamos en peligro.

muecas

Pero la etobiopolítica es un poco más compleja y tiene un alcance mayor. No es solamente que un aparato externo de reglas y profilaxis le indique al cuerpo qué comer, cuántas veces y a qué hora ir al baño o en qué posición dormir. Este prolijo algoritmo también indica cómo y cuándo ser creativo, o amable, o respetuoso, o sensible, o apasionado, o comprometido, o militante. Supuestas propiedades (sociales) del alma o del humor o de la moral son ahora instrucciones y estímulos al cuerpo (individual), así como una pequeña descarga eléctrica logra un movimiento-contractura en la extremidad amputada de la rana. Niños procediendo por imitación y mímesis, esos pequeños monos que imitan al amo o al adulto, o esos muñecos hiperrealistas que pestañean, ríen, lloran, hablan o incluso opinan (los casilleros en blanco para que participe la gente en los portales de noticias, las encuestas, las votaciones a favor o en contra en los programas de tele), son activos y se comprometen (las causas facebook, por ejemplo). El emoticón es una buena categoría para describir las cosas a este nivel. La producción de humores, afectos y opiniones es una producción de cosas y de cuerpo mediante la imitación, la disciplina, los rituales y las coreografías.

Digámoslo así. Todos sabemos, en el fondo, que una cara triste, por ejemplo, no es más que ciertos músculos que ponen los labios y los ojos de tal o cual manera. Pero también entendemos, al mismo tiempo, que la referencia de ese momento físico o mecánico a cierto “estado del humor” o del “alma” es menos una conexión entre dos mundos sustanciales positivos (el cuerpo y el alma, digamos) que una relación de representación o significación que no puede ser abolida sin que el mundo entero del sentido se derrumbe. Ese detalle es lo que diferencia un gesto de una mueca. Un gesto es un significante. Una mueca es la contractura de un músculo. De ahí que el psicoanalista Lacan dijera que lo real es la mueca de la realidad. De la misma manera, en nuestro mundo bioetológico, la creatividad o la sensibilidad o la militancia son la mueca de la creatividad, de la sensibilidad y de la militancia, en tanto son sus formas físicas o coreográficas convencionales, despojadas de significación. Es quizá otro nombre para la corrección política. Pues –abusemos de la figura, ya que la tenemos a mano– el orden es la mueca de la organización, así como la sintaxis es la mueca del sentido. En este nivel debe ubicarse el estúpido llamado liberal a “inculcar valores” o a “educar en valores”: la significación o la racionalidad de un acto social es un gesto; el “valor”, entendido como una prótesis o un exoesqueleto disciplinante allí donde fracasan el esqueleto interno y la musculatura de la significación es una mueca.

La mueca nunca miente porque está al margen de todo sistema de significación. Por lo tanto, parte de la catástrofe del mundo bioetológico es que se ha desfondado el antagonismo apariencia/esencia, el antagonismo entre lo que parece y lo que es, la lógica tensa del engaño como superficie que deliberadamente oculta o reprime la verdad o el secreto. Y eso quiere decir que una relación de sentido o de significación (cuyo principal atributo es que puede ser juzgada y criticada) se ha disuelto en lo real sin lenguaje del cuerpo, la energía, la conducta, la mecánica de la vida y la pragmática de los intercambios. Y en este punto la idea baudrillardiana de simulacro es fundamental. El simulacro y la mueca van a terminar por parecerse bastante. El puritano no postula diferencia alguna entre una persona honesta y una persona que actúa honestamente o que finge ser honesta: es una aplicación rigurosa de la ética blanca del protestante. Ser es actuar o fingir. No hay posibilidad alguna de engañar: todo está expuesto desde un comienzo. Es una ética de lo visible, una ética panóptica, de vigilancia. Es (si cabe) una ética obscena. La etiqueta “sonría, lo estamos filmando” (la cámara es altamente histerógena) nos invita a actuar honestamente o a comportarnos como si no robáramos: en definitiva esa mera existencia positiva de lo que se ve es la resolución real de todas las supercherías metafísicas o platónicas que hablan de la idea de honestidad, del ser honesto, etcétera. Ser honesto es perfeccionar el disfraz de honesto (ser mujer es perfeccionar el disfraz de mujer, etcétera).

