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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 



OBRA - AUTOR - CONSERVADOR /RESUCITADOR -


Demos lo que sobre a los perros

Carlos Atanes
El autor transmuta la idea en materia disponible a los demás. Aquí finaliza el acto creativo en sentido estricto. Pero luego, el objeto (lienzo, película, partitura...), que ha conservado su potencialidad de excedente mental comunicable, y que no es por lo tanto simplemente «objeto» inerte, emprende un viaje de inextricable itinerario

El fotógrafo catalán Joan Fontcuberta se pregunta, en la conversación que mantiene con Cristina Zelich(1), cómo la posteridad recibe (o debería recibir) el archivo de un fotógrafo desaparecido: «¿Qué sucede con la consideración de obra de todo este material? ¿Hasta qué punto en un fotógrafo todo eso es obra? ¿Es obra potencial? ¿Son bocetos que le han permitido llegar a otra cosa?...», y cita el caso controvertido de la exposición póstuma que hizo el MoMA de una selección de negativos inéditos de Winogrand.

La cuestión se derrama allende la parroquia del hacimiento fotográfico. Veamos algunos ejemplos: las exposiciones de bocetos de Picasso; la edición de un disco con obras en proceso, nunca rematadas, de Sibelius; el proseguimiento de las obras de la Sagrada Família de Antoni Gaudí... Woody Allen rodó dos veces September, con un diferente plantel de actores, y Stanley Kubrick vino a hacer más o menos lo mismo con Eyes wide shut. De ambas películas sólo conocemos una versión: la que Allen o Kubrick, respectivamente, decidieron que podíamos ver. Algún día, cuando Woody Allen comparta cielo con Kubrick, quizás la floreciente industria del DVD nos sorprenda con las otras versiones nunca vistas. Es un paso más en la línea de productos tipo el montaje del director, aunque esta vez sin pedirle permiso al director.

La razón más habitualmente esgrimida para justificar la exhumación de material inédito, desechado, a medio hacer de autores reconocidos (de los fracasados, por lo general, nadie se ocupa) acostumbra a ser el interés que suscita conocer el proceso que el artista seguía en la consecución de su obra. Sin cuestionar la validez del supuesto (yo mismo puedo ser el primer interesado en ver algún día un Eyes wide shut con Harvey Keitel haciendo el papel de Sydney Pollack, y en descubrir las razones que llevaron a Kubrick a rehacer el filme), es difícil sustraerse a la hormigueante sensación de que estamos presenciando el resultado de un chupativo saqueo de tumbas, y que éste obedece más a razones de índole pecuniaria orientada a satisfacer el fetichismo del espectador que a despejar las dudas del sincero admirador acerca del íntimo quehacer de su admirado. A fin de cuentas, y francamente, ¿qué beneficio real voy a extraer de ver a Keytel haciendo de Pollack en una película que, por otro lado, tampoco se halla entre mis diez favoritas?... Sus razones tendría Kubrick, y Woody Allen, para rodar dos veces. Descorrer la lápida y meter las narices en la cocina creativa de estos u otros factótums sólo sirve para regocijarse en la constatación de que los maestros también dudan y se equivocan, cosa que por otro lado tampoco es ningún descubrimiento. Ahora me ronda por la molondra (pensando en Blade runner, Apocalipse now o El exorcista, por ejemplo) que Scott, Coppola y Friedkin acaso decidieran ocuparse personalmente y a tiempo de la versión del director (saneamiento de cuentas corrientes al margen), no fuera que luego lo hicieran otros por ellos cuando ya estuvieran criando malvas.

