Enviado a entrevistar respecto a Carlos Gardel a
un cincuentón al que tilda de mitológico, cierto periodista bisoño
incurre en repetidos papelones, que confiesa con pulcritud. El
periodista, Alfredo Zitarrosa, había inquirido, entre tanta cosa,
qué habría pensado Gardel de haber leído El pozo; el entrevistado,
que hace rato evade respuestas y canturrea, esta vez dice ignorar si
Gardel supiera leer y se pone a cantar, con cierta dificultad para
capturar el tono, “cómo se pianta la vida etc.”. Zitarrosa, porque
ve cerca de la mesa dos estuches de violín, le pregunta si toca;
Onetti, el entrevistado, miente que sí,
según especifica el cronista, y que lo que más gusta tocar es Amurado. Por último, el
periodista confiesa no haberse dado cuenta de que, en las hojas de
la entrevista, el otro,
Onetti, le había escrito,
“bien claro, con
tinta azul: Oh tú, joven tarado, ¿qué piensas de Gardel?”.
El joven tarado, por entonces, ignora que su destino no sólo es la
música sino convertirse en acaso la más notable voz del
Plata
después de la de Gardel; tal vez tampoco termine de darse cuenta de
que acaba de ser incluido en lo que es preciso llamar la “escena de
Onetti”, la disputa de un varón joven con uno más maduro. El corpus
onettiano baraja pretextos para esta querella: puede ser una mujer,
como en “Bienvenido Bob”, “El perro tendrá su día”, o Para una tumba
sin nombre, donde Jorge Malabia la disputa con la memoria de su
hermano muerto, o también un ring side, como en “Jacob y el
otro”, o incluso una opinión sobre Gardel,
esa especie de estampita
de virgen con gacho protegiendo a los conductores de rodados
pesados.
Se trata, en sentido estricto, de una agonía, que puede amenazarse
crasamente hostil, como la de Bob ante el narrador del cuento, de
quien no sabe si “tiene treinta o cuarenta años, no importa. Pero
usted es un hombre hecho, es decir deshecho, como todos los hombres
a su edad cuando no son extraordinarios”, y que se resuelve amorosa:
“No sé si nunca en el pasado he dado la bienvenida a Inés (la
hermana de Bob, la mujer disputada) con tanta alegría y amor como
diariamente le doy la bienvenida a Bob al tenebroso y maloliente
mundo de los adultos”. Del afecto al arrobo y al sobreactuado hay un
paso que no arredra a Onetti: “Nadie amó a mujer alguna con la
fuerza con que yo amo su ruindad, su definitiva manera de estar
hundido en la sucia vida de los hombres. Nadie se arrobó de amor
como yo lo hago ante sus fugaces sobresaltos, los proyectos sin
convicción que un destruido y lejano Bob le dicta algunas veces y
que sólo sirven para que mida con exactitud hasta donde está
emporcado para siempre”.
Pero a Bob, joven tarado en vías de redención, es decir, de ruindad,
apenas le es dado reconocer la cara amantísima del odio. Cuando se
publica “Bienvenido Bob”, Onetti anda recién por los treinta y
cinco, pero ya puede asumirse en el dictamen del que no se quiso
cuñado. Bob ya es por entonces ese “Roberto” al que, con engaños de
sirena, el narrador, de a ratos, narcotiza, dejándolo “en paz en
medio de sus treinta años, moviéndose sin disgusto ni tropiezo entre
los cadáveres pavorosos de las antiguas ambiciones, las formas
repulsivas de los sueños que se fueron gastando bajo la presión
distraída y constante de tantos miles de pies inevitables”.
El Jorge Malabia de Para una tumba sin nombre se resiste a aceptar
las convenciones del mundo adulto hasta que termina de velado macró,
negando el mundo que lo espera; del mismo modo, en un comienzo, Bob,
aspirante a arquitecto de una ciudad infinita en la costa, se
encuentra expuesto al sirenaico canto de bienvenida que entona ese
yo plural que
Onetti ha extraído de Faulkner, su hermano mayor, esa
bestia vigilante ante la cual, más tarde, habrán de “insinuarse” los
forasteros que, como Larsen, se llegan a deambular por las calles y
rincones de Santa María rumbo al fracaso o, un
yo plural y pueblero
que hace de ellos espectáculo, en primera instancia, y enseguida
ruina.
