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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 



ONETTI, JUAN CARLOS - ZITARROSA ALFREDO -  “BIENVENIDO BOB” -


“Oh tú, joven tarado, ¿qué piensas de Gardel?”*

Amir Hamed

(...) quien en “un sueño realizado” escribe de alguien que muere en su propia escena, es un individuo jovial, acaso demasiado cargado, como sus Bobs y Malabias, de ilusiones, para las cuales Santa María, para llamar de algún modo al universo onettiano, es un antídoto, una dimensión que no se permite sino calibrar el peso y posición con que las gentes y las cosas habrán de abandonarse al emporcamiento de la entropía

Enviado a entrevistar respecto a Carlos Gardel a un cincuentón al que tilda de mitológico, cierto periodista bisoño incurre en repetidos papelones, que confiesa con pulcritud. El periodista, Alfredo Zitarrosa, había inquirido, entre tanta cosa, qué habría pensado Gardel de haber leído El pozo; el entrevistado, que hace rato evade respuestas y canturrea, esta vez dice ignorar si Gardel supiera leer y se pone a cantar, con cierta dificultad para capturar el tono, “cómo se pianta la vida etc.”. Zitarrosa, porque ve cerca de la mesa dos estuches de violín, le pregunta si toca; Onetti, el entrevistado, miente que sí, según especifica el cronista, y que lo que más gusta tocar es Amurado. Por último, el periodista confiesa no haberse dado cuenta de que, en las hojas de la entrevista, el otro, Onetti, le había escrito, “bien claro, con tinta azul: Oh tú, joven tarado, ¿qué piensas de Gardel?”.

El joven tarado, por entonces, ignora que su destino no sólo es la música sino convertirse en acaso la más notable voz del Plata después de la de Gardel; tal vez tampoco termine de darse cuenta de que acaba de ser incluido en lo que es preciso llamar la “escena de Onetti”, la disputa de un varón joven con uno más maduro. El corpus onettiano baraja pretextos para esta querella: puede ser una mujer, como en “Bienvenido Bob”, “El perro tendrá su día”, o Para una tumba sin nombre, donde Jorge Malabia la disputa con la memoria de su hermano muerto, o también un ring side, como en “Jacob y el otro”, o incluso una opinión sobre Gardel, esa especie de estampita de virgen con gacho protegiendo a los conductores de rodados pesados.

Se trata, en sentido estricto, de una agonía, que puede amenazarse crasamente hostil, como la de Bob ante el narrador del cuento, de quien no sabe si “tiene treinta o cuarenta años, no importa. Pero usted es un hombre hecho, es decir deshecho, como todos los hombres a su edad cuando no son extraordinarios”, y que se resuelve amorosa: “No sé si nunca en el pasado he dado la bienvenida a Inés
(la hermana de Bob, la mujer disputada) con tanta alegría y amor como diariamente le doy la bienvenida a Bob al tenebroso y maloliente mundo de los adultos”. Del afecto al arrobo y al sobreactuado hay un paso que no arredra a Onetti: “Nadie amó a mujer alguna con la fuerza con que yo amo su ruindad, su definitiva manera de estar hundido en la sucia vida de los hombres. Nadie se arrobó de amor como yo lo hago ante sus fugaces sobresaltos, los proyectos sin convicción que un destruido y lejano Bob le dicta algunas veces y que sólo sirven para que mida con exactitud hasta donde está emporcado para siempre”.

Pero a Bob, joven tarado en vías de redención, es decir, de ruindad, apenas le es dado reconocer la cara amantísima del odio. Cuando se publica “Bienvenido Bob”, Onetti anda recién por los treinta y cinco, pero ya puede asumirse en el dictamen del que no se quiso cuñado. Bob ya es por entonces ese “Roberto” al que, con engaños de sirena, el narrador, de a ratos, narcotiza, dejándolo “en paz en medio de sus treinta años, moviéndose sin disgusto ni tropiezo entre los cadáveres pavorosos de las antiguas ambiciones, las formas repulsivas de los sueños que se fueron gastando bajo la presión distraída y constante de tantos miles de pies inevitables”.

