Desde que, a finales del siglo XVIII, Mary Shelley escribiera
Frankenstein, la modernidad
se planteó el dilema de cuándo sería llegado
el momento en que los androides, rebelados, habrían
de dominar a los humanos. En el siglo XX, novelas como Un mundo
feliz, de Huxley, o 1984, de Orwell, señalaban
la inimencia de un mundo maquinizado, robotizado, con los humanos
al servicio de los aparatos.
También
pasó de largo el acaso más modesto, si bien cargado
de efectos especiales, "Día del Juicio" de Terminator
I y II. Hoy, ya en el siglo XXI, tenemos una respuesta paradójica
para esas fabulaciones.
Por un lado, ninguno de esos eventos se ha producido. Ni se puede
establecer que haya llegado el Juicio Final, ni que ejércitos
de trastos nos hayan puesto a su servicio. Por el otro lado, sin
embargo, hace mucho que las máquinas señorean
sobre el mundo. Para entender la paradoja sería conveniente
retener que Michel Foucault, ya en los años 60, había
recordado que el ser humano tenía una historia tan breve
(originada, curiosamente, por los tiempos del Dr. Frankenstein)
como caduca.
En segundo término, deberíamos detenernos en el
hecho de que las sucesivas invenciones del transistor, del chip
y finalmente del microchip han hecho pasar un poco inadevertido
el portentoso advenimiento de la máquina y de la inteligencia
artificial.
Si se
repasa, hasta los años 70 en filmes, diseños y libros
se concebían computadoras gigantescas, como aquella de
2001 La odisea del espacio, de Stanley
Kubrik,
o cualquiera representada en películas clase B o C, generalmente
atendidas por diligentes ingenieros cubiertos de guardapolvos.
Se entendía por entonces que una computadora debía
ser, fatalmente, una inteligencia tan trabajosa como mastodóntica.
Sin
embargo el baratísimo microchip, que ha producido ordenadores
cada vez más pequeños, es un prodigio por lo disimulado.
Sin ir más lejos, últimamente se han
diseñado unos que pueden ser contenidos en un grano de
arena. Los mismos, por sus ínfimas dimensiones, podrán
ser digeridos e ingresados al organismo.
Ese
momento sería apenas un escalón más en el
proceso de robotización del ser humano, que de manera
algo inadvertida se ha venido dando por décadas. Un marcapasos,
una prótesis, implican la internalización de cuerpos
extraños en el organismo. Una miríada de microchips
pueden terminar de computarizar nuestras funciones vitales.
Si
se piensa este proceso, no queda más remedio que pensar
que, también paradojalmente, la dieciochesca, prerromántica
e iluminada Mary Shelley acertó y erró a la vez.
Su Frankenstein,
que era un alerta a la transgresión que los modernos
realizaban a la naturaleza, al igual que las computadoras
faraónicas, tenía grande talla y envergadura. Sin
embargo, el siglo XX se encargó de desmitificar el miedo a las grandes moles:
lo alarmante es la microscopización.
A fin
de cuentas, es la fisión de algo tan inaprensible como
un átomo lo que generó el estallido más
aterrador del siglo, conocido como bomba atómica. En la
misma escala microscópica, se están aislando genes,
delimitando mapas genéticos o tratando de combatir impalpables
virus.
El
microchip no aterra, precisamente, porque no se lo ve (y eso
que en la actualidad hay más de 6.000 millones que ni
siquiera se aplican a computadoras - están en las puertas,
los llaveros, los juguetes). El microchip convive con nosotros,
invisible como un hada, y pronto lo metabolizaremos en nuestra
sangre.
Esto obliga
varias conclusiones. 1) Que hace ya bastante tiempo que, sin darnos
cuenta, hemos venido viviendo en una novela
de ciencia ficción. 2) Que, por otra parte, nadie nos avisó.
3) Que los cyborgs han ganado una guerra que nunca fuera declarada
y 4) que no hay nada de que preocuparse: a fin de cuentas, las
alertas de Shelley o Huxley estaban dirigidas a los seres humanos.
Nosotros, hiperconectados, saturados de chips, hace rato que dejamos
de serlo.
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