El narrador —por muy familiar que nos parezca el
nombre— no se nos presenta en toda su incidencia viva. Es algo que de
entrada está alejado de nosotros y que tiende a alejarse aún más. Presentar a un Leskov como narrador, no significa acercarlo a
nosotros. Más bien implica acrecentar la distancia respecto a él.
Considerado desde una cierta lejanía, riman los rasgos gruesos y
simples que conforman al narrador. Mejor dicho, estos rasgos se
hacen aparentes en él, de la misma manera en que en una roca, la
figura de una cabeza humana o de un cuerpo de animal, se revelarían
a un espectador, a condición de estar a una distancia correcta y
encontrar el ángulo visual adecuado. Dicha distancia y ángulo visual
están prescritos por una experiencia a la que casi cotidianamente
tenemos posibilidad de acceder. Es la misma experiencia que nos dice
que el arte de la narración está tocando a su fin. Es cada vez más
raro encontrar a alguien capaz de narrar algo con probidad. Con
creciente frecuencia se asiste al embarazo extendiéndose por la
tertulia cuando se deja
oír el deseo de escuchar una historia.
Diríase que una facultad que nos pareciera inalienable, la más
segura entre las seguras, nos está siendo retirada: la facultad de
intercambiar experiencias.
Una causa de este fenómeno es
inmediatamente aparente: la cotización de la experiencia ha caído y
parece seguir cayendo libremente al vacío. Basta echar una mirada a
un periódico para, corroborar que ha alcanzado una nueva baja, que
tanto la imagen del mundo exterior como la del ético, sufrieron, de
la noche a la mañana, transformaciones que jamás se hubieran
considerado posibles. Con la Guerra Mundial comenzó a hacerse
evidente un proceso que aún no se ha detenido. ¿No se notó acaso que
la gente volvía enmudecida del campo de batalla? En lugar de
retornar más ricos en experiencias comunicables, volvían
empobrecidos. Todo aquello que diez años más tarde se vertió en una
marea de libros de guerra, nada tenía que ver con experiencias que
se transmiten de boca en boca. Y eso no era sorprendente, pues jamás
las experiencias resultantes de la refutación de mentiras
fundamentales, significaron un castigo tan severo como el infligido
a la estratégica por la guerra de trincheras, a la económica por la
inflación, a la corporal por la batalla material, a la ética por los
detentadores del poder. Una generación que todavía había ido a la
escuela en tranvía tirado por caballos, se encontró súbitamente a la
intemperie, en un paisaje en que nada había permanecido incambiado a
excepción de las nubes. Entre ellas, rodeado por un campo de fuerza
de corrientes devastadoras y explosiones, se encontraba el minúsculo
y quebradizo cuerpo humano.
II
La experiencia que se transmite
de boca en boca es la fuente de la que se han servido todos los
narradores. Y los grandes de entre los que registraron historias por
escrito, son aquellos que menos se apartan en sus textos, del contar
de los numerosos narradores anónimos. Por lo pronto, estos últimos
conforman dos grupos múltiplemente compenetrados. Es así que la
figura de narrador adquiere su plena corporeidad solo en aquel que
encarne a ambas. «Cuando alguien realiza un viaje, puede contar
algo», reza el dicho popular, imaginando al narrador como alguien
que viene de lejos. Pero con no menos placer se escucha al que
honestamente se ganó su sustento sin abandonar la tierra de origen
y conoce sus tradiciones e historias. Si queremos que estos grupos
se nos hagan presentes a través de sus representantes arcaicos
diríase que uno está encarnado por el marino mercante y el otro por
el campesino sedentario. De hecho, ambos estilos de vida han, en
cierta medida, generado respectivas estirpes de narradores. Cada una
de estas estirpes salvaguarda, hasta bien entrados los siglos,
algunas de sus características distintivas. Así es que, entre los
más recientes narradores alemanes, los Hebel y Gotthelf proceden del
primer grupo, y los Sealsfield y Gerstäcker del segundo. Pero, como
ya se dijo, estas estirpes solo constituyen tipos fundamentales. La
extensión real del dominio de la narración, en toda su amplitud
histórica, no es concebible sin reconocer la íntima compenetración
de ambos tipos arcaicos.
La Edad Media, muy particularmente,
instauró una compenetración en la constitución corporativa
artesanal. El maestro sedentario y los aprendices migrantes
trabajaban juntos en el mismo taller, y todo maestro había sido
trabajador migrante antes de establecerse en su lugar de origen o
lejos de allí. Para el campesino o marino convertido en maestro
patriarcal de la narración, tal corporación había servido de escuela
superior. En ella se aunaba la noticia de la lejanía, tal como la
refería el que mucho ha viajado de retorno a casa, con la noticia
del pasado que prefiere confiarse al sedentario.
III
Leskov está tan a gusto en la
lejanía del espacio como en la del tiempo. Pertenecía a la Iglesia
Ortodoxa Griega, mostrando además un sincero interés religioso. No
por ello fue un menos sincero opositor de la burocracia
eclesiástica. Y dado que no se llevaba mejor con la burocracia
temporal, las funciones oficiales que llegó a desempeñar no fueron
duraderas. En lo que respecta a su producción, el empleo que
probablemente le resultó más fructífero fue el de representante
ruso de una empresa inglesa que ocupó durante mucho tiempo. Por
encargo de esa empresa viajó de manera muy frecuente por Rusia, y esos viajes
estimularon tanto su sagacidad en asuntos del mundo como el
conocimiento del estado de cosas ruso. Es así que tuvo ocasión de
familiarizarse con el sectarismo del país, cosa que dejó huella en
sus relatos. Leskov encontró en las leyendas rusas aliados en su
lucha contra la burocracia ortodoxa. De su cosecha puede señalarse
una serie de narraciones legendarias, cuyo centro está representado
por el justo, rara vez por el asceta, la mayoría de las veces por un
hombre sencillo y hacendoso que llega a asemejarse a un santo de la
manera más natural. Es que la exaltación mística no es lo suyo. Así
como a veces Leskov se dejaba llevar con placer por lo maravilloso,
prefería aunar una firme naturalidad con su religiosidad. Su modelo
es el hombre que se siente a gusto en la tierra, sin entregarse
excesivamente a ella. Actualizó una actitud similar en el ámbito
profano, que se corresponde bien con el hecho de haber comenzado a
escribir tarde; a los 29 años. Eso fue después de sus viajes
comerciales. Su primer trabajo impreso se titula «¿Por qué son caros
los libros en Kiev?» Una serie adicional de escritos sobre la clase
obrera, sobre el alcoholismo, sobre médicos policiales, sobre
comerciantes desempleados, son los precursores de sus narraciones.
