Paul
Bowles
murió, circunstancia bastante previsible para un hombre
de 89 años que nunca se preocupó demasiado por su
salud y que en ocasiones pareció no demostrar ningún
interés por la vida. Durante sus últimos años
había desesperado a su servidumbre y amigos marroquíes
al negarse, al igual que Onetti, a levantarse de la cama, actitud
que para los árabes significa haber perdido el deseo de
vivir y haberse entregado a la muerte.
Pero
sin embargo había sobrevivido a muchísimas enfermedades,
incluyendo la reciente extirpación de un cáncer,
y a la gran mayoría de los escritores y artistas que lo
visitaron a lo largo de los años en su auto-exilio en
Tánger, artistas atraídos por el misterio de una
ciudad que había conseguido atrapar definitivamente al
mejor de todos ellos. William Burroughs, Brion Gysin, Truman
Capote, Allen Ginsberg, Francis Bacon, Jack Kerouac, John Cage
fueron dejando este mundo junto al siglo, dejando tras de sí
el legado del arte más auténtico y lúcido
que se haya realizado en la segunda mitad del mismo. Parecería
que Bowles no quiso cometer la descortesía de comenzar
el nuevo siglo sin sus amigos.
Repasar la bibliografía de alguien que fue definido por
el músico Ned Rorem como "uno de los grandes europeos
de antaño (Leonardo, Cocteau, Nöel Coward), un
doctor de medicina general de primer orden", es algo recomendable
pero a la vez inútil. Basta con abrir al azar cualquier
libro de relatos (y si el azar elige una página de Delicada
presa, mejor que mejor) para confirmar que Bowles no tenía
competencia en cuanto a escritura se refiere. Ni
con la mejor voluntad ni con el ego estimulado por los más
potentes alcaloides uno puede aventurar una forma más exacta
de escribir cualquiera de sus páginas, sustentadas por
una prosa tan perfecta que sobrevive a cualquier traducción
y en la que el narrador aparentemente ha desaparecido.
Digo aparentemente porque cuando Bowles escribe "una roca",
uno no ve simplemente los signos tipográficos que significan
"roca", uno puede ver esa roca, y cuando Bowles escribe
"una duna", uno puede sentir el suave azote de los
granos de arena sobre la cara y el delgado susurro del viento
sobre la misma. Hay que poner muchísimo de sí mismo
para darle tanta vida a la escritura, mucho más que los
interminables vericuetos de introversión que generalmente
se confunden con escritura poética y que generalmente
sólo son el ombiliguismo típico de generaciones
incapaces de ver algo más que su propia cara.
Pero la impresión de impasibilidad de Bowles es cierta.
Su obra parece estar regida por la filosofía árabe
de "Mektoub" ("Está escrito") y por
un sereno fatalismo de corte oriental. Pero, más allá
del amor de Bowles por lo árabe, su reticencia también
puede ser interpretada como simple timidez o buena educación.
Sin embargo, y al igual que las acusaciones de "frío"
recibidas por Borges pierden toda validez al leer 'Two
English Poems' o 'El oro de los tigres', esa impresión
general de Bowles como un hombre sin emociones se desmorona al
leer el final de Port en El cielo protector o la elegía
compuesta a la muerte de su esposa Jane, Próximo a la nada,
un poema de alguien que nunca reinvindicó credenciales
de poeta y que contiene todo el dolor que puede contener el idioma
inglés, o una persona.
Mientras escribo esto, en la compactera de mi computadora está
sonando Baptism of Solitude, disco de lecturas que Bowles
grabara con el acompañamiento sonoro de Bill Laswell y
que el escritor (el músico) no quería hacer en
un principio por considerar a su voz "sin interés".
La voz cascada y atonal dice "Piropos, you said, el aire
les hace piropos" mientras Bill Laswell apenas cubre el
fondo con una cortina de sonidos misteriosos. Bowles no enfatiza
ningún verso, ni siquiera los más dolorosos, y
el único quiebre en su voz parece deberse más a
una mala respiración que a una intención de comunicar
un sentimiento. Pero todas las palabras se entienden, claras
y definitivas. Tal vez podría estar mejor leído,
con más pasión, pero también podría
estar escuchando otra cosa; "tú misma tienes la culpa
de lo que hiciste conmigo".
Recuerdo la primera vez que leí en mi adolescencia a Paul
Bowles; tenía la vaga idea de que era un viejo maricón
que vivía en Arabia y era amigo de William Burroughs.
No me interesaron en absoluto esos episodios distantes en los
que no parecía pasar nada o en dónde lo que pasaba
no parecía importarle al narrador. Diez años después
tuve que reseñar una antología de cuentos de Bowles
y mientras lo leía descubrí, además de esa
prosa tan afilada como una cimitarra, que no estaba leyendo el
libro de un viajero deslumbrado por el exotismo de Marruecos
sino a alguien que escribía sobre desiertos, fueran en
Marruecos o en Cold Point, o en Montevideo, a juzgar por lo que
yo había aprendido en los años desde que había
intentado leerlo infructuosamente por primera vez.
Recuerdo
también fantasear con la idea de viajar algún día
a Tánger, fumar algo de kif, tomar el té en el Sahara
e intentar hacerle una visita a quién me parecía
el mayor escritor viviente. Sería (en el caso de conseguirla)
una visita muy breve; es sabido que Bowles estaba bastante podrido
de que cada aspirante a escritor que pasaba por Marruecos fuese
a sacarse una foto junto a él, y sería sólo
para decirle "hola, señor Bowles, valió la
pena hacerse periodista sólo para ser obligado a leer uno
de sus libros". Bueno, nena, eso es algo que ya no vamos
a hacer.
Sitio web auntorizado
de Paul Bowles: http://www.PaulBowles.org
* Publicado
originalmente en Insomnia Nº101
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