Apuntes de vida y obra:
génesis de una voz
“Soy
como cuento en "Historial de las violetas",
la misma niña a la sombra de los durazneros de mi padre”
Marosa Di Giorgio
Memoria del árbol
Nos
adentramos en el paisaje del litoral del
Uruguay, en la exuberancia
bañada por el río que configura la floresta de la geografía
subtropical y que anticipa la vegetación del mato característica del
corazón de América Latina. Al contemplar la boscosa ribera y más
allá, los cinturones que comienzan a extenderse hacia la soledad de
los campos, nos preguntamos acerca del sentimiento de un inmigrante toscano y las imágenes que despertaron su imaginación al desembarcar
en Salto, ciudad al margen del río Uruguay, en las postrimerías del
siglo XIX. Varios factores pueden empujar a un ser humano fuera de
su tierra, entre ellos, la necesidad, la guerra, la búsqueda de
geografías nuevas que colmen los ojos cansados, tal vez, un atávico
afán aventurero, un complejo de Ulises que exprese un secreto
desasosiego. Sin embargo, para los antropólogos modernos, el estado
de exilio no es la regla en el género humano, sino la excepción y el
desarraigo se constituye como una herida profunda, un trauma jamás
del todo soliviantado que empuja a recrear lo perdido en la tierra
de acogida, a construir estructuras similares en un acto de
conservación de la memoria y la identidad.
Esto
sucedía con ambos abuelos de
Marosa di Giorgio Médicis, junto al
contingente de inmigrantes que llegaba desde Italia, diezmada por
las guerras que deflagraron los siglos XIX y XX, atravesada
por la miseria que las mismas sembraron. Conocido es el tópico en la
literatura italiana del emigrante que deposita en América todas sus
esperanzas de progreso social y económico, en la época de
post-guerra, sobre todo en la pujante América del Norte. La
necesidad de fundar otra vida en un nuevo territorio, de despegarse
de lo viejo por insatisfactorio o doloroso, de iniciar una biografía
que complete el anhelo de ser, está en la raíz de la genealogía
mítica que Marosa Di Giorgio despliega en sus textos, instaurando el
aspecto fundacional que emana de los personajes familiares
integrados a la suma poética de su factura.
Con
respecto a su abuelo materno, Eugenio Médicis, natural de la
Provincia de Massa e Carrara, di Giorgio declara:
“Los
negocios del abuelo fueron imaginativos y tornadizos. Se transformó
en agricultor, adquiriendo dos chacras granjas, en la parte este del
Salto, “San Antonio”, integrando ese milagro de las quintas
italianas del Salto, con la estela a Garibaldi y las fabulosas
naranjas. Él fue pionero de olivares y cría de gusanos de seda, con
la correspondiente plantación de moras, pues esos menudos
constructores de la seda, se alimentan de las hojas de la mora. Sus
negocios casi nunca andaban. Él soñaba. Las quintas eran
misteriosas, habitadas por fantasmas, ladrones, hongos de diversos
colores, que había traído de Italia, perros, gatos, conejos, loros,
palomas, almendras.”
En el
intento de “trasplantar” el paisaje grabado en la memoria, Eugenio
Médicis reconstruiría su campiña natal, las quintas colmadas del sol
toscano, en donde las generaciones labraron la tierra desde edades
inmemoriales. Al llegar a Salto, Eugenio encuentra una ribera
silvestre aún indomeñada por el surco de los siglos, una tierra
fértil, cuya vegetación extraña crece por doquier, nutrida por la
humedad del río Uruguay y sus afluentes que irrigan el ámbito litoraleño. Es probable que Eugenio fuera un soñador, un hombre a
quien se le ocurrían ideas construidas también por el recuerdo, y a
quien su empeño singular lo llevara a recrear los cultivos
ancestrales de olivos y gusanos de seda de las faldas alpinas de la
Italia del norte. Massa y Carrara es una provincia de geografía
montañosa y profundos valles frondosos. Como se encuentra bajo la
influencia del Mediterráneo, un sol brillante impera en todo su
esplendor haciendo a la zona propicia para el cultivo del olivo y
los frutales. También es una zona marmolera, de las montañas de las
cercanías se extrae el famoso mármol de Massa y Carrara, pudiéndose
ver desde la lejanía los tajos blancos de la cantera.