En su “decálogo más uno”, dice Onetti lo siguiente: “No sacrifiquen
la sinceridad literaria a nada. Ni a la política ni al triunfo.
Escriban siempre para ese otro, silencioso e implacable, que
llevamos dentro y no es posible engañar”. El tarado suele negar esa
sirena que lleva adentro, que lo revela epígono (hermano
menor, hasta este decálogo es una confesión de minoridad, compensada
por un plus, respecto a Horacio Quiroga) de un
colectivo, de un país que le anticipa el destino.
Onetti, hermano
mayor de la generación del ‘45 en Uruguay, nació en el medio de dos,
el mayor, Raúl, que probablemente lo haya ido invistiendo con la
ropa que le quedaba chica, y la benjamina, Raquel (nombre de
la mujer de Jacob, usurpador de progenitura en el Antiguo
Testamento). El hermano el menor, el tardío, suele
revelarse contra las leyes de la heredad. Malabia llega tras su
hermano a la mujer; Bob reniega de ese mayor que él, el narrador,
como hermano político; no quiere ser cuñado de ese yo vigilante y
múltiple que ya conoce el camino y te bienviene una vez has
liquidado la anomalía de los rasgos propios, de la diferencia, de
los sueños, que el novio de Inés le anuncia en el suspenso del piano
de la casa de Bob e Inés, en ese tecleo repetido, de “una tecla
grave (...) ya obligado a repetir el sonido cada tres segundos,
mirándolo”.
En la tecla insistente que ejecuta el narrador hay una melodía
anunciada que no se digna ejecutar, salvo consumada en su máquina de
escribir, y que Bob no está dispuesto a escuchar. “Yo no tenía por
él más que odio y un vergonzante respeto, y seguí hundiendo la
tecla, clavándola con una cobarde ferocidad en el silencio de la
casa, hasta que repentinamente quedé situado afuera, observando la
escena como si estuviera en lo alto de la escalera o en la puerta,
viéndolo y sintiéndolo a él, Bob, silencioso y ausente junto al hilo
de humo de su cigarrillo que subía temblando; sintiéndome a mí, alto
y rígido, un poco patético, un poco ridículo en la penumbra,
golpeando cada tres exactos segundos la tecla grave con mi índice.
Pensé entonces que no estaba haciendo sonar el piano por una
incomprensible bravata, sino que lo estaba llamando; que la profunda
nota que tenazmente hacía renacer mi dedo en el borde de cada última
vibración era, al fin encontrada, la única palabra pordiosera con
que podría pedir tolerancia y comprensión a su juventud implacable”.
De alguna forma, Onetti no le ha mentido a Zitarrosa: el
yo íntimo,
que te llama, es una sirena que ejecuta la melodía del esperpento.
Primero, una nota repetida, monosílaba, do-do-do, o Bob, Bob, Bob,
Bob, hasta que Bob va perdiendo sentido. Valle Inclán afirmaba que
su teatro, inspirado en los espejos cóncavos del Callejón del gato,
en Madrid, era una deformación de la sociedad. El esperpento, según
dijera Ramiro de Maeztu, presenta “el aspecto negativo del mundo, el
baile visto por un sordo, la religión examinada por un escéptico”.
El esperpento, en Onetti, es un canto para sordos, se dijera, que
traspasa el espejo hacia lo que haya de decirnos, no ahora, sino
dentro de un tiempo. Un canto prepóstero: cuando empieza como
secretario de redacción de Marcha, ya escenifica la escritura a
través de máscaras, en ese entonces, a través de un belicoso
seudónimo, Periquito el Aguador, que reclama en favor de los
escritores jóvenes, como es dable aguardar en un varón de 30 años.
Sin embargo, en el mismo año, Eladio Linacero, el narrador de El
pozo, es ya un hombre a un día de cumplir los cuarenta. Del mismo
modo, Díaz Grey, protagonista de las primeras aventuras en Santa
María, ha “nacido a los cincuenta años”, pero se publica cuando
Onetti anda recién despuntando los cuarenta.
– ¿El señor Juan Carlos Onetti?, inquiere el periodista bisoño.
– Onetti, responde la leyenda.
