Derivas de Dogville.
Uno siempre puede leer a Dogville,
la película de Lars von Tiers (2003), como una de las tramas
posibles de la tragedia moderna. Grace, una bella joven que huye de
la mafia, busca refugio en un pequeño poblado en la época de la Gran
Depresión en Estados Unidos. Tom, el intelectual del pueblo,
convence a sus escasos habitantes de que le brinden asilo a cambio
de trabajo. Pasan los días y Grace parece haber encontrado el lugar
con el que siempre había soñado. Solidaridad, generosidad, trabajo
honesto y un anuncio de romance con Tom que tímidamente le declara
su amor. Después llega la policía para preguntar si no la han visto.
Dogville se deja convencer por el argumento de Tom de que la mafia
le ha puesto precio a la cabeza de Grace y no la entrega. Pero el
precio del secreto será más alto.
Lo que sigue es
una crónica de lo
inefable. Cada vecino se aprovecha de ella. Cada uno desborda
las fuerzas más ocultas de su yo (el interés individual en su
superficie) en ella. Grace es violada por los hombres y humillada
por las mujeres. Al principio se lo explica a sí misma como un quid
pro quo: protección a cambio de disposición. Decide entonces
huir y cae entonces en la trampa del último hombre que no la había
tenido. Después de una asamblea, donde cuenta su historia, le
colocan grilletes para que no intente huir de nuevo. Los hombres
continúan aprovechándose de ella, hasta que Tom la delata a los
gánsters en espera de la recompensa. Los gánsters llegan, entre
ellos el padre de Grace. Al final, los ayuda a masacrar al pueblo.
¿Donde todos son culpables ya no hay castigo posible? ¿Es la
venganza una forma de justicia?
¿Tragedia o catástrofe? Dogville es la metáfora irresuelta de la
libertad individual: si cada quien actúa como si no existiesen más
que los mandatos profundos del yo, ¿al final qué queda? Un mundo
enardecido en el que el crimen es la última ley... sumaria. La
distinción entre la tragedia y la catástrofe reside en que la
primera trata de una caída que repara un futuro, que crea una
nueva ley, mientras que la segunda confina al pasado en una zona de
desastre, un sitio de no retorno, la escena de lo inefable.
La catástrofe mexicana de los pasados cinco años comienza en el
ideal que mueve al insignificante vecino de Dogville a cumplir con
el mandato de su pulsión más profunda en libertad discrecional: eso
que yo quiero. En el templete, el egoísmo social; en las
profundidades, una sociedad que lo celebra. Ahora, aterrada por su
descubrimiento.
La inversión de lo político. Todo el caso del drama del Casino
Royale, en el que perecieron más de 50 personas, parece
resolverse en una frase: la política se ha convertido en una
continuación del crimen organizado con otros -y los mismos- medios.
Es evidente que en Monterrey, la estructura profunda del gobierno
local (presidentes municipales, jueces, inspectores, policía...) no
solo es cómplice de la
violencia que
flagela a esa urbe, sino también de sus artífices principales. La
frontera entre lo político y el crimen parece haberse disuelto por
completo. En una reflexión más detenida, podría pensarse que ya no
se trata de que el crimen organizado haya secuestrado a la esfera
política, sino que es la esfera política la que ha hecho ingresar
entre sus opciones al crimen organizado como método de coacción.
Esto lleva a replantearse por completo la pregunta sobre la
naturaleza de la
violencia
que afecta a Monterrey y otra decena de ciudades centrales en el
país. ¿Nos encontramos frente a un problema de seguridad, es decir,
de un orden público desbordado por el crecimiento de las
organizaciones criminales? O se trata más bien de un vía crucis
político: un
Estado
transformado en un Estado
canalla, que es una definición que
Jacques Derrida
(Voyous, Galilée, París, 2003) propuso para
describir esa relación de poderes en la que la razón del más
fuerte se vuelve la única razón legible de la política. Si esto es
así, ¿acaso no habría que buscar el derrame de la
violencia, su
proliferación y multiplicación no tanto en la microscopía del crimen
organizado, sino en la macroscopía de un orden basado ya en la
canalla, basado en el principio que encuentra a la única ley en
la razón del más fuerte?
Hermenéutica del enemigo. Siempre se puede partir de la premisa de
que la militarización del combate al crimen organizado, a partir de
2007, se proponía suprimir las condiciones que hicieron posible la
emergencia de estos Estados (locales) canallas. El dilema es que esa
acción se encuentra desde entonces tan fuera de la ley, y tan cerca
de la razón del más fuerte, como los enemigos que se propone
combatir. De ese déficit legal habla abundantemente el largo debate
que se ha suscitado en torno a la aprobación de la Ley de Seguridad
Nacional. Pero en el entretanto, la legitimidad de ese combate solo
podía estar basada en el
fantasma de su
enemigo. ¿Y cómo procede el Poder Ejecutivo desde 2007 si no
apuntalando día a día los motivos de una estrategia que asegura que,
al final del día, lo que vence es la sustitución de la política por
la lógica de la seguridad? Es esta sustitución (y desplazamiento) de
lo político de la esfera nacional lo que debería hacernos pensar si
el cometido de la lucha contra el crimen organizado no es más bien
de orden esencialmente político. Y la energía depositada en la
reducción de la función del
Estado
a la de un Estado
policía más que una política de reacción contra el crimen organizado
es una acción previsora para impedir que la forma del
Estado sea puesta
en entredicho como lo hizo el movimiento social que en 2006 estuvo a
punto de ganar unas elecciones. Que el saldo de esta previsión sea
la proliferación de los Estados canallas no parece ser (visto como)
mayor que el del riesgo que significó el derrotado giro de ese año.
* Publicada
originalmente en
http://www.jornada.unam.mx/2011/09/17/opinion/017a2pol
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