Quiero ligar algunos aspectos que corren siempre el
riesgo de la dispersión, estado mismo de lo real. Vivimos en un
estado de excepción que es una forma terminal de la
biopolítica. Nuestra vida política está suspendida porque
nuestra preocupación obsesiva es la vida biológica o etológica (el
cuerpo, la conducta, el intercambio, el territorio, el medio). O lo
que es muy parecido: vivimos una despiadada infantilización del
cuerpo social: que nos cuiden los adultos que saben, los técnicos,
los expertos, los hombres armados. Esta infantilización es también,
y sobre todo, una medicalización del cuerpo social, una tecnología
de la conexión directa con el cuerpo, con los ritmos, los ciclos y
las repeticiones del cuerpo, así como las vías (agujeros y canales
por los que se alimenta, se medica, se sondea, se mide) son una
especie de
pornografía que replica el orden hospitalario al interior del
cuerpo del enfermo. Podemos decir que la historia ha sido sustituida
por el metabolismo. La curva ascendente del siglo diecinueve, con su
superación, su destino y su telos (el saber absoluto, la
sociedad justa), ahora son rutinas orgánicas, ciclos y períodos,
automatismos del cuerpo y la vida. Este metabolismo se objetiva en
indicadores, cifras y estadísticas que clavan su incesante y helada
verdad definitiva: vivimos, duramos, estamos en peligro.
muecas
Pero la etobiopolítica es un poco más compleja y
tiene un alcance mayor. No es solamente que un aparato externo de
reglas y profilaxis le indique al cuerpo qué comer, cuántas veces y
a qué hora ir al baño o en qué posición dormir. Este prolijo
algoritmo también indica cómo y cuándo ser creativo, o amable, o
respetuoso, o sensible, o apasionado, o comprometido, o militante.
Supuestas propiedades (sociales) del alma o del humor o de la moral
son ahora instrucciones y estímulos al cuerpo (individual), así como
una pequeña descarga eléctrica logra un movimiento-contractura en la
extremidad amputada de la rana. Niños procediendo por imitación y
mímesis, esos pequeños monos que imitan al amo o al adulto, o esos
muñecos hiperrealistas que pestañean, ríen, lloran, hablan o incluso
opinan (los casilleros en blanco para que participe la gente en los
portales de noticias, las encuestas, las votaciones a favor o
en contra en los programas de tele), son activos y se
comprometen (las causas facebook, por ejemplo). El
emoticón es una buena categoría para describir las cosas a este
nivel. La producción de humores, afectos y opiniones es una
producción de cosas y de cuerpo mediante la imitación, la
disciplina, los rituales y las coreografías.
Digámoslo así. Todos sabemos, en el fondo, que una
cara triste, por ejemplo, no es más que ciertos músculos que ponen
los labios y los ojos de tal o cual manera. Pero también entendemos,
al mismo tiempo, que la referencia de ese momento físico o mecánico
a cierto “estado del humor” o del “alma” es menos una conexión entre
dos mundos sustanciales positivos (el cuerpo y el alma, digamos) que
una relación de representación o significación que no puede ser
abolida sin que el mundo entero del sentido se derrumbe. Ese detalle
es lo que diferencia un gesto de una mueca. Un gesto es un
significante. Una mueca es la contractura de un músculo. De ahí que
el psicoanalista Lacan dijera que lo real es la mueca de la
realidad. De la misma manera, en nuestro mundo bioetológico, la
creatividad o la sensibilidad o la militancia son la mueca de la
creatividad, de la sensibilidad y de la militancia, en tanto son sus
formas físicas o coreográficas convencionales, despojadas de
significación. Es quizá otro nombre para la corrección política.
Pues –abusemos de la figura, ya que la tenemos a mano– el orden es
la mueca de la organización, así como la sintaxis es la mueca del
sentido. En este nivel debe ubicarse el estúpido llamado liberal a
“inculcar valores” o a “educar en valores”: la significación o la
racionalidad de un acto social es un gesto; el “valor”, entendido
como una prótesis o un exoesqueleto disciplinante allí donde
fracasan el esqueleto interno y la musculatura de la significación
es una mueca.