IV
Un rasgo característico de
muchos narradores natos es una orientación hacia lo práctico. Con
mayor constancia que en el caso de Leskov, esto puede apreciarse,
por ejemplo, en un Gotthelf, que daba consejos relativos a la
economía agraria a sus campesinos; volvemos a discernir ese interés
en Nodier que se ocupó de los peligros derivados del alumbrado a
gas; así como en Hebel que introducía aleccionamientos de ciencias
naturales en su «Pequeño tesoro». Todo ello indica la cualidad
presente en toda verdadera narración. Aporta de por sí, velada o
abiertamente, su utilidad; algunas veces en forma de moraleja, en
otras, en forma de indicación práctica, o bien como proverbio o
regla de vida. En todos los casos, el que narra es un hombre que
tiene consejos para el que escucha. Y aunque hoy el «saber consejo»
nos suene pasado de moda, eso se debe a la circunstancia de una
menguante comunicabilidad de la experiencia. Consecuentemente,
estamos desasistidos de consejo tanto en lo que nos concierne a
nosotros mismos como a los demás. El consejo no es tanto la
respuesta a una cuestión como una propuesta referida a la
continuación de una historia en curso. Para procurárnoslo, sería
ante todo necesario ser capaces de narrarla. (Sin contar con que el
ser humano solo se abre a un consejo en la medida en que es capaz de
articular su situación en palabras.) El consejo es sabiduría
entretejida en los materiales de la vida vivida. El arte narrar se
aproxima a su fin porque el aspecto épico de la verdad es decir, la
sabiduría, se está extinguiendo. Pero éste es un proceso que viene
de muy atrás. Y nada sería más disparatado que confundirla con una
«manifestación de decadencia», o peor aún considerarla una
manifestación «moderna». Se trata, más bien de un efecto secundario
de fuerzas productivas históricas seculares, que paulatinamente
desplazaron a la narración del ámbito del habla, y que a la vez
hacen sentir una nueva
belleza en lo que desvanece.
V
El más temprano indicio del
proceso cuya culminación es el ocaso de la narración, es el
surgimiento de la novela a comienzo de la época moderna. Lo que
distingue a la novela de la narración (y de lo épico en su sentido
más estricto), es su dependencia esencial del libro. La amplia
difusión de la novela solo se hizo posible gracias a la invención de
la imprenta. Lo oralmente transmisible, el patrimonio de la épica,
es de índole diferente a 1o que hace a una novela. Al no provenir
de, ni integrarse en la tradición oral, la novela se enfrenta a
todas las otras formas de creación en prosa como pueden ser la
fábula, la leyenda e, incluso, el cuento. Pero sobre todo, se
enfrenta al narrar. El narrador toma lo que narra de la experiencia;
la suya propia o la transmitida, la toma a su vez, en experiencias
de aquellos que escuchan su historia. El novelista, por su parte, sé
ha segregado. La cámara de nacimiento de la novela es el individuo
en su soledad; es incapaz de hablar en forma ejemplar sobre sus
aspiraciones más importantes; él mismo está desasistido de consejo e
imposibilidad de darlo. Escribir una novela significa colocar lo
inconmensurable en lo más alto al representar la vida humana. En
medio de 1a plenitud de la vida, y mediante la representación de esa
plenitud la novela informa sobre la profunda carencia de consejo,
del des-concierto del hombre viviente. El primer gran libro del
género Don Quijote, ya enseña cómo la magnanimidad, la audacia, el
altruismo de uno de los más nobles —del propio Don Quijote—, están
completamente desasistidos de consejo y no contienen ni una chispa
de sabiduría. Si una y otra vez a lo largo de los siglos se intenta
introducir aleccionarnientos en la novela, estos intentos acaban
siempre produciendo modificaciones de la forma misma de la novela.
Contrariamente, la novela educativa [Bildungsroman, novela de
formación] no se aparta para nada de la estructura fundamental de la
novela. Al integrar el proceso social vital en la formación de una
persona, concede a los órdenes por él determinados la justificación
más frágil que pueda pensarse. Su legitimación está torcida respecto
de su realidad. En la novela educativa, precisamente lo insuficiente
se hace acontecimiento.
VI
Es preciso pensar la
transformación de las formas épicas como consumada en ritmos
comparables a los de los cambios que, en el transcurso de cientos de
milenios, sufrió la superficie de la Tierra. Es difícil que las
formas de comunicación humanas se hayan elaborado con mayor
lentitud, y que con mayor lentitud se hayan perdido. La novela,
cuyos inicios se remontan a la antigüedad, requirió cientos de años
hasta toparse, en la incipiente burguesía, con los elementos que le
sirvieron para florecer. Apenas sobrevenidos estos elementos, la
narración comenzó, lentamente, a retraerse a lo arcaico; se apropió,
en más de un sentido, del nuevo contenido, pero sin llegar a estar
realmente determinado por éste. Por otra parte, nos percatamos que,
con el consolidado dominio de la burguesía, que cuenta con la prensa
como uno de los principales instrumentos del capitalismo avanzado,
hace su aparición una forma de comunicación que, por antigua que
sea, jamás incidió de forma determinante sobre la forma épica. Pero
ahora sí lo hace. Y se hace patente que sin ser menos ajena a la
narración que la novela, se le enfrenta de manera mucho más
amenazadora, hasta llevarla a una crisis. Esta nueva forma de la
comunicación es la información.
Villemessant, el fundador de Le Figaro, caracterizó la naturaleza de la información con una fórmula
célebre. «A mis lectores», solía decir, «el incendio en un techo en
el Quartier Latin les es más importante que una revolución en
Madrid». De golpe queda claro que, ya no la noticia que proviene de
lejos, sino la información que sirve de soporte a lo más próximo,
cuenta con la preferencia de la audiencia. Pero la noticia
proveniente de lejos —sea la espacial de países lejanos, o la
temporal de la
tradición—, disponía de una autoridad que le concedía
vigencia, aun en aquellos casos en que no se la sometía a control.
La información, empero, reivindica una pronta verificabilidad. Eso
es lo primero que constituye su «inteligibilidad de suyo». A menudo
no es más exacta que las noticias de siglos anteriores. Pero,
mientras que éstas recurrían de buen grado a los prodigios, es
imprescindible que la información suene plausible. Por ello es
irreconciliable con la narración. Una escasez en que ha caído el arte
de narrar se explica por el papel decisivo jugado por la difusión de
la información.
Cada mañana nos instruye sobre
las novedades del orbe. A pesar de ello somos pobres en historias
memorables. Esto se debe a que ya no nos alcanza acontecimiento
alguno que no esté cargado de explicaciones. Con otras palabras:
casi nada de lo que acontece beneficia a la narración, y casi todo a
la información. Es que la mitad del arte de narrar radica
precisamente, en referir una historia libre de explicaciones. Ahí
Leskov es un maestro (piénsese en piezas como «El engaño» o «El águila
blanca»). Lo extraordinario, lo prodigioso, están contados con la
mayor precisión, sin imponerle al lector el contexto psicológico de
lo ocurrido. Es libre de arreglárselas con el tema según su propio
entendimiento, y con ello la narración alcanza una amplitud de
vibración del que carece la información.
