El
fotógrafo catalán
Joan Fontcuberta se pregunta, en la conversación que mantiene
con Cristina Zelich(1), cómo
la posteridad recibe (o
debería recibir) el archivo de un fotógrafo desaparecido:
«¿Qué sucede con la consideración
de obra de todo este
material? ¿Hasta qué punto en un fotógrafo
todo eso es obra? ¿Es obra potencial? ¿Son bocetos
que le han permitido llegar a otra cosa?...», y cita el caso controvertido
de la exposición póstuma que hizo el MoMA de una
selección de negativos inéditos de Winogrand.
La
cuestión se derrama allende la parroquia del hacimiento
fotográfico. Veamos algunos ejemplos: las exposiciones
de bocetos de Picasso; la edición de un disco con obras
en proceso, nunca rematadas, de Sibelius; el proseguimiento de
las obras de la Sagrada Família de Antoni Gaudí...
Woody Allen rodó dos veces September, con un diferente
plantel de actores, y Stanley Kubrick vino a hacer
más o menos lo mismo con Eyes wide shut. De ambas
películas sólo conocemos una versión: la
que Allen o Kubrick, respectivamente, decidieron que podíamos
ver. Algún día, cuando Woody Allen comparta cielo
con Kubrick, quizás la floreciente industria del DVD nos
sorprenda con las otras versiones nunca vistas. Es un paso más
en la línea de productos tipo el montaje del director,
aunque esta vez sin pedirle permiso al director.
La
razón más habitualmente esgrimida para justificar
la exhumación de material inédito, desechado, a
medio hacer de autores reconocidos (de los fracasados, por lo general, nadie
se ocupa)
acostumbra a ser el interés que suscita conocer el proceso
que el artista seguía
en la consecución de su obra. Sin cuestionar la validez
del supuesto (yo
mismo puedo ser el primer interesado en ver algún día
un Eyes wide shut con Harvey Keitel haciendo el papel
de Sydney Pollack, y en descubrir las razones que llevaron a
Kubrick a rehacer el filme), es difícil sustraerse a la hormigueante
sensación de que estamos presenciando el resultado de
un chupativo saqueo de tumbas, y que éste obedece más
a razones de índole pecuniaria orientada a satisfacer
el fetichismo del espectador
que a despejar las dudas del sincero admirador acerca del íntimo
quehacer de su admirado. A fin de cuentas, y francamente, ¿qué
beneficio real voy a extraer de ver a Keytel haciendo de Pollack
en una película que, por otro lado, tampoco se halla entre
mis diez favoritas?... Sus razones tendría Kubrick, y
Woody Allen, para rodar dos veces. Descorrer la lápida
y meter las narices en la cocina creativa de estos u otros factótums
sólo sirve para regocijarse en la constatación
de que los maestros también dudan y se equivocan, cosa
que por otro lado tampoco es ningún descubrimiento. Ahora
me ronda por la molondra (pensando
en Blade runner, Apocalipse now o El exorcista,
por ejemplo)
que Scott, Coppola y Friedkin acaso decidieran ocuparse personalmente
y a tiempo de la versión del director (saneamiento de cuentas corrientes al
margen),
no fuera que luego lo hicieran otros por ellos cuando ya estuvieran
criando malvas.
Antes
cité a propósito la continuación de la Sagrada
Família, aunque no pertenezca estrictamente al conjunto
formado por los cuartos trasteros de Sibelius, Picasso y Winogrand.
Esto es así porque la construcción comenzó
antes del deceso de Gaudí, y acabará mucho después
de él. La Sagrada Família no es el diseño
preliminar de otro edificio, es una obra cuyo tiempo de construcción
excede al de una vida humana, incluído el de su artífice.
Nos encontramos con un caso similar al del Réquiem
de Mozart: alguien (algunos
acusan a Salieri)
cargó con la responsabilidad de remendar un final para
la obra inacabada. Sin embargo muchas voces se han alzado a favor
de congelar la progresión del templo gaudiniano, defendiendo
la conveniencia de dejarlo tal como estaba cuando murió
el arquitecto. Esta postura
viene acompañada a menudo de una crítica inmisericorde
a las aportaciones de los continuadores. Supongo que si estas
aportaciones fueran del gusto de todos, la crítica se dividiría
en dos bandos: los que, apreciando la continuidad de estilo, supeditasen
a ésta anteriores remilgos, y los que de todas formas
diesen prioridad a la mística del Intocable Creador.