El Jorge Malabia de Para una tumba sin nombre se resiste a aceptar las convenciones del mundo adulto hasta que termina de velado macró, negando el mundo que lo espera; del mismo modo, en un comienzo, Bob, aspirante a arquitecto de una ciudad infinita en la costa, se encuentra expuesto al sirenaico canto de bienvenida que entona ese yo plural que Onetti ha extraído de Faulkner, su hermano mayor, esa bestia vigilante ante la cual, más tarde, habrán de “insinuarse” los forasteros que, como Larsen, se llegan a deambular por las calles y rincones de Santa María rumbo al fracaso o, un yo plural y pueblero que hace de ellos espectáculo, en primera instancia, y enseguida ruina.

En su “decálogo más uno”, dice Onetti lo siguiente: “No sacrifiquen la sinceridad literaria a nada. Ni a la política ni al triunfo. Escriban siempre para ese otro, silencioso e implacable, que llevamos dentro y no es posible engañar”. El tarado suele negar esa sirena que lleva adentro, que lo revela epígono
(hermano menor, hasta este decálogo es una confesión de minoridad, compensada por un plus, respecto a Horacio Quiroga) de un colectivo, de un país que le anticipa el destino. Onetti, hermano mayor de la generación del ‘45 en Uruguay, nació en el medio de dos, el mayor, Raúl, que probablemente lo haya ido invistiendo con la ropa que le quedaba chica, y la benjamina, Raquel (nombre de la mujer de Jacob, usurpador de progenitura en el Antiguo Testamento). El hermano el menor, el tardío, suele revelarse contra las leyes de la heredad. Malabia llega tras su hermano a la mujer; Bob reniega de ese mayor que él, el narrador, como hermano político; no quiere ser cuñado de ese yo vigilante y múltiple que ya conoce el camino y te bienviene una vez has liquidado la anomalía de los rasgos propios, de la diferencia, de los sueños, que el novio de Inés le anuncia en el suspenso del piano de la casa de Bob e Inés, en ese tecleo repetido, de “una tecla grave (...) ya obligado a repetir el sonido cada tres segundos, mirándolo”.

En la tecla insistente que ejecuta el narrador hay una melodía anunciada que no se digna ejecutar, salvo consumada en su máquina de escribir, y que Bob no está dispuesto a escuchar. “Yo no tenía por él más que odio y un vergonzante respeto, y seguí hundiendo la tecla, clavándola con una cobarde ferocidad en el silencio de la casa, hasta que repentinamente quedé situado afuera, observando la escena como si estuviera en lo alto de la escalera o en la puerta, viéndolo y sintiéndolo a él, Bob, silencioso y ausente junto al hilo de humo de su cigarrillo que subía temblando; sintiéndome a mí, alto y rígido, un poco patético, un poco ridículo en la penumbra, golpeando cada tres exactos segundos la tecla grave con mi índice. Pensé entonces que no estaba haciendo sonar el piano por una incomprensible bravata, sino que lo estaba llamando; que la profunda nota que tenazmente hacía renacer mi dedo en el borde de cada última vibración era, al fin encontrada, la única palabra pordiosera con que podría pedir tolerancia y comprensión a su juventud implacable”.

De alguna forma, Onetti no le ha mentido a Zitarrosa: el yo íntimo, que te llama, es una sirena que ejecuta la melodía del esperpento. Primero, una nota repetida, monosílaba, do-do-do, o Bob, Bob, Bob, Bob, hasta que Bob va perdiendo sentido.

Valle Inclán afirmaba que su teatro, inspirado en los espejos cóncavos del Callejón del gato, en Madrid, era una deformación de la sociedad. El esperpento, según dijera Ramiro de Maeztu, presenta “el aspecto negativo del mundo, el baile visto por un sordo, la religión examinada por un escéptico”. El esperpento, en Onetti, es un canto para sordos, se dijera, que traspasa el espejo hacia lo que haya de decirnos, no ahora, sino dentro de un tiempo. Un canto prepóstero: cuando empieza como secretario de redacción de Marcha, ya escenifica la escritura a través de máscaras, en ese entonces, a través de un belicoso seudónimo, Periquito el Aguador, que reclama en favor de los escritores jóvenes, como es dable aguardar en un varón de 30 años. Sin embargo, en el mismo año, Eladio Linacero, el narrador de El pozo, es ya un hombre a un día de cumplir los cuarenta. Del mismo modo, Díaz Grey, protagonista de las primeras aventuras en Santa María, ha “nacido a los cincuenta años”, pero se publica cuando Onetti anda recién despuntando los cuarenta.