Fue
así, en pos de esos sueños que Eugenio Médicis contrae nupcias con
Rosa Arreseigor, de origen vasco y campesino. Luego de cumplir con
éxito la actividad del comercio ambulante, adquiere dos chacras
contiguas en la zona de San Antonio, a escasos quilómetros de la
ciudad de Salto, donde las colonias de italianos se dedicaban al
cultivo de pequeñas granjas y huertos
y a la crianza de animales domésticos. De la pareja nacerían
tres hijas, Clementina y Josefina, mellizas, madre y tía de Marosa,
e Ida. Es aquí, en estas casas quintas, en los huertos floridos
donde se yergue la naturaleza con todo su magisterio, y donde el
hombre en su intento de doblegarla despliega una épica salvaje, allí
donde la lucha por domesticarla abre el misterio de la condición
humana, la niña de exquisita percepción crecería para imprimir desde
lo hondo de una memoria atávica, las huellas ineludibles de la
belleza que comporta el abrazo, muchas veces cruento, entre hombre y
naturaleza. Todo parece iniciarse aquí y sin embargo mucho más
atrás, como si el árbol de las edades hubiera encontrado en la
fecunda ribera un sitio propicio para crecer, y una faunesa que lo
acicalara. En una entrevista la poeta hablaba de esas raíces:
“-
¿Cuáles son las raíces de tu escritura?
-
Las raíces de estas cosas son un tanto insondables, siempre. Yo veo
un paisaje, una campiña de Toscana, al pie y en las laderas de los
Montes Apuanes. Veo a Lusana, el sitio de Pedro, mi padre.
“Membrillo de Lusana” nombré a mi último libro (Los Papeles
Salvajes, Tomo II).
Y
crecí en la zona de San Antonio, en Salto. Chacras, huertas, granjas
fundadas por italianos. Pero las raíces, repito, son siempre
insondables. Habría que ir hasta la burbuja donde saltó el Universo,
a la voluntad de Dios.”
Desde
el lado paterno, también se hace presente el origen toscano, el
padre, Pedro di Giorgio, desembarca siendo un adolescente en la
ciudad de Salto, luego de un arduo viaje de cuarenta días desde el
puerto de Génova junto a su padre Domenico di Giorgio. Habían
partido de Lusana, un pueblo aledaño al que un día había dejado
Eugenio. Al desembarcar en Salto, en una enorme barcaza venida desde
Buenos Aires, la primera persona con quien se cruza Pedro es
Clementina Médicis con quien intercambia unas palabras. Pasado un
tiempo, y en donde la historia parece repentinamente invadida por la
fábula, Pedro contrae matrimonio con Clementina, mientras Doménico,
quebrado por la nostalgia regresaba a su Italia natal.
Estos
datos que parecen meros apuntes biográficos, son de relevancia
ineludible en la constitución de la voz poética de
Marosa di Giorgio.
La constitución de la genealogía es una viga arquitectónica que
sostiene el conjunto de los libros, dotándolos de una coherencia en
la que confluyen las relaciones interfamiliares. Los roles de los
padres, abuelos y demás seres que componen la red parental, están
netamente distribuidos y diferenciados, ya sea por el género, en
donde lo femenino y lo masculino orbitan en esferas distintas, como
por su función filial. Podemos afirmar que la familia, conjuntamente
con los variadísimos seres que constituyen el tapiz marosiano,
conforma los actantes de su universo, dispuestos en torno a un
centro de gravitación de una primera persona transmutable, que
estructura las relaciones. Según Olivera Williams la figura de la
madre es de una densidad estructural muy importante:
“Clementina,
como diosa telúrica, era origen de la vida humana, vegetal, animal y
mítica, por lo tanto la que permitía la creación de una genealogía,
la ubicación de la hablante en un mundo real e imaginario, y la
interpretación y apropiación furtiva de su sistema de preceptos”
Esta
autora utiliza el término “genealogía” en el sentido que le había
dado Foucault; como una serie de interpretaciones de un sistema de
reglas que determinan el desarrollo de la humanidad y que tiene como
función recordar y perpetuar: “The role of genealogy is to record
its history…”
Dentro de la obra de di Giorgio, las reglas impuestas por la
institución familiar, y la distribución de los roles
interparentales, son sistemáticamente transgredidos por un discurrir
subjetivo que se niega a encarnar el modelo predestinado por el
mandato del sistema genealógico de cuño patriarcal heredado en las
estructuras mediterráneas. El ser no puede cumplir el designio del
“deber ser” genealógico, la regla inter- y genético parental,
desintegrando el yo en una multiplicidad de entidades realizadoras
de innumerables identificaciones con un bestiario de estirpe
salvaje. Al mandato ancestral impuesto como ley al género femenino
de madre y esposa, casi una esclava a la sombra del hombre, desde
los tiempos bíblicos y legitimado en las sociedades de cuño guerrero
indoeuropeo en que se confirmó el núcleo societario grecolatino, la
voz lírica asume la misión transgresora y alternativa de ser la
escriba de la familia, un destino susurrado misteriosamente y
llevado como una marca de fuego hasta sus últimas consecuencias.