VII
Leskov se remitió a la escuela
de los antiguos. El primer narrador de los griegos fue Heródoto. En
el capítulo catorce del tercer libro de sus Historias, hay un relato
del que mucho puede aprenderse. Trata de Psamenito. Cuando Psamenito,
rey de los egipcios, fue derrotado por el rey persa Cambises, este
último se propuso humillarlo. Dio orden de colocar a Psamenito en la
calle por donde debía pasar la marcha triunfal de los persas. Además,
dispuso que el prisionero vea a su hija pasar como criada, con el
cántaro, camino a la fuente. Mientras que todos los egipcios se
dolían y lamentaban ante tal espectáculo, Psamenito se mantenía
aislado, callado e inmóvil, los ojos dirigidos al suelo. Y tampoco
se inmutó al ver pasar a su hijo con el desfile que lo llevaba a su
ejecución. Pero cuando luego reconoció entre los prisioneros a uno
de sus criados, un hombre viejo y empobrecido, solo entonces comenzó
a golpearse la cabeza con los puños y a mostrar todos los signos de
la más profunda pena.
Esta historia permite
recapitular sobre la condición de la verdadera narración. La
información cobra su recompensa exclusivamente en el instante en que
es nueva. Solo vive en ese instante, debe entregarse totalmente a
él, y en él manifestarse. No así la narración pues no se agota.
Mantiene sus fuerzas acumuladas, y es capaz de desplegarse pasado
mucho tiempo. Es así que Montaigne volvió a la historia del rey
egipcio, preguntándose: ¿Por qué solo comienza a lamentarse al
divisar al criado? Y el mismo Montaigne responde: «Porque estando
tan saturado de pena, solo requería el más mínimo agregado, para
derribar las presas que la contenía.» Eso según Montaigne. Pero
asimismo podría decirse: «No es el destino de los personajes de la
realeza lo que conmueve al rey, por ser el suyo propio». 0 bien:
«Mucho de lo que nos conmueve en el escenario no nos conmueve en la
vida; para el rey este criado no es más que un actor.» 0 aún: «El
gran dolor se acumula y solo irrumpe al relajamos. La visión de ese
criado significó la relajación.» Heródoto no explica nada. Su
informe es absolutamente seco. Por ello, esta historia aún está en
condiciones de provocar sorpresa y reflexión. Se asemeja a las
semillas de grano que, encerradas en las milenarias cámaras
impermeables al aire de las pirámides, conservaron su capacidad
germinativa hasta nuestros días.
VIII
Nada puede encomendar las
historias a la memoria con mayor insistencia que la continente
concisión que las sustrae del análisis psicológico. Y cuanto más
natural sea esa renuncia a matizaciones psicológicas por parte del
narrador, tanto mayor la expectativa de aquélla de encontrar un
lugar en la memoria del oyente, y con mayor gusto, tarde o temprano,
éste la volverá, a su vez, a narrar. Este proceso de asimilación, que
ocurre en las profundidades, requiere un estado de distensión cada
vez menos frecuente. Así como el sueño es el punto álgido de la
relajación corporal, el aburrimiento lo es de la relajación
espiritual. El aburrimiento es el pájaro de sueño que incuba el
huevo de la experiencia. Basta el susurro de las hojas del bosque
para ahuyentarlo. Sus nidos —las actividades íntimamente ligadas al
aburrimiento—, se han extinguido en las ciudades y descompuesto
también en el campo. Con ello se pierde el don de estar a la
escucha, y desaparece la comunidad de los que tienen el oído atento.
Narrar historias siempre ha sido el arte de seguir contándolas, y
este arte se pierde si ya no hay capacidad de retenerlas. Y se
pierde porque ya no se teje ni se hila mientras se les presta oído.
Cuanto más olvidado de sí mismo está el escucha, tanto más
profundamente se impregna su memoria de lo oído. Cuando está poseído
por el ritmo de su trabajo, registra las historias de tal manera,
que es sin más agraciado con el don de narrarlas. Así se constituye,
por tanto, la red que sostiene al don de narrar. Y así también se
deshace hoy por todos sus cabos, después de que durante milenios se
anudara en el entorno de las formas más antiguas de artesanía.
IX
La narración, tal como brota
lentamente en el círculo del artesanado —el campesino, el marítimo
y, posteriormente también el urbano—, es, de por sí, la forma
similarmente artesanal de la comunicación. No se propone transmitir,
como lo haría la información o el parte, el «puro» asunto en sí. Más
bien lo sumerge en la vida del comunicante, para poder luego
recuperarlo. Por lo tanto, la huella del narrador queda adherida a
la narración, como las del alfarero a la superficie de su vasija de
barro. El narrador tiende a iniciar su historia con precisiones
sobre las circunstancias en que ésta le fue referida, o bien la
presenta llanamente como experiencia propia. Leskov comienza «El
engaño» con la descripción de un viaje en tren, durante el cual
habría oído de parte de un compañero de trayecto los sucesos
repetidos a continuación. En otro caso rememora el entierro de Dostoyevski, ocasión a la que atribuye su conocimiento de la heroína
de su narración «Con motivo de la Sonata Kreuzer». O bien evoca una
reunión en un círculo de lectura en que se formularon los pormenores
reproducidos en «Hombres interesantes». De esta manera, su propia
huella por doquier está a flor de piel en lo narrado, si no por
haberlo vivido, por lo menos por ser responsable de la relación de
los hechos.
Por lo pronto, Leskov mismo
reconoce el carácter artesanal del arte de narrar. «La composición
escrita no es para mí un arte liberal, sino una artesanía». En
consecuencia, no debe sorprender que se haya sentido vinculado a la
artesanía, en tanto se mantenía ajeno a la técnica industrial.
Tolstoi, necesariamente sensible al tema, en ocasiones toca el
nervio del don de narración de Leskov, como cuando lo califica de
ser el primero, «en exponer las deficiencias del progreso
económico... Es curioso que se lea tanto a Dostoyevski... En cambio,
no termino de comprender por qué no se lee a Leskov. Es un escritor
fiel a la verdad». En su solapada e insolente historia «La pulga de
acero», a medio camino entre leyenda y farsa, Leskov rinde homenaje
a la artesanía local rusa, en la figura de los plateros de Tula.
Resulta que su obra maestra, «La pulga de acero», llega a ser vista
por Pedro el Grande que, merced a ello, se convence de que los rusos
no tienen por qué avergonzarse de los ingleses.
Quizá nadie como Paul Valéry
haya jamás circunscrito tan significativamente la imagen espiritual
de esa esfera artesanal de la que proviene el narrador. Habla de las
cosas perfectas de la naturaleza, como ser, perlas inmaculadas,
vinos plenos y maduros, criaturas realmente bien conformadas, y las
llama «la preciosa obra de una larga cadena de causas semejantes
entre sí». La acumulación de dichas causas solo tiene en la
perfección su único límite temporal. «Antaño, esta paciente
actuación de la naturaleza», dice Paul Valéry, «era imitada por los
hombres. Miniaturas, marfiles, extrema y elaboradamente tallados,
piedras llevadas a la perfección al ser pulidas y estampadas,
trabajos en laca o pintura producto de la superposición de una serie
de finas capas translúcidas... —todas— estas producciones
resultantes de esfuerzos tan persistentes están por desaparecer, y
ya ha pasado el tiempo en que el tiempo no contaba. El hombre
contemporáneo ya no trabaja en lo que no es abreviable». De hecho,
ha logrado incluso abreviar la narración. Hemos asistido al
surgimiento del «short story» que, apartado de la tradición oral, ya
no permite la superposición de las capas finísimas y translúcidas,
constituyentes de la imagen más acertada del modo y manera en que la
narración perfecta emerge de la estratificación de múltiples
versiones sucesivas.