– ¿El señor Juan Carlos Onetti?, inquiere el periodista bisoño.
– Onetti, responde la leyenda.

El esperpento, que es el dueño de la melodía que habrá de incluir la nota baja, implacable y dotarla de sentido se da en el apellido
(ma-la-bia, lar-sen, brau-sen, me-di-na: se necesitan más teclas para arpegiarlos). Salvo ese coincidente con Periquito el Aguador, Eladio Linacero, o un adolescente como Jorge Malabia, los adultos varones de Onetti no condescienden al nombre de pila, que en Santa María corresponde con la previatura de expectativas que se pudo haber tenido en otras tierras, las que hayan tenido por ejemplo Larsen en Buenos Aires o Bob en el país de sus veinte años. En el mundo que, a diferencia del de Bob, en lo real, edificó Onetti en su máquina de escribir es decir, en Santa María, o su filial, Lavanda, la nomenclatura es de estrictos apellidos, signaturas con las que los varones, como Larsen, se insinúan hacia esa bestia vigilante de varones desechos.

Es a ese mundo deformante, o mejor, a ese teatro deformante, donde las figuras son lanzadas con años de más, con tiempo suficiente para que se pueda realizar, como ya la voz narrativa lo va haciendo por Bob, la verificación que desbarata las hipótesis o ilusiones. Se trata de una cámara de vacío para comprobar qué es o deja de ser verídico. Maurice Blanchot afirmaba en La mirada de Orfeo que los partidos políticos hacían bien en desconfiar de los escritores, porque el escritor sabe que, debajo de lo que escribe, nada hay. Basta cambiar la primera persona por la tercera para que haya ficción, pero bajo ella, no hay sostén ni materia, sino vacío, esa “sinceridad” última por la que discurren las figuras de Onetti, desprovistas de pasado, nacidas para evidenciar, en su prueba n+1, el esplendor del fracaso.

No se trata de un experimento vano: Onetti y su siglo debieron sobrevivir utopías que progresivamente se fueron descubriendo terribles, si bien incluso Zitarrosa, comunista enconado e irredento, percibía lo mismo que se habrá de percibir cuando se leen los artículos de prensa que el escritor, semanalmente, entregaba a El país de Madrid: que ese hosco legendario, quien en “un sueño realizado” escribe de alguien que muere en su propia escena, es un individuo jovial, acaso demasiado cargado, como sus Bobs y Malabias, de ilusiones, para las cuales Santa María, para llamar de algún modo al universo onettiano, es un antídoto, una dimensión que no se permite sino calibrar el peso y posición con que las gentes y las cosas habrán de abandonarse al emporcamiento de la entropía. La escritura es la prueba de la verdad, que no se rinde al espejismo. De ahí que el apellido esté para deshacer y desmentir las quimeras del nombre de pila. El joven se ilusiona; el apellido escribe. Se necesita el dos para confirmar el destino: el uno puede ser el azar, el accidente; el dos verifica la ley.

Y qué canta, por último, la sirena, eso íntimo que suele ser el motor de la obra, su llamada a verificación. En su embelesado rencor la voz narrativa de “Bienvenido, Bob” explica que “Como ese puñado de tierra natal, o esas fotografías de calles y monumentos, o las canciones que gustan traer consigo los inmigrantes, voy construyendo para él planes, creencias y mañanas distintos que tienen luz y el sabor del país de juventud de donde él llegó hace un tiempo.” Así suele darse en Onetti que un canto preludie la acción: alguien canta “The dog must have his day”
(perversión de una cita de Hamlet) y Onetti insistirá en llamar así a la novela que terminaría finalmente publicada como Para esta noche; no conforme, llegará a escribir un cuento con ese título, tres décadas más tarde. Alguien canta “La vie este brève” y así habrá de llamarse la novela fundacional de Santa María.

Bueno, puede ser que usted improvise”, dice Bob, irónico, luego de escuchar hasta el fastidio la nota grave pero histérica que se agota en la amenaza de melodía, porque ya es tarde para que la voz narrativa, ese hermano mayor, pueda hacerle escuchar ninguna cosa. Cuando meses más tarde, en un café, Bob avisa al narrador que se despida de su propósito de casarse con Inés, éste arranca hacia el aparato de música: “marqué cualquier cosa y puse una moneda. Volví despacio al asiento y escuché. La música era poco fuerte; alguien cantaba dulcemente en el interior de grandes pausas”, mientras Bob se explica también indigno de besar un vestido de Inés y cosas por el estilo, hasta que descubren, después de un silencio, que la música había terminado y el aparato “apagó las luces aumentando el silencio”, por lo que Bob se restringe a un “nada más” y se marcha “con el andar de siempre, seguro, ni rápido ni lento”.