La
obra marosiana se nutre en las fuentes del recuerdo, entre otras,
para elaborar una genealogía que alcanza las dimensiones de gesta,
de mito. Debido a las operaciones poéticas que se producen en su
matraz, la genealogía de Marosa di Giorgio se convierte en mítica,
en el sentido aristotélico del término mito, una historia o
narración que remite a los orígenes y al destino sagrado de una
comunidad, concepto que tomamos en este trabajo.
Allí las relaciones interparentales son poetizadas a sus
esquemas esenciales, a la más pura emanación humana. La presencia de
los abuelos, el padre y la madre, las tías, hermanas, primas y
primos configuran la historia primordial de la familia, encauzada en
la lucha por la existencia, enfrentada a lo que la perpetúa y la
destruye frente al desgaste del tiempo. La
muerte y el erotismo
afloran dejando a la azorada espectadora contemplar la médula de las
relaciones interparentales no exentas de matices terroríficos.
En
Clavel y Tenebrario los familiares son asimilados a los poemas,
quienes protagonizan y transitan la poesía, hecho que confirman las
sendas dedicatorias de sus distintos libros a los integrantes de la
misma:
“Y
mi libro de poemas, pasé todas sus páginas, una por una, y todas a
la vez. Y los familiares; el abuelo andaba apenas, bajo las
tremolantes parras, la abuela con su corona imperial de guindas, las
tías de cara de magnolia, la hermana y las primas, siempre niñas,
jugando en sus propias cabelleras; mamá sacó otro collar desde la
nada y nos dijo que, siempre habláramos en voz baja, hasta que
apareció papá –siempre estuvo ahí –, como un Predilecto, un Roble de
Entendimiento Fino.” (Clavel y Tenebrario, pág. 38)
Este
fragmento revela que los poemas se constituyeron en el tronco
familiar y cada hoja de su códice es el alma de un integrante. La
voz engendra infinitamente los poemas en los que la familia vuelve a
revivir ante los ojos asombrados. Vemos al abuelo en su traje de
pana verde acicalando los olivares, a la abuela, confeccionando
budines mágicos, la madre a la vez dulce y severa, amada sobre todo,
sirviendo el té entre las hadas y las diablas niñas, las primas y
las hermanas, compañeras de las alucinantes incursiones por el
jardín que determinan la esencia de esos pequeños relatos en los que
se arquitecta su poesía, el padre cazando lobos o zorros, que
acechan en las veras del bosque. Entonces todo vuelve a comenzar.
Pero
volvamos nuevamente a Eugenio, quien inicia la genealogía en el país
nuevo, en una tierra mistificada por los europeos que escuchaban las
historias como lejanas leyendas o veían a los “indianos” volver,
enriquecidos por aquella tierra de promesas, y en donde la ciudad de
El Dorado reverberaba entre la historia y la leyenda. En este
proceso de selección de datos y por lo tanto idealizador, donde un
posible fracaso es automáticamente eliminado de la conciencia, y
donde prima el deseo de encontrar más allá del mar la vida que en la
propia tierra es negada, se produce el primer acto transculturador.
La imaginación de lo que se va a encontrar se dispara
sustentada por lo que la memoria oculta. Colón en su diario de
viajes, nombraba con las maravillas recordadas de la Biblia a la
nueva geografía que sus ojos no podían catalogar con los viejos
repertorios integrados en su sistema de conceptos. Así, es capaz de
observar a las sirenas y otros monstruos fabulosos durante su
travesía. La primera de las hibridaciones realizadas por Eugenio, en
el plano de la tierra, quedarían grabadas para siempre en la memoria
poética de Marosa di Giorgio.
A la presencia real de los cultivos, a la exuberancia captada por
una percepción sutil, se le agregaban las viejas historias narradas
por su padre y abuelo de aquellas tierras añoradas, colmadas de
lobos, picos nevados y trineos:
“-
Pero sus libros tienen su propia geografía y hasta sus propios
climas, mitad americanos, mitad europeos.
-
Mi abuelo y mi padre eran italianos. Había en Salto una gran colonia
italiana. Hablaban de lobos, de la nieve, del mundo que habían
abandonado.
-
Y usted lo hizo suyo.
-
En parte sí. Pero la vegetación en Salto me alucinaba. Así creció mi
observación de los frutos, de los pájaros, la imaginación que
siempre agrega cosas, deforma, ilumina, oscurece.”