Antes cité a propósito la continuación de la Sagrada Família, aunque no pertenezca estrictamente al conjunto formado por los cuartos trasteros de Sibelius, Picasso y Winogrand. Esto es así porque la construcción comenzó antes del deceso de Gaudí, y acabará mucho después de él. La Sagrada Família no es el diseño preliminar de otro edificio, es una obra cuyo tiempo de construcción excede al de una vida humana, incluído el de su artífice. Nos encontramos con un caso similar al del Réquiem de Mozart: alguien (algunos acusan a Salieri) cargó con la responsabilidad de remendar un final para la obra inacabada. Sin embargo muchas voces se han alzado a favor de congelar la progresión del templo gaudiniano, defendiendo la conveniencia de dejarlo tal como estaba cuando murió el arquitecto. Esta postura viene acompañada a menudo de una crítica inmisericorde a las aportaciones de los continuadores. Supongo que si estas aportaciones fueran del gusto de todos, la crítica se dividiría en dos bandos: los que, apreciando la continuidad de estilo, supeditasen a ésta anteriores remilgos, y los que de todas formas diesen prioridad a la mística del Intocable Creador.

Fontcuberta tiene razón al observar que el tejemaneje con las fotos de Winogrand es «un proceso típicamente postmodernista en el que la creación no se efectúa por decisiones de un autor, sino por una estratificación de miradas: la mirada del propio fotógrafo, la del conservador (es decir, del crítico que analiza) y luego la mirada del propio público. Por lo tanto la obra final ya no tiene una autoría fácilmente atribuible, ya no es que alguien decide que "esto es mío, lo he hecho yo, lo firmo", sino que es la suma o el fundido de esas tres miradas».(2)

Hagamos pues dos grupos: en uno pondremos a los autores que continúan la
obra dejada sin terminar por otro autor (Salieri, que remienda a Mozart; Subirachs, que remienda a Gaudí...), y que tácitamente cuentan con su aprobación (que viene a ser un: «lo siento, me he muerto, pero está bien que alguien acabe lo que he dejado a medias»), y en el otro a los conservadores que desentierran el legado inconcluso de un autor y lo airean. El primero no es un proceso posmoderno; el segundo sí, como bien dice Fontcuberta. ¿Por qué?, muy sencillo: en el primero no se produce una estratificación de miradas, como en un palimpsesto. Es un proceso tradicional y de rancio abolengo (ya se produjo en la construcción de catedrales) y no deja de ser, en esencia, la realización colectiva de una obra. El continuador, por lo general, intuye la aprobación tácita del iniciador e intenta, como buenamente le sea posible, hacer lo que el otro hubiera hecho de haber estado allí. En segundo proceso, aunque no intrínsecamente sospechoso de mala intención, el conservador-resucitador se apropia del material de un autor muerto y lo expone como cree que el autor hubiera juzgado apropiado de haber juzgado apropiado exponerlo. Es decir, expolia póstumamente al autor de su condición más esencial, la de decisor. Participa de ese «hedonismo cínico» tan caro a la posmodernidad del que habla Perry Anderson.(3)

Cuando Duchamp decide que sobre éste y no otro urinario va a garabatear su firma, pone al descubierto el núcleo más esencial del acto de creación artística: decidir qué es obra suya y qué no. Podemos volver a Kubrick por un momento: cuando repite una misma toma ochenta veces con Tom Cruise sin ofrecer indicación alguna, lo que hace es reducir su función de director a su núcleo más esencial, como ya hemos dicho. Está esperando la toma buena. Cuando la vea dirá: es ésta, ya no hace falta repetirla más. Esto es lo mínimo y lo máximo que se le puede pedir al director, y Kubrick no es el único en haber obrado así. Legítimo, y a menudo fructífero, es tanto en cine como en teatro dejar improvisar a los actores y recoger el fruto de esa improvisación cuando a juicio del director el fruto esté maduro. Llevando la cuestión al límite, puede decirse que para ser director no hace falta saber hablar, sólo poder chasquear los dedos en el momento oportuno. De entre todos los oficios artísticos, es en la fotografía donde esta función destaca con más claridad: a menudo el fotógrafo se limita a elegir, de entre muchas, la mejor toma. De ahí que Fontcuberta se pregunte refiriéndose, entre otros, a los negativos inéditos de Winogrand: «¿Hasta qué punto en un fotógrafo todo eso es obra?». Y es que ni el fotógrafo, ni el pintor, ni el músico ni el poeta se hacen responsables ante el mundo de lo que deciden no mostrar. La obra es obra cuando se muestra, y eso lo decide el autor, y esa facultad decisoria le define.

