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URUGUAY - ESTADO - POLÍTICA - POPULISMO - CLASE POLÍTICA VS. PUEBLO - MUJICA, JOSÉ - VÁZQUEZ, TABARÉ -
 

El populismo exhibicionista y el populismo invisible*

Alonso Miranda

 

El virus populista-pragmático siempre estuvo en el MLN; ahí había una máquina virtual que resultaría funcional al capital y que funcionaría como antagonista de la política, rodeando esa funcionalidad con coartadas populistas de izquierda. El populismo pragmático del MPP y el tecnoliberalismo de Astori y el FLS, no son dos sectores en pugna: es  una pareja de una deslumbrante eficacia al servicio del capital y del mercado.

 1.
 

No es extraño que el “estilo argentino” tienda a destituir avinagradamente a toda la política, arrinconándola en cuestiones de orden estrictamente privado, anécdotas sórdidas, conspiraciones, cometas, corrupción, poder, despilfarro. Una especie de infancia o adolescencia política que tarde o temprano termina en el famoso acting “que se vayan todos”, o poniendo un dibujo de Caloi o al eternauta en el sobre del voto como forma irónica o satírica de protesta individual. En el fondo, la polaridad última parece ser clase política vs. pueblo. Y ese agonismo resuelve sumariamente todo, en última instancia: funciona como una explicación que deja a todo el mundo conforme, con cara de tener la verdad redonda y definitiva del universo (“estos son todos una manga de jodedores”, “estos siempre se acomodan entre ellos”, en fin). El problema de la política (confúndesela, por otra parte, con “los políticos”) es que es inherentemente corrupta, tiende a emborrachar de poder a quien la ejerce, o a contaminarlo con los tics cansados de un Estado inoperante y ladrón, o, sobre todo, a contagiarlo con los rituales monárquicos de la ostentación, la pavorrealización, la ricardofortización y el exhibicionismo.

 

Recuerdo que cuando Cristina K. estaba en medio de aquel duro enfrentamiento con el sector agroexportador, había dos carteles opositores significativos en medio de una ruta cortada. Uno decía: “Cristina, no te queremos. Todos somos campo”. Y el otro aclaraba: “Cristina, tus zapatos cuestan más que mi 4x4”. En la brecha, o mejor, en la contradicción que hay entre la 4x4 del estanciero y la gente sin campo ni vehículo (e incluso sin zapatos), se interpone una segunda brecha, más superficial y tonta, pero mucho más espectacular y eficaz: los zapatos caros de la Presidente. Esta nueva contradicción absorbe a la anterior y reclama su verdad definitiva. “Querido peón, querido obrero industrial, querido y triste pequeño burócrata urbano: yo, mi 4x4, no somos tus enemigos (de clase, digamos): tus enemigos son los zapatos de Cristina. Y ya que todos somos campo, vamos todos contra los zapatos de Cristina.”.

 

Si así las cosas ¿qué sería Cristina?, ¿un nombre, una investidura, una clase social, un género? ¿Lo frívolo femenino irreductible en el poder? Cristina sería más que eso: sería la política misma entendida como lo frívolo femenino en el poder. Todos los rasgos abominables de la política condensados en un espantoso objeto parcial, un fetiche de segundo grado —los zapatos de mujer, su insoportable valor de cambio. Nadie querría estar en los zapatos de Cristina. La dinámica social argentina siempre tiende a resolverse en una escena en la que el pueblo (capitalistas y trabajadores, explotadores y explotados, asalariados a régimen casi de esclavitud y patrones casi feudales, especuladores financieros y cartoneros o cuentapropistas) es lo productivo que lleva adelante la nave de la Nación, siempre en lucha con el componente antiproductivo de la clase política, su frivolidad de monarquía absoluta derrochando el dinero de todos, una clase que no representa a nada ni a nadie excepto a sí misma.

2.