Historias y señales, de una tierra aún cercana en su reactualización
que dejaría la impronta de una estética exquisita y peculiar en los
textos de Marosa. Su gestación se produce no solamente en los
relatos galantes del abuelo, sino también en los objetos que
habitaron la casa, en la elaboración de los alimentos, en los
vestidos, los ritos religiosos y en las costumbres de la familia, en
síntesis, todo aquello que conforma la producción simbólica de la
célula grupal injertada en la comunidad con sus estructuras
importadas del alto Mediterráneo y transculturadas al territorio
nuevo:
“Desde
los cuatro años vi llegar como por obra de magia a mi silvestre
casa, cartas marcadas en Italia. Massa-Carrara, Bagnone, Pontremoli,
Lusana, en el sobre, se tornarían cifras inquietantes, destellos de
un mundo que era también mío pero tal vez inatrapable.”
Así
como un día, Eugenio Médici y Doménico di Giorgio, soñaron la
presencia virginal del territorio americano, Marosa soñó una posible
tierra italiana que manaba de la latencia de sus antepasados. Estos
paisajes, marcados por la nieve y las montañas son muy importantes
en sus primeros libros, Poemas de 1953, Visiones y Poemas
de 1954, Humo de 1955 y Druida de 1959 y que conforman una primera
etapa en su obra. En los siguientes libros volverían a aparecer pero
con menos perseverancia, a partir de Historial de las violetas de
1965 y en el resto de sus libros prevalece la caracterización
autóctona del espacio geográfico en que se instaura la obra.
Del fruto del árbol no comerás: voz de poeta
Con
estas apreciaciones sobre la familia de Marosa queremos señalar una
de las primeras hibridaciones que quizás conformen las marcas más
constantes de su obra. El origen de la imposibilidad de situarse
bajo la lente de ningún esquema clasificador, como si perteneciera a
uno de los preciosos objetos de la enciclopedia china de
Borges que Foucault citaba para indicar la arbitrariedad de los catálogos,
entre ellos el lenguaje, parece estar en esta amalgama rica que
significó la crianza de la poeta. La mayoría de los críticos que han
escrito sobre la obra de di Giorgio señalan la hibridación desde
diferentes enfoques y apuntando a diversos aspectos de su poética.
En cuanto a la forma, lo primero que destaca es la hibridación del
género, situándose en el terreno plurimorfo de la prosa poética. En
el plano del lenguaje aparecen las hibridaciones a través de la
sintaxis de un signo en permanente mutación.
Transformación que lleva a los componentes del universo marosiano a
las metamorfosis constantes de los significados, trashumando entre
los distintos reinos de la escala de lo animado y lo inanimado. Es
el de-signio de un universo captado en su permanente transformación,
en un devenir en donde tiempo y espacio quiebran sus aparentes
dimensiones estables, conjuntamente con el yo que unas veces se
posiciona como protagonista, deuteroagonista o simplemente un
narrador extradiegético, transitando por los distintos niveles, voz
única que instaura y clausura el objeto de su creación. Pero no nos
engañemos, este sólo existe a partir del lenguaje que lo crea, como
si volviera de una modelización estandarizada para situarse en un
más acá, o conformara una modelización alterna que hiciera saltar a
la representación mimética de sus goznes. Para la autora, la
experiencia primordial, el impulso creacional se sitúa en el nivel
del lenguaje:
“En
un relato, aún inédito, me caso con un hibisco y el hibisco me deja.
Y aparte de eso hay una verdad suprema: la cuestión es con el
lenguaje. Todo se realiza en el lenguaje. Y lo demás es cuento.
Mejor dicho, es nada. La boda es con el
lenguaje”
La
supremacía del lenguaje en el universo poético de Marosa di Giorgio
configura un acto fundacional en el cual la poeta es maga y demiurga
a la vez que protagonista del mismo. A lo largo de los años Marosa
profundiza en su obra en un viaje vertical, hacia un centro siempre
en fuga del que seguían manando las prodigiosas imágenes de este
jardín de las delicias americano. Mientras continuaba horadando el
mundo endocéntrico, la poeta creaba a su propio personaje a imagen y
semejanza de su poesía, quebrando las fronteras entre realidad y
arte. Y si bien Marosa era la habitante de sus libros, nunca dejó de
pertenecer a este mundo, el compartido con sus amigos y su familia,
círculos en los que era muy querida y respetada primero en Salto y
luego en Montevideo, ciudades entre las que discurrió su vida:
“La
primera creación literaria fue ella misma. Cierta vez comentó que
tenía que actuar de Marosa. Y nada más profundamente correcto porque
desde su primer libro se firmó con el nombre que la inmortalizaría
sin nunca revelar el suyo verdadero: María Rosa.”