Ahora bien, ¿justifica este expolio la sepultura de las obras nonatas?... Probablemente no. Por varias razones: primero, si el autor está muerto, difícilmente van a poder afectarnos las rabietas que lo azucen bajo tierra. En segundo lugar: si en tan poca estima tenía ese material oculto, si tanto le chinchaba que alguien lo mostrase algún día, haberlo arrojado a las brasas y santas pascuas. En tercer lugar: ¿qué nos importa la autoría cuando no queda nadie para reivindicarla?... ¿Debemos convocar ahora mismo una sesion de oui-ja para desvelar la autoría de El cantar del mío Cid so pena de, si no damos con ella, retirar todos los ejemplares de las bibliotecas? A lo mejor eran bocetos preliminares de algo mucho mejor que nunca hemos llegado a conocer. A lo mejor a su autor le asqueaba el resultado que ha llegado hasta nosotros, y por eso ni siquiera lo firmó.

Fritz Lang, por ejemplo, renegó de Metrópolis algunos años después de haberla hecho. Pero cuando una obra llega al público, ya no pertece enteramente al autor, nos guste o no. Pertenece también al público. Quemar los negativos de Metrópolis quizás hubiera serenado la conciencia de Fritz Lang, pero hubiera sido una afrenta a los admiradores de su obra. Yo, desde luego, me contaría entre los enojados. El desprecio que Lang sintió hacia su película fue sobrevenido, no a priori, como el que podría haber sentido antes de estrenarla. Pero si así hubiera sido, si Lang hubiera abortado el estreno ¿qué nos impediría ahora estrenarla?... Nada: demos la película a los vivos. Y si no la hubiera acabado siquiera, si fuese un amasijo de negativo sin revelar, ¿qué nos impediría montarla, según nuestro criterio, y estrenarla después?... Nada tampoco. Sólo que entonces, Metrópolis tendría dos autores, como tiene el Réquiem de Mozart aunque pocas veces se diga. A lo mejor el nudo gordiano de la exhumación se deshace así de fácilmente: disolviendo la estratificación posmoderna en una diáfana y desacomplejada consecución colectiva, diciendo: aquí hay dos autores.

Francis Bacon diseminó durante su juventud una buena cantidad de lienzos pintados por los pisos donde había vivido. Algunos simplemente los abandonaba y otros los regalaba a amigos artistas para que reutilizasen la tela en sus propias obras. A medida que fue ganando fama (y cotización), Bacon descubrió con asombro cómo este volumen de obra «sumergido» salía a flote en las galerías(4). Dedicó años a intentar destruírlas, y a forzar a sus dueños a no reconocerlas como «pinturas de Bacon». Aunque generalmente se consideraba esta producción tan aceptable e interesante como la «oficial», el autor se negaba a reconocerla como digna de él. Si aceptamos la metáfora de los saqueadores de tumbas, podríamos aplicar al caso Bacon la de los traficantes de órganos de especímenes vivos.

La autoría tiene una doble faceta: una puramente fáctica y otra emocional. Surge como acto: es la realización del excedente mental propio de un individuo. El autor transmuta la idea en materia disponible a los demás. Aquí finaliza el acto creativo en sentido estricto. Pero luego, el objeto (lienzo, película, partitura...), que ha conservado su potencialidad de excedente mental comunicable, y que no es por lo tanto simplemente «objeto» inerte, emprende un viaje de inextricable itinerario. A partir de este punto entra en juego la «autoría» del receptor de esa obra, que percibe y reinterpreta íntimamente la idea original. Semejante a una caída en cadena de piezas de dominó, el excedente mental transmutado percute en otros productores potenciales de excedentes mentales, transmutándose sucesivamente en obras diversas, deudoras en parte de la influencia primera. En este sentido, habida cuenta de que las ideas no surgen de la nada y de que todos hemos bebido de experiencias y percepciones anteriores, el acto de realización creativa no es un acto puro de autoría, ya que se haya mediatizado por la influencia de actos ajenos previos (¡en cuántas melodías y fábulas ajenas no se inspiraron Bach y Shakespeare, por citar sólo a dos!). Aún así, el autor mantiene, a lo largo de ese sucesivo «itinerario inextricable» de la obra acabada un vínculo emocional, como el que se tiene con un hijo que se ha ido a vivir lejos de casa.

