1.
No es extraño que el “estilo argentino” tienda a
destituir avinagradamente a toda la política, arrinconándola en
cuestiones de orden estrictamente privado, anécdotas sórdidas,
conspiraciones, cometas, corrupción, poder, despilfarro. Una especie
de infancia o adolescencia política que tarde o temprano termina en
el famoso acting “que se vayan todos”, o poniendo un dibujo
de Caloi o al eternauta en el sobre del voto como forma irónica o
satírica de protesta individual. En el fondo, la polaridad última
parece ser clase política vs. pueblo. Y ese agonismo resuelve
sumariamente todo, en última instancia: funciona como una
explicación que deja a todo el mundo conforme, con cara de tener la
verdad redonda y definitiva del universo (“estos son todos una manga
de jodedores”, “estos siempre se acomodan entre ellos”, en fin). El
problema de la política (confúndesela, por otra parte, con “los
políticos”) es que es inherentemente corrupta, tiende a emborrachar
de poder a quien la ejerce, o a contaminarlo con los tics
cansados de un Estado inoperante y ladrón, o, sobre todo, a
contagiarlo con los rituales monárquicos de la ostentación, la pavorrealización, la ricardofortización y el exhibicionismo.
Recuerdo que cuando Cristina K. estaba en medio de
aquel duro enfrentamiento con el sector agroexportador, había dos
carteles opositores significativos en medio de una ruta cortada. Uno
decía: “Cristina, no te queremos. Todos somos campo”. Y el otro
aclaraba: “Cristina, tus zapatos cuestan más que mi 4x4”. En la
brecha, o mejor, en la contradicción que hay entre la 4x4 del
estanciero y la gente sin campo ni vehículo (e incluso sin zapatos),
se interpone una segunda brecha, más superficial y tonta, pero mucho
más espectacular y eficaz: los zapatos caros de la Presidente. Esta
nueva contradicción absorbe a la anterior y reclama su verdad
definitiva. “Querido peón, querido obrero industrial, querido y
triste pequeño burócrata urbano: yo, mi 4x4, no somos tus enemigos
(de clase, digamos): tus enemigos son los zapatos de Cristina. Y ya
que todos somos campo, vamos todos contra los zapatos de Cristina.”.
Si así las cosas ¿qué sería Cristina?, ¿un nombre, una
investidura, una clase social, un género? ¿Lo frívolo femenino
irreductible en el poder? Cristina sería más que eso: sería la
política misma entendida como lo frívolo femenino en el poder. Todos
los rasgos abominables de la política condensados en un espantoso
objeto parcial, un fetiche de segundo grado —los zapatos de mujer,
su insoportable valor de cambio. Nadie querría estar en los zapatos
de Cristina. La dinámica social argentina siempre tiende a
resolverse en una escena en la que
el pueblo
(capitalistas y trabajadores, explotadores y explotados, asalariados
a régimen casi de esclavitud y patrones casi feudales, especuladores
financieros y cartoneros o cuentapropistas) es lo productivo que
lleva adelante la nave de la Nación, siempre en lucha con el
componente antiproductivo de la clase política, su frivolidad de
monarquía absoluta derrochando el dinero de todos, una clase que no
representa a nada ni a nadie excepto a sí misma.
2.
No importa en qué escena se plantee, o qué dispare
este agonismo caracterológico
política-pueblo:
un accidente ferroviario en el Once, los padres de las víctimas de
Cromagnon, los vecinos indignados con los nenes conchetos e impunes
que hacen picadas en los autos de los papis, el control de la salida
de divisas o el control de precios,
hinchas enojados en un partido
de fútbol que saltan el vallado, o simpatizantes de la piquetera
Nina Peloso en
Bailando por un sueño
que gritan que la eliminación de su
dancing queen
fue una conspiración K. No importa quién se enfrente ni en qué
episodio:
clase política vs. pueblo
es la polaridad que lo organiza y lo mapea todo, la consigna que
sintetiza cualquier operación o que encabeza cualquier convocatoria.
Una consigna ingenua, infantil y violenta.