La consecuencia terrible que esto tiene, ya lo hemos sugerido, es que nos arrebata toda potencia de sujetos, nos despoja de toda existencia política. Se podría decir que cualquier relación cara a cara ingresa en un espacio subjetivo sólo cuando se plantea la posibilidad de que el otro me mienta o me engañe. Si pienso que el otro puede estar engañándome (puede poner cara de angustia o tristeza sólo para provocar compasión y así sacar algún provecho, digamos), necesariamente es porque antes creo en el lenguaje o en el sistema de significación en el que el engaño se apoya. De manera que, necesariamente, la posibilidad del engaño hace que yo distinga entre lo que se me está diciendo y el lenguaje en el que eso está siendo dicho. Ésa es una de las condiciones de subjetividad: cierto lugar de soberanía para criticar lo que se me dice en nombre del lenguaje en el que se dice. Por otro lado, la misma sospecha (el otro me miente) pone al otro en el lugar de un sujeto en tanto también le atribuye cierta posición de trascendencia con respecto a lo que dice, una soberanía intelectual con relación a su palabra y a sus recursos expresivos o comunicativos. El sujeto entonces es el axioma de la dialéctica del engaño. Sujeto es eso que se postula como necesariamente por encima de la comunicación o de la expresión. La posibilidad del engaño o la mentira es la vía por la cual se consagra una ética política. Pensar que el otro puede engañarme (supongo que estará claro que no hablo de desconfianza o de paranoia frente al otro sino de una especie de axioma que funciona por defecto y sin hacerse necesariamente explícito) es la mejor muestra de respeto subjetivo por el otro, es meterlo en el campo del sujeto. Por eso es que la política es inquietante o incómoda por corrupta o hipócrita para los verdaderos paranoicos: aquellos que sostienen y defienden las banderas arcaicas de la nobleza, la lealtad, la sinceridad, la palabra de honor. En La política Aristóteles les atribuye voz a los animales: la voz expresa o comunica. La voz (¿será necesario decirlo?) es cuerpo. Y reserva el lenguaje para los hombres: el lenguaje tiene un resto que permite pensar y juzgar lo que se expresa o comunica en términos de ideas. Esa antigua piedra fundacional de la política es lo que se destituye y se desfonda en tiempos de la tiranía de la expresión-comunicación, o, lo que es peor, en tiempos de simulacro o en un mundo de muecas.

nervios

En tanto es un sujeto, el otro es siempre para mí un problema: puede engañarme, es soberano y autónomo, y puede en cualquier momento juzgar, criticar, replantear y redefinir su relación conmigo. Digamos que un sujeto es sujeto no en relación al otro sino en relación a la relación con el otro. Este tipo de relación en la que uno es en tanto significa algo para el otro (algunos la llamarán “transferencial”, yo insisto en llamarla política) está en las antípodas de la empatía. La empatía es una relación plena, absoluta, no dañada por la opacidad del sujeto, por esa parte que se resiste a la relación, que la cuestiona y obliga a replantearla. Más sencillo (y esta lógica de lo-más-sencillo es una característica del estado de excepción contemporáneo) es entregarse a una relación plena, fusional, sin daño, sin ética, sin política y sin sujeto. El generoso abanico de empatías, producto milagroso de la cultura mediática, forma parte de la oferta terminal: una enorme red de identificaciones contagiosas plenas e inmediatas con el dolor o el placer del otro (con el otro como cuerpo), un sistema nervioso periférico global donde cada uno es una pequeña pieza que se excita y comunica, ensamblando finalmente una gran máquina global de emocionarse, de conmoverse, de sentir, de indignarse, de aterrorizarse, de reír y llorar, y también, desde esa excitación, de intervenir y de opinar.

Esta máquina global inmanente es también, por definición, infantil e hiperrealista. Se resiste a salir de ese estado de cuerpo absoluto. La relación mejor es la más inmediata, la más intensa y la más plena: y esa relación se logra solamente a condición de que sea con un otro no humano, no político, algo por fuera del lenguaje.

Cuando hace unos meses unos púberes apalearon a una perra hasta matarla y subieron a internet un video que registra la hazaña, los informativos de los tres canales privados de televisión abierta de Montevideo pusieron la noticia como portada, agregaron informes adicionales sobre violencia animal, recogieron opiniones de expertos y especialistas, improvisaron rápidos interrogatorios callejeros. Las redes comunicativas en internet se llenaron de mensajes de indignación, de imprecaciones, de insultos y amenazas. Se armaron manifestaciones espontáneas y marchas y protestas civiles. La gente se ponía de pie y con su mascotita en la falda gritaba su basta a este mundo violento. Después de esa especie de tormenta epiléptica a pocos les resultó extraña la desproporción. A pocos les pareció algo digno de atención esa identificación masiva y explosiva de la gente con un perro, correlato bueno de la escena terminal de violencia y tortura que la disparó. Esa empatía hiperrealista, esa solidaridad brutal sin lenguaje. Una forma extrema de solidaridad que, por otra parte, solamente es posible ejercer con un animal, con algo no humano.