X
Valéry termina su reflexión con
la frase: «Es casi como si la atrofia del concepto de eternidad
coincidiese con la creciente aversión a trabajos de larga duración.»
Desde siempre, el concepto de eternidad tuvo en la muerte su fuente
principal. Por consiguiente, el desvanecimiento de este concepto,
habrá que concluir, tiene que haber cambiado el rostro de la muerte.
Resulta que este cambio es el mismo que disminuyó en tal medida la
comunicabilidad de la experiencia, que trajo aparejado el fin del
arte de narrar.
Desde hace una serie de siglos
puede entreverse cómo la conciencia colectiva del concepto de muerte
ha sufrido una pérdida de omnipresencia y plasticidad. En sus
últimas etapas, este proceso se ha acelerado. Y en el transcurso del
siglo diecinueve, la sociedad burguesa, mediante dispositivos
higiénicos y sociales, privados y públicos, produjo un efecto
secundario, probablemente su verdadero objetivo subconsciente:
facilitarle a la gente la posibilidad de evitar la visión de los
moribundos. Morir era antaño un proceso público y altamente ejemplar
en la vida del individuo (piénsese en los cuadros de la Edad Media
en que el lecho de muerte se metamorfosea en trono, sobre el que se
asoma apretadamente el pueblo a través de las puertas abiertas de
par en par de la casa que recibe a la muerte) —morir, en el curso de
los tiempos modernos, es algo que se empuja cada vez más lejos del
mundo perceptible de los vivos. En otros tiempos no había casa, o
apenas habitación, en que no hubiese muerto alguien alguna vez. (El
Medioevo experimentó también espacialmente, lo que en un sentido
temporal expresó tan significativamente la inscripción del reloj
solar de Ibiza: Ultima multis) Hoy los ciudadanos, en espacios
intocados por la muerte, son flamantes residentes de la eternidad, y
en el ocaso de sus vidas, son depositados por sus herederos en
sanatorios u hospitales. Pero es ante nada en el moribundo que, no
solo el saber y la sabiduría del hombre adquieren una forma
transmisible, sino sobre toda su vida vivida, y ése es el material
del que nacen las historias. De la misma manera en que, con el
transcurso de su vida, se ponen en movimiento una serie de imágenes
en la interioridad del hombre, consistentes en sus nociones de la
propia persona, y entre las cuales, sin percatarse de ello, se
encuentra a sí mismo, así aflora de una vez en sus expresiones y
miradas lo inolvidable, comunicando a todo lo que le concierne, esa
autoridad que hasta un pobre diablo posee sobre los vivos que lo
rodean. En el origen de lo narrado está esa autoridad.
XI
La muerte es la sanción de todo
lo que el narrador puede referir y ella es quien le presta
autoridad. En otras palabras, sus historias nos remiten a la
historia natural. En una de las más hermosas del incomparable Johan
Peter Hebel, esto es expresado de forma ejemplar. Aparece en el
Pequeño tesoro del amigo íntimo renano, se llama «Inesperado
reencuentro», y comienza con el compromiso matrimonial de un joven
que trabaja en las minas de Falun. En vísperas de su boda, la muerte
del minero lo alcanza en las profundidades de la galería. Aun
después de esta desgracia, su prometida continúa siéndole fiel, y
vive lo suficiente como para asistir, ya convertida en una madrecita
viejísima, a la recuperación, en la galería perdida, de un cadáver
perfectamente conservado por haber estado impregnado en vitriolo
verde, y que reconoce como el cuerpo de su novio. Al cabo de este
reencuentro, la muerte la reclama también a ella. Dado que Hebel, en
el transcurso de la historia, se ve en la necesidad de hacer patente
el pasaje de los años, lo resuelve con las siguientes líneas:
«Entretanto la ciudad de Lisboa en Portugal fue destruida por un
terremoto, y la Guerra de los Siete Años quedó atrás, y el emperador
Francisco I murió, y la Orden de los Jesuitas fue disuelta y Polonia
dividida, y murió la emperatriz María Teresa, y Struensee fue
ejecutado, América se liberó, y las fuerzas conjuntas de Francia y
España no lograron conquistar Gibraltar. Los turcos encerraron al
general Stein en la cueva de los Veteranos en Hungría, y también el
emperador José falleció. El rey Gustavo de Suecia conquistó la
Finlandia rusa, y la Revolución Francesa y la larga guerra
comenzaron, y también el emperador Leopoldo Segundo acabó en la
tumba. Napoleón conquistó Prusia, y los ingleses bombardearon
Copenhague, y los campesinos sembraron y segaron. Los molineros
molieron, y los herreros forjaron, y los mineros excavaron en pos de
las vetas de metal en sus talleres subterráneos. Pero cuando los
mineros de Falun en el año 1809 ... ». Jamás ningún narrador insertó
su relación más profundamente en la historia natural que Hebel con
su cronología. Léasela con atención: la muerte irrumpe en ella según
turnos tan regulares como el Hombre de la Guadaña en las procesiones
que a mediodía detienen su marcha frente al reloj de la catedral.
XII
Todo examen de una forma épica
determinada tiene que ver con la relación que esa forma guarda con
la historiografía. En efecto, hay que proseguir y preguntarse si la
historiografía no representa, acaso, el punto de indiferencia
creativa entre todas las formas épicas. En tal caso, la historia
escrita sería a las formas épicas, lo que la luz blanca es a los
colores del espectro. Sea corno fuere, de entre todas las formas
épicas, ninguna ocurre tan indudablemente en la luz pura e incolora
de la historia escrita como la crónica. En el amplio espectro de la
crónica se estructuran las maneras posibles de narrar como matices
de un mismo color. El cronista es el narrador de la historia. Puede
pensarse nuevamente en el pasaje de Hebel, tan claramente marcado
por el acento de la crónica, y medir sin esfuerzo la diferencia
entre el que escribe la historia, el historiador, y el que la narra,
es decir, el cronista. El historiador está forzado a explicar de
alguna manera los sucesos que lo ocupan; bajo circunstancia alguna
puede contentarse presentándolos como muestras del curso del mundo.
Pero eso es precisamente lo que hace el cronista, y más expresamente
aún, su representante clásico, el cronista del Medioevo, que fuera
el precursor de los más recientes escritores de historia. Por estar
la narración histórica de tales cronistas basada en el plan divino
de salvación, que es inescrutable, se desembarazaron de antemano de
la carga que significa la explicación demostrable. En su lugar
aparece la exposición exegética que no se ocupa de un encadenamiento
de eventos determinados sino de la manera de inscribirlos en el
gran curso inescrutable del mundo.