Ahí se inscriben las boludeces de
kinder
de Lanata, siguiendo en un nervioso informe televisivo, como una
especie de enorme inspector Clouseau que se camufla detrás de los
arbustos, la “ruta del derroche, el despilfarro y la frivolidad” de
la Presidente en Nueva York: “a las once entró en tal tienda de tal
avenida [muestran las instalaciones] y se compró dos pares de
zapatos marca tal [muestran el producto] que costaron 3000 dólares
cada par [muestran el precio]; doce menos veinte entró en tal lado y
se llevó un perfume de 2500 dólares; a las doce quince, etc.”. ¿Por
qué es de esperar en la masa una reacción diferente a la fascinación
producida por la exhibición de Rolls Royces, de cadenas de oro y de
cirugías Pixar de Ricardo Fort? Porque la lucha eterna y
estribillada
clase política vs. pueblo
no tiene nada que ver con las contradicciones clásicas que
atraviesan y que eventualmente podrían armar o estructurar la propia
escena política (ricos - pobres, oligarquía - pueblo, latifundistas
- asalariados, patrones - obreros, industriales - ruralistas,
burguesías nacionalistas - burguesías cholulas o cipayas, o incluso
parejas más simplonas como civiles - militares o Estado burocrático
represivo - individuos libres). Acá se trata de una política no
estriada, una política no atravesada por las contradicciones y las
luchas de la gran escena social. Acá la política es sólo un
personaje más: el poder, la corrupción, la vanidad, la frivolidad.
En otras palabras. Sabemos (con Weber, digamos) que
la política tiene una dinámica más o menos autónoma con relación a
lo social y a lo económico, y que cualquier correspondencia o
representación nunca es plena y está destinada a estropearse, a ser
opaca (e incluso a funcionar
porque
no es plena o
porque
es opaca). Pero la dinámica social argentina parece estar, desde un
principio, en algo más radical: la política sólo puede ser pensada
en bloque como lo repudiado por el pueblo y la gente. Ese lugar
vagamente rousseauniano es el punto exacto en el que el ojo debe
situarse para que toda anamorfosis tome mágicamente, siempre, la
forma deseada.
3.
Polimorfa e insustancial, la contradicción
política-pueblo tiende a absorber a todas las demás. Las esconde
y las uniformiza detrás de una máscara histérica y ansiosa. Tensa y
empuja la energía social hasta obligarla a derrocharse en su forma
más rudimentaria y torpe: la fricción, el calentamiento, el
estallido calórico. Finalmente, toda lucha social, toda
reivindicación, toda rebeldía —y toda revolución, en suma—
reconducidas hacia las formas catárticas y explosivas del odio por
la política, se condenan a un modo trivial de existencia. Hay
revoluciones cada cinco o diez minutos, que es un modo carnavalesco
de decir que nunca habrá una revolución. O peor aún: si hay una,
seguramente no vamos a ser capaces de reconocerla, de identificar
sus signos, de establecer su sentido, de distinguirla de un clásico
de fútbol, de un duelo histérico, de una puteada, de una
feria, de
una fiesta.
No es raro que en este escenario de odio a lo
político la gente tienda a esperar una irrupción angelical. Un
caudillo, un guerrero, un marciano, un travesti —basta que provenga
de más allá y de antes de la política. Puede ser una especie de
populismo de izquierda o derecha, de mano dura o de mano blanda,
vigilante o cómplice. Puede que el aliento redentor de sus valores
arcaicos (la nobleza, el honor, la lealtad, la decencia) sople sobre
la escena política para limpiarla de su costra perversa y corrupta.
O que su palabra sincera y directa ampare al pueblo de la burocracia
ineficaz o hipócrita de la vía política. O que la caricia materna de
su voz alivie y distraiga a la gente de una vida dolorosa y
frenética. En todo caso este ángel no es ideología ni doctrina. No
es representación ni una forma de articular las distintas demandas
sociales. No es ni siquiera un estilo, un peinado, una forma de
hablar, un look. Es una superficie de absorción, un agujero
negro, un cuerpo fofo e insustancial en el que cabe toda demanda y
todo deseo: Maradona, Tinelli, Rodrigo, Flor de la V, Moria, Charly
García y De Angelis. Ese ángel apolítico (y, en suma, antipolítico)
ya llegó hace rato: se llama televisión,
carnaval,
espectáculo. La
tele no inventó ciertamente el enfrentamiento pueblo vs. política,
pero, paradójicamente, es quien obliga hoy a no pensar sino en esos
términos.