El esperpento, que es el dueño de la melodía que habrá de incluir la
nota baja, implacable y dotarla de sentido se da en el apellido (ma-la-bia,
lar-sen, brau-sen, me-di-na: se necesitan más teclas para
arpegiarlos). Salvo ese coincidente con Periquito el Aguador, Eladio Linacero, o un
adolescente como Jorge Malabia, los adultos varones
de Onetti no condescienden al nombre de pila, que en Santa María
corresponde con la previatura de expectativas que se pudo haber
tenido en otras tierras, las que hayan tenido por ejemplo Larsen en
Buenos Aires o Bob en el país de sus veinte años. En el mundo que, a
diferencia del de Bob, en lo real, edificó Onetti en su máquina de
escribir es decir, en Santa María, o su filial, Lavanda, la
nomenclatura es de estrictos apellidos, signaturas con las que los
varones, como Larsen, se insinúan hacia esa bestia vigilante de
varones desechos.
Es a ese mundo deformante, o mejor, a ese teatro deformante, donde
las figuras son lanzadas con años de más, con tiempo suficiente para
que se pueda realizar, como ya la voz narrativa lo va haciendo por
Bob, la verificación que desbarata las hipótesis o ilusiones. Se
trata de una cámara de vacío para comprobar qué es o deja de ser
verídico. Maurice Blanchot afirmaba en La mirada de Orfeo que los
partidos políticos hacían bien en desconfiar de los
escritores,
porque el escritor sabe que, debajo de lo que escribe, nada hay.
Basta cambiar la primera persona por la tercera para que haya
ficción, pero bajo ella, no hay sostén ni materia, sino vacío, esa
“sinceridad” última por la que discurren las figuras de Onetti,
desprovistas de pasado, nacidas para evidenciar, en su prueba n+1,
el esplendor del fracaso.
No se trata de un experimento vano: Onetti y su siglo debieron
sobrevivir utopías que progresivamente se fueron descubriendo
terribles, si bien incluso Zitarrosa, comunista enconado e
irredento, percibía lo mismo que se habrá de percibir cuando se leen
los artículos de prensa que el escritor, semanalmente, entregaba a
El país de Madrid: que ese hosco legendario, quien en “un sueño
realizado” escribe de alguien que muere en su propia escena, es un
individuo jovial, acaso demasiado cargado, como sus Bobs y Malabias,
de ilusiones, para las cuales Santa María, para llamar de algún modo
al universo onettiano, es un antídoto, una dimensión que no se
permite sino calibrar el peso y posición con que las gentes y las
cosas habrán de abandonarse al emporcamiento de la entropía. La
escritura es la prueba de la verdad, que no se rinde al espejismo.
De ahí que el apellido esté para deshacer y desmentir las quimeras
del nombre de pila. El joven se ilusiona; el apellido escribe. Se
necesita el dos para confirmar el destino: el uno puede ser el azar,
el accidente; el dos verifica la ley.
Y qué canta, por último, la sirena, eso íntimo que suele ser el
motor de la obra, su llamada a verificación. En su embelesado rencor
la voz narrativa de “Bienvenido, Bob” explica que “Como ese puñado
de tierra natal, o esas fotografías de calles y monumentos, o las
canciones que gustan traer consigo los inmigrantes, voy construyendo
para él planes, creencias y mañanas distintos que tienen luz y el
sabor del país de juventud de donde él llegó hace un tiempo.” Así
suele darse en Onetti que un canto preludie la acción: alguien canta
“The dog must have his day” (perversión de una cita de Hamlet)
y Onetti insistirá en llamar así a la novela que terminaría
finalmente publicada como Para esta noche; no conforme, llegará a
escribir un cuento con ese título, tres décadas más tarde. Alguien
canta “La vie este brève” y así habrá de llamarse la novela
fundacional de Santa María.
“Bueno, puede ser que usted improvise”, dice Bob, irónico, luego de
escuchar hasta el fastidio la nota grave pero histérica que se agota
en la amenaza de melodía, porque ya es tarde para que la voz
narrativa, ese hermano mayor, pueda hacerle escuchar ninguna cosa.
Cuando meses más tarde, en un café, Bob avisa al narrador que se
despida de su propósito de casarse con Inés, éste arranca hacia el
aparato de música: “marqué cualquier cosa y puse una moneda. Volví
despacio al asiento y escuché. La música era poco fuerte; alguien
cantaba dulcemente en el interior de grandes pausas”, mientras Bob
se explica también indigno de besar un vestido de Inés y cosas por
el estilo, hasta que descubren, después de un silencio, que la
música había terminado y el aparato “apagó las luces aumentando el
silencio”, por lo que Bob se restringe a un “nada más” y se marcha
“con el andar de siempre, seguro, ni rápido ni lento”.