Da lo mismo si se trata del
curso del mundo condicionado por la historia sagrada o por la
natural. En el narrador se preservó el cronista, aunque como figura
transformada, secularizada. Leskov es uno de aquellos cuya obra da
testimonio de este estado de cosas con mayor claridad. Tanto el
cronista, orientado por la historia sagrada, como el narrador
profano, tienen una participación tan intensa en este cometido, que
en el caso de algunas narraciones es difícil decidir si el telar que
las sostiene es el dorado de la religión o el multicolor de una
concepción profana del curso de las cosas. Piénsese en la narración
«La alejandrita», que transfieren al lector «a ese tiempo antiguo en
que las piedras en el seno de la tierra y los planetas en las
alturas celestiales aún se preocupaban del destino humano, no como
hoy en que tanto en los cielos como en la tierra todo ha terminado
siendo indiferente al destino de los hijos del hombre, y de ninguna
parte una voz les habla o les presta obediencia. Los planetas
recientemente descubiertos ya no juegan papel alguno en los
horóscopos, y una multitud de nuevas piedras, todas medidas y
pesadas, de peso específico y densidad comprobados, ya nada nos
anuncian ni nos aportan utilidad alguna. El tiempo en que hablaban
con los hombres ha pasado».
Tal como lo ilustra la narración
de Leskov, es prácticamente imposible caracterizar unívocamente el
curso del mundo. ¿Está acaso determinado por la historia sagrada o
por la natural? Lo único cierto es que está, en tanto curso del
mundo, fuera de todas las categorías históricas propiamente dichas.
La época en que el ser humano pudo creerse en consonancia con la
naturaleza, dice Leskov, ha expirado. A esa edad del mundo Schiller
llamó el tiempo de la poesía ingenua. El narrador le guarda
fidelidad, y su mirada no se aparta de ese cuadrante ante el cual se
mueve esa procesión de criaturas, y en la que, según el caso, la
muerte va a la cabeza, o bien es el último y miserable rezagado.
XIII
Rara vez se toma en cuenta que
la relación ingenua del oyente con el narrador está dominada por el
interés de conservar lo narrado. El punto cardinal para el oyente
sin prejuicios es garantizar la posibilidad de la reproducción. La
memoria es la facultad épica que está por encima de todas las otras.
Únicamente gracias a una extensa memoria, por un lado la épica puede
apropiarse del curso de las cosas, y por el otro, con la
desaparición de éstas, reconciliarse con la violencia de la muerte.
No debe asombrar que para el hombre sencillo del pueblo, tal como se
lo imaginara un día Leskov, el Zar, la cabeza del mundo en que sus
historias ocurren, disponga de la más vasta memoria. «De hecho,
nuestro Zar y toda su familia gozan de una asombrosa memoria.»
Mnemosyne, la rememoradora, fue
para los griegos la musa de lo épico. Este nombre reconduce al
observador a una encrucijada de la historia del mundo. O sea que, si
lo registrado por el recuerdo —la escritura de la historia—
representa la indiferencia creativa de las distintas formas épicas
(así como la gran prosa es la indiferencia creativa de las distintas
medidas del verso), su forma más antigua, la epopeya, incluye a la
narración y a la novela, merced a una forma de indiferencia. Cuando
con el transcurso de los siglos, la novela comenzó a salirse del
seno de la epopeya, se hizo patente que el elemento músico de lo
épico en ella contenido, es decir, el recuerdo, se pone de
manifiesto con una figura completamente diferente a la de la
narración.
El recuerdo funda la cadena de
la tradición que se retransmite de generación en generación.
Constituye, en un sentido amplio, lo musical de la épica. Abarca las
formas musicales específicas de la épica. Y entre ellas, se distingue
ante nada, aquella encarnada en el narrador. Funda la red compuesta
en última instancia por todas las historias. Una se enlaza con la
otra, tal como todos los grandes narradores, y en particular los
orientales, gustaban señalar. En cada uno de ellos habita una Scheherezade que en cada pasaje de sus historias se le ocurre
otra. Ésta es una memoria épica y a la vez musical de la
narración. A ella hay que contraponer otro principio igualmente
musical en un sentido más restringido que, en primera instancia, se
esconde como lo musical de la novela, es decir, de la epopeya, aún
indistinto de lo musical de la narración. En todo caso, se vislumbra
ocasionalmente en las epopeyas, sobre todo en los pasajes festivos
de las homéricas, como la conjuración de la musa que les da inicio.
Lo que se anuncia en estos pasajes, es la memoria eternizadora del
novelista en oposición a la memoria transitoria del narrador. La
primera está consagrada a un héroe, a una odisea o a un combate; la
segunda a muchos acontecimientos dispersos. En otras palabras, es la
rememoración, en tanto musa de la novela, lo que se separa de la
memoria, lo musical de la narración, una vez escindida la unidad
originaria del recuerdo, a causa del desmoronamiento de la epopeya.
XIV
«Nadie», dice Pascal, «muere tan
pobre que no deje algo tras sí.» Lo que vale ciertamente también
para los recuerdos -aunque éstos no siempre encuentren un heredero.
El novelista toma posesión de este legado, a menudo no sin cierta
melancolía. Porque, tal como una novela de Arnold Bennett pone en
boca de los muertos, «de ningún provecho le fue la vida real». A eso
suele estar condenado el legado que el novelista asume. En lo que se
refiere a este aspecto de la cuestión, debemos a Georg Lukács una
clarificación fundamental al ver en la novela «la forma
trascendental de lo apátrida». Según Lukács, la novela es a la vez
la única forma que incorpora el tiempo entre sus principios
constitutivos. «El tiempo», se afirma en La teoría de la novela,
«sólo puede hacerse constitutivo cuando cesa su vinculación con la
patria trascendental... Únicamente en la novela... sentido y vida se
disocian y con ello, lo esencial de lo temporal; casi puede decirse
que toda la acción interna de la novela se reduce a una lucha contra
el poderío del tiempo... Y de ello... se desprenden las vivencias
temporales de origen épico auténtico: la esperanza y el recuerdo...
Únicamente en la novela... ocurre un recuerdo creativo, pertinente
al objeto y que en él se transforma... Aquí, la dualidad de
interioridad y mundo exterior» sólo «puede superarse para el sujeto,
si percibe la unidad de la totalidad de su vida desde las corrientes
vitales pasadas y condensadas en el recuerdo... El entendimiento que
concibe tal unidad... será el presentimiento intuitivo del
inalcanzado, y por ello inarticulable, sentido de la vida».
De hecho, el «sentido de la
vida» es el centro alrededor del cual se mueve la novela. Pero tal
planteamiento no es más que la expresión introductoria de la
desasistida falta de consejo con la que el lector se ve instalado en
esa vida escrita. Por un lado «sentido de la vida», por otro «la
moraleja de la historia»: esas soluciones indican la oposición entre
novela y narración, Y en ellas puede hacerse la lectura de las
posiciones históricas radicalmente diferentes de ambas formas
artísticas.
