Al finalizar
el milenio, las nociones de modernización, progreso y
desarrollo, que pautaron durante los siglos XIX y XX las
metas y frustraciones de la comunidad internacional de naciones,
estaban siendo cuestionadas no sólo por sus presupuestos
culturales sino por la propia evolución del sistema económico
dominante.
A lo
largo del siglo XX, los documentos de todas las instancias internacionales
de cooperación y de definición de políticas
globales reposaban en nociones tales como modernización,
progreso o desarrollo, que daban por sobrentendido que las sociedades
humanas perseguían un derrotero único en materia
de bienestar general, en donde algunas naciones sólo se
encontraban circunstancialmente menos adelantadas que otras.
A fines
de la década de 1940, la palabra desarrollo vino
a cumplir una función similar a la que anteriormente habían
tenido los términos modernización y progreso
que, junto al optimismo desatado por la Revolución Industrial,
expresaban la necesidad de las potencias dominantes de subordinar
a otros estados menores.
En
Africa, Asia y América Latina, por ejemplo, se hablaba
de modernización a fines del siglo XIX y comienzos del
siglo XX, en tanto que, con la eclosión de la Guerra Fría
entre los bloques capitalista y socialista, en la década
de 1950 se denominó desarrollo al paradigma a partir del
cual cobraban sentido otros términos como subdesarrollo,
países en vías de desarrollo, etc.
La
autonomía imposible
Más
allá de sus diferencias, los ideólogos liberales
y marxistas compartían una concepción lineal de
la historia que, fatalmente, ya fuera por la pujanza del capital
o por el avance de las fuerzas productivas (mano de obra, tecnología,
etc.), desembocaba en el progreso y el bienestar general.
La
noción de desarrollo, coherente con tales presupuestos,
fue impulsada en especial para ajustar la división internacional
del trabajo a las nuevas realidades de posguerra, sobre todo
para alinear a los nuevos países de Asia y Africa, que
comenzaban a emerger luego de finalizado su proceso de descolonización.
Se
sostenía que las naciones de la Europa capitalista, Estados
Unidos y Japón eran estados desarrollados y que, rezagados
con respecto a estos, los países pobres estaban sub, pre
o poco desarrollados. En este momento comienza a hablarse también
del Tercer Mundo, entendiendo por tal los países que no
pertenecían al Primer Mundo, capitalista, ni al Segundo
Mundo, socialista, dando por sobreentendido que ambos estaban
en un estadio superior.
Dentro
de este marco, el interés del campo capitalista por mantener
el control sobre sus antiguas zonas de influencia
(América Latina para el caso de Estados Unidos y las ex
colonias de Asia y Africa para el de las potencias europeas)
se tradujo en la promesa del progreso y el desarrollo, que llegaría
a esos países por medio de la ayuda financiera y las inversiones.
Al
comenzar los años 60, economistas y sociólogos
del Tercer Mundo elaboraron la Teoría de la Dependencia,
según la cual desarrollo y subdesarrollo eran dos caras
de la misma moneda: uno no podía existir sin el otro.
Esta interpretación sirvió de base a los movimientos
más radicales de los años posteriores, que postulaban
la salida del sistema capitalista y un desarrollo autónomo.
La
Teoría de la Dependencia seguía apoyándose
en la posibilidad genérica del desarrollo, pero ese supuesto
cayó por tierra al verificarse que ni la mayor potencia
del bloque socialista, la ex Unión Soviética, pudo
sobrevivir al margen de la economía mundial. Algunos autores
de la dependencia hicieron después una autocrítica
de esa teoría y empezaron a hablar del no-desarrollo.
Con
el derrumbe del campo socialista, desapareció la confrontación
ideológica entre los dos sistemas. En los hechos, los
flujos de inversión internacional adquirieron el perfil
descarnado de la simple búsqueda de maximización
de las ganancias y la ayuda al desarrollo decreció sin
remedio. No obstante, la terminología del desarrollo no
desapareció, sirviendo ahora para sostener la tesis de
que todo el orbe habría de seguir un único rumbo
capitalista.
