Nada más anacrónico que
aquello de que el fútbol es once contra once y la pelotita en el
medio. Ya hace tiempo que la cámara y las
pantallas de televisión
han trasladado el balompié a otra parte.
Un hombre pájaro, sostenido de
la tribuna y colgando hacia la cancha, con los colores de Colombia,
está desde hace años en todos los partidos de su selección. Todo su
cuerpo en el vacío, entre las gradas y lo verde, ese pájaro con
menos de humano que de hincha, probablemente sin saberlo, trata de
resolver el vacío del
fútbol cocacola. Por supuesto, este fanático
ha tenido imitadores (entre otros, también tiene su ave torcedora la
selección brasileña). Esta metamorfosis que volvió anacrónico al
viejo público futbolero, que hace del hincha algo parecido al ave,
al héroe o al palurdo -en Francia 1998 los hay con cuernos, los hay
como osos- es sólo un epifenómeno de los cambios que ha sufrido el
balompié.
Aquel espacio verde bien
regimentado, poblado por 22 jugadores, una pelota y un árbitro -que
solía vestir de negro-, con dos linesmen trotando del corner al
medio de la cancha, se ha transformado en otra cosa. Antes, fuera de
la cancha estaban las tribunas y, continentándolo todo, encriptando
la magia del juego, el enigma que lo volvía imaginable, desbordante
o fabulable, estaba la mole ciega del estadio. Era el
fútbol para el
que se pagaba entrada o, en su defecto, se escuchaba por radio. Para
decirlo de otro modo, Abbadie, Rocha, Santamaría o Sanfilippo eran
jugadores menos vistos que imaginados. Quienes asistían a los
partidos eran apenas una fracción muy reducida de los pretendidos
conocedores de fútbol. Los relatos deportivos, o las fotos de
prensa, amplificaban las leyendas y convertían a los futbolistas en
seres no muy creíbles, en héroes de mitologías pordioseras o
grandilocuentes. Aquellos que llegaban al estadio eran los testigos
de ese chimento, los que a su turno estarían a cargo de repetir,
siempre magnificando, lo que sucedía en un caldeado campo de juego.
Porque, ya como testigos, ya como escuchas, lo indiscutible es que
entonces el estadio era una especie de templo que daba lugar a una
ceremonia abigarrada pero secreta, un cuchicheo que terminaba
convirtiéndose en mito. Sin embargo, la
televisión lo ha cambiado
todo. Ya no hay dos oncenas de jugadores, ya no hay un árbitro a
quien aborrecer. Se puede decir que, ahora, dentro de una cancha de
fútbol, no hay nadie.
Cuando se termina el
vacío
La cámara ha vaciado la cancha y
los jugadores, desde hace unos años, existen, sobre todo, para
la pantalla. Coreografían sus goles para el satélite y están, en
buena medida, fuera del estadio, en las salas de millones de hogares
y receptores, participando de las sobremesas o las papas chips,
pensándose a sí mismos, más allá de la jugada, en otra toma
insuperable, en el mejor ángulo que aparecerá, fatalmente, en cámara
lenta. Se puede pensar que México 1986, el mundial de la mano de
Dios,
fue la inflexión que cambió el venerable
deporte en lo que es hoy,
el fútbol cocacola. En aquella ocasión Steven Spielberg sustituyó la
ceremonia inaugural por un mediometraje; las reglas cambiaron hacia
el fair play (limpieza de juego, y limpieza de imagen) y ya las
cámaras no dejaban lugar a equívocos: fue con la mano que Maradona
le ganó a los ingleses. En ese mundial, también, los mexicanos
exportaron para el mundo futbolístico una práctica que incorporaron
de las ligas de béisbol de
Estados Unidos:
la ola. Ya era evidente
que el calor del partido se había retirado de esa cancha vacía y
había derivado hacia la tribuna, que se había convertido en la
estrella del espectáculo. Desde aquel momento, lo que conocemos hoy.
Primero el espíritu del fútbol se corrió a las graderías y Francia
1998
acababa de mostrarnos que el fútbol ya ni siquiera estaba ahí; incluso
se ha desplazado hacia afuera del estadio. Durante el mes
transcurrido, Francia se convirtió en una caleidoscópica batahola
discurriendo por todas partes; y entre barras bravas y
pintoresquismos se ha dado -no dentro de la cancha- lo más relevante
del mundial que termina.
Salve la hinchada
Los estadounidenses, que
desdeñan nuestro bienamado deporte, lo han reinventado a su pesar.