 

No importa en qué escena se plantee, o qué dispare este agonismo caracterológico política-pueblo: un accidente ferroviario en el Once, los padres de las víctimas de Cromagnon, los vecinos indignados con los nenes conchetos e impunes que hacen picadas en los autos de los papis, el control de la salida de divisas o el control de precios, hinchas enojados en un partido de fútbol que saltan el vallado, o simpatizantes de la piquetera Nina Peloso en Bailando por un sueño que gritan que la eliminación de su dancing queen fue una conspiración K. No importa quién se enfrente ni en qué episodio: clase política vs. pueblo es la polaridad que lo organiza y lo mapea todo, la consigna que sintetiza cualquier operación o que encabeza cualquier convocatoria. Una consigna ingenua, infantil y violenta.

 

Ahí se inscriben las boludeces de kinder de Lanata, siguiendo en un nervioso informe televisivo, como una especie de enorme inspector Clouseau que se camufla detrás de los arbustos, la “ruta del derroche, el despilfarro y la frivolidad” de la Presidente en Nueva York: “a las once entró en tal tienda de tal avenida [muestran las instalaciones] y se compró dos pares de zapatos marca tal [muestran el producto] que costaron 3000 dólares cada par [muestran el precio]; doce menos veinte entró en tal lado y se llevó un perfume de 2500 dólares; a las doce quince, etc.”. ¿Por qué es de esperar en la masa una reacción diferente a la fascinación producida por la exhibición de Rolls Royces, de cadenas de oro y de cirugías Pixar de Ricardo Fort? Porque la lucha eterna y estribillada clase política vs. pueblo no tiene nada que ver con las contradicciones clásicas que atraviesan y que eventualmente podrían armar o estructurar la propia escena política (ricos - pobres, oligarquía - pueblo, latifundistas - asalariados, patrones - obreros, industriales - ruralistas, burguesías nacionalistas - burguesías cholulas o cipayas, o incluso parejas más simplonas como civiles - militares o Estado burocrático represivo -  individuos libres). Acá se trata de una política no estriada, una política no atravesada por las contradicciones y las luchas de la gran escena social. Acá la política es sólo un personaje más: el poder, la corrupción, la vanidad, la frivolidad.

 

En otras palabras. Sabemos (con Weber, digamos) que la política tiene una dinámica más o menos autónoma con relación a lo social y a lo económico, y que cualquier correspondencia o representación nunca es plena y está destinada a estropearse, a ser opaca (e incluso a funcionar porque no es plena o porque es opaca). Pero la dinámica social argentina parece estar, desde un principio, en algo más radical: la política sólo puede ser pensada en bloque como lo repudiado por el pueblo y la gente. Ese lugar vagamente rousseauniano es el punto exacto en el que el ojo debe situarse para que toda anamorfosis tome mágicamente, siempre, la forma deseada.

3.

Polimorfa e insustancial, la contradicción política-pueblo tiende a absorber a todas las demás. Las esconde y las uniformiza detrás de una máscara histérica y ansiosa. Tensa y empuja la energía social hasta obligarla a derrocharse en su forma más rudimentaria y torpe: la fricción, el calentamiento, el estallido calórico. Finalmente, toda lucha social, toda reivindicación, toda rebeldía —y toda revolución, en suma— reconducidas hacia las formas catárticas y explosivas del odio por la política, se condenan a un modo trivial de existencia. Hay revoluciones cada cinco o diez minutos, que es un modo carnavalesco de decir que nunca habrá una revolución. O peor aún: si hay una, seguramente no vamos a ser capaces de reconocerla, de identificar sus signos, de establecer su sentido, de distinguirla de un clásico de fútbol, de un duelo histérico, de una puteada, de una feria, de una fiesta.

No es raro que en este escenario de odio a lo político la gente tienda a esperar una irrupción angelical. Un caudillo, un guerrero, un marciano, un travesti —basta que provenga de más allá y de antes de la política. Puede ser una especie de populismo de izquierda o derecha, de mano dura o de mano blanda, vigilante o cómplice. Puede que el aliento redentor de sus valores arcaicos (la nobleza, el honor, la lealtad, la decencia) sople sobre la escena política para limpiarla de su costra perversa y corrupta. O que su palabra sincera y directa ampare al pueblo de la burocracia ineficaz o hipócrita de la vía política. O que la caricia materna de su voz alivie y distraiga a la gente de una vida dolorosa y frenética. En todo caso este ángel no es ideología ni doctrina. No es representación ni una forma de articular las distintas demandas sociales. No es ni siquiera un estilo, un peinado, una forma de hablar, un look. Es una superficie de absorción, un agujero negro, un cuerpo fofo e insustancial en el que cabe toda demanda y todo deseo: Maradona, Tinelli, Rodrigo, Flor de la V, Moria, Charly García y De Angelis. Ese ángel apolítico (y, en suma, antipolítico) ya llegó hace rato: se llama televisión, carnaval, espectáculo. La tele no inventó ciertamente el enfrentamiento pueblo vs. política, pero, paradójicamente, es quien obliga hoy a no pensar sino en esos términos.

