Una pareja tiene la ilusión de que, después de cuatro
intentos fallidos, una niña
podrá salvar su matrimonio. Esa otra Alicia es toda niñerías,
y cierra los ojos pensando que los tres primeros meses de matrimonio
con ese hombre alto, al que ama, son la medida de muchos años
de dicha. Ahí en el monte está el contador Benincasa,
que se relame pensando que esas abejas sin aguijón han
dejado indefensa toda la miel de dos panales.
La esposa de Kassim
se acaba de ir a dormir creyendo que probablemente el infeliz
de su esposo habrá de regalarle ese solitario que está
terminando de engarzar.
Apenas un punto en
el río, una canoa avanza, y dentro de ella un hombre imagina
un cercano reencuentro con mister Dougald. En el andén,
finalmente, otro individuo mira fijo la ventanilla del tren,
esperando que por allí asome la cabeza de su amante.
No sólo a los rioplatenses, que multitudinariamente las
han leído con escolar disciplina, les son familiares estas
historias. Su autor, Horacio
Quiroga, es desde hace mucho un cuentista canónico.
Casi todos sus lectores recuerdan con calosfrío que Alicia,
sin terminar de darse cuenta, encontró su final en la noche,
más exactamente en una alimaña chupasangre oculta
en ese almohadón en el que apoyaba sus sueños. Tienen
presente por igual que lo de Dougald era una vana alucinación,
porque en realidad, en la canoa, el hombre, todo su cuerpo emponzoñado
por una yaracusú, apenas derivaba hacia su muerte.
No importa cuándo se los haya leído, los implacables
Cuentos de amor, de locura y de muerte acosan a perpetuidad.
A pesar de que Quiroga legó
un decálogo y otras reflexiones sobre el arte del relato
breve, pocos, o ninguno de sus sucesores, lograron dejar una huella
equivalente en la memoria.
En verdad, lo que sucedió fue que a Quiroga sus discípulos
no lograron emularlo porque no entrevieron que el maestro, incansablemente,
se afanó en mostrar una verdad tajante y casi indecible.
Más que estridentes recetas o retóricas de cuentista,
Quiroga dejó insonora la clave de semejante horror -ese
suyo-, tan emparentado con el delirio, o con lo otro. Sus relatos
asaltan y desbarrancan el soporte mismo de la ilusión,
los frágiles pilares del ensueño.
Allí donde alguien pierda contacto con su entorno, ya
por sueñera, ya por delirio, morfina o alcoholes, allí
irá Quiroga a desmantelar la ilusión y mostrar
el reverso cruento. Un cuerpo envenenado, las plumas de un almohadón
que cobijan una vida ominosa, un solitario vengativo que se incrusta
en el cuerpo de la durmiente, son apenas ejemplos de cómo
Quiroga, en el momento justo, y apelando a cualquier recurso,
vendrá a demostrar que todo eran espejismos.
Si el sueño, desde tiempos inmemoriales es hermano de
otra cosa, allá está Quiroga desenmascarando el
revés, el gemelo oscuro, la cruda constatación
de que que no ha sido suficiente el ensueño como para evaporar
la realidad.
Y casi todos los personajes son en estos cuentos culpables, al
engañarse, al fingirse un mundo a su medida, que carece
de un verdadero sustento, o que carece de una dimensión
en verdad creativa, o trascendente. No se trataba, en Quiroga,
del castigo de un escritor rencoroso y autoritario para con sus
agonistas, ni tampoco eran los suyos aspavientos de un intelectual
resentido y perdido en la selva. Ni siquiera es lícito
reducir sus cuentos a mera constatación de su biografía
atormentada y violenta en la cual, terminando o comenzando por
él mismo, se morían todos aquellos a los que quería
cerca.
Se trata, en los relatos
de amor, locura y muerte,
de denunciar lo falso y egoísta que hay en estas somnolencias,
dejando intocado un lugar de privilegio para el verdadero sueño,
el desinteresado. Por eso, tal vez, en
el moridero y espanto de este volumen, sólo cierta tetrarquía
alcanza una medida verdaderamente protagónica. Esta tetrarquía
está dispuesta a llevar las cosas a su última consecuencia,
y preparada para avecinarse, como mínimo, a un arrabal
de lo sublime. Se trata de cuatro niños, que estuvieron
enfermos, aunque ya lo han olvidado, que absorben la luz del
ocaso como si se la quisieran comer.
Nada podrá separarlos
ya del rojo furibundo e impalpable del sol que se oculta, que
se manifiesta gota a gota a través de una gallina que
ha sido degollada y que está por irrumpir a borbotones
en el cuello de su hermana más chica, la quinta, la que
no quedó idiota, que está tan linda y endomingada.
* Publicado
originalmente en Insomnia. |
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