Ahora es Ricardo Darín a quien se le da por
denunciar, en un aire de valiente y virtuosa indignación, el
crecimiento del patrimonio K durante sus casi tres períodos de
gobierno. La propia Presidente (supuestamente) le responde en la red
social Twitter: circunstancia insólita, por otra parte, que subraya
no la muerte de la privacidad (todo se sabe, todo se dice, todo es
twiteable o facebookeable, etc.) sino exactamente lo contrario: la
muerte (o la entrega) de lo público, la catástrofe del lenguaje
público. De ahí en más todo se convierte en un sainete grotesco y
enquilombado en los archipiélagos electrónicos de intercambio
(televisión, internet, radio): actores y figuras públicas del
espectáculo y la farándula dejan su opinión, integrada o
apocalíptica, en solidaridad con (o en repudio a) cualquiera de las
dos posiciones enfrentadas. Es obvio que Cristina metió la pata al
responder por Twitter, como una starlette pobre y decadente
(es raro, en una mujer tan inteligente: ¿ansiedad?, ¿voluntad de
impacto masivo?, ¿búsqueda de rating?). Así empuja todo a
existir en la escena del reality o del programa Intrusos.
Tanto, que es el propio Darín, en un arranque de sensatez, quien
aconseja continuar la discusión en un ámbito “privado” (que en este
contexto quiere decir, sencillamente, discreto, no masivo o
no expuesto al circo de la opinión democrática abierta desregulada).
Es que los propios tics y las propias muecas de la clase
política argentina atentan, no pocas veces, contra su propia
voluntad de hacer política: Cristina, casi con seguridad, no puede
resistir la tentación de usar zapatos caros o de responder por Twitter, y en ese punto se encuentra la gran coartada del
adversario: por ahí precipita la pulsión antipolítica y suelen caer
en el olvido la oligarquía, la lucha de clases, la 4x4. Pues en
tanto el peronismo también ha sido y es ese ángel, al mismo
tiempo política y antipolítica, república y televisión, parlamento y
teatro de revistas, se pasa la vida enfermando de sí mismo,
sufriendo las recaídas cíclicas de su patología autoinmune.
Limpiar el karma clase política vs. pueblo e
introducir en su infantilismo casi impenetrable contradicciones
sociales o económicas no es sencillo —y mucho menos si ese karma
toca a la propia clase política. Pero, a pesar de ese clima
desdibujado y hostil, la era K se las ha ingeniado de todos modos
para hacer política. Definir adversarios y enemigos, trazar
líneas de adhesión fuerte, polarizar la escena pública, dibujar un
lenguaje de antagonismos conceptuales robustos (exportadores de
carne vs. consumo interno accesible, agroexportadores y
monocultivistas vs. pequeños productores o consumidores, los medios
y los monopolios comunicativos vs. democracia comunicativa, las
corporaciones trasnacionales vs. el
Estado, las clases acomodadas o conchetas que sacan dólares del país vs. la circulación interna de
dinero).
4.
Mientras tanto, no lejos de allí, en un país mucho
más chico, parecía que teníamos algo situado exactamente en las
antípodas. Nuestra estructura institucional de partidos es de las
más viejas del mundo, y en parte por eso no parecíamos demasiado
sensibles a los populismos y tendíamos a verlos con ojos torcidos.
Pero todo eso se termina, y ahora resulta significativo que
el
presidente Mujica sea, antes que nada, un personaje: que
carezca de patrimonio casi, que viva en una chacra austera en una
zona rural pobre, que no tenga dispositivos aparatosos de seguridad,
que done el 90% de su sueldo a su propia iniciativa de
vivienda popular, que siga trabajando como pequeño productor rural,
que su auto sea un VW escarabajo del año del pedo, que chancletee y
tome mate acompañado de su perra de tres patas, que no parezca
demasiado preocupado por su atavío ni por el cuidado de su lenguaje,
etcétera. Detrás de su figura se respira o se adivina la misma
mística, el mismo aire fetichista celebratorio. El periodismo lo ama
y por lo tanto la masa lo ama: artículos en el New York Times,
tapa de distintas revistas internacionales, notas y reportajes para
la televisión americana, europea, coreana.