animales

Está claro que la definición que una cultura hace de la animalidad, así como las formas en las que traza la barra que separa y antagoniza lo animal y lo humano, no habla sino de la propia cultura y de la sociedad que las plantea y las ejerce. Aquí está lo interesante. Cuenta la leyenda que ya con el cerebro comido por la sífilis, Nietzsche se abrazó a un caballo en plena calle, llorando a mares, en un ataque masivo de piedad. Del mismo modo, acá parece haber un punto real de fusión con el animal, una abolición de la barra que nos separa y antagoniza con el animal. El síntoma de esta abolición es la identificación masiva, y esa identificación empática plena es la catástrofe de la cultura. Badiou observa que uno de los rasgos del mundo posideológico contemporáneo es el de haber absorbido la humanidad en una noción positiva de animalidad. El hombre es uno más en el campo indiferenciado de los animales, y, en definitiva, es uno más en el océano de todo lo vivo. Un cuerpo más en el campo indiferente de los cuerpos. Este enfoque deja conformes a los tontos pues creen que, antes que nada, se trata de un baño de humildad ante tanto atropello a la naturaleza y a la vida cometido en nombre de “lo humano”. Y permite plantear sin mayor esfuerzo el gran asunto maravilloso de la democracia de masas: la exaltación de la vida y el derecho a la vida como aspecto único del vínculo social.

Una vez más: la plenitud de una relación se logra precisamente en un punto de no-humano. Y esto es así por la sencilla razón de que mi relación con el otro humano (sujeto), por definición, no debe ser plena: debe estar atravesada y dañada siempre por el lenguaje, por la posibilidad de ser suspendida, cuestionada, puesta en problema. Un conocido mío observaba que mientras que su relación de pareja es, para él, un suelo, para su mujer es un tema, un asunto: mientras que para él la pareja es un aire que se respira cotidianamente, para ella es algo que se trata o se discute. Esta asimetría no deja de plantearle inconvenientes: ella habla y él entiende vagamente de qué se trata pero carece de un lenguaje para hacerse cargo del problema. Se desconcierta, se aburre, eventualmente se enoja, no encuentra qué decir, no sabe cómo distinguir lo relevante de lo no relevante. Carece absolutamente de cualquier teoría sobre la relación. Ella es una versión más evolucionada que él, social y políticamente: está un escalón por encima en el camino al saber absoluto. Para que exista algo como una relación humana debe existir la posibilidad de quebrar la atmósfera imaginaria y ciega que tiende a instalarse automáticamente en la cotidianidad más territorial (la relación como suelo o aire). Debemos poder situarnos por encima de la contigüidad doméstica e inmediata del lazo con el otro, por encima de las empatías, de los pegotes y las afinidades horizontales. Lo que hace que una relación entre humanos sea una relación humana (es decir, una relación ética, social y política) es que algo venga a atravesar, dañar, descentrar y replantear el lazo doméstico que me ata al otro, que algo venga a obligarnos a poner ese lazo como problema, a enunciarlo, a teorizarlo, a criticarlo. Que un tercero venga a quebrar la relación doméstica de la amistad, la vecindad o la pertenencia a un grupo o a una tribu o a un paisaje o a una patria.
 

Por la misma razón debe haber también una posibilidad de resignar, suspender y replantear esa fantasía o ideal de plenitud que también arma la relación como promesa negativa. La realización de una relación no dañada (no castrada, dicen los psicoanalistas) es extremadamente peligrosa. La realización plena de una relación humana es lo que delata su radical y siniestra inhumanidad, el síntoma que indica que estamos ante una forma hiperrealista monstruosa de una relación. Esa forma tiende a ocurrir, frecuente y razonablemente, con un partenaire no humano: un animal, una mascota, un objeto, un personaje, el cuerpo del otro, nuestro propio cuerpo. Y sobre todo con humanos no humanos: un prisionero, un esclavo, la mujer, los hijos. El animal no es un sujeto, no es un otro con quien se transfieren y se arriesgan símbolos y lenguaje. No es un otro que se educa y me educa, no es alguien que me obliga a una relación de responsabilidad simbólica, a una proyección eternamente defraudada y diferida de uno sobre el otro. El animal es simplemente aquello que se domestica. O me ataca y me muerde, o se somete calladamente al vapuleo de la domesticación. El animal tolera y absorbe cualquier identificación en bloque sin exigir devolución, sin ofrecer resistencia alguna, sin obligarme a problematizar el vínculo. Por lo tanto, me condena a una relación imaginaria absoluta: la más infantil, la más elemental, la más hiperrealista.
 