Tempranamente vinculada al grupo de teatro Decir dirigido por
Nidia Arenas, argentina radicada en Salto, desarrolló un gusto
especial por el teatro, y en su personalidad se conjugó
perfectamente este aspecto lúdico, performativo, de ser en el mundo.
Podemos aseverar que Marosa es una obra de arte de Marosa, una
creación infinita que no cesó hasta los últimos días de su vida.
Parte de su estampa eran los exuberantes vestidos de colores
fuertes, con el cabello rojo y los lentes de mariposa como un
antifaz que oculta y sugiere:
“Mi
disfraz de mariposa; grandes alones con manchas. Papá los construyó,
trabajosamente. Y con él, de niña, enfrenté al mundo, los zorros y
los pájaros.” (Liebre de marzo, pág. 51)
Así
le gustaba pasearse en Salto por lo que no muchas veces fue
comprendida en la pequeña ciudad provincial. Amaba el teatro y
continuó desarrollando esta vena dramática en los recitales de
poesía, en donde la poeta incluía vestuario y escenografía
desplegando una atmósfera de poderosa sugestión, comparable a la que
suscita el rico brocado de sus imágenes poéticas. Junto al grupo
Decir inició una afición que jamás abandonó, integrándola
perfectamente al quehacer poético. Asimismo en Salto, ciudad a la
que se muda por los años cincuenta, comienza a vincularse con el
mundo intelectual. Junto a escritores, pintores, profesores,
músicos, y artistas de toda índole, Marosa comienza su trasiego por
los cafés, en donde las tardecitas discurrían entre charlas sobre
cultura y algún café o una copa de licor. A esta imagen bohemia de
la poeta, debe oponérsele su trabajo en el diario y luego en la
Intendencia de Salto desempeñado por varios años hasta su traslado a
Montevideo. Es significativo que la fecha de la primera publicación
coincida con la primera residencia de la autora en la ciudad. El
pequeño libro Poemas editado como un cuaderno casero sin pie de
imprenta data de 1953. Al mundo de la experiencia infantil de las
chacras perdido para siempre, se superpone el de la poesía, como un
intento de eternizar una sabiduría derramada en la savia más
antigua, cocida en los hornos misteriosos de la memoria, el recuerdo
y la imaginación, erguidas en potencias directrices de un estilo. La
pérdida, la ausencia, el vacío, se imponen entonces como preludio
necesario para la creación y el alma vuelve aquel lugar en donde un
día voló:
“La
naturaleza fue y es la gran palabra. O sea la Creación, o sea Dios;
la fuente de donde mana todo. La poesía viene, entonces, de la nada
y del todo.”
Las
publicaciones comienzan a sucederse y con ellas el reconocimiento de
un talento sin igual. Marosa di Giorgio no es poeta masiva, sino de
culto, cultivada solamente en algunos círculos. A pesar de ello
obtuvo amplios reconocimientos a su obra, no solo en nuestro país
sino también en el extranjero donde fue traducida al francés y al
portugués. Sus primeros libros, fueron publicados por editoriales
extranjeras, en Venezuela y Argentina. La primera editorial uruguaya
que la respalda es Aquí Poesía que publica Historial de las
Violetas en 1965 junto a Magnolia que había obtenido en 1960 un
premio a “inéditos” por el Ministerio de Instrucción Pública.
Más
tarde estos libros son incluidos en la primera edición de Papeles
Salvajes de 1971 compilados por Arca, más La guerra de los huertos
y Está en llamas el jardín natal. En esta segunda etapa, la obra
se afirma en sí misma haciéndose consciente de su alcance y adquiere
los visos de una maestría que continuaría desarrollándose en las
obras de la madurez. En 1978 la poeta se muda a Montevideo donde
permanecería hasta el fin de sus días, allí ya vivía su hermana
Nidia di Giorgio con la que mantiene un vínculo estrecho. En
Montevideo participa intensamente de la vida cultural, se reúne con
los poetas y escritores en los cafés, especialmente el Sorocabana,
realiza innumerables lecturas y recitales de poesía en diversos
lugares y hasta participa de un corto cinematográfico llamado Lobo:
“Mi
encuentro con los poetas fue memorable; sin embargo, es solo una
página más –ésta– en el anuario de los robles” (La Guerra
de los huertos, PS;I. pág. 159)
La
poeta tiene una personalidad retraída aunque nunca dejaba de
compartir literatura y vida con su presencia sutil. Ávida lectora,
confiesa en las diversas entrevistas haber leído los libros
“importantes” y los no tanto. Habitante de las tertulias y de los
cafés, su silueta fugaz y colorida, sonámbula y feérica pertenece al
imaginario colectivo de los montevideanos como figura originalísima,
una mariposa que hubiera transitado por la arquitectura gris de un
esplendor en ruinas. De su manto de liebre continúan cayendo las
flores abrillantadas de las chacras salteñas.