Si tan razonable nos parece la adopción de un niño abandonado, igualmente razonable nos ha de parecer la recuperación de un cuadro de Bacon abandonado. Y si ponemos en cuarentena el pretendido derecho de un padre díscolo a recuperar a su hijo abandonado tras años de desentendimiento, igualmente hemos de hacer con el pretendido derecho de Bacon sobre sus cuadros desechados. Si no lo hacemos, estaremos igualando en la balanza el peso del acto creativo y el del vínculo emocional post-creativo, obviando que si bien el primero pertenece enteramente al autor (con las reservas que hemos mencionado de sus influencias externas, ineludibles), el segundo está definitivamente enmarañado en la red de vínculos colectivos que se han establecido una vez la obra ha llegado al público. Se trata, en fin, de una ampliación exponencial de los límites de la jurisdicción autoral.

Esto no significa que debamos animar al visitante de una exposición a firmar el lienzo de un pintor por el simple hecho de haberlo visto. Sigue habiendo una diferencia, asumible por el sentido común, entre la materialización del excedente mental y la posterior digestión personal de éste. El visitante no «co-hace» la obra, sólo la «co-interpreta», así que no interfiere ni comparte la autoría en su sentido fuerte, primero, materializador. Por supuesto, el autor «fue» quien pintó el cuadro. Pero insistimos: «fue», no «es». La autoría es siempre, respecto a la obra acabada y mostrada, una condición pretérita. En nuestra sociedad, esto otorga ciertos derechos, como por ejemplo la recepción de un porcentaje en los beneficios por la explotación. Pero así como podemos interpretar esto como un pago diferido por el trabajo hecho, e incluso como una retribución surgida del beneficio generado por el excedente mental «en ruta» (proceso durante el que conserva una vitalidad propia), es un error, a mi entender, confundirlo con la patria potestad. Como criatura emancipada en la que se ha convertido la obra una vez divulgada, ya nadie (no sólo el autor, sino nadie) puede legitimar su decisión destructora u ostracista con respecto a esta criatura, en perjuicio del derecho de los demás a nutrirse de su potencial galvanizador.

¿Cómo conciliar entonces la facultad decisoria de un autor, que tanto hemos insistido en resaltar, con el límite a su potestad sobre la obra?... Asentando el siguiente principio: el autor decide qué obra es suya y qué no, qué forma parte de ella y qué no, pero no decide qué es obra y qué no. Esto sólo puede decidirse en la plaza pública. Basta con que haya un individuo interesado (un comprador, un espectador, un oyente) para que esa obra sea obra. No menoscabamos la facultad decisoria de Bacon negándole su derecho a destruir sus cuadros una vez han llegado al público (¡haberlo hecho antes!), reconociendo al mismo tiempo el deber de los ostentadores de esos cuadros a borrar el nombre de Bacon si así éste lo requiere. Si algún día se estrena «la otra» Eyes wide shut, será igualmente sencillo sustituir el título del comienzo de la película por un cartel que rece: Remiendo del material rodado de Eyes wide shut desechado por Kubrick. ¿Algo que objetar?... Que lo vea quien le interese, y quien no, que no lo vea. Al final, todo se resumen en un simple símil: una cosa es repudiar a un hijo, y otra matarlo o condenarlo a vivir encadenado en un calabozo como al Segismundo de La vida es sueño.

Notas:

(1) Joan Fontcuberta habla con Cristina Zelich, Joan Fontcuberta y Cristina Zelich, La Fábrica, Madrid 2001, pp. 59-60.

(2) Op. cit., p. 59.

(3) Los orígenes de la posmodernidad, Perry Anderson, Anagrama, Barcelona 2000, p. 111.

(4) Francis Bacon: anatomía de un enigma, Michael Peppiat, Gedisa, Barcelona 1999, pp. 325-326.

Barcelona, julio de 2003

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