Hace veinte
años, un artículo
(no recuerdo qué heterónimo de quién lo
firmaba) publicado en el semanario La República de Platón trataba
de racionalizar la perplejidad que producía en su autor la recepción de
ciertos programas de la televisión uruguaya. El caso propuesto era el de
los informes sobre el verano en Punta del Este, que desplegaban su
paisaje de hoteles treinta estrellas, de atardeceres fastuosos, de
festicholas y mujeres desnudas, en una pantalla localizada
—por ejemplo—
en un barrio periférico de Tacuarembó, entre la
inflación y las moscas de los años 1990. Cómo explicar que semejante
obscenidad no estimulase una revuelta incendiaria, que desde los
márgenes de la miseria se contemplara con mansedumbre las rutinas
jubilosas del exceso.
El zoom viaja desde la piel lisa de una aceituna que flota en un trago
largo hacia la nalga dorada de una muchacha, y luego se eleva para
escrutar los cráteres de la luna llena sobre el Atlántico. Pese a la
mostración hiperreal —o
tal vez a causa de ella—
el espectador no acusa perturbación alguna, y permanece ante el tamaño
de un televisor que ha ocupado la penuria del rancho como una nave
extraterrestre, donde los rituales, episodios y personajes de la orgía
cool son contemplados con menos fascinación que curiosidad. La
comparsa de cómicos argentinos con gafas negras, las modelos demasiado
flacas, Casapueblo, aparecen como el pastor masai que bebe sangre bovina
o el actor kabuki en el Nat Geo. En un cuento de Bioy Casares
(“De la forma del mundo”, en El héroe de las mujeres) se refiere
la existencia de un pasadizo que permite llegar caminando y en poco rato
desde la Provincia de Buenos Aires a Punta del Este. En la mediación
televisiva del Uruguay glamoroso ocurre al revés. Hay una obstrucción de
toda continuidad o tránsito entre el veraneo vip y el bochorno
aplastante del barrio de Tacuarembó o de Treinta y Tres. Punta del Este
se recorta de todo contexto y destella como un cromo exótico,
bidimensional, helado.
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Las representaciones realistas, aunque pudiera pensarse lo contrario,
suelen generar este extrañamiento. Algunos españoles dicen que El
Lazarillo de Tormes (anónimo, 1554) es la primera novela moderna. La
afirmación, que no debe considerarse un mero exabrupto chauvinista, se
fundamenta —entre
otros motivos—
en que aquel relato rompe abruptamente con la tradición fantástica o
idealizante de las novelas de caballeros o de pastores y elige el
realismo como estrategia para construir su verosímil. El Lazarillo
cuenta en primera persona las peripecias de lo que hoy llamaríamos un
adolescente en situación de calle. Obedeciendo la tendencia a amonestar
la narrativa realista con algún adjetivo, no sería delirante adscribir
esta novelita al realismo sucio
—preferido no hace mucho por escritores y
lectores jóvenes—,
ya que incluye, por ejemplo, la descripción del vómito de los restos de
una “negra malmascada longaniza” sobre la cara de un ciego. Pero la
novela, no solo no fue escrita por un imposible lumpen letrado del
siglo XVI,
sino que los lectores que la convirtieron en un temprano best seller
tampoco pertenecían a aquella subclase residual. El Lazarillo
estableció y fijó los rasgos y los estereotipos de un género
exitosísimo, y —más
que el reconocimiento o la identificación de la crítica de costumbres—
produjo la estetización de una tribu canallesca y exótica, que vino a
sustituir o a acompañar a las pastoras con nombres virgilianos y a los
superhéroes feudales en el ocio de los letrados.
Siglos después, pasaba algo parecido con la obra de Marcel Proust. El
narrador francés redactó siete tomos acerca de las morosas vicisitudes
de ciertos personajes pertenecientes a las clases altas francesas de la
belle époque. Para Proust, para Marcel, el narrador, aquellos
personajes eran parte de su ambiente cotidiano. Pero cuando, merced a la
refinada eficacia de la escritura proustiana, hacen el crossover
contextual, se convierten en una etnia que nos seduce por la
extravagancia de sus usos y costumbres. En términos antropológicos, lo
que para el autor eran “conceptos de experiencia próxima”, para el
observador no nativo (ciertos lectores, nosotros) son “conceptos de
experiencia distante” (Clifford Geertz, Desde el punto de vista
nativo: Sobre la naturaleza del conocimiento antropológico,
Barcelona, Paidós, 1994).
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Más recientemente, a
fines del siglo pasado, los borrachos y drogadictos californianos de
Charles Bukovsky encantaban por su naturaleza subterránea o
periférica (la subalternidad aún no aparecía en el lexicón) a jóvenes
montevideanos mucho más subterráneos y menos metropolitanos que aquellos
personajes. El realismo mágico de Carpentier o de García Márquez (o el
neobarroco
en su versión Sarduy) usó
—y abusó—
deliberadamente de este artilugio. Tal vez la excepción a estas
generalidades, dentro de la tradición realista, sea
—por razones sociales, tecnológicas y meramente
literarias, que exceden las posibilidades de esta columna—
la novela europea del siglo XIX y su recepción por parte de sus
contemporáneos.
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De regreso a los
formatos de la televisión vernácula, puede decirse que el mismo efecto
de extrañamiento estetizante se genera en el caso de las noticias
policiales. Aquí los mecanismos de mímesis son otros, acaso más
sofisticados: la baja definición vertiginosa de las cámaras de seguridad
registrando la rapiña, la narración elíptica que muestra los guantes
quirúrgicos junto a la mancha de sangre, el zapato en medio de la
avenida, pero también el travelling por los recovecos más
ominosos de ciertos barrios. Generalmente el espectador recibe todo eso
desde una otredad infranqueable; su miedo o su indignación es una
interjección prediscursiva, análoga a la erotización de la imagen de un
topless en Playa Bikini.
Equipos de la televisión de Brasil, de Inglaterra y últimamente de Corea
han venido a Montevideo a documentar la vida privada del Presidente
Mujica. Los coreanos mostraron su cama destendida, las manchas de
humedad y los mosquitos muertos, metieron una cámara en la heladera.
Este registro disfórico, antiépico, es propio del realismo; se supone
que tiende a habilitar una conexión empática con cierto espectador
abstracto, con “el hombre común”. Sin embargo se trata de la fabulación
de una figura folk, que termina siendo
—también para nosotros—
más que un calibre político o la personificación carismática de
determinado proyecto, otro personaje pintoresco en el continuum
de megabytes, pixeles y otros corpúsculos de la información.
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