La mueca nunca miente porque está al margen de todo
sistema de significación. Por lo tanto, parte de la catástrofe del
mundo bioetológico es que se ha desfondado el antagonismo
apariencia/esencia, el antagonismo entre lo que parece y lo que es,
la lógica tensa del engaño como superficie que deliberadamente
oculta o reprime la verdad o el secreto. Y eso quiere decir que una
relación de sentido o de significación (cuyo principal atributo es
que puede ser juzgada y criticada) se ha disuelto en lo real sin
lenguaje del cuerpo, la energía, la conducta, la mecánica de la vida
y la pragmática de los intercambios. Y en este punto la idea
baudrillardiana de
simulacro
es fundamental. El
simulacro y la mueca van a terminar por parecerse bastante. El
puritano no postula diferencia alguna entre una persona honesta y
una persona que actúa honestamente o que finge ser honesta: es una
aplicación rigurosa de la ética blanca del protestante. Ser es
actuar o fingir. No hay posibilidad alguna de engañar: todo está
expuesto desde un comienzo. Es una ética de lo visible, una ética
panóptica, de vigilancia. Es (si cabe) una ética obscena. La
etiqueta “sonría, lo estamos filmando” (la cámara es altamente
histerógena) nos invita a actuar honestamente o a comportarnos como
si no robáramos: en definitiva esa mera existencia positiva de lo
que se ve es la resolución real de todas las supercherías
metafísicas o platónicas que hablan de la idea de honestidad, del
ser honesto, etcétera. Ser honesto es perfeccionar el disfraz de
honesto (ser mujer es perfeccionar el disfraz de mujer, etcétera).
La consecuencia terrible que esto tiene, ya lo hemos
sugerido, es que nos arrebata toda potencia de sujetos, nos despoja
de toda existencia política. Se podría decir que cualquier relación
cara a cara ingresa en un espacio subjetivo sólo cuando se plantea
la posibilidad de que el otro me mienta o me engañe. Si pienso que
el otro puede estar engañándome (puede poner cara de angustia o
tristeza sólo para provocar compasión y así sacar algún provecho,
digamos), necesariamente es porque antes creo en el lenguaje o en el
sistema de significación en el que el engaño se apoya. De manera
que, necesariamente, la posibilidad del engaño hace que yo distinga
entre lo que se me está diciendo y el lenguaje en el que eso está
siendo dicho. Ésa es una de las condiciones de subjetividad: cierto
lugar de soberanía para criticar lo que se me dice en nombre del
lenguaje en el que se dice. Por otro lado, la misma sospecha (el
otro me miente) pone al otro en el lugar de un sujeto en tanto
también le atribuye cierta posición de trascendencia con respecto a
lo que dice, una soberanía intelectual con relación a su palabra y a
sus recursos expresivos o comunicativos. El sujeto entonces es el
axioma de la dialéctica del engaño. Sujeto es eso que se postula
como necesariamente por encima de la
comunicación o de
la expresión. La posibilidad del engaño o la mentira es la vía por
la cual se consagra una ética política. Pensar que el otro puede
engañarme (supongo que estará claro que no hablo de desconfianza o
de paranoia frente al otro sino de una especie de axioma que
funciona por defecto y sin hacerse necesariamente explícito) es la
mejor muestra de respeto subjetivo por el otro, es meterlo en el
campo del sujeto. Por eso es que la política es inquietante o
incómoda por corrupta o hipócrita para los verdaderos paranoicos:
aquellos que sostienen y defienden las banderas arcaicas de la
nobleza, la lealtad, la sinceridad, la palabra de honor. En La
política Aristóteles les atribuye voz a los animales: la
voz expresa o comunica. La voz (¿será necesario decirlo?) es cuerpo.