Pero siempre habrá de ser tarde. Un par de décadas después, a ese
otro joven y tarado por definición que lo entrevista desde el
semanario que él mismo ayudó a fundar, Onetti le habrá de explicitar
la melodía, ese canto de sirenas que han gustado traer los
inmigrantes, surtido de nostalgia, ya no por un pasado que nunca fue
heroico, como protestaba Borges, sino por un futuro de desengaño,
que el hermano mayor ha explorado antes. Bob no se resigna a
escuchar a Gardel avisando “cómo se pianta la vida,/ cómo rezongan
los años/ cuando fieros desengaños/ nos van abriendo una herida!/ Es
triste la primavera/ si se vive desteñida.../¡Cómo se pianta la
vida/ del muchacho calavera!”.
Los jóvenes, para decirlo de otro
modo, en su dorada
estupidez se empecinan en desoír a Gardel, que es
la signatura intachable, el apellido que nos aguarda. Gardel no
necesita saber leer, porque Gardel, que como le espeta Onetti al
periodista, incluso cuando habla está cantando, prescribe: Zitarrosa
se volcará hacia la milonga criolla, que traga sus melancolías en un
empaque desafiante y el propio Onetti insistía en que su apellido,
que dice tan a secas, es en rigor corrupción de O'Netty, que lo
habría sajado del celta o del sajón, y no tan itálico, en los mismos
tiempos en que Borges, según contaba Emir Rodríguez Monegal, al
conocerlo se preguntaba por su insistencia en hablar “como un
compadrito italiano”.
Esto es como decir que habla como el rufián melancólico de Roberto
Arlt porque, por cierto, aunque Bob ande lento y seguro, en Onetti,
que se vive en la huella de Faulkner y de Arlt, la tardanza, además
de endémica, es casi infinita ya que en ella siempre se podrá
insistir, para ratificar la lógica del dos, en la verificación de la
tardanza. De ahí que lo
femenino sea demonio, porque las mujeres,
como le sucede al posible Baldi, dan la recurrente coartada de
reinventarse, de escapar del destino fijado por la avanzada de los
machos, una reinvención que el varón debe corresponder con billetes,
con introducirlas, Yira yira, a la prostitución, desde donde, como
Queca en La vida breve, permiten la reinvención de ese universo
blindado, no expuesto al error del ensueño, que Onetti amonedó como
Santa María. Son esa tentación que, en un principio, niega la
fatalidad, es decir la vendetta de los días, para convertirse acto
seguido en el testigo indeseable, el cabo suelto de la recurrente
comprobación que llega a oficiar como verdugo, como la segunda
esposa aniquilando al viudo perito en yeguas de “El infierno tan
temido”. Terminan coreando la banda sonora: “Fiera, venganza la
del tiempo, que le hace ver desecho lo que uno amó”.
A ellas, sirenas de perdición, hay que encontrarlas en el doblez más
íntimo de la
re-signación, del abandono del nombre de pila o del diminutivo
promisorio por el apellido que se dice heredad y destino, signo
colectivo y adulto, aunque éste pueda resultar falso, como suele
darse con los apellidos. La pregunta no era qué hubiera pensado
Gardel, joven tarado, porque Gardel –te acordás, hermano– por
negativa o solidaridad prefiguraba cada línea de Onetti, era la
lírica desde la cual, muy temprano, se proyectaba tardío, resignado
al apellido itálico y a la banda sonora que Bob insiste en desoír.
Para cuando haya de advenir el rock and roll, estallido de amor
gratuito y desenfrenado y del andrógino que tanto lo seducía, como
ese Bob idéntico a su hermana o la Frieda boca abajo junto al agua
de Dejemos hablar al viento, Onetti ya se había resignado a su
amantísimo esperpento, la obra que edificara con minucia de
urbanista y que sabría sobrevivir incluso los vientos incendiarios
que él, que amó su ruina como ningún varón amó mujer, le suscitó. Es
que, por tardía, ya era indestructible.
*Ponencia
presentada
en ocasión del Coloquio Internacional La obra narrativa de Juan
Carlos Onetti - 26 y 27 de Noviembre 2009 - Museo Roca - Vicente
López 2220 - Ciudad Autónoma de Buenos Aires. |
|