Si Don Quijote es la primera
muestra lograda de la novela, quizá la más tardía sea Education
Sentimentale. En sus palabras finales, el sentido con que se
encuentra la época burguesa en el comienzo de su ocaso en su hacer y
dejar de hacer, se ha precipitado como levadura en el recipiente de
la vida. Frédéric y Deslauriers, amigos de juventud, rememoran su
amistad juvenil. Ello hace aflorar una pequeña historia; de cómo un
día, a escondidas y medrosos, se presentaron en la casa pública de
la ciudad natal, sin hacer más que ofrecer a la patrona un ramillete
de flores que habían recogido en su jardín. «Tres años más tarde se
hablaba aún de esta historia. Y uno al otro la contaban
detalladamente, ambos contribuyendo a completar el recuerdo. "Eso
fue quizá lo más hermoso de nuestras vidas", dijo Frédéric cuando
terminaron. "Sí, puede que tengas razón", respondió Deslauriers,
"quizá fue lo más hermoso de nuestras vidas"». Con este
reconocimiento la novela llega a su fin, que en un sentido estricto
es más adecuado a ella que a cualquier narración. De hecho, no hay
narración alguna que pierda su legitimación ante la pregunta: ¿cómo
sigue? Por su parte, la novela no puede permitirse dar un paso más
allá de aquella frontera en la que el lector, con el sentido de la
vida pugnando por materializarse en sus presentimientos, es por ello
invitado a estampar la palabra «Fin» debajo de la página.
XV
Todo aquel que escucha una
historia, está en compañía del narrador; incluso el que lee,
participa de esa compañía. Pero el lector de una novela está a
solas, y más que todo otro lector. (Es que hasta el que lee un poema
está dispuesto a prestarle voz a las palabras en beneficio del
oyente.) En esta su soledad, el lector de novelas se adueña de su
material con mayor celo que los demás. Está dispuesto a apropiarse
de él por completo, a devorarlo, por decirlo así. En efecto,
destruye y consume el material como el fuego los leños en la
chimenea. La tensión que atraviesa la novela mucho se asemeja a la
corriente de aire que anima las llamas de la chimenea y aviva su
juego.
La materia que nutre el ardiente
interés del lector es una materia seca. ¿Qué significa esto? Moritz
Heimann llegó a decir: «Un hombre que muere a los treinta y cinco
años, es, en cada punto de su vida, un hombre que muere a los
treinta y cinco años.» Esta frase no puede ser más dudosa, y eso
exclusivamente por una confusión de tiempo. Lo que en verdad se dice
aquí, es que un hombre que muere a los treinta y cinco años quedará
en la rememoración como alguien que en cada punto de su vida muere a
los treinta y cinco años. En otras palabras: esa misma frase que no
tiene sentido para la vida real, se convierte en incontestable para
la recordada. No puede representarse mejor la naturaleza del
personaje novelesco. Indica que el «sentido» de su vida solo se
descubre a su muerte. Pero el lector de novelas busca efectivamente,
personas en las que pueda efectuar la lectura del «sentido de la
vida». Por lo tanto, sea como fuere, debe tener de antemano la
certeza de asistir a su muerte. En el peor de los casos, a la muerte
figurada: el fin de la novela. Aunque es preferible la verdadera.
¿Cómo le dan a entender que la muerte ya los acecha, una muerte
perfectamente determinada y en un punto determinado? Esa es la
pregunta que alimenta el voraz interés del lector por la acción de
la novela.
Por consiguiente, la novela no
es significativa por presentar un destino ajeno e instructivo, sino
porque ese destino ajeno, por la fuerza de la Dama que lo consume,
nos transfiere el calor que jamás obtenemos del propio. Lo que atrae
al lector a la novela es la esperanza de calentar su vida helada al
fuego de una muerte, de la que lee.
XVI
Gorki escribió: «Leskov es el
escritor más profundamente arraigado en el pueblo y está libre de
toda influencia foránea». El gran narrador siempre tendrá sus raíces
en el pueblo, y sobre todo en sus sectores artesanos. Pero según
cómo los elementos campesinos, marítimos y urbanos se integran en
los múltiples estadios de su grado de evolución económico y técnico,
así se gradúan también múltiplemente los conceptos en que el
correspondiente caudal de experiencias se deposita para nosotros.
(Sin mencionar el nada despreciable aporte de los comerciantes al
arte de narrar; lo suyo tuvo menos que ver con el incremento del
contenido instructivo, y más con el afinamiento de las astucias con
que se hechiza la atención del que atiende. En el ciclo de historias
Las mil y una noches dejaron una honda huella.) En suma, sin
perjuicio del rol elemental que el narrar tiene en el buen manejo de
los asuntos humanos, los conceptos que albergan el rendimiento de
las narraciones, son de lo más variado. Lo que en Leskov parece
asociarse más fácilmente a lo religioso, en Hebel encaja mejor en
las perspectivas pedagógicas de la
Ilustración, en Poe aparece como
tradición hermética, encuentra un último asilo en Kipling en el
ámbito vital de los marinos y soldados coloniales británicos. Ello
no impide la común levedad con que todos los grandes narradores se
mueven, como sobre una escala, subiendo y bajando por los peldaños
de su experiencia. Un escala que alcanza las entrañas de la tierra y
se pierde entre las nubes, sirve de imagen a la experiencia
colectiva a la cual, aun el más profundo impacto sobre el individuo,
la muerte, no provoca sacudida o limitación alguna.
«Y si no han muerto, viven hoy
todavía», dice el cuento de hadas. Dicho
género, que aun en nuestros
días es el primer consejero del niño, por haber sido el primero de
la humanidad, subsiste clandestinamente en la narración. El primer
narrador verdadero fue y será el contador de cuentos o leyendas.
Cuando el consejo era preciado, la leyenda lo conocía, y cuando el
apremio era máximo, su ayuda era la más cercana. Ése era el apremio
del mito. El cuento de hadas nos da noticias de las más tempranas
disposiciones tomadas por la humanidad para sacudir la opresión
depositada sobre su pecho por el mito. En la figura del tonto, nos
muestra cómo la humanidad se «hace la tonta» ante el mito; en la
figura del hermano menor nos muestra cómo sus probabilidades de
éxito aumentan a medida que se distancia del tiempo mítico
originario; en la figura del que salió a aprender el miedo nos
muestra que las cosas que tememos son escrutables; en la figura del
sagaz nos muestra que las preguntas planteadas por el mito son
simples, tanto como la pregunta de la Esfinge; en la figura de los
animales que vienen en auxilio de los niños en los cuentos, nos
muestra que la naturaleza no reconoce únicamente su deber para con
el mito, sino que prefiere saberse rodeada de seres humanos. Hace ya
mucho que los cuentos enseñaron a los hombres, y siguen haciéndolo
hoy a los niños, que lo más aconsejable es oponerse a las fuerzas
del mundo mítico con astucia e insolencia. (De esta manera el cuento
polariza dialécticamente el valor en subcoraje, es decir, la
astucia, y supercoraje, la insolencia.) El hechizo liberador de que
dispone el cuento, no pone en juego a la naturaleza de un modo
mítico, sino que insinúa su complicidad con el hombre liberado. El
hombre maduro experimenta esta complicidad, solo alguna que otra
vez, en la felicidad; pero al niño se le aparece por vez primera en
el cuento de hadas y lo hace feliz.