Luego
vienen las publicaciones de Gladiolos de luz de luna (Árbol
de fuego, 1974), Clavel y Tenebrario (Arca,
1979), La liebre de marzo (Cal y Canto,
1981), Mesa de Esmeralda (Arca, 1985),
La Falena (Arca, 1987). Excepto
Clavel y
Tenebrario estos libros son incluidos en el segundo tomo de los
Papeles Salvajes editados por Arca en 1991. Es una época de
intensa producción en donde la poeta alcanza cumbres inigualables
con algunos de sus mejores poemas. Asimismo se comienzan a esbozar
los temas eróticos que serían característicos de los libros de la
siguiente etapa, si bien el erotismo nunca estuvo ausente de la obra marosiana. El desarrollo de su obra, desde una visión global, no
transcurre en progresión lineal, es un desarrollo en volutas, donde
las diversas temáticas van asomando y luego son rehiladas con mayor
intensidad en obras posteriores. Incluso hay menciones explícitas de
tópicos y temas, elementos o personajes que anticipan una obra
ulterior. Pues, la mayoría de los críticos de Marosa, están de
acuerdo en que su obra no es susceptible de fragmentación, no hay
una diferenciación neta entre libros, sino que configura un universo
holístico cuyo centro gravitante es el jardín natal. La misma autora
así lo reconocía:
“-
Hay quien dice que leyendo un libro suyo se conoce su obra.
-
La temperatura es la misma. Debe ser así. Se suceden los libros, y
el mundo es el mismo. Pero se va ramificando, siguen surgiendo
cosas. ¿Me voy a poner a hacer sonetos? ¿Puedo quebrar ese mundo?”
La
estructura de la obra marosiana presenta rasgos cíclicos. En muchos
de los poemas en prosa observamos que un sintagma que abre el poema
se vuelve a repetir hacia el final, una o varias veces, ostentando
las señales más perentorias del género lírico. Este rasgo es mucho
más acusado en los libros que conforman la primera etapa, pero
también se constata en los siguientes. Asimismo esta estructura
circular se transfiere a todo el universo marosiano por lo que antes
apuntábamos y que lo vincula con el no-tiempo de los mitos. La misma
se fija en los ciclos agrarios de la naturaleza, en las potencias
telúricas de los procesos primordiales de la vida y la muerte, la
muerte y la resurrección. Grabados en la memoria antropológica del
hombre y la mujer, recreados cíclicamente por el drama polifónico de
la naturaleza, la vivencia de la infancia produjo un impacto
tremendo en la matriz de la imaginación poética, fijándola al
espacio y tiempo de las chacras salteñas donde la autora pasó su
niñez y juventud temprana. Este drama cosmogónico, en el que los
hombres y mujeres son como las generaciones de las hojas, es
actualizado y recreado muchas veces hasta la miniatura en su poesía.
Y allí ocurre lo horrible y lo bello como el verso y anverso de un
devenir necesario y eterno, integrantes de la misma unidad que la
naturaleza y sus complejas interacciones ejecuta en su danza
extrema. Estas relaciones son actuadas por seres de un repertorio
nutrido en lo verosímil, lo fantástico y lo maravilloso. La
iconografía católica es animada en una imaginería barroca de la
religión transculturada desde la Italia apostólica y toda su estela
paganizante, a una naturaleza que se transforma en templo y
santuario, altar de los sacrificios. Símbolos que se nutren de los
surtidores más profundos del acontecer humano. La plasticidad
barroca de su estética nos llevará por los derroteros más auténticos
de la poesía latinoamericana del S XX, porque Marosa gi Giorgio se
puede considerar como integrante del panteón que incluye a
Vallejo,
Lezama Lima, o Vicente Huidobro por la altísima calidad de su poesía
y su vena metafísica:
“Perteneciente
a una familia católica, como ya dije, pero con un catolicismo
amplio, amable, libre, de tono agreste –se vivía en el campo, en
granjas – fui una niña enlazada a la religión. Lo que me rodeó
estuvo tramado con lo trascendente (como es en la verdad). Así,
mirlos y claveles, representaban a los santos. Los irisados íconos
de esa iglesia y el jardín, iban siempre unidos.”