Ahora es Ricardo Darín a quien se le da por denunciar, en un aire de valiente y virtuosa indignación, el crecimiento del patrimonio K durante sus casi tres períodos de gobierno. La propia Presidente (supuestamente) le responde en la red social Twitter: circunstancia insólita, por otra parte, que subraya no la muerte de la privacidad (todo se sabe, todo se dice, todo es twiteable o facebookeable, etc.) sino exactamente lo contrario: la muerte (o la entrega) de lo público, la catástrofe del lenguaje público. De ahí en más todo se convierte en un sainete grotesco y enquilombado en los archipiélagos electrónicos de intercambio (televisión, internet, radio): actores y figuras públicas del espectáculo y la farándula dejan su opinión, integrada o apocalíptica, en solidaridad con (o en repudio a) cualquiera de las dos posiciones enfrentadas. Es obvio que Cristina metió la pata al responder por Twitter, como una starlette pobre y decadente (es raro, en una mujer tan inteligente: ¿ansiedad?, ¿voluntad de impacto masivo?, ¿búsqueda de rating?). Así empuja todo a existir en la escena del reality o del programa Intrusos. Tanto, que es el propio Darín, en un arranque de sensatez, quien aconseja continuar la discusión en un ámbito “privado” (que en este contexto quiere decir, sencillamente, discreto, no masivo o no expuesto al circo de la opinión democrática abierta desregulada). Es que los propios tics y las propias muecas de la clase política argentina atentan, no pocas veces, contra su propia voluntad de hacer política: Cristina, casi con seguridad, no puede resistir la tentación de usar zapatos caros o de responder por Twitter, y en ese punto se encuentra la gran coartada del adversario: por ahí precipita la pulsión antipolítica y suelen caer en el olvido la oligarquía, la lucha de clases, la 4x4. Pues en tanto el peronismo también ha sido y es ese ángel, al mismo tiempo política y antipolítica, república y televisión, parlamento y teatro de revistas, se pasa la vida enfermando de sí mismo, sufriendo las recaídas cíclicas de su patología autoinmune.

Limpiar el karma clase política vs. pueblo e introducir en su infantilismo casi impenetrable contradicciones sociales o económicas no es sencillo —y mucho menos si ese karma toca a la propia clase política. Pero, a pesar de ese clima desdibujado y hostil, la era K se las ha ingeniado de todos modos para hacer política. Definir adversarios y enemigos, trazar líneas de adhesión fuerte, polarizar la escena pública, dibujar un lenguaje de antagonismos conceptuales robustos (exportadores de carne vs. consumo interno accesible, agroexportadores y monocultivistas vs. pequeños productores o consumidores, los medios y los monopolios comunicativos vs. democracia comunicativa, las corporaciones trasnacionales vs. el Estado, las clases acomodadas o conchetas que sacan dólares del país vs. la circulación interna de dinero).

4.