Hemos llegado a un punto de locura social: una fusión real y una empatía absoluta con lo no humano (para el caso, con lo
animal). Esa fusión puede ser absolutamente tierna (le hablamos al bichito como a un niño, dialogamos con él sin esperar más respuesta que su carita: en el fondo sabemos que su corazón puro e incontaminado nos escucha). Pero esta ternura empática con el socio no humano esconde algo terrible, pues sin que se modifique nada en su estructura la relación puede ser también absolutamente cruel y destructiva (lo anulamos, lo matamos, ejercemos sobre él el sadismo más glacial, lo metemos en una bolsa y lo molemos a palos). Contra lo que podría pensarse, la distancia entre estas dos posiciones hiperrealistas es mínima. Son meras variaciones del mismo tema doméstico: a ambas las sostiene la misma ausencia de corte, de lenguaje, de antagonismo y de daño. Ninguna diferencia conceptual entre una caricia y una piña. Tanto la ternura como la violencia y la crueldad son como de National Geographic, le pertenecen a la vida misma, al campo de la etobiología: la atroz coartada del capitalismo posideológico. Así, todos aquellos que salieron con la mascotita a protestar y a pedir cárcel para los púberes que habían matado a la perrita no lo sabían, quizá, pero estaban prolongando el gesto de los primeros: estaban cerrando el circuito de lo imaginario puro de la vida sobre lo social simbólico.

 

animales domésticos
 

Una pregunta. ¿No tiene todo esto algo que ver con la llamada violencia doméstica? Es decir, ¿no es la violencia doméstica algo que debe verse a la luz de la catástrofe de lo público y el avance masivo de relaciones fusionales sin lenguaje, relaciones imaginarias puras, no dañadas? ¿No es siempre la violencia algo del orden de lo doméstico o de lo imaginario-privado? Es necesario cambiar la perspectiva y entender, supongo, que el corte público/privado o público/doméstico no es algo del orden de lo territorial o de lo empírico, ni es tampoco una cuestión de tamaño o de magnitud. No es lo privado eso que ocurre dentro de las cuatro paredes de mi hogar o de mi búnker, y lo público eso que se expone y se proyecta a todos (en la calle, en la plaza, en los medios) y por tanto debe mostrar ciertas formas de corrección o diplomacia o buen gusto. Esta concepción, de memoria protestante, es asombrosamente superficial. Mejor es postular lo doméstico o lo privado como la relación imaginaria cara a cara con el otro, sin intermediación del Tercero social, y lo público en cambio, precisamente, como el espacio de ese Tercero, el lugar del lenguaje que permite pensar y cuestionar lo imaginario doméstico para darle un sentido social. Así, lo público debe, en algún momento, funcionar como un corte con lo doméstico. Si esto no ocurre, o si falla, hay una violenta invasión de la lógica de lo doméstico sobre la vida social. Y cuando esto ocurre a su vez, se disparan y se multiplican las medidas cautelares, preventivas, punitivas, policíacas, disciplinantes, represivas, etcétera, es decir, el Estado interviene en lo real de la vida desnuda y de los cuerpos como un vallado que en definitiva no hace otra cosa que alimentar la propia lógica violenta de lo doméstico-privado.
 

Hoy, sin antagonismos conceptuales, en el continuo pagano y grotesco de las cosas, muecas, nervios, animales, hombres, mujeres, genes, tornillos, podemos por fin entregarnos al goce despiadado e irresponsable de una relación imaginaria absoluta con lo otro, el otro y los otros. Una relación privada o doméstica, y también hiperrealista e infantil, de todos con todos, y de todos con todo. Una relación, decididamente, no humana. El animal es el partenaire perfecto para una masa (otro nombre para la máquina global e inmanente de lo doméstico o privado) que no quiere al otro. Una masa radicalmente indiferente por el otro humano, por el otro social y por lo social mismo. Y lo no humano (el perrito, pongamos) es la forma ideal abstracta de la minoría victimizada: indefensión, incapacidad de respuesta, imposibilidad de plantearnos el problema social del sujeto. Sencillamente podemos entregarnos a la delicia de una solidaridad absoluta, infantilizada y asocial. Podemos entregarnos al juego pasivo de un vínculo incondicional sin compromiso, sin novedad y sin consecuencias. Y creemos, finalmente, que esta forma absurda y brutal del afecto se llama amor, porque es una mueca del amor. Así es la cultura Disney. Perritos de saco y corbata y niños reos encerrados en contenedores.
 



* Publicado originalmente en Tiempo de Crítica. Año I, N° 14, publicación semanal de la revista Caras y Caretas.

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