Y reserva el
lenguaje para los hombres: el
lenguaje tiene un
resto que permite pensar y juzgar lo que se expresa o
comunica en términos de ideas. Esa antigua piedra fundacional
de la política es lo que se destituye y se desfonda en tiempos de la
tiranía de la expresión-comunicación, o, lo que es peor, en tiempos
de simulacro o en un mundo de muecas.
nervios
En tanto es un sujeto, el otro es siempre para mí un
problema: puede engañarme, es soberano y autónomo, y puede en
cualquier momento juzgar, criticar, replantear y redefinir su
relación conmigo. Digamos que un sujeto es sujeto no en relación al
otro sino en relación a la relación con el otro. Este tipo de
relación en la que uno es en tanto significa algo para el otro
(algunos la llamarán “transferencial”, yo insisto en llamarla
política) está en las antípodas de la empatía. La empatía es una
relación plena, absoluta, no dañada por la opacidad del sujeto, por
esa parte que se resiste a la relación, que la cuestiona y obliga a
replantearla. Más sencillo (y esta lógica de lo-más-sencillo es una
característica del estado de excepción contemporáneo) es entregarse
a una relación plena, fusional, sin daño, sin ética, sin política y
sin sujeto. El generoso abanico de empatías, producto milagroso de
la cultura mediática, forma parte de la oferta terminal: una enorme
red de identificaciones contagiosas plenas e inmediatas con el dolor
o el placer del otro (con el otro como cuerpo), un sistema nervioso
periférico global donde cada uno es una pequeña pieza que se excita
y comunica, ensamblando finalmente una gran máquina global de
emocionarse, de conmoverse, de sentir, de indignarse, de
aterrorizarse, de reír y llorar, y también, desde esa excitación, de
intervenir y de
opinar.
Esta máquina global inmanente es también, por
definición, infantil e hiperrealista. Se resiste a salir de ese
estado de cuerpo absoluto. La relación mejor es la más inmediata, la
más intensa y la más plena: y esa relación se logra solamente a
condición de que sea con un otro no humano, no político, algo por
fuera del lenguaje.
Cuando hace unos meses unos púberes apalearon a una
perra hasta matarla y subieron a internet un video que registra la
hazaña, los informativos de los tres canales privados de televisión
abierta de Montevideo pusieron la noticia como portada, agregaron
informes adicionales sobre violencia animal, recogieron opiniones de
expertos y especialistas, improvisaron rápidos interrogatorios
callejeros. Las redes comunicativas en internet se llenaron de
mensajes de indignación, de imprecaciones, de insultos y amenazas.
Se armaron manifestaciones espontáneas y marchas y protestas
civiles. La gente se ponía de pie y con su mascotita en la falda
gritaba su basta a este mundo violento. Después de esa
especie de tormenta epiléptica a pocos les resultó extraña la
desproporción. A pocos les pareció algo digno de atención esa
identificación masiva y explosiva de la gente con un perro,
correlato bueno de la escena terminal de violencia y tortura que la
disparó. Esa empatía hiperrealista, esa solidaridad brutal sin
lenguaje. Una forma extrema de solidaridad que, por otra parte,
solamente es posible ejercer con un animal, con algo no humano.
animales
Está claro que la definición que una cultura hace de
la animalidad, así como las formas en las que traza la barra que
separa y antagoniza lo animal y lo humano, no habla sino de la
propia cultura y de la sociedad que las plantea y las ejerce. Aquí
está lo interesante. Cuenta la leyenda que ya con el cerebro comido
por la sífilis, Nietzsche se abrazó a un caballo en plena calle,
llorando a mares, en un ataque masivo de piedad. Del mismo modo, acá
parece haber un punto real de fusión con el animal, una
abolición de la barra que nos separa y antagoniza con el animal. El
síntoma de esta abolición es la identificación masiva, y esa
identificación empática plena es la
catástrofe de la cultura. Badiou
observa que uno de los rasgos del mundo posideológico contemporáneo
es el de haber absorbido la humanidad en una noción positiva de
animalidad. El hombre es uno más en el campo indiferenciado de los
animales, y, en definitiva, es uno más en el océano de todo lo vivo.
Un cuerpo más en el campo indiferente de los cuerpos. Este enfoque
deja conformes a los tontos pues creen que, antes que nada, se trata
de un baño de humildad ante tanto atropello a la naturaleza y a la
vida cometido en nombre de “lo humano”. Y permite plantear sin mayor
esfuerzo el gran asunto maravilloso de la democracia de masas: la
exaltación de la vida y el derecho a la vida como
aspecto único del vínculo social.