Mientras tanto, no lejos de allí, en un país mucho más chico, parecía que teníamos algo situado exactamente en las antípodas. Nuestra estructura institucional de partidos es de las más viejas del mundo, y en parte por eso no parecíamos demasiado sensibles a los populismos y tendíamos a verlos con ojos torcidos. Pero todo eso se termina, y ahora resulta significativo que el presidente Mujica sea, antes que nada, un personaje: que carezca de patrimonio casi, que viva en una chacra austera en una zona rural pobre, que no tenga dispositivos aparatosos de seguridad, que done el 90% de su sueldo a su propia iniciativa de vivienda popular, que siga trabajando como pequeño productor rural, que su auto sea un VW escarabajo del año del pedo, que chancletee y tome mate acompañado de su perra de tres patas, que no parezca demasiado preocupado por su atavío ni por el cuidado de su lenguaje, etcétera. Detrás de su figura se respira o se adivina la misma mística, el mismo aire fetichista celebratorio. El periodismo lo ama y por lo tanto la masa lo ama: artículos en el New York Times, tapa de distintas revistas internacionales, notas y reportajes para la televisión americana, europea, coreana. Mujica es una verdadera celebrity —una celebrity excéntrica y torcida, cosa que le confiere un interés adicional. Él es un fenómeno estrictamente privado o imaginario: una singularidad en estado casi puro, que, en todo caso, forzando el asunto a la literatura, habla de la renuncia, de lo frugal profundo, de los votos casi religiosos de pobreza —y en el fondo, de una ontología infantil que confía en la potencia de su ejemplo para que los ricos sean más buenos, aporten a las iniciativas de vivienda popular, cedan espontáneamente parte de sus ganancias a las causas nobles, etc.. Un predicador oral que quiere curar la enfermedad capitalista consumista con el poder mágico de su Palabra.

Y la nueva masa lo ama porque Mujica, en definitiva, es lo opuesto de Cristina: es la redención y la cura milagrosa de la política desde un lugar, inevitablemente, no político. Y por eso la opinión pública internacional, y sobre todo, la argentina, danzan en una especie de maravilla hipnótica con él, un estado de enamoramiento. Y en parte por eso, de todas maneras, y paradójicamente, en Uruguay no se ha podido hacer política en la misma medida que en Argentina. Como dice Agustín Acevedo Kanopa en un artículo aparecido en Proyecto Fósforo y en Tiempo de Crítica Nº 44:

“El gobierno de Mujica, diferente a lo que muchos podían pensar / aspirar / temer, en sus tres años de existencia se convirtió en uno de particular inoperancia en lo que respecta a la posibilidad de construir una época, regenerar militancia, crear adhesiones, elegir enemigos, conservar aliados. A contramano de lo que podía esperarse de una figura carismática como la suya, su gobierno se convirtió en uno de transición, pidiendo la hora para cuando se renueven en las próximas elecciones las bases que hicieron a Tabaré Vázquez el presidente con mayor aceptación popular en las encuestas realizadas antes de terminar su gobierno. (....) Todo este gobierno estuvo marcado por el miedo de perder el piso que permita reelegirse. La opción más lineal e inmediata cuando alguien tiene mucho que perder —y al mismo tiempo, la menos estratégica— es meter la cabeza dentro del caparazón y marcar un continuismo apoyado en las relativamente buenas coyunturas económicas globales, sin muchos cambios hasta el próximo gobierno”.

5.

Mujica no es un buen o un mal político: es sencillamente un outsider. No es un hombre de Estado ni de partido ni de política. No deja de ser, en cierto modo, la encarnación del ángel del que hablábamos hoy: es un extranjero radical, alguien totalmente inocente y exterior al mundo político, a quien resulta tentador atribuir un papel mesiánico y redentor. Es el viento fresco que nos va a salvar de la política, de la corrupción, de la tentación del poder, de la burocracia del Estado y del partido.

Ahora bien. La consigna dogmático-populista clase política vs. pueblo ha jugado acá, se diría, un papel inverso al argentino. El mismo populismo que en Argentina parece articular eventualmente la posibilidad de un lenguaje político (o por lo menos de una voluntad de ese lenguaje), en Uruguay es una especie de fuerza de arrastre que nos sumerge en un océano apolítico cada vez más radical. La fascinación de la masa no encuentra resistencia en algo como el aparato kirchnerista (digamos), sino que hace máquina inmediatamente con el antiintelectualismo, el antiestatismo, el arcaísmo guerrero y el antiurbanismo nacionalista chicotacista del MLN —y, específicamente, con el talante y el carisma de Mujica. De héroe sacrificial de la guerrilla de liberación, a Presidente que se define como caudillo pragmático (Luis Alberto Lacalle también se ha definido como caudillo pragmático) no hay una gran distancia conceptual: a fin de cuentas pragmática es la palabra que anula o neutraliza todo deseo político o todo deseo de política. Pragmática es la lógica del menor riesgo, el cálculo económico o el cálculo electoral, del cuidado de las cifras y de los indicadores, del miedo a perder la base del Estado o la de los votantes.