En primer lugar, es preciso recordar que la filmación de su fútbol
americano requiere decenas de cámaras para brindarle al televidente
dónde "en verdad" se está desarrollando el juego (una de las
estrategias básicas de ese deporte es esconder la pelota de la vista
del rival). Este juego de cámaras, vertical, ha sido copiado por los
franceses en el mencionado mundial. Con dos decenas de cámaras, como tienen
los partidos mundialistas, no hay detalle que se escape; se terminó
el misterio. Después de infinidad de tomas y repeticiones, no quedan
dudas. Fue o dejó de ser penal, mereció la expulsión o debió
quedarse en la cancha, etcétera. En definitiva, el panóptico en que
se ha convertido este deporte hace que los jugadores estén ahí menos
para competir que para ser "juzgados". En el mundial de Estados
Unidos 1994, por ejemplo, un defensor italiano que cometió una falta
no advertida por el árbitro fue, de todos modos, sancionado por la
FIFA, gracias al testimonio implacable del video. Esto quiere decir
que, en buena medida, ya "están fuera" del propio partido que están
jugando, alienados en la cámara. Están pintados, como suele decirse,
algo que asumieron los jugadores de Rumania, platinándose las
cabezas.
Por otra parte, hace décadas ya
que el soccer viene corriendo detrás del básquetbol profesional
estadounidense, donde el deporte sigue
las reglas del espectáculo y
del entretenimiento. Esas reglas produjeron a Michael Jordan, una
mezcla de basquetbolista, tanqueta y ballerina, o a Dennis Rodman,
el primero en teñirse el cabello, a quien, luego de sus jornadas de
cuerpear a Karl Malone, y de haber sido apodado "Rodzila" en honor
al taquillero endriago japonés, le han ofrecido participar en muy
bien pagas sesiones de lucha libre. Además, los cambios en las
reglas, la saturación de partidos y torneos, acercan el fútbol a la
levedad de la NBA. Un prodigio que, dada su reiteración, termina
siendo intrascendente. Casi no se puede hablar de derrotados, ni de
victoriosos. Antes, la victoria era definitiva; ahora la revancha es
perpetua.
A la verticalidad de la cámara,
por otra parte, la acompaña una lateralización de la intensidad. Si
cualquiera puede ver los partidos -más cómodo, con mayor claridad, y
sin las colas insensatas del entretiempo-, aquellos que concurren al
estadio y verifican la nimiedad que es el fútbol sin cámara lenta ni
replay, bien pueden arrogarse el protagonismo, sentirse los
verdaderos actores del deporte. Eso es una de las raíces del
hooligan y del barra brava, pero también de la infinidad de
personajes pintorescos que hoy discurren por las calles francesas,
con las caras pintadas, disfrazados de animales futuristas.
Juego de tribus
Puede argumentarse que esta
necesidad de participar es parte de la retribalización. Es el
manifestarse de la etnia, que se agrupa en torno a camisetas, a
señales de pertenencia. Son esos hinchas los que le dan densidad al
evento deportivo que, succionado por las cámaras, termina siendo
pura superficie (algo similar a lo que sucede con el cine, cuyo
héroe actual parece ser el backstage). Frente a la vacuidad del fin
de siglo XX y del nuevo soccer, a la superficialidad irremediable de la
pantalla, la tribu contrapone su signo en la
piel, porque es ése el
último lugar donde es posible registrar la adhesión. Y nadie habrá
dejado de advertir que el fosforescente desfile gay -la
reivindicación de una etnia- que coincidió con el mundial en las
calles de París, con mucho de corso, pareció apagado y marchito en
comparación con el perpetuo y desorganizado desfile de los fans de
los 32 países que pasaron por Francia.
Lo menos importante, en todo
este acontecimiento, parecen ser los partidos. Mientras éstos se
disputan, cientos y miles, en las calles de las distintas ciudades y
a pleno sol, siguen a sus camisetas fuera de los estadios, a través
de la pantalla gigante. Y lo que hacen no es un despropósito. Por el
contrario, les asiste razón, porque los personajes de este mundial
carente de jugadores (por ahí andan el obsecuente Pelé de Mastercard
y el resentido Maradona) son los hinchas. Con ellos,
lejos de la cancha, fuera de los estadios, se quedó (cuando
no en una pantalla) el espesor del fútbol. Bebiendo
en las calles, al rayo del sol.
* Publicado originalmente
en el semanario
Brecha, en ocasión de la celebración del Mundial de Francia 1998. |
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