(Pasajes de un memorial…. “Autobiografía” pág. 93)
Aquí
no se agota el amplio abanico de seres que habitan la poesía. Los
más extraños componentes de la flora y fauna autóctona como la
extranjera integran el retablo de una mitología propia, que
trasciende su pertenencia particular y pertenece a la identidad
artística y al legado cultural del país.
Con
la publicación de Misales en 1993, asomamos a una nueva etapa en
la poética marosiana, la de los relatos eróticos. Esta poética
seguirá madurando en Camino de las pedrerías en 1997 hasta
configurar una novela “Reina Amelia” en 1999 que a pesar de su
extensión tampoco cambiaría sustancialmente la estética de su
escritura. Es como si las primitivas secuencias de sus poemas
anteriores hubieran alcanzado un mayor grado de desarrollo en
progresión continua. El ciclo erótico culmina en Flor de Lis 2004
y Rosa Mística libro que incluye la nouvelle isónima editada en
2003.
El
erotismo en la obra de Marosa, presente desde sus primeros poemas,
se entiende como energía sacra que habita en el receptáculo de todos
los seres y las cosas. Eros atraviesa y anima su universo
confundiéndose con la presencia misma de Dios. La cópula se efectúa
como “unión con lo divino” enlazando a esta escritora con los poetas
místicos, con la diferencia que enciende todo el bazar de símbolos
cristianos conjuntamente con los paganos y otros de su propio sello,
de su raíz insondable. Dichas cópulas pueden llegar a ocurrir con
los seres de todos los reinos, entramándose en relaciones íntimas
que expresan la unidad de la naturaleza y un panteísmo basamental.
Es una sexualidad libérrima, que transgrede la barrera de los
géneros, las especies y las categorías, que atraviesa con un
salvajismo ceremonial a los cuerpos y sus partes. Eros en su
despliegue feraz, es complementado por su hermano Thanatos, dios de
la destrucción según el mito y que aparece indisolublemente asociado
aquél como parte de una totalidad que rechaza las modelizaciones y
estandarizaciones que dividen al mundo entre bien y mal, placer y
dolor, hermoso y horrendo. Según la autora:
“Sí,
es una escritura erotizada. Pero el Eros que está presente conmigo
se mezcla siempre con lo sagrado. (…) Hay un Thanatos minúsculo y
poderoso asido al borde del plato nupcial.”
Aquí
aparece otro tópico muy presente en los relatos eróticos de Marosa
el de la devoración.
El aspecto nutricional, como todos los temas en di Giorgio
venía siendo elaborado desde sus primeros libros. La abuela es la
primera confeccionadora de budines mágicos, arte del que el “yo”
protagonista y todo su retablo parece apropiarse con fines
inconfesables. A través de la estilización poética, la autora
maneja ciertos “tabúes” impuestos a la humanidad desde edades
inmemoriales, cuando se constituyó la primera tribu humana. El
banquete como ceremonial de índole ritual, en donde la ingesta
significa la apropiación verdadera, o incorporación del-o otro, en
un acto eucarístico y pagano, parece signar gran parte del tópico de
la devoración. Este ritual es perpetrado por la familia en torno a
la mesa como otro de los aconteceres, entre bodas, celebraciones,
funerales, que marcan antropológicamente el desarrollo de las
generaciones y las emparentan con el resto de las especies
vivientes.
El acto nutricio entonces, se convierte en una ejecución
sagrada que cumple una función de equilibrio en el seno maternal de
la naturaleza, fagocitadores y fagocitados juegan una partida en la
cual la vida y la muerte, y la vida más allá de la muerte adquieren
su máscara de horror y de gloria. Frecuentemente los alimentos son
presentados como los más exquisitos y extraños objetos estéticos,
manjares sublimes, incitando a la devoración y a la sapiencia de que
lo que se incorpora no es lo muerto sino que continúa su efecto
fascinador por el cuerpo que lo engulle. El universo completo es
devorable, asimilándose a la capacidad del individuo creador para
engullir e incorporar los aditivos para su crisol creativo que
devuelve transformados en poesía. A través de la inglusión, del
mundo, del cuerpo, el sujeto se hibrida al objeto devorado,
transformándose él mismo, como en un proceso alquímico en donde la
búsqueda incesante de la verdad poética y del sentido trascendental
transfiguran al mundo, desrealizándolo de su prosa lógico-racional
herencia de la Ilustración. La poesía marosiana nos permite acceder
a estos procesos de características mágicas, que la autora se ha
preocupado por investir con las más diversas leyendas e historias
fundadas en su erudición.