La eterna discusión acerca del impuesto a las grandes extensiones de tierra, por ejemplo, y más recientemente, el debate sobre reformas tributarias para 2013 que supongan una carga mayor a las rentas empresariales más grandes (propuestas por el propio sector del Presidente), han encontrado resistencia precisamente en el ala tecno-pragmática de la izquierda (Astori y el equipo económico), que alega el temor de desalentar a los inversores o de afectar la eficiencia recaudatoria. (Ni siquiera menciono, por pudor, la intervención del ejecutivo de fijar un tope en la pauta salarial con la coartada de combatir la amenaza inflacionaria.) Pero eso es un peaje que se paga: el virus populista-pragmático siempre estuvo en el MLN y, por tanto, ahí había una máquina virtual que tarde o temprano resultaría funcional a la economía y al capital y que funcionaría como antagonista de la política: aun —o mejor: sobre todo— rodeando esa funcionalidad con coartadas populistas de izquierda. En este caso, la ingenuidad del populismo pragmático del MPP y el tecnoliberalismo de Astori y el FLS, no son dos líneas o dos sectores en contradicción o en pugna en la izquierda: es una pareja de una deslumbrante eficacia al servicio del capital y del mercado.

6.

La explícita tradición populista en Argentina, tratada extensamente por Ernesto Laclau, por ejemplo, ha servido como una especie de chasis teórico desde el cual articular acciones y estrategias netamente políticas (antagonismos, diría el propio Laclau, supongo) desde el Estado o los aparatos. Mientras que en Uruguay parece haber habido siempre un populismo solapado y oculto, un punto ciego completamente huérfano de teoría y de lenguaje, un fanatismo infantil por iconos, estampitas y consignas que despierta súbita y casi explosivamente en la era de los medios de comunicación, sin que nadie entienda muy bien cómo funciona, qué sucede y ni siquiera qué está pasando. El estúpido virtuosismo con el cual nuestras clases medias educadas bienpensantes desprecian al kirchnerismo (o también, ya que estamos, al chavismo) habla de una especie de delay imaginario: nos miramos en un espejo que atrasa más de treinta años y que nos devuelve la imagen de un país civilista y educado, con buenos niveles de organización socioinstitucional, un sistema firme de partidos que mapea razonablemente las contradicciones y las demandas sociales y que permite (todavía) hablar de izquierda y derecha, de conservadores y progresistas, de reaccionarios, reformistas y radicales. Nunca parece haber habido en Uruguay una oposición política más tonta, torpe, desarticulada y sin ideas (a nivel parlamentario, de partidos, de líderes o de movimientos): sin embargo es esa oposición, y los medios de comunicación, los que suelen trazar la agenda práctica del gobierno. Un diputado del Partido Colorado (Fernando Amado) exige que el Ministro del Interior regrese de su licencia y comparezca en sala “por la ola de robos” en Punta del Este: la cosa no da para más que para largarle en plena cara una “carcajada homérica”, pero los informativos de la tele lo toman, lo repiten a diario, crean un problema a partir de la nada, obligan a responder y a polemizar, y de pronto este simulacro ridículo ya está instalado como un asunto serio que nos compete a todos.

Entre el acuerdismo democrático-electoral, el populismo pragmático y el tecnopragmatismo económico, la izquierda uruguaya, completamente desdibujada y sin ideas, no parece en absoluto interesada en crear condiciones favorables para la política. Deja que gobiernen la oposición, los medios y las encuestas, y que la economía sea guiada por el buen comportamiento y la obediencia al mercado y a los organismos multilaterales. El discurso de Río del Presidente Mujica, que enamoró a la opinión pública internacional, es la exacta contracara de lo que efectivamente ocurre en Uruguay a nivel de su conducta económica.

 

 

* Publicado originalmente en la separata de la revista Caras y Caretas, Tiempo de crítica Nº 46, 1 de febrero de 2013.

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