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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 



FÚTBOL - LA OLA - TELEVISIÓN - VACÍO -


Metamorfosis de un deporte. El fútbol cocacola*

Amir Hamed

La cámara ha vaciado la cancha y los jugadores, desde hace unos años, existen, sobre todo, para la pantalla. Coreografían sus goles para el satélite y están, en buena medida, fuera del estadio, en las salas de millones de hogares y receptores, participando de las sobremesas o las papas chips, pensándose a sí mismos, más allá de la jugada, en otra toma insuperable, en el mejor ángulo que aparecerá, fatalmente, en cámara lenta

 Nada más anacrónico que aquello de que el fútbol es once contra once y la pelotita en el medio. Ya hace tiempo que la cámara y las pantallas de televisión han trasladado el balompié a otra parte.
 

Un hombre pájaro, sostenido de la tribuna y colgando hacia la cancha, con los colores de Colombia, está desde hace años en todos los partidos de su selección. Todo su cuerpo en el vacío, entre las gradas y lo verde, ese pájaro con menos de humano que de hincha, probablemente sin saberlo, trata de resolver el vacío del fútbol cocacola. Por supuesto, este fanático ha tenido imitadores (entre otros, también tiene su ave torcedora la selección brasileña). Esta metamorfosis que volvió anacrónico al viejo público futbolero, que hace del hincha algo parecido al ave, al héroe o al palurdo -en Francia 1998 los hay con cuernos, los hay como osos- es sólo un epifenómeno de los cambios que ha sufrido el balompié.

Aquel espacio verde bien regimentado, poblado por 22 jugadores, una pelota y un árbitro -que solía vestir de negro-, con dos linesmen trotando del corner al medio de la cancha, se ha transformado en otra cosa. Antes, fuera de la cancha estaban las tribunas y, continentándolo todo, encriptando la magia del juego, el enigma que lo volvía imaginable, desbordante o fabulable, estaba la mole ciega del estadio. Era el fútbol para el que se pagaba entrada o, en su defecto, se escuchaba por radio. Para decirlo de otro modo, Abbadie, Rocha, Santamaría o Sanfilippo eran jugadores menos vistos que imaginados. Quienes asistían a los partidos eran apenas una fracción muy reducida de los pretendidos conocedores de fútbol. Los relatos deportivos, o las fotos de prensa, amplificaban las leyendas y convertían a los futbolistas en seres no muy creíbles, en héroes de mitologías pordioseras o grandilocuentes. Aquellos que llegaban al estadio eran los testigos de ese chimento, los que a su turno estarían a cargo de repetir, siempre magnificando, lo que sucedía en un caldeado campo de juego. Porque, ya como testigos, ya como escuchas, lo indiscutible es que entonces el estadio era una especie de templo que daba lugar a una ceremonia abigarrada pero secreta, un cuchicheo que terminaba convirtiéndose en mito. Sin embargo, la televisión lo ha cambiado todo. Ya no hay dos oncenas de jugadores, ya no hay un árbitro a quien aborrecer. Se puede decir que, ahora, dentro de una cancha de fútbol, no hay nadie.

Cuando se termina el vacío

La cámara ha vaciado la cancha y los jugadores, desde hace unos años, existen, sobre todo, para la pantalla. Coreografían sus goles para el satélite y están, en buena medida, fuera del estadio, en las salas de millones de hogares y receptores, participando de las sobremesas o las papas chips, pensándose a sí mismos, más allá de la jugada, en otra toma insuperable, en el mejor ángulo que aparecerá, fatalmente, en cámara lenta. Se puede pensar que México 1986, el mundial de la mano de Dios, fue la inflexión que cambió el venerable deporte en lo que es hoy, el fútbol cocacola. En aquella ocasión Steven Spielberg sustituyó la ceremonia inaugural por un mediometraje; las reglas cambiaron hacia el fair play (limpieza de juego, y limpieza de imagen) y ya las cámaras no dejaban lugar a equívocos: fue con la mano que Maradona le ganó a los ingleses. En ese mundial, también, los mexicanos exportaron para el mundo futbolístico una práctica que incorporaron de las ligas de béisbol de Estados Unidos: la ola. Ya era evidente que el calor del partido se había retirado de esa cancha vacía y había derivado hacia la tribuna, que se había convertido en la estrella del espectáculo. Desde aquel momento, lo que conocemos hoy. Primero el espíritu del fútbol se corrió a las graderías y Francia 1998 acababa de mostrarnos que el fútbol ya ni siquiera estaba ahí; incluso se ha desplazado hacia afuera del estadio. Durante el mes transcurrido, Francia se convirtió en una caleidoscópica batahola discurriendo por todas partes; y entre barras bravas y pintoresquismos se ha dado -no dentro de la cancha- lo más relevante del mundial que termina.

