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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 



CIENCIA FICCIÓN - BRADBURY, RAY - CRÓNICAS MARCIANAS -


La membrana de la noche, la obligación de la nada*

Amir Hamed
La ciencia ficción aturde con sus tecnicismos didácticos, y suele crear tramas muy sofisticadas pero que, desprolija e insensiblemente narradas, opacan los mundos casi matemáticamente imaginados. Una excepción queda hecha, de un libro que no se puede leer, todavía, sin fascinación ni melancolía


A pesar de que la inminencia del milenio trae consigo infinidad de ficciones interplanetarias, sea televisivas, sea cinematográficas, parece evidente que la tecnología está cada vez más al servicio del ofuscamiento de los astros. En películas muy taquilleras de los últimos tiempos, como Día de la Independencia o Marte ataca
(incluso se puede contar en este sentido a El quinto elemento) las meganaves del espacio exterior parecen llegar, más que nada, para ofuscar la luz, para clausurar el universo y devolverlo como un espejo opaco en el que los terráqueos se ratifican como la medida de todas las cosas. Pero, cuando llega el final feliz de estos filmes, y los invasores son vencidos, nada más aparece esta estrella enceguecedora y candente, que sólo hace a la mitad de nuestro mundo y nuestra vida: el sol.

Pero los sueños son invitación de la oscuridad, y la dimensión ínfima que en verdad tenemos en el cosmos apenas nos es dada por la noche. Constelaciones, galaxias, geoides titilando en lo negro, estrellas fugaces, planetas de la guerra o el amor, y cada vez más, nuevo techo del mundo, satélites, que van agrumando los cielos y nos dejan cada vez más centrípetos, menos interesados en el espacio exterior. Lo nocturno da pavor, al mismo tiempo que ensueño.

Por eso el siglo XIX, con sus ciudades que progresivamente iban iluminándose e inmunizándose de ciertos miedos con faroles a gas, deparó los viajes lunares de Verne, y no mucho después, en 1898, -justo antes de que el cometa Halley amenazara destruir la Tierra- H.G. Wells pudo contar cómo los terrícolas se salvaban de una invasión alienígena contagiando su gripe a los invasores.

Este siglo que agoniza estuvo en condiciones de verificar algunas viejas fantasmagorías, y todavía recordamos las huellas de Armstrong en la superficie lunar. Sin embargo, mientras siguen partiendo naves para explorar lo desconocido, lo indudable es que, entre tanta ciencia y maquinaria, y entre ciudades que enceguecen por su alumbrado, casi ha desaparecido la noche, que no sólo era amiga del criminal, como pretendía Baudelaire, sino que siempre fue guía de viajeros y navegantes.

Como género literario, la ciencia ficción aturde con sus tecnicismos didácticos, y suele crear tramas muy sofisticadas pero que, desprolija e insensiblemente narradas, opacan los mundos casi matemáticamente imaginados. Una excepción queda hecha, de un libro que no se puede leer, todavía, sin fascinación ni melancolía. Son las Crónicas marcianas de Ray Bradbury, quien apuntó hacia el firmamento con un dedo viejo como el de los primeros astrólogos, o el de los primeros niños, y sin preocuparse de cómo podría hacerse eso, vio, sencillamente, la necesidad de ir poblando Marte y repetir, entre gozosa y fatalmente, la peripecia de develar una Nueva América
(como aquella con la que tropezara Colón) exactamente en estos días.

Las crónicas son una paulatina, sosegada y magistral aventura. Comienzan fechadas en 1999, y van de a poco acercando Marte a nosotros. A colonizarlo y destruirlo con sus virus parten los terrícolas y es entonces que "el entero planeta se convirtió en una barrosa pelota de béisbol descartada. Entonces, cuando estabas solo, vagando por los prados del espacio en mitad de tu camino hacia un lugar que no podías imaginar. Así que no fue inusual que los primeros hombres fueran pocos. El número fue creciendo de forma pareja en proporción al censo de los terrícolas que ya estaban en Marte. Había cierto consuelo en los números. Pero los primeros Solitarios tuvieron que saber soportar el estar solos...".

Y es así que, repasando las páginas de Bradbury, recordamos ese añejo mandato, casi primordial, de traspasar de alguna forma la membrana de la noche y domesticar las estrellas, a pura ensoñación, a puro deseo, a puro temor y soledad, con la mejor de nuestras impotencias, ésa de sabernos bien mínimos en medio de tan poblada nada.
  

* Publicado originalmente en Insomnia, Nº 11

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