XVII
Pocos narradores hicieron gala
de un parentesco tan profundo con el espíritu del cuento de hadas
como Leskov. Se trata de tendencias alentadas por la dogmática de
la Iglesia grecoortodoxa. Como es sabido, en el contexto de esta
dogmática, juega un papel preponderante la especulación de Orígenes
sobre la apokastasis —el acceso de todas las almas al paraíso— que
fuera rechazada por la Iglesia romana. Leskov estaba muy influido
por Orígenes. Se proponía traducir su obra sobre las causas
primeras. Empalmando con la creencia popular rusa, interpretó la
resurrección, no tanto como transfiguración, sino como
desencantamiento. Semejante interpretación de Orígenes está basada
en «El peregrino encantado». En ésta, como en otras muchas historias
de Leskov, se trata de una combinación de cuento de hadas y
leyenda, bastante similar a la mezcla de cuento de hadas y saga a la
que se refiere Ernst Bloch cuando explica a su manera el ya
mencionado divorcio entre el mito y el cuento de hadas. Una «mezcla
de cuento de hadas y saga», dice, «contiene algo propiamente amítico;
es mítica en su incidencia hechizante y estática, y aun así no está
fuera del hombre. «Míticas» en este sentido son las figuras de corte
taoísta, sobre todo las muy antiguas como la pareja Filemón y Baucis:
como salidos de un cuento aunque posando con naturalidad. Y esta
situación se repite ciertamente en el mucho menos taoísta Gotthelf;
a ratos extrae a la saga de la localidad del embrujo, salva la luz
de la vida, la luz de la vida propia al hombre que arde tanto dentro
como fuera». «Como salidos de un cuento» son los personajes que
conducen el cortejo de las criaturas de Leskov: los justos, Pavlin,
Figura, el artista de los peluquines, el guardián de osos, el
centinela bondadoso. Todos aquellos que encarnan la sabiduría, la
bondad, el consuelo del mundo, se apiñan en derredor del que narra.
No puede dejar de reconocerse que la imagen de su propia madre los
atraviesa a todos. «Era de alma tan bondadosa», así la describe
Leskov, «que no era capaz infligir el menor sufrimiento a nadie, ni
siquiera a los animales. No comía ni carne ni pescado porque tal era
la compasión que sentía por todos los seres vivientes. A veces mi
padre se lo reprochaba ... pero ella contestaba: «...yo misma he
criado a esos animalitos, y son para mí como hijos míos. ¡No iba a
comerme a mis propios hijos!». Tampoco comía carne en casa de los
vecinos. «Yo he visto a los animales cuando aún estaban vivos»,
explicaba, «son conocidos míos, no puedo comerme a mis conocidos"».
El justo es el portavoz de la
criatura, y a la vez, su encarnación suprema. Adquiere con Leskov
un fondo maternal, que a veces se crece hasta lo mítico (con lo que
hace peligrar la pureza de lo fantástico). Indicativo de esto es el
protagonista de su narración «Kotin, el alimentador y Platónida».
Dicha figura protagónica, el campesino Pisonski, es hermafrodita.
Durante doce años su madre lo educó como mujercita. Sus partes
viriles y femeninas maduran simultáneamente y su doble sexualidad
«se convierte en símbolo del hombre-dios».
Con ello, Leskov asiste a la
culminación de criatura y a la vez al tendido de un puente entre el
mundo terrestre y el supraterrestre. Pues resulta que estas figuras
masculinas, maternales y poderosamente terrestres, que una y otra
vez se apropian de una plaza en el arte fabulador de Leskov, son
arrancadas del dominio del impulso sexual en la flor de su fuerza.
Pero no por eso encarnan un ideal propiamente ascético; la
continencia de estos justos tiene tan poco de privación que llega a
convertirse en el polo opuesto elemental de la pasión desenfrenada,
tal como el narrador la encamó en «Lady Macbeth de Mzensk». Así como
la extensión del mundo de las criaturas está comprendida entre
Pawlin y la mujer del comerciante, en la jerarquía de sus criaturas,
Leskov no renunció a sondearlas en profundidad.
XVIII
La jerarquía del mundo de las
criaturas, encabezada por los justos, desciende escalonadamente
hasta alcanzar el abismo de lo inanimado. Sin embargo, hay que tener
en mente una circunstancia particular. La totalidad de este mundo de
las criaturas no es vocalizado por la voz humana, sino por una que
podríamos llamar como el título de una de sus más significativas
narraciones: «La voz de la naturaleza». Esta refiere la historia del
pequeño funcionario Filipp Filippowitch, que mueve todos los hilos
para poder hospedar en su casa a un mariscal de campo que está de
paso en su localidad. Y lo logra. El huésped, inicialmente asombrado
por lo insistente de la invitación, pasado un tiempo cree reconocer
en su anfitrión a alguien con quien ya se hubiera encontrado antes.
¿Pero quién es? Eso no lo recuerda. Lo curioso es que el anfitrión
no tiene intención de dejarse reconocer. En cambio, consuela
diariamente a la alta personalidad asegurándole que «la voz de la
naturaleza» no dejará de hablarle un día. Y todo sigue igual hasta
que el huésped, poco antes de proseguir su viaje, concede al
anfitrión el permiso, pedido por éste, de hacerle oír «la voz de la
naturaleza». En eso, la mujer del anfitrión se aleja, «para volver
con un cuerno de caza de cobre relucientemente bruñido y se lo
entrega a su marido. Este coge el cuerno, lo acerca a sus labios y
parece instantáneamente transformado. Apenas hubo inflado las
mejillas y extraído el primer sonido, potente como un trueno, el
mariscal de campo exclamó: «¡Detente, ya lo tengo, hermano, ahora te
reconozco! Tú eres el músico del regimiento de cazadores, al que
encomendé vigilar, por su honorabilidad, a un intendente bribón». Así es, su señoría», respondió el amo de la casa.
«Antes que
recordárselo yo mismo, preferí dejar hablar a la voz de la
naturaleza». La manera en que el sentido profundo de la historia se
esconde detrás de su puerilidad nos da una idea del extraordinario
humor de Leskov.
Ese humor vuelve a confirmarse
en la misma historia de manera aún más subrepticia. Habíamos oído
que el pequeño funcionario había sido delegado para «vigilar, por su
honorabilidad, a un intendente bribón». Eso es lo que se dice al
final, en la escena del reconocimiento. Pero apenas iniciada la
narración oíamos lo siguiente sobre el anfitrión: «Todos los
habitantes de la localidad conocían al hombre, y sabían que no
gozaba de un rango de importancia, que no era ni funcionario estatal
ni militar, sino apenas un insignificante inspectorcillo en la
administración de víveres, donde, junto a las ratas, roía las
galletas y las botas estatales, con lo que.... pasado el tiempo
llegó a juntar lo suficiente como para instalarse en una bonita casa
de madera».
Como puede verse, esta historia coloca en su justo lugar
a la tradicional simpatía que une a los narradores con pillos y
bribones. Toda la literatura picaresca da testimonio de ello.
Tampoco reniega de ello en las cumbres del
género: personajes como
los Zundelfrieder, Zundelheiner y Dieter El Rojo, son los que con
mayor fidelidad acompañan a un Hebel. No obstante, también para
Hebel, el justo tiene el papel protagónico en el theatrum mundi.