Fontcuberta
tiene razón al observar que el tejemaneje con las fotos de Winogrand
es «un proceso típicamente postmodernista en
el que la creación no se efectúa
por decisiones de un autor, sino por una estratificación
de miradas: la mirada
del propio fotógrafo, la del conservador (es decir, del
crítico que analiza) y luego la mirada del propio público.
Por lo tanto la obra final ya no tiene una autoría fácilmente
atribuible, ya no es que alguien decide que "esto es mío,
lo he hecho yo, lo firmo", sino que es la suma o el fundido
de esas tres miradas».(2)
Hagamos pues dos grupos: en uno pondremos a los autores que continúan
la obra dejada sin
terminar por otro autor (Salieri,
que remienda a Mozart; Subirachs, que remienda a Gaudí...), y que tácitamente
cuentan con su aprobación (que viene a ser un: «lo siento,
me he muerto, pero está bien que alguien acabe lo que
he dejado a medias»), y en el otro a los conservadores que
desentierran el legado inconcluso de un autor y lo airean. El
primero no es un proceso posmoderno; el segundo sí, como
bien dice Fontcuberta. ¿Por qué?, muy sencillo:
en el primero no se produce una estratificación de miradas,
como en un palimpsesto. Es un proceso tradicional y de rancio
abolengo (ya
se produjo en la construcción de catedrales) y no deja
de ser, en esencia, la realización colectiva de una obra. El continuador,
por lo general, intuye la aprobación tácita del
iniciador e intenta, como buenamente le sea posible, hacer lo
que el otro hubiera hecho de haber estado allí. En segundo
proceso, aunque no intrínsecamente sospechoso de mala
intención, el conservador-resucitador se apropia del material
de un autor muerto y lo expone como cree que el autor hubiera
juzgado apropiado de haber juzgado apropiado exponerlo. Es decir,
expolia póstumamente al autor de su condición más
esencial, la de decisor. Participa de ese «hedonismo cínico»
tan caro a la posmodernidad del que habla Perry Anderson.(3)
Cuando
Duchamp decide que sobre éste y no otro urinario va a
garabatear su firma, pone al descubierto el núcleo más
esencial del acto de creación artística: decidir
qué es obra suya y qué no. Podemos volver a Kubrick
por un momento: cuando repite una misma toma ochenta veces con
Tom Cruise sin ofrecer indicación alguna, lo que hace
es reducir su función de director a su núcleo más
esencial, como ya hemos dicho. Está esperando la toma
buena. Cuando la vea dirá: es ésta, ya no hace
falta repetirla más. Esto es lo mínimo y lo máximo
que se le puede pedir al director, y Kubrick no es el único
en haber obrado así. Legítimo, y a menudo fructífero,
es tanto en cine como en teatro dejar improvisar
a los actores y recoger el fruto de esa improvisación
cuando a juicio del director el fruto esté maduro. Llevando
la cuestión al límite, puede decirse que para ser
director no hace falta saber hablar, sólo poder chasquear
los dedos en el momento oportuno. De entre todos los oficios
artísticos, es en la fotografía donde esta
función destaca con más claridad: a menudo el fotógrafo
se limita a elegir, de entre muchas, la mejor toma. De ahí
que Fontcuberta se pregunte refiriéndose, entre otros,
a los negativos inéditos de Winogrand: «¿Hasta
qué punto en un fotógrafo todo eso es obra?».
Y es que ni el fotógrafo, ni el pintor, ni el músico
ni el poeta se hacen responsables
ante el mundo de lo que deciden no mostrar. La obra es obra cuando
se muestra, y eso lo decide el autor, y esa facultad decisoria
le define.