Mujica es una verdadera
celebrity —una celebrity excéntrica y torcida, cosa
que le confiere un interés adicional. Él es un fenómeno
estrictamente privado o imaginario: una singularidad en estado casi
puro, que, en todo caso, forzando el asunto a la literatura, habla
de la renuncia, de lo frugal profundo, de los votos casi religiosos
de pobreza —y en el fondo, de una ontología infantil que confía en
la potencia de su ejemplo para que los ricos sean más buenos,
aporten a las iniciativas de vivienda popular, cedan espontáneamente
parte de sus ganancias a las causas nobles, etc.. Un predicador oral
que quiere curar la enfermedad capitalista consumista con el poder
mágico de su Palabra.
Y la nueva masa lo ama porque
Mujica, en definitiva,
es lo opuesto de Cristina: es la redención y la cura milagrosa de la
política desde un lugar, inevitablemente, no político. Y por eso la
opinión pública internacional, y sobre todo, la argentina, danzan en
una especie de maravilla hipnótica con él, un estado de
enamoramiento. Y en parte por eso, de todas maneras, y
paradójicamente, en Uruguay no se ha podido hacer política en la
misma medida que en Argentina. Como dice Agustín Acevedo Kanopa en
un artículo aparecido en Proyecto Fósforo y en Tiempo de
Crítica Nº 44:
“El gobierno de Mujica, diferente
a lo que muchos podían pensar / aspirar / temer, en sus tres años de
existencia se convirtió en uno de particular inoperancia en lo que
respecta a la posibilidad de construir una época, regenerar
militancia, crear adhesiones, elegir enemigos, conservar aliados. A
contramano de lo que podía esperarse de una figura carismática como
la suya, su gobierno se convirtió en uno de transición, pidiendo la
hora para cuando se renueven en las próximas elecciones las bases
que hicieron a Tabaré Vázquez el presidente con mayor aceptación
popular en las encuestas realizadas antes de terminar su gobierno.
(....) Todo este gobierno estuvo marcado por el miedo de perder el
piso que permita reelegirse. La opción más lineal e inmediata cuando
alguien tiene mucho que perder —y al mismo tiempo, la menos
estratégica— es meter la cabeza dentro del caparazón y marcar un
continuismo apoyado en las relativamente buenas coyunturas
económicas globales, sin muchos cambios hasta el próximo gobierno”.
5.
Mujica no es un buen o un mal político: es
sencillamente un outsider. No es un hombre de
Estado ni de
partido ni de política. No deja de ser, en cierto modo, la
encarnación del ángel del que hablábamos hoy: es un
extranjero radical, alguien totalmente inocente y exterior al mundo
político, a quien resulta tentador atribuir un papel mesiánico y
redentor. Es el viento fresco que nos va a salvar de la política, de
la corrupción, de la tentación del poder, de la burocracia del
Estado y del partido.
Ahora bien. La consigna dogmático-populista clase
política vs. pueblo ha jugado acá, se diría, un papel inverso al
argentino. El mismo populismo que en Argentina parece articular
eventualmente la posibilidad de un lenguaje político (o por lo menos
de una voluntad de ese lenguaje), en
Uruguay es una especie
de fuerza de arrastre que nos sumerge en un océano apolítico cada
vez más radical. La fascinación de la masa no encuentra resistencia
en algo como el aparato kirchnerista (digamos), sino que hace
máquina inmediatamente con el antiintelectualismo, el antiestatismo,
el arcaísmo guerrero y el antiurbanismo nacionalista chicotacista
del
MLN
—y, específicamente, con el talante y el carisma de Mujica. De héroe
sacrificial de la guerrilla de liberación, a Presidente que se
define como caudillo pragmático (Luis Alberto Lacalle también
se ha definido como caudillo pragmático) no hay una gran
distancia conceptual: a fin de cuentas pragmática es la
palabra que anula o neutraliza todo deseo político o todo
deseo de política. Pragmática es la lógica del menor
riesgo, el cálculo económico o el cálculo electoral, del cuidado de
las cifras y de los indicadores, del miedo a perder la base del
Estado o la de los votantes.
