A pesar de que la inminencia del milenio trae consigo infinidad
de ficciones interplanetarias, sea televisivas, sea cinematográficas,
parece evidente que la tecnología está cada vez
más al servicio del ofuscamiento de los astros. En películas
muy taquilleras de los últimos tiempos, como Día
de la Independencia o Marte ataca (incluso
se puede contar en este sentido a El quinto elemento)
las meganaves del
espacio exterior parecen llegar, más que nada, para ofuscar
la luz, para clausurar el universo y devolverlo como un espejo
opaco en el que los terráqueos se ratifican como la medida
de todas las cosas. Pero, cuando llega el final feliz de estos
filmes, y los invasores son vencidos, nada más aparece
esta estrella enceguecedora y candente, que sólo hace
a la mitad de nuestro mundo y nuestra vida: el sol.
Pero los sueños son invitación de la oscuridad,
y la dimensión ínfima que en verdad tenemos en el
cosmos apenas nos es dada por la noche. Constelaciones, galaxias,
geoides titilando en lo negro, estrellas fugaces, planetas de
la guerra o el amor, y cada vez
más, nuevo techo del mundo, satélites, que van agrumando
los cielos y nos dejan cada vez más centrípetos,
menos interesados en el espacio exterior. Lo nocturno da pavor,
al mismo tiempo que ensueño.
Por eso el siglo XIX,
con sus ciudades que progresivamente iban iluminándose
e inmunizándose de ciertos miedos con faroles a gas, deparó
los viajes lunares de Verne, y no mucho después, en 1898,
-justo antes de que el cometa Halley amenazara destruir la Tierra-
H.G. Wells pudo contar cómo los terrícolas se salvaban
de una invasión alienígena contagiando su gripe
a los invasores.
Este siglo que agoniza estuvo en condiciones de verificar algunas
viejas fantasmagorías, y todavía recordamos las
huellas de Armstrong en la superficie lunar. Sin embargo, mientras
siguen partiendo naves para explorar lo desconocido, lo indudable
es que, entre tanta ciencia y maquinaria, y entre ciudades que
enceguecen por su alumbrado, casi ha desaparecido la noche, que
no sólo era amiga del criminal, como pretendía
Baudelaire, sino que siempre fue guía de viajeros y navegantes.
Como género literario, la ciencia ficción aturde
con sus tecnicismos didácticos, y suele crear tramas muy
sofisticadas pero que, desprolija e insensiblemente narradas,
opacan los mundos casi matemáticamente imaginados. Una
excepción queda hecha, de un libro que no se puede leer,
todavía, sin fascinación ni melancolía. Son
las Crónicas marcianas de Ray Bradbury, quien apuntó
hacia el firmamento con un dedo viejo como el de los primeros
astrólogos,
o el de los primeros niños, y sin preocuparse de cómo
podría hacerse eso, vio, sencillamente, la necesidad de
ir poblando Marte y repetir, entre gozosa y fatalmente, la peripecia
de develar una Nueva América (como
aquella con la que tropezara Colón) exactamente en estos días.
Las crónicas son una paulatina, sosegada y magistral aventura.
Comienzan fechadas en 1999, y van de a poco acercando Marte a
nosotros. A colonizarlo y destruirlo con sus virus parten los
terrícolas y es entonces que "el entero planeta
se convirtió en una barrosa pelota de béisbol descartada.
Entonces, cuando estabas solo, vagando por los prados del espacio
en mitad de tu camino hacia un lugar que no podías imaginar.
Así que no fue inusual que los primeros hombres fueran
pocos. El número fue creciendo de forma pareja en proporción
al censo de los terrícolas que ya estaban en Marte. Había
cierto consuelo en los números. Pero los primeros Solitarios
tuvieron que saber soportar el estar solos...".
Y es así que, repasando las páginas de Bradbury,
recordamos ese añejo mandato, casi primordial, de traspasar
de alguna forma la membrana de la noche y domesticar las estrellas,
a pura ensoñación, a puro deseo,
a puro temor y soledad, con la mejor de nuestras impotencias,
ésa de sabernos bien mínimos en medio de tan poblada
nada.
* Publicado
originalmente en Insomnia, Nº 11
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