Ahora
bien, ¿justifica este expolio la sepultura de las obras
nonatas?... Probablemente no. Por varias razones: primero, si
el autor está muerto, difícilmente van a poder
afectarnos las rabietas que lo azucen bajo tierra. En segundo
lugar: si en tan poca estima tenía ese material oculto,
si tanto le chinchaba que alguien lo mostrase algún día,
haberlo arrojado a las brasas y santas pascuas. En tercer lugar:
¿qué nos importa la autoría cuando no queda
nadie para reivindicarla?... ¿Debemos convocar ahora mismo
una sesion de oui-ja para desvelar la autoría de
El cantar del mío Cid so pena de, si no damos con
ella, retirar todos los ejemplares de las bibliotecas? A lo mejor
eran bocetos preliminares de algo mucho mejor que nunca hemos
llegado a conocer. A lo mejor a su autor le asqueaba el resultado
que ha llegado hasta nosotros, y por eso ni siquiera lo firmó.
Fritz
Lang,
por ejemplo, renegó de Metrópolis algunos
años después de haberla hecho. Pero cuando una
obra llega al público, ya no pertece enteramente al autor,
nos guste o no. Pertenece también al público. Quemar
los negativos de Metrópolis quizás hubiera
serenado la conciencia de Fritz Lang, pero hubiera sido una afrenta
a los admiradores de su obra. Yo, desde luego, me contaría
entre los enojados. El desprecio que Lang sintió hacia
su película fue sobrevenido, no a priori, como el que
podría haber sentido antes de estrenarla. Pero si así
hubiera sido, si Lang hubiera abortado el estreno ¿qué
nos impediría ahora estrenarla?... Nada: demos la película
a los vivos. Y si no la hubiera acabado siquiera, si fuese un
amasijo de negativo sin revelar, ¿qué nos impediría
montarla, según nuestro criterio, y estrenarla después?...
Nada tampoco. Sólo que entonces, Metrópolis
tendría dos autores, como tiene el Réquiem
de Mozart aunque pocas veces se diga. A lo mejor el nudo gordiano
de la exhumación se deshace así de fácilmente:
disolviendo la estratificación posmoderna en una diáfana
y desacomplejada consecución colectiva, diciendo: aquí
hay dos autores.
Francis
Bacon diseminó durante su juventud una buena cantidad
de lienzos pintados por los pisos donde había vivido.
Algunos simplemente los abandonaba y otros los regalaba a amigos
artistas para que reutilizasen
la tela en sus propias obras. A medida que fue ganando fama (y cotización), Bacon descubrió
con asombro cómo este volumen de obra «sumergido»
salía a flote en las galerías(4). Dedicó años
a intentar destruírlas, y a forzar a sus dueños
a no reconocerlas como «pinturas de Bacon». Aunque
generalmente se consideraba esta producción tan aceptable
e interesante como la «oficial», el autor se negaba
a reconocerla como digna de él. Si aceptamos la metáfora de los saqueadores
de tumbas, podríamos aplicar al caso Bacon la de los traficantes
de órganos de especímenes vivos.
La
autoría tiene una doble faceta: una puramente fáctica
y otra emocional. Surge como acto: es la realización del
excedente mental propio de un individuo. El autor transmuta la
idea en materia
disponible a los demás. Aquí finaliza el acto creativo
en sentido estricto. Pero luego, el objeto (lienzo, película, partitura...), que ha conservado
su potencialidad de excedente mental comunicable, y que no es
por lo tanto simplemente «objeto» inerte, emprende
un viaje de inextricable itinerario. A partir de este punto entra
en juego la «autoría» del receptor de esa
obra, que percibe y reinterpreta íntimamente la idea original.
Semejante a una caída en cadena de piezas de dominó,
el excedente mental transmutado percute en otros productores
potenciales de excedentes mentales, transmutándose sucesivamente
en obras diversas, deudoras en parte de la influencia primera.
En este sentido, habida cuenta de que las ideas no surgen de
la nada y de que todos hemos bebido de experiencias y percepciones
anteriores, el acto de realización creativa no es un acto
puro de autoría, ya que se haya mediatizado por la influencia de actos
ajenos previos (¡en
cuántas melodías y fábulas ajenas no se
inspiraron Bach y Shakespeare, por citar sólo
a dos!).
