Era el hombre adecuado y
estuvo en el lugar preciso en el momento preciso. La libertad de
expresión en literatura a nadie le
debe tanto como a él. Merece nuestro reconocimiento como un
verdadero héroe de la cultura.
Maurice Girodias (né
Kahane; adoptó el apellido de su madre para eludir las leyes
antisemitas durante la ocupación alemana de París)
había heredado de su padre el savoir faire. Durante los
años treinta, trabajando en París, Jack Kahane, se había
especializado en editar los libros que los demás editores no se
atrevían: Trópico de Cáncer de Miller, Finnegan´s Wake
de Joyce, El libro negro de Durrell, los cuentos de Anais
Nin... y también novelitas con truculentas aventuras sexuales.
Todo en inglés para uso de los turistas ingleses y americanos que
visitaran la Ciudad Luz.
Terminada la Segunda Guerra,
Maurice Girodias pierde, a manos de su distribuidor, Hachette, la
editorial de libros de arte que con gran esfuerzo y buen éxito
había conseguido poner en pie durante la ocupación alemana. Está
en la miseria. Decide seguir los pasos de su padre y en 1953 funda
Olympia Press. Para los entendidos ya el nombre de la editorial
era todo un programa: la Olympia de Manet fue, seguramente,
la pintura más escandalosa del siglo XIX.
La estrategia editorial de
Girodias reproduce, en principio, la de su padre: un catálogo que
mezcla obras serias y truculencia sexual –aportada ésta por
jóvenes ingleses y americanos que pasaban hambre en la bohemia
parisina en espera de la gloria, a los cuales Girodias mismo
suministraba hasta el título y el argumento de la obrita. Pero
agrega a esa estrategia un elemento capital: la búsqueda
deliberada del escándalo mediante el enfrentamiento con la
justicia. Girodias sabía que el escándalo multiplica las ventas.
Para semejante estrategia, era
el momento preciso. Después de los millones y millones de muertos
de la Segunda Guerra, después del
horror sin límite del
genocidio nazi, después de desatarse la amenaza nuclear con
Hiroshima y Nagasaki (“con la próxima
guerra desaparecerá la
Humanidad” era la novedad inaudita con la que tenía que convivir
el ciudadano medio) ¿qué
Estado se podía
sentir legitimado como para reprimir penalmente los intentos por
darle un poco de sabor a la gris existencia del angustiado animal
urbano? Girodias intuyó que la rigidez policial en la materia no
podía durar mucho y se lanzó al ataque como un verdadero kamikaze.
En seis años (1953-1959), con
una andanada de gobernantas inglesas y escuelas del pecado,
financió la publicación de autores y obras clave del siglo XX que
ningún editor se atrevía a tocar ni con la punta de los dedos:
publicó a Beckett –Watt y la trilogía de Malone-, Sexus de
Miller, Lolita de
Nabokov, Candy de
Terry Southern, El almuerzo desnudo de Burroughs, El
hombre de mazapán de J.P.Donleavy, además de las primeras
traducciones al inglés de Genet y Bataille. No es fácil encontrar
en todo el siglo un editor que pueda ofrecer un catálogo semejante
de primeras ediciones.
Prácticamente todos sus
títulos –serios o no- fueron prohibidos: 25 sentencias judiciales
prohibiendo 80 títulos. Una verdadera batalla en la que las
policías de tres países –Francia, Inglaterra y
Estados Unidos- se
coordinaron para acallar al escandaloso editor. Lo consiguieron,
por supuesto. En 1963 el gobierno francés retiró a Girodias su
licencia para editar “por ochenta años y seis meses”. Tuvo que
irse de París. Pero la chispa había encendido la pradera y el
debate en torno a la libertad de expresión ya era inocultable. En
pocos años la censura literaria –y la cinematográfica-
desaparecerían sin dejar huellas. El camino estaba allanado para
lo que vino después: el movimiento estudiantil –que tuvo su
epicentro en el 68- y la llamada Revolución Sexual.
El
exilio de Girodias en Estados
Unidos duró una década. Tuvo la ocurrencia de publicar
Presidente Kissinger, producto torpe de varios autores que
presentaba una utopía socialista (¡!) encabezada por el entonces
Secretario de Estado Henry Kissinger. El FBI involucró falsamente
a Girodias en un asunto de
drogas y fue invitado a salir del país.
Corría el año 1966 cuando
Gore Vidal se tomó la molestia de escupir al despreciable editor
de libros sucios, en un extenso artículo titulado "Acerca de la
pornografía", publicado en la
prestigiosa New York Review of Books. Girodias le respondió. En un
pasaje que nos parece particularmente sutil de su respuesta dice:
“Cuando elige su título, Acerca de la pornografía, el Sr. Vidal
cándidamente hace evidente su compromiso con el establishment.
Sus esfuerzos por parecer sofisticado y amplio de mente se vuelven
totalmente inconvincentes: la vulgaridad nunca es un buen
substituto para la independencia intelectual. El uso constante que
hace de la palabra pornografía para describir lo sexual o erótico
es un signo inequívoco de su compromiso con el establishment.
porque lo que busca es traer a la mente del lector la imagen de
algo indeciblemente lascivo y sucio.
Pornografía es una de esas
palabras. No significa nada, su etimología no tiene sentido, pero
tiene esa chirriante, horrible cualidad que es mucho más efectiva
que toneladas de sentido común. Llamar a una obra de arte
pornográfica es un viejo truco practicado por generaciones de
censores para justificar su feo trabajo”.
* Publicado
originalmente en
www.montevideo.com.uy en julio de 2008
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