Pero por no haber nadie que esté a la altura de ese papel, éste pasa
de uno a otro. Ora es el vagabundo, ora el trapichero judío, ora el
tonto, quien salta a asumir el papel. Se trata siempre, de caso en
caso, de una actuación extraordinaria, de una improvisación moral. Hebel es un casuista. Por nada del mundo se solidariza con principio
alguno, aunque tampoco rechaza ninguno, porque cualquiera de ellos
podría llegar a convertirse en instrumento del justo. Compárese con
la actitud de Leskov. «Soy consciente», escribe en «Con motivo de
la sonata Kreutzer», «de que mi línea de pensamiento está más
fundada en una concepción práctica de la vida que en una filosofía
abstracta o una moral elevada, sin embargo, no por ello estoy menos
inclinado a pensar como lo hago». Por lo demás, las catástrofes
morales de Leskov guardan la misma relación con los incidentes
morales de Hebel, que la de la gran corriente silenciosa del Volga
con el precipitado y charlatán arroyo que mueve el molino. Entre las
narraciones históricas de Leskov, existen muchas en las que las
pasiones puestas en movimiento son tan aniquiladoras como la cólera
de Aquiles o el odio de Hagen. Es asombrosa la manera terrible en
que el mundo de este autor puede llenarse de tinieblas, así como la
majestad con que el Mal se permite allí alzar su cetro.
Leskov
—éste sería uno de los pocos rasgos en que coincide con Dostoyevski—,
ostensiblemente conoció estados de ánimo que mucho lo acercaron a
una ética antinómica. Las naturalezas elementales de sus
«Narraciones de los viejos tiempos» se dejan llevar por su pasión
desenfrenada hasta el final. Pero precisamente ese final es el que
los místicos tienden a considerar como punto en que la acabada
depravación se toma en santidad.
XIX
Cuanto más profundamente Leskov
desciende en la escala de las criaturas, tanto más evidente es el
acercamiento de su perspectiva a la de la mística. Por lo demás, y
como podrá verse, mucho habla a favor de que también aquí se
conforma un rasgo que reside en la propia naturaleza del narrador.
Ciertamente solo pocos osaron internarse en las profundidades de la
naturaleza inanimada, y en la reciente literatura narrativa poco hay
que, con la voz del narrador anónimo anterior a todo lo escrito,
pueda resonar tan audiblemente como la historia «La alejandrita» de
Leskov. Trata de una piedra, el pyropo. Desde el punto de vista de
la criatura, la pétrea es la capa más inferior. Pero para el
narrador está directamente ligada a la superior. A él le está dado
atisbar, en esta piedra semipreciosa, el pyropo, una profecía
natural de la naturaleza petrificada e inanimada, referida al mundo
histórico en que vive. Es el mundo de Alejandro II. El narrador —o
mejor dicho, el hombre al que atribuye el propio saber—, es un
orfebre de la piedra llamado Wenzel que llevó su oficio a niveles
artísticos apenas imaginables. Se lo puede colocar junto a los
plateros de Tula y decir que, de acuerdo a Leskov, el artesano
consumado tiene acceso a la cámara más recóndita del reino de las
criaturas. Es una encarnación de lo piadoso. De este orfebre se
cuenta: «De pronto cogió mi mano, la mano en que tenía el anillo con
la alejandrita, que, como es sabido, da destellos rojos bajo
iluminación artificial, y exclamó: «...Mirad, he aquí la piedra rusa
profética ... ! ¡Oh, siberiana taimada! Siempre verde como la
esperanza, y solo cuando llegaba la tarde se inundaba de sangre. Así
fue desde el origen del mundo, pero durante mucho tiempo se escondió
en el interior de la tierra, y no permitió que se la descubriese
hasta que llegó a Siberia, un gran hechicero, un mago, para
encontrarla, justo el día en que el zar Alejandro fue declarado
mayor de edad...» «Qué disparates dice», le interrumpí. «Ésa piedra
no fue descubierta por ningún hechicero, ¡sino por un sabio llamado Nordenskjóld!»
«¡Un hechicero le digo! ¡Un hechicero!» gritaba Wenzel a toda voz. «¡No tiene más que fijarse en la piedra! Contiene
una verde mañana y una tarde sangrienta ... Y ese es el destino, ¡el
destino del noble zar Alejandro! Dichas esas palabras, el viejo Wenzel se volvió hacia la pared, apoyó su cabeza sobre el codo y
comenzó a sollozar».
Difícilmente podríamos
acercarnos más al significado de esta importante narración, que esas
pocas palabras que Paul Valéry escribiera en un contexto muy alejado
de éste.
Al considerar a un artista dice:
«La observación artística puede alcanzar una profundidad casi
mística. Los objetos sobre los que se posa pierden su nombre:
sombras y claridad conforman un sistema muy singular, plantean
problemas que le son propios, y que no caen en la órbita de ciencia
alguna, ni provienen de una práctica determinada, sino que deben su
existencia y valor, exclusivamente a ciertos acordes que, entre
alma, ojo y mano, se instalan en alguien nacido para aprehenderlos y
conjurarlos en su propia interioridad».
Con estas palabras, alma, ojo y
mano son introducidos en el mismo contexto. Su interacción determina
una práctica. Pero dicha práctica ya no nos es habitual. El rol de
la mano en la producción se ha hecho más modesto, y el lugar que
ocupaba en el narrar está desierto. (Y es que, en lo que respecta a
su aspecto sensible, el narrar no es de ninguna manera obra
exclusiva de la voz. En el auténtico narrar, la mano, con sus gestos
aprendidos en el trabajo, influye mucho más, apoyando de múltiples
formas lo pronunciado.) Esa vieja coordinación de alma, ojo y mano
que emerge de las palabras de Valéry, es la coordinación artesanal
con que nos topamos siempre que el arte de narrar está en su
elemento. Podemos ir más lejos y preguntamos si la relación del
narrador con su material, la vida humana, no es de por sí una
relación artesanal. Si su tarea no consiste, precisamente, en
elaborar las materias primas de la experiencia, la propia y la
ajena, de forma sólida, útil y única. Se trata de una elaboración de
la cual el proverbio ofrece una primera noción, en la medida en que
lo entendamos como ideograma de una narración. Podría decirse que
los proverbios son ruinas que están en el lugar de viejas historias,
y donde, como la hiedra en la muralla, una moraleja trepa sobre un
gesto.
Así considerado, el narrador es
admitido junto al maestro y al sabio. Sabe consejos, pero no para
algunos casos como el proverbio, sino para muchos, como el sabio. Y
ello porque le está dado recurrir a toda una vida. (Por lo demás,
una vida que no solo incorpora la propia experiencia, sino, en no
pequeña medida, también la ajena. En el narrador, lo sabido de oídas
se acomoda junto a lo más suyo.) Su talento es poder narrar su
vida y su dignidad; la totalidad de su vida. El narrador es el
hombre que permite que las suaves llamas de su narración consuman
por completo la mecha de su vida. En ello radica la incomparable
atmósfera que rodea al narrador, tanto en Leskov como en Hauff, en
Poe como en Stevenson. El narrador es la figura en la que el justo
se encuentra consigo mismo.
Traducción, Roberto Blatt
* Publicado en <http://bibliotecaignoria.blogspot.com/2009/11/walter-benjamin-el-narrador-1936.html>
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