La tarea del editor
consiste, en buena medida, en el exterminio de palabras. Tomando
de la jardinería, se suele llamar "poda" a esta
tarea, tal vez un eufemismo para no dar cuenta del duelo que
se da con cada uno de estos cortes. En efecto, dentro de nuestra
"cadena del ser", una interpelación botánica
pareciera menos traumática que un envío hacia la
probablemente más precisa categoría del control
demográfico.
En realidad, la tarea
de editar (también
la de auotoeditarse) parte
de una premisa: demasiadas palabras han nacido, algunas deformes.
Se trata, en gran medida, de practicar la eugenesia y seleccionar
cuáles, entre tantas, tendrán una vida más
provechosa. Allí, sin más, se aplican ciertos recetarios
(el adjetivo "mata",
la concisión "da vida" etc.).
Según esta premisa,
el texto no ha
nacido sino que permanece en estado fetal. Hay que apresurarse
a matar para producir vida. En la misma persona, claro está,
puede convivir el pergeñador del feto (digamos,
el escritor), y el implacable partero (quien edita).
Para ambos, igualmente, se da el duelo. Cuando el argumento que
justifica el homicidio es (la
falta de) espacio,
el escocimiento suele ser más prolongado, ya que las coartadas
eugenésicas, las interpelaciones a la
selección natural, ahora no valen y sólo se
trata de una elección malthusiana. Hay pocos centímetros
para tantas letras.
El editor o editora, en
última instancia, por añadidura, produce un cambio
radical. Cuando una obra no ha sido aún
editada, permanece como una flora bacteriana, o una película
que eriza cada poro de quien la ha escrito: puede ser una novela,
por ejemplo, puede contar con un millón de caracteres,
puede haber sido alimentada por años. Más aún,
puede haber quedado inédita por lustros. Todo ese tiempo
ha estado viviendo en el organismo de quien la ha escrito, que
recuerda cada adjetivo, que se cuestiona si un adverbio (la
palabra 704.318 del texto) sigue siendo la mejor elección,
si lo que corresponde después de aquella frase tajante
es un punto y coma o son dos puntos.
Todas esas palabrejas inéditas son un organismo parasitario,
foruncular, en otro organismo que las alimenta. Editadas, finalmente,
arrancadas del cuajo, son un ente autónomo. Quien escribe -el organismo de quien escribe- puede
olvidarse de eso que le ha estado succionando cada molécula.
Cualquier libro -que será pasto
de archivos, de lectura, de
memoria- es una bendición para quien lo ha escrito. Porque
para quien ha escrito, finalmente, es olvido.
* Publicado
originalmente en Insomnia
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