Una vez más: la plenitud de una relación se logra
precisamente en un punto de no-humano. Y esto es así por la sencilla
razón de que mi relación con el otro humano (sujeto), por
definición, no debe ser plena: debe estar atravesada y dañada
siempre por el lenguaje, por la posibilidad de ser suspendida,
cuestionada, puesta en problema. Un conocido mío observaba que
mientras que su relación de pareja es, para él, un suelo, para su
mujer es un tema, un asunto: mientras que para él la
pareja es un aire que se respira cotidianamente, para ella es algo
que se trata o se discute. Esta asimetría no deja de
plantearle inconvenientes: ella habla y él entiende vagamente de qué
se trata pero carece de un lenguaje para hacerse cargo del problema.
Se desconcierta, se aburre, eventualmente se enoja, no encuentra qué
decir, no sabe cómo distinguir lo relevante de lo no relevante.
Carece absolutamente de cualquier teoría sobre la relación.
Ella es una versión más evolucionada que él, social y políticamente:
está un escalón por encima en el camino al saber absoluto. Para que
exista algo como una relación humana debe existir la
posibilidad de quebrar la atmósfera imaginaria y ciega que tiende a
instalarse automáticamente en la cotidianidad más territorial (la
relación como suelo o aire). Debemos poder situarnos por encima de
la contigüidad doméstica e inmediata del lazo con el otro, por
encima de las empatías, de los pegotes y las afinidades
horizontales. Lo que hace que una relación entre humanos sea una
relación humana (es decir, una relación ética, social y
política) es que algo venga a atravesar, dañar, descentrar y
replantear el lazo doméstico que me ata al otro, que algo venga a
obligarnos a poner ese lazo como problema, a enunciarlo, a
teorizarlo, a criticarlo. Que un tercero venga a quebrar la relación
doméstica de la amistad, la vecindad o la pertenencia a un grupo o a
una tribu o a un paisaje o a una patria.
Por la misma razón debe haber también una posibilidad
de resignar, suspender y replantear esa fantasía o ideal de plenitud
que también arma la relación como promesa negativa. La
realización de una relación no dañada (no castrada, dicen
los psicoanalistas) es extremadamente peligrosa. La realización
plena de una relación humana es lo que delata su radical y siniestra
inhumanidad, el síntoma que indica que estamos ante una forma
hiperrealista monstruosa de una relación. Esa forma tiende a
ocurrir, frecuente y razonablemente, con un partenaire no
humano: un animal, una mascota, un objeto, un personaje, el cuerpo
del otro, nuestro propio cuerpo. Y sobre todo con humanos no
humanos: un prisionero, un esclavo, la mujer, los hijos. El animal
no es un sujeto, no es un otro con quien se transfieren y se
arriesgan símbolos y lenguaje. No es un otro que se educa y me
educa, no es alguien que me obliga a una relación de responsabilidad
simbólica, a una proyección eternamente defraudada y diferida de uno
sobre el otro. El animal es simplemente aquello que se domestica.
O me ataca y me muerde, o se somete calladamente al vapuleo de la
domesticación. El animal tolera y absorbe cualquier identificación
en bloque sin exigir devolución, sin ofrecer resistencia alguna, sin
obligarme a problematizar el vínculo. Por lo tanto, me condena a una
relación imaginaria absoluta: la más infantil, la más elemental, la
más hiperrealista.