La
devoración, en los relatos eróticos está fuertemente vinculada a la
cópula sexual. El coito como una “muerte temporal” o petit mort, una
sustracción del individuo por el placer, en donde la libido es
repentinamente liberada y arrastra al sujeto tras ella en esa
instantánea aniquilación del yo, es vivenciada en estos relatos
muchas veces como devoración que efectúa el individuo masculino
sobre el femenino. En el tratamiento marosiano el arquetipo de la
“mantis religiosa” o la “viuda negra” es de signo invertido, en el
que es casi siempre el sujeto masculino quien efectúa el feminicidio
sexual. No obstante, las féminas de su corte milagrosa, no son
sujetos inocentes de la persecución sino que atraen sobre sí, con su
hechicería floral, al deseo de los machos:
“Pero
adentro de eso, del jarrón, iba una caballa con caracolillos
insertos que se la comían viva. Tal vez, dijo él, esto a la señora
caballa dé placer. Es casi seguro, que los caracolillos, al comerla,
hacen de maridos.” (Misales, pág. 22)
El
cuerpo de la fémina a menudo aparece colmado de néctares exquisitos
que los machos succionan con fruición. El acto sexual, el coito, se
vive entonces como devoración pero también como unión mística. A lo
largo de sus poemas y relatos, la cópula suele producirse con la
misma divinidad. A través del acto se vivencia el sentido sagrado de
la experiencia sexual, una unión religiosa con el todo que amplían
el ser permitiéndole intuir su propia esencia divina. Unión a lo
divino que puede ser encarnado por un insecto, una flor, un animal
velludo, epifanías del panteísmo sustancial de la autora quien se
declara admiradora de El cantar de los cantares o de los
escritores místicos por su lenguaje erótico:
“Después
iría a San Juan de la Cruz, y es andar en lo mismo. Esa elevación,
ese ascenso, lleva a anular al prójimo. O mejor, la proximidad es
tal que se transforma en conjunción. Los ojos que tengo en las
entrañas dibujadas.”
La
conjunción con la divinidad es también cópula con el lenguaje.
Transustanciación del ser en lenguaje, depositando su verdad última
y esencial, anulándose como entidad psicológica para transformarse
en testimonio poético, aunque ello no revista un código moral ni un
“deber ser” particular, sino que se limita a testificar su
experiencia radical y transitoria por este mundo. Los
últimos libros de Marosa están expresamente dedicados a su familia,
allí la poeta rinde homenaje a los caros de su universo. Membrillo
de Lusana Y Diamelas a Clementina Médici incluidos en el segundo
tomo de la 2ª edición de Papeles Salvajes realizada por Adriana
Hidalgo editores desde Buenos Aires en el 2000 y Pasajes de un
memorial al abuelo toscano Eugenio Médici póstumamente publicado
por la Intendencia de Salto en 2006. Así se cierra un ciclo, no
solamente en el sentido de las ediciones, ya que la primera y la
última fueron editadas en el Salto natal, sino que las figuras parentales en torno a las cuales se teje la poesía ejercen su poder
filial y emancipan de la angustia que provoca el misterio de la
muerte.
En el
libro editado en homenaje a su madre muerta Diamelas a Clementina Médici, encontramos un poema que revela la potencia del universo
familiar en la constitución de la obra:
“Y
un día decir adiós a “La Quinta”, para siempre, a los poemas?...! A
mis padres ya sólo vivos como figuras transparentes en mi
imaginación. A toda la familia de pie sobre las flores.
Oh,
yo quisiera poner huevos. Y de mí resucitasen todos. Y darles yo de
comer y de mamar”
(PS II, pág. 326)
El
efecto resurrección, tan presente en la poética marosiana e incluido
en la semántica simbólica del huevo, leit motiv de sus
poemas, tiene lugar en el momento de la recepción, y el paisaje
irisado se vuelve a erguir con todo su esplendor ante los ojos
imaginantes del lector, inducido por una lengua sin concesiones. En
este fragmento el yo protagónico se identifica con la Gran Madre,
diosa primordial origen del universo y presente en antiguos mitos
que perviven desde las lejanas edades matriarcales del neolítico,
Madre que es el origen pero también el final de la vida humana, Rosa
Mística, humus divino, árbol de la vida, en donde perviven los seres
eternamente en su continuo ciclo de desintegración y reencarnación y
en donde la vida se concibe desde una conciencia estetizante, que
devela su sagrado devenir a través de la
belleza.
Notas:
Entrevista: Roberto Mascaró. “Lo natural es
sobrenatural”. El País Cultural Nº 195. Año 1993.
Entrevista. Carlos
María Domínguez. Conversación con Marosa Di Giorgio. El
mundo mágico y terrible de Marosa Di Giorgio. Con un arco
iris a cuestas. Brecha 15/06/1990.
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