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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 



QUIROGA, HORACIO - ENSUEÑO -


El ensueño y eso otro*

Amir Hamed
Esa es la característica principal de los melodramas; el constante atestiguar cada paso del prójimo -como en las novelas de Dostoievsky- donde no es posible morir o pervivir a solas, donde el menor acontecimiento cotidiano más que vivirse se escenifica gratuitamente para un familiar o un lugareño

Una pareja tiene la ilusión de que, después de cuatro intentos fallidos, una niña podrá salvar su matrimonio. Esa otra Alicia es toda niñerías, y cierra los ojos pensando que los tres primeros meses de matrimonio con ese hombre alto, al que ama, son la medida de muchos años de dicha. Ahí en el monte está el contador Benincasa, que se relame pensando que esas abejas sin aguijón han dejado indefensa toda la miel de dos panales.

La esposa de Kassim se acaba de ir a dormir creyendo que probablemente el infeliz de su esposo habrá de regalarle ese solitario que está terminando de engarzar.

Apenas un punto en el río, una canoa avanza, y dentro de ella un hombre imagina un cercano reencuentro con mister Dougald. En el andén, finalmente, otro individuo mira fijo la ventanilla del tren, esperando que por allí asome la cabeza de su amante.

No sólo a los rioplatenses, que multitudinariamente las han leído con escolar disciplina, les son familiares estas historias. Su autor, Horacio Quiroga, es desde hace mucho un cuentista canónico. Casi todos sus lectores recuerdan con calosfrío que Alicia, sin terminar de darse cuenta, encontró su final en la noche, más exactamente en una alimaña chupasangre oculta en ese almohadón en el que apoyaba sus sueños. Tienen presente por igual que lo de Dougald era una vana alucinación, porque en realidad, en la canoa, el hombre, todo su cuerpo emponzoñado por una yaracusú, apenas derivaba hacia su muerte.

No importa cuándo se los haya leído, los implacables Cuentos de amor, de locura y de muerte acosan a perpetuidad. A pesar de que Quiroga legó un decálogo y otras reflexiones sobre el arte del relato breve, pocos, o ninguno de sus sucesores, lograron dejar una huella equivalente en la memoria.

En verdad, lo que sucedió fue que a Quiroga sus discípulos no lograron emularlo porque no entrevieron que el maestro, incansablemente, se afanó en mostrar una verdad tajante y casi indecible. Más que estridentes recetas o retóricas de cuentista, Quiroga dejó insonora la clave de semejante horror -ese suyo-, tan emparentado con el delirio, o con lo otro. Sus relatos asaltan y desbarrancan el soporte mismo de la ilusión, los frágiles pilares del ensueño.

Allí donde alguien pierda contacto con su entorno, ya por sueñera, ya por delirio, morfina o alcoholes, allí irá Quiroga a desmantelar la ilusión y mostrar el reverso cruento. Un cuerpo envenenado, las plumas de un almohadón que cobijan una vida ominosa, un solitario vengativo que se incrusta en el cuerpo de la durmiente, son apenas ejemplos de cómo Quiroga, en el momento justo, y apelando a cualquier recurso, vendrá a demostrar que todo eran espejismos.

Si el sueño, desde tiempos inmemoriales es hermano de otra cosa, allá está Quiroga desenmascarando el revés, el gemelo oscuro, la cruda constatación de que que no ha sido suficiente el ensueño como para evaporar la realidad. Y casi todos los personajes son en estos cuentos culpables, al engañarse, al fingirse un mundo a su medida, que carece de un verdadero sustento, o que carece de una dimensión en verdad creativa, o trascendente. No se trataba, en Quiroga, del castigo de un escritor rencoroso y autoritario para con sus agonistas, ni tampoco eran los suyos aspavientos de un intelectual resentido y perdido en la selva. Ni siquiera es lícito reducir sus cuentos a mera constatación de su biografía atormentada y violenta en la cual, terminando o comenzando por él mismo, se morían todos aquellos a los que quería cerca.

Se trata, en los relatos de amor, locura y muerte, de denunciar lo falso y egoísta que hay en estas somnolencias, dejando intocado un lugar de privilegio para el verdadero sueño, el desinteresado. Por eso, tal vez, en el moridero y espanto de este volumen, sólo cierta tetrarquía alcanza una medida verdaderamente protagónica. Esta tetrarquía está dispuesta a llevar las cosas a su última consecuencia, y preparada para avecinarse, como mínimo, a un arrabal de lo sublime. Se trata de cuatro niños, que estuvieron enfermos, aunque ya lo han olvidado, que absorben la luz del ocaso como si se la quisieran comer.

Nada podrá separarlos ya del rojo furibundo e impalpable del sol que se oculta, que se manifiesta gota a gota a través de una gallina que ha sido degollada y que está por irrumpir a borbotones en el cuello de su hermana más chica, la quinta, la que no quedó idiota, que está tan linda y endomingada.


* Publicado originalmente en Insomnia.

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