Aún así, el autor mantiene, a lo largo de ese sucesivo
«itinerario inextricable» de la obra acabada un vínculo
emocional, como el que se tiene con un hijo que se ha ido a vivir
lejos de casa.
Si
tan razonable nos parece la adopción de un niño abandonado,
igualmente razonable nos ha de parecer la recuperación
de un cuadro de Bacon abandonado. Y si ponemos en cuarentena
el pretendido derecho de un padre díscolo a recuperar
a su hijo abandonado tras años de desentendimiento, igualmente
hemos de hacer con el pretendido derecho de Bacon sobre sus cuadros
desechados. Si no lo hacemos, estaremos igualando en la balanza
el peso del acto creativo y el del vínculo emocional post-creativo,
obviando que si bien el primero pertenece enteramente al autor
(con las
reservas que hemos mencionado de sus influencias externas, ineludibles), el segundo
está definitivamente enmarañado en la red de vínculos
colectivos que se han establecido una vez la obra ha llegado
al público. Se trata, en fin, de una ampliación
exponencial de los límites de la jurisdicción autoral.
Esto
no significa que debamos animar al visitante de una exposición
a firmar el lienzo de un pintor por el simple hecho de haberlo
visto. Sigue habiendo una diferencia, asumible por el sentido
común, entre la materialización del excedente mental
y la posterior digestión personal de éste. El visitante
no «co-hace» la obra, sólo la «co-interpreta»,
así que no interfiere ni comparte la autoría en
su sentido fuerte, primero, materializador. Por supuesto, el
autor «fue» quien pintó el cuadro. Pero insistimos:
«fue», no «es». La autoría es
siempre, respecto a la obra acabada y mostrada, una condición
pretérita. En nuestra sociedad, esto otorga ciertos derechos,
como por ejemplo la recepción de un porcentaje en los
beneficios por la explotación. Pero así como podemos
interpretar esto como un pago diferido por el trabajo hecho,
e incluso como una retribución surgida del beneficio generado
por el excedente mental «en ruta» (proceso durante el que conserva una
vitalidad propia),
es un error, a mi entender,
confundirlo con la patria potestad. Como criatura emancipada
en la que se ha convertido la obra una vez divulgada, ya nadie
(no sólo
el autor, sino nadie) puede legitimar
su decisión destructora u ostracista con respecto a esta
criatura, en perjuicio del derecho de los demás a nutrirse
de su potencial galvanizador.
¿Cómo
conciliar entonces la facultad decisoria de un autor, que tanto
hemos insistido en resaltar, con el límite a su potestad
sobre la obra?... Asentando el siguiente principio: el autor
decide qué obra es suya y qué no, qué forma
parte de ella y qué no, pero no decide qué es obra
y qué no. Esto sólo puede decidirse en la plaza
pública. Basta con que haya un individuo interesado (un comprador, un espectador,
un oyente)
para que esa obra sea obra. No menoscabamos la facultad decisoria
de Bacon negándole su derecho a destruir sus cuadros una
vez han llegado al público (¡haberlo hecho antes!), reconociendo
al mismo tiempo el deber de los ostentadores de esos cuadros
a borrar el nombre de Bacon si así éste lo requiere.
Si algún día se estrena «la otra» Eyes
wide shut, será igualmente sencillo sustituir el título
del comienzo de la película por un cartel que rece: Remiendo
del material rodado de Eyes wide shut desechado por Kubrick.
¿Algo que objetar?... Que lo vea quien le interese, y
quien no, que no lo vea. Al final, todo se resumen en un simple
símil: una cosa es repudiar a un hijo, y otra matarlo
o condenarlo a vivir encadenado en un calabozo como al Segismundo
de La vida es sueño.
Notas:
(1) Joan Fontcuberta
habla con Cristina Zelich, Joan Fontcuberta y Cristina Zelich,
La Fábrica, Madrid 2001, pp. 59-60.
(2) Op. cit., p. 59.
(3) Los orígenes de la posmodernidad, Perry Anderson,
Anagrama, Barcelona 2000, p. 111.
(4) Francis Bacon: anatomía de un enigma, Michael Peppiat,
Gedisa, Barcelona 1999, pp. 325-326.
Barcelona,
julio de 2003
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