Hemos llegado a un punto de locura social: una fusión
real y una empatía absoluta con lo no humano (para el caso, con lo
animal). Esa fusión puede ser absolutamente tierna (le hablamos al
bichito como a un niño, dialogamos con él sin esperar más respuesta
que su carita: en el fondo sabemos que su corazón puro e
incontaminado nos escucha). Pero esta ternura empática con el socio
no humano esconde algo terrible, pues sin que se modifique nada en
su estructura la relación puede ser también absolutamente cruel y
destructiva (lo anulamos, lo matamos, ejercemos sobre él el sadismo
más glacial, lo metemos en una bolsa y lo molemos a palos). Contra
lo que podría pensarse, la distancia entre estas dos posiciones
hiperrealistas es mínima. Son meras variaciones del mismo tema
doméstico: a ambas las sostiene la misma ausencia de corte, de
lenguaje, de antagonismo y de daño. Ninguna diferencia conceptual
entre una caricia y una piña. Tanto la ternura como la violencia y
la crueldad son como de National Geographic, le pertenecen a
la vida misma, al campo de la etobiología: la atroz coartada del
capitalismo posideológico. Así, todos aquellos que salieron con la
mascotita a protestar y a pedir cárcel para los púberes que habían
matado a la perrita no lo sabían, quizá, pero estaban prolongando el
gesto de los primeros: estaban cerrando el circuito de lo imaginario
puro de la vida sobre lo social simbólico.
animales domésticos
Una pregunta. ¿No tiene todo esto algo que ver con la
llamada violencia doméstica? Es decir, ¿no es la violencia doméstica
algo que debe verse a la luz de la catástrofe de lo público y el
avance masivo de relaciones fusionales sin
lenguaje, relaciones
imaginarias puras, no dañadas? ¿No es siempre la violencia algo del
orden de lo doméstico o de lo imaginario-privado? Es
necesario cambiar la perspectiva y entender, supongo, que el corte
público/privado o público/doméstico no es algo del orden de lo
territorial o de lo empírico, ni es tampoco una cuestión de tamaño o
de magnitud. No es lo privado eso que ocurre dentro de las cuatro
paredes de mi hogar o de mi búnker, y lo público eso que se expone y
se proyecta a todos (en la calle, en la plaza, en los medios) y por
tanto debe mostrar ciertas formas de corrección o diplomacia o buen
gusto. Esta concepción, de memoria protestante, es asombrosamente
superficial. Mejor es postular lo doméstico o lo privado
como la relación imaginaria cara a cara con el otro, sin
intermediación del Tercero social, y lo público en cambio,
precisamente, como el espacio de ese Tercero, el lugar del
lenguaje
que permite pensar y cuestionar lo imaginario doméstico para darle
un sentido social. Así, lo público debe, en algún momento,
funcionar como un corte con lo doméstico. Si esto no ocurre, o si
falla, hay una violenta invasión de la lógica de lo doméstico sobre
la vida social. Y cuando esto ocurre a su vez, se disparan y se
multiplican las medidas cautelares, preventivas, punitivas,
policíacas, disciplinantes, represivas, etcétera, es decir, el
Estado interviene en lo real de la vida desnuda y de los
cuerpos como un vallado que en definitiva no hace otra cosa que
alimentar la propia lógica violenta de lo doméstico-privado.
Hoy, sin antagonismos conceptuales, en el continuo
pagano y grotesco de las cosas, muecas, nervios, animales, hombres,
mujeres, genes, tornillos, podemos por fin entregarnos al goce
despiadado e irresponsable de una relación imaginaria absoluta con
lo otro, el otro y los otros. Una relación privada o doméstica, y
también hiperrealista e infantil, de todos con todos, y de todos con
todo. Una relación, decididamente, no humana. El animal es el
partenaire perfecto para una masa (otro nombre para la máquina
global e inmanente de lo doméstico o privado) que no quiere al otro.
Una masa radicalmente indiferente por el otro humano, por el
otro social y por lo social mismo. Y lo no humano (el perrito,
pongamos) es la forma ideal abstracta de la minoría victimizada:
indefensión, incapacidad de respuesta, imposibilidad de plantearnos
el problema social del sujeto. Sencillamente podemos entregarnos a
la delicia de una solidaridad absoluta, infantilizada y asocial.
Podemos entregarnos al juego pasivo de un vínculo incondicional sin
compromiso, sin novedad y sin consecuencias. Y creemos, finalmente,
que esta forma absurda y brutal del afecto se llama amor, porque es
una mueca del amor. Así es la cultura Disney. Perritos de saco y
corbata y niños reos encerrados en contenedores.
* Publicado
originalmente en Tiempo de Crítica. Año I, N° 14, publicación semanal
de la revista Caras y Caretas.
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