La eterna discusión acerca del impuesto a las grandes
extensiones de tierra, por ejemplo, y más recientemente, el debate
sobre reformas tributarias para 2013 que supongan una carga mayor
a las rentas empresariales más grandes (propuestas por el propio
sector del Presidente), han encontrado resistencia precisamente en
el ala tecno-pragmática de la izquierda (Astori y el equipo
económico), que alega el temor de desalentar a los inversores o de
afectar la eficiencia recaudatoria. (Ni siquiera menciono, por
pudor, la intervención del ejecutivo de fijar un tope en la pauta
salarial con la coartada de combatir la amenaza inflacionaria.) Pero
eso es un peaje que se paga: el virus populista-pragmático siempre
estuvo en el
MLN
y, por tanto, ahí había una máquina virtual que tarde o temprano
resultaría funcional a la economía y al capital y que funcionaría
como antagonista de la política: aun —o mejor: sobre todo—
rodeando esa funcionalidad con coartadas populistas de izquierda. En
este caso, la ingenuidad del populismo pragmático del
MPP
y el tecnoliberalismo de Astori y el
FLS,
no son dos líneas o dos sectores en contradicción o en pugna en la
izquierda: es una pareja de una deslumbrante eficacia al servicio
del capital y del mercado.
6.
La explícita tradición populista en Argentina,
tratada extensamente por Ernesto Laclau, por ejemplo, ha servido
como una especie de chasis teórico desde el cual articular acciones
y estrategias netamente políticas (antagonismos, diría el
propio Laclau, supongo) desde el Estado o los aparatos. Mientras que
en Uruguay parece haber habido siempre un populismo solapado y
oculto, un punto ciego completamente huérfano de teoría y de
lenguaje, un fanatismo infantil por
iconos, estampitas y consignas
que despierta súbita y casi explosivamente en la era de los
medios
de comunicación, sin que nadie entienda muy bien cómo funciona, qué
sucede y ni siquiera qué está pasando. El estúpido virtuosismo con
el cual nuestras clases medias educadas bienpensantes desprecian al kirchnerismo (o también, ya que estamos, al chavismo) habla de una
especie de delay imaginario: nos miramos en un espejo que
atrasa más de treinta años y que nos devuelve la imagen de un país
civilista y educado, con buenos niveles de organización
socioinstitucional, un sistema firme de partidos que mapea
razonablemente las contradicciones y las demandas sociales y que
permite (todavía) hablar de izquierda y derecha, de conservadores y
progresistas, de reaccionarios, reformistas y radicales. Nunca
parece haber habido en
Uruguay una oposición política más tonta,
torpe, desarticulada y sin ideas (a nivel parlamentario, de
partidos, de líderes o de movimientos): sin embargo es esa
oposición, y los medios de comunicación, los que suelen trazar la
agenda práctica del gobierno. Un diputado del Partido Colorado
(Fernando Amado) exige que el Ministro del Interior regrese de su
licencia y comparezca en sala “por la ola de robos” en Punta del
Este: la cosa no da para más que para largarle en plena cara una
“carcajada homérica”, pero los informativos de la tele lo toman, lo
repiten a diario, crean un problema a partir de la nada, obligan a
responder y a polemizar, y de pronto este simulacro ridículo ya está
instalado como un asunto serio que nos compete a todos.
Entre el acuerdismo democrático-electoral, el
populismo pragmático y el tecnopragmatismo económico, la izquierda
uruguaya, completamente desdibujada y sin ideas, no parece en
absoluto interesada en crear condiciones favorables para la
política. Deja que gobiernen la oposición, los medios y las
encuestas, y que la economía sea guiada por el buen comportamiento y
la obediencia al mercado y a los organismos multilaterales. El
discurso de Río del Presidente Mujica, que enamoró a la opinión
pública internacional, es la exacta contracara de lo que
efectivamente ocurre en Uruguay a nivel de su conducta económica.
* Publicado originalmente en la separata de la
revista Caras y Caretas, Tiempo de
crítica Nº 46, 1 de febrero de 2013. |
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