Salve la hinchada

Los estadounidenses, que desdeñan nuestro bienamado deporte, lo han reinventado a su pesar. En primer lugar, es preciso recordar que la filmación de su fútbol americano requiere decenas de cámaras para brindarle al televidente dónde "en verdad" se está desarrollando el juego (una de las estrategias básicas de ese deporte es esconder la pelota de la vista del rival). Este juego de cámaras, vertical, ha sido copiado por los franceses en el mencionado mundial. Con dos decenas de cámaras, como tienen los partidos mundialistas, no hay detalle que se escape; se terminó el misterio. Después de infinidad de tomas y repeticiones, no quedan dudas. Fue o dejó de ser penal, mereció la expulsión o debió quedarse en la cancha, etcétera. En definitiva, el panóptico en que se ha convertido este deporte hace que los jugadores estén ahí menos para competir que para ser "juzgados". En el mundial de Estados Unidos 1994, por ejemplo, un defensor italiano que cometió una falta no advertida por el árbitro fue, de todos modos, sancionado por la FIFA, gracias al testimonio implacable del video. Esto quiere decir que, en buena medida, ya "están fuera" del propio partido que están jugando, alienados en la cámara. Están pintados, como suele decirse, algo que asumieron los jugadores de Rumania, platinándose las cabezas.

Por otra parte, hace décadas ya que el soccer viene corriendo detrás del básquetbol profesional estadounidense, donde el deporte sigue las reglas del espectáculo y del entretenimiento. Esas reglas produjeron a Michael Jordan, una mezcla de basquetbolista, tanqueta y ballerina, o a Dennis Rodman, el primero en teñirse el cabello, a quien, luego de sus jornadas de cuerpear a Karl Malone, y de haber sido apodado "Rodzila" en honor al taquillero endriago japonés, le han ofrecido participar en muy bien pagas sesiones de lucha libre. Además, los cambios en las reglas, la saturación de partidos y torneos, acercan el fútbol a la levedad de la NBA. Un prodigio que, dada su reiteración, termina siendo intrascendente. Casi no se puede hablar de derrotados, ni de victoriosos. Antes, la victoria era definitiva; ahora la revancha es perpetua.

A la verticalidad de la cámara, por otra parte, la acompaña una lateralización de la intensidad. Si cualquiera puede ver los partidos -más cómodo, con mayor claridad, y sin las colas insensatas del entretiempo-, aquellos que concurren al estadio y verifican la nimiedad que es el fútbol sin cámara lenta ni replay, bien pueden arrogarse el protagonismo, sentirse los verdaderos actores del deporte. Eso es una de las raíces del hooligan y del barra brava, pero también de la infinidad de personajes pintorescos que hoy discurren por las calles francesas, con las caras pintadas, disfrazados de animales futuristas.

Juego de tribus

Puede argumentarse que esta necesidad de participar es parte de la retribalización. Es el manifestarse de la etnia, que se agrupa en torno a camisetas, a señales de pertenencia. Son esos hinchas los que le dan densidad al evento deportivo que, succionado por las cámaras, termina siendo pura superficie (algo similar a lo que sucede con el cine, cuyo héroe actual parece ser el backstage). Frente a la vacuidad del fin de siglo XX y del nuevo soccer, a la superficialidad irremediable de la pantalla, la tribu contrapone su signo en la piel, porque es ése el último lugar donde es posible registrar la adhesión. Y nadie habrá dejado de advertir que el fosforescente desfile gay -la reivindicación de una etnia- que coincidió con el mundial en las calles de París, con mucho de corso, pareció apagado y marchito en comparación con el perpetuo y desorganizado desfile de los fans de los 32 países que pasaron por Francia.

Lo menos importante, en todo este acontecimiento, parecen ser los partidos. Mientras éstos se disputan, cientos y miles, en las calles de las distintas ciudades y a pleno sol, siguen a sus camisetas fuera de los estadios, a través de la pantalla gigante. Y lo que hacen no es un despropósito. Por el contrario, les asiste razón, porque los personajes de este mundial carente de jugadores (por ahí andan el obsecuente Pelé de Mastercard y el resentido Maradona) son los hinchas. Con ellos, lejos de la cancha, fuera de los estadios, se quedó (cuando no en una pantalla) el espesor del fútbol. Bebiendo en las calles, al rayo del sol.
 

* Publicado originalmente en el semanario Brecha, en ocasión de la celebración del Mundial de Francia 1998.

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