Pero siempre habrá de ser tarde. Un par de décadas después, a ese otro joven y tarado por definición que lo entrevista desde el semanario que él mismo ayudó a fundar, Onetti le habrá de explicitar la melodía, ese canto de sirenas que han gustado traer los inmigrantes, surtido de nostalgia, ya no por un pasado que nunca fue heroico, como protestaba Borges, sino por un futuro de desengaño, que el hermano mayor ha explorado antes. Bob no se resigna a escuchar a Gardel avisando “cómo se pianta la vida,/ cómo rezongan los años/ cuando fieros desengaños/ nos van abriendo una herida!/ Es triste la primavera/ si se vive desteñida.../¡Cómo se pianta la vida/ del muchacho calavera!”.
 
Los jóvenes, para decirlo de otro modo, en su dorada estupidez se empecinan en desoír a Gardel, que es la signatura intachable, el apellido que nos aguarda. Gardel no necesita saber leer, porque Gardel, que como le espeta Onetti al periodista, incluso cuando habla está cantando, prescribe: Zitarrosa se volcará hacia la milonga criolla, que traga sus melancolías en un empaque desafiante y el propio Onetti insistía en que su apellido, que dice tan a secas, es en rigor corrupción de O'Netty, que lo habría sajado del celta o del sajón, y no tan itálico, en los mismos tiempos en que Borges, según contaba Emir Rodríguez Monegal, al conocerlo se preguntaba por su insistencia en hablar “como un compadrito italiano”.

Esto es como decir que habla como el rufián melancólico de Roberto Arlt porque, por cierto, aunque Bob ande lento y seguro, en Onetti, que se vive en la huella de Faulkner y de Arlt, la tardanza, además de endémica, es casi infinita ya que en ella siempre se podrá insistir, para ratificar la lógica del dos, en la verificación de la tardanza. De ahí que lo femenino sea demonio, porque las mujeres, como le sucede al posible Baldi, dan la recurrente coartada de reinventarse, de escapar del destino fijado por la avanzada de los machos, una reinvención que el varón debe corresponder con billetes, con introducirlas, Yira yira, a la prostitución, desde donde, como Queca en La vida breve, permiten la reinvención de ese universo blindado, no expuesto al error del ensueño, que Onetti amonedó como Santa María. Son esa tentación que, en un principio, niega la fatalidad, es decir la vendetta de los días, para convertirse acto seguido en el testigo indeseable, el cabo suelto de la recurrente comprobación que llega a oficiar como verdugo, como la segunda esposa aniquilando al viudo perito en yeguas de “El infierno tan temido”. Terminan coreando la banda sonora: “Fiera, venganza la del tiempo, que le hace ver desecho lo que uno amó”.

A ellas, sirenas de perdición, hay que encontrarlas en el doblez más íntimo de la re-signación, del abandono del nombre de pila o del diminutivo promisorio por el apellido que se dice heredad y destino, signo colectivo y adulto, aunque éste pueda resultar falso, como suele darse con los apellidos. La pregunta no era qué hubiera pensado Gardel, joven tarado, porque Gardel –te acordás, hermano– por negativa o solidaridad prefiguraba cada línea de Onetti, era la lírica desde la cual, muy temprano, se proyectaba tardío, resignado al apellido itálico y a la banda sonora que Bob insiste en desoír. Para cuando haya de advenir el rock and roll, estallido de amor gratuito y desenfrenado y del andrógino que tanto lo seducía, como ese Bob idéntico a su hermana o la Frieda boca abajo junto al agua de Dejemos hablar al viento, Onetti ya se había resignado a su amantísimo esperpento, la obra que edificara con minucia de urbanista y que sabría sobrevivir incluso los vientos incendiarios que él, que amó su ruina como ningún varón amó mujer, le suscitó. Es que, por tardía, ya era indestructible.


*Ponencia presentada en ocasión del Coloquio Internacional La obra narrativa de Juan Carlos Onetti - 26 y 27 de Noviembre 2009 - Museo Roca - Vicente López 2220 - Ciudad Autónoma de Buenos Aires.

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