El
desarrollo insustentable
En
1992, los gobiernos de todo el mundo y miles de organizaciones
no gubernamentales se reunieron en Rio de Janeiro para hablar
del medio ambiente. La Cumbre de la Tierra fue convocada para
buscar soluciones al creciente daño ecológico infligido
al planeta por el ser humano. Sin embargo, el Programa 21, surgido
de esa reunión, no hizo más que reactivar la noción
de desarrollo, ahora con la ayuda de un nuevo adjetivo: desarrollo
sustentable.
Se
delineó entonces un compromiso mundial que prentendió
alcanzar el desarrollo sustentable que no deteriorase los
ecosistemas. Los gobiernos ricos del Norte se comprometieron
a apoyar financiera y tecnológicamente a los estados pobres
del Sur, los cuales a su vez se comprometieron a ejecutar planes
para erradicar la pobreza y satisfacer las necesidades básicas
de sus poblaciones.
Según
lo establecido en dicha cumbre, el objetivo común era
alcanzar un sistema mundial de desarrollo que hiciera posible
"satisfacer las necesidades de las generaciones actuales
sin sacrificar las posibilidades de las generaciones futuras".
Por incapacidad o falta de voluntad política para lidiar
con las fuerzas motoras reales del sistema capitalista, el compromiso
de Rio de Janeiro no pudo ser cumplido. Este incumplimiento puso
en mayor evidencia aún la caducidad de las propuestas
desarrollistas.
Mientras
se acuñaba el término globalización
para explicar el nuevo curso de los hechos, la crisis ineluctable
de los
estados-nación y el irrefrenable triunfo de la economía
especulativa hizo cada vez más irrisorios los viejos patrones
de comparación.
La
crisis del estado-nación
Más
allá del prejuicio etnocentrista encerrado en el propio
origen de la noción de desarrollo, cuyo fin era en definitiva
imponer un modelo (el de la democracia capitalista occidental)
a las diversas culturas del mundo, las realidades se encargaron
de señalar la completa caducidad económica y política
del argumento.
A fines del siglo XX entró en crisis la definición
del estado-nación y de las organizaciones internacionales
que le servían de marco, en favor de megacorporaciones
privadas como las empresas trasnacionales y entidades políticas
supraestatales (como la CE, el NAFTA, el Mercosur, la ASEAN)
que respondían a aquéllas.
Al mismo tiempo, abandonado el patrón oro en favor de
la flotación del dólar y otras divisas, la actividad
financiera escapó de todo control. Ya no prevalecía
la antigua relación entre países inversores y países
productores sino el flujo indiscriminado de capitales especulativos,
que invertían en cualquier región del globo terráqueo
y sobre todo en sus mercados financieros.
Era extremadamente difícil entonces determinar de qué
manera se sustentaba la economía planetaria. Del mismo
modo que la economía informal se había convertido
en el mayor ingreso de muchos países, así también
el multimillonario flujo de capitales ilícitos (como los
provenientes del tráfico de drogas, armas, diamantes,
etc.) hacía muy difícil detectar hacía dónde
y cómo se
debía apuntar para alcanzar la proclamada meta del desarrollo.
El dinero electrónico, que se depositaba instantáneamente
en las diversas bolsas del mundo y cambiaba de manos
constantemente, era una figura que escondía tenazmente
su rastro y que forzaba a replantear los viejos esquemas, tanto
de desarrollo como de intercambio entre las naciones. En un esfuerzo
por dar coherencia a la velocidad e incertidumbre de la actividad
especulativa y los impactos en cadena sobre otros países
de sus efectos locales, se comenzó a pensar en términos
de interdependencia.
Pero esta interdependencia, lejos de ser manejable, parecía
seguir el principio de indeterminación de Heisenberg,
elaborado para los fenómenos atómicos. Se había
vuelto inmedible por dónde pasaba ni a dónde iba
a llevar -o llegar- el flujo casi neutrónico de los capitales.
La burbuja financiera, en México y Singapur, ya había
dado indicios de que el frágil equilibrio de la interdependencia
estaba al borde de su propio estallido.
Más allá de su capacidad de renovación en
los discursos, la idea de que fuera factible un desarrollo único
y global fue
perdiendo legitimidad: de hecho no era una meta razonable ni
posible de ser alcanzada por todos. Se hacía necesario
entonces repensar los paradigmas que dieron origen a esa noción
y que habían conducido a este estado de marasmo.
*Publicado
en La Guía del Mundo 1999-2000
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