Corría agosto de 2001 y, en su
apartamento de la Ciudad Vieja, el finado
Mario
Levrero, colaborador de una revista que iniciamos con, entre otros,
el actual consejo editorial de interruptor (y que duró apenas dos
números), me comentaba, mientras me ofrecía un nuevo café, que se sentía
como el personaje de Soy leyenda, la novela de
Richard Matheson,
de 1956. Yo le recordé el título de la primera versión fílmica con
Vincent Price, The last man on Earth (El último hombre sobre
la Tierra), y reímos un buen rato, aunque ni él ni yo sabíamos, por
entonces, que en esos momentos, con el pretexto de promover un
festival cinematográfico, estaba surgiendo la primera zombie walk.
Claro que, si entonces no sabíamos de ella, hoy día ya no se sabe qué
las convoca. A veces, su voluntad confesa es promocionar una serie
televisiva de la cadena Fox; en otros casos, se trata de una performance
para llamar la atención sobre el hambre en el mundo; más allá,
adolescentes farfullantes dicen actuar zombis en reclamo de
educación, y ahora, hace unos días, los zombis no son sino coletazo
de la globalizada celebración de Halloween en la que se entreveran
adolescentes y jóvenes con los niños que hace un rato pedían dulces con
disfraces góticos. La inaugural, surgida en aquel agosto, habría sido
una actividad underground, que luego se repitió en 2002, pero
ahora esta procesión porfía en Praga o Santiago, en Toronto o Buenos
Aires, Madrid, Brisbane, Ciudad de México y, por qué no, también en
noviembre de 2012, en Montevideo. Lo que sí se puede saber, de todos
modos, es qué dicen estas procesiones o
zombie walks. Dicen que hace rato transitamos, más allá del
deseo, y de la historia, por inequívocos callejones de apocalipsis.
Zombi sí, gótico no
Si algunos recién cambiaron de disfraz y se desarraparon para la
procesión, sépase que muy lejos está el zombi del gótico, no importa si,
en alguna versión cinematográfica, se los hace desear sangre humana.
Cierto, desde fines del siglo XVIII, desde el Castillo de Otranto
de
Horace Walpole, el gótico sajón vino cobrando cada vez más
aceptación: era la señal del alma atormentada, marcada por su
diferencia, individuación que se revelaba a sí misma en la oscuridad, en
la sangre, y en un miedo casi tan invencible como su ansiedad. Así, en
un vampiro, la sed y el miedo a luz del día se ecualizan, sosteniéndolo
en un umbral de pavor que también contagia la gana y pavor de mundo de
ese otro monstruo, también nacido en inglés, el de Frankenstein, aunque
algo muy distinto adviene con los zombis, criaturas de origen vudú,
ajenas al lenguaje y al deseo.
Su primera irrupción dataría de fines del siglo XVII, y como figura
incorpórea, en la novela
Le Zombi du Grand Pérou, ou La comtesse de
Cocagne, de Corneille de Blaissebois. Su advenimiento a la fama y
corporeidad, sin embargo, fue emancipatoria, al menos en hipótesis. Un
siglo después de publicada la novela, se transformaron en multitud indiferenciada y harapienta, agentes de una tortuosa liberación: cuando
los esclavos de Haití se rebelaron contra el amo francés, solían
atrincherarse bajo tierra para desde ahí emerger y poner en fuga a las
espantadas caballerías de Europa.
Fueran en un inicio pócimas o catalepsia, magia o
simulacro, lo cierto es que, desde aquella edad, han venido capturando
la imaginación de Occidente. Se puede decir que, al amparo inicial de
Soy leyenda, que conoce tres versiones fílmicas (la notable
performance de Vincent Price en la primera, de 1964, ha sido desmejorada
sucesivamente por Charlton Heston y Will Smith), y últimamente en la
incontable Resident Evil, en sus comienzos un juego de
computadora, que es hoy una franquicia de medios que incluye cómics,
novelas, y la saga que en cada secuela pretende resignarnos a la
espléndida decadencia de
Mila Jovovich, han evolucionado en esta manifestación global de
inarticuladas multitudes zombi aturdiendo con sus procesiones cada vez
más calles del mundo.
Agencia de nada
Ahora bien, a pesar de haber cobrado cuerpo en una guerra emancipatoria,
el zombi parece ajeno a la historicidad. A diferencia del monstruo de
Frankenstein, que reclama esposa y progenie, o de Drácula, que es
seductor incansable y viene a servirte una oscura eternidad, el zombi no
viene a traer nada, ni reclama cosa alguna que no sea tu biología. Solo
está para negarte, a la vez, la vida y la muerte, para volverte endeble,
catatónico, ajeno, y reclamar la decreciente ración de carne que va
quedando en el mundo: cuando se coman a Jovovich o a este otro señor Price, de una vez por todas, el mundo habrá llegado a su fin.
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En tanto agencia revolucionaria, el zombi creó la República de Haití,
país con los peores indicadores de desarrollo del planeta. La del zombi
es un hambre genocida y sorda, que está más allá
—o más acá— de
cualquier lenguaje, de toda dialéctica, de deseo alguno e, incluso, de
cualquier diferencia: el zombi (la infinita muchedumbre de zombis) es la indiferenciación por excelencia, desposeída de liderazgo, planes o
ambiciones; así como el insecto persigue la luz de la candela que lo
achicharra, el zombi se mueve por estímulo: una vez que alcance lo que
lo mueve, comerse al último, se habrá extinguido.
El conde Drácula y el barón de Frankenstein
—se recordará— son
encastillados residuos feudales de aquello que están barriendo la
tecnología, las chimeneas de fábrica y el capital. Pero estos otros, en
sus harapos, son la reposición de un levantamiento de esclavos
transplantados en un continente ajeno que, sin importar la victoria, no
sabrán cómo ingresar a esa entelequia que otros llamaban Historia,
porque la Historia, desde un comienzo, les resultaba exótica. No son
góticos, son apocalípticos; el acting ululante de un fin de los tiempos.
Más: si Drácula puede no haber muerto, estando muerto, jamás pierde el
habla. Siempre locuaz, impresiona como vivo, hasta su extinción por
estaca o rayo de sol. Los innumerables zombis, por el contrario, ni bien
difuntos han sido erradicados para siempre del lenguaje, algo que de
alguna manera explica la variedad de reclamos y performances que se
pretenden a través de su gemido nauseante.
No debería llamar la atención, de todos modos, que por más evidente que
comparezca este Apocalipsis, en los noticieros de estos días, como todo
lo que se recoge en televisión, una zombi walk se cubra a la
chacota. En ese sentido, no se sabe qué es más mostración de la
infrahumanidad que estamos alcanzando, si estas procesiones o la sorda
cuenta que se da de ellas. Pareciera que nadie quisiese prestar oídos a
lo más ostensible:
lo que estas multitudes de adolescentes y jovenzuelos desterrados
del lenguaje que salen a manifestarse zombis nos están gritando es:
contempla, mundo, lo que has hecho de nosotros.
PD Para que existan zombis debe quedar, por alguna parte, esa última
mujer o ese último hombre, aquella delgadísima línea de lenguaje que,
como una lumbre mínima, estimule su hambre. Vincent Price llevaba un
diario de los días finales y Levrero, por entonces, escribía, bajo forma
de diario, su testamento literario, La novela luminosa. La
subsiguiente explosión zombi nos estaría demostrando que mi colega no
era el último sobre la tierra, aunque tal vez sí el penúltimo. Último o
penúltimo, me doy cuenta de que, in memoriam, es obligación dedicarle
estas líneas.
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