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ISSN 1688-1672

 



VALLEJO, CÉSAR - UBI SUNT - MELANCOLÍA -ANGUSTIA

Tema del niño viejo


Sandino Núñez

Hablo de la propia escritura) es una máquina de extorsionar, de provocar la compasión, el llanto y la pena, de despertar las formas mitológicas y maternales de la ternura, de subrayar con demagogia una sensibilidad dolorosa, de buscar la conmoción a través de una ingenuidad gritona y empecinada o el escándalo evidente de la confusión de tiempos y lugares


Ubi sunt es dónde están. El género es conocido y el procedimiento sencillo. Consiste en una sola pregunta retórica: ¿dónde está aquello que fue? Contra lo que podría pensarse, Ubi sunt no es un procedimiento nostálgico ni melancólico. La melancolía está destinada a convertirse en un estado basal: se instala, se afinca. La melancolía parece
el residuo de un trabajo. Ya no tengo eso, ya no soy eso. Pero entiendo que ya no puedo tener o ser eso. La resignación es un proceso destinado a ir reduciendo el calentamiento de la máquina. La melancolía es el sedimento de este proceso refrigerante: coloca una distancia, o mejor, una lejanía, un paisaje, la inofensividad de la foto celebratoria, monumental.

De pronto, una noche, cuando menos lo esperaba, me despierto sofocado. Acabo de soñar con el muerto. Una fotografía olvidada o ignorada, con violencia, pone al
muerto un brillo nuevo: trae de vuelta un gesto, una forma de inclinar la cabeza, una posición de las manos. Es un descubrimiento repentino, desconcertante, hiperrealista:
eso ya no está aquí. Hay una explosión, un grito.

Parece que mi propio cuerpo se desbordara y se resistiera desesperadamente a la solución melancólica: ese momento dispara ubi sunt. Una furia, una rebeldía, pero también una especie de estado confusional (en la medida en que toda rebeldía es inútil, y por lo tanto ingenua, y por lo tanto conmovedora). Esa confusión me arrastra a una magia retórica que es al mismo tiempo una aberración lógica o semántica. Ya no está aquí. Las precisiones adverbiales, la temporal y la espacial, se solapan, se mezclan. Todo el peso de la frase empieza a desplazarse del primer al segundo adverbio. Ya no está aquí. La solución del desborde no se despliega sobre el ya (la resignación: ya no) sino sobre el aquí. Ya no está aquí, luego ¿dónde está?
Hay un lugar, il‚y a un siége.

Ubi sunt es una magia (hay buenas razones antropológicas para oponer magia a proceso), una regresión. Es un momento. Un momento eminentemente trágico contra el carácter dramático y discreto de la solución melancólica.
Un lugar debe haber para aquello que ha sido borrado, arrasado por el tiempo, el deterioro, la vejez, la muerte.

Desplazar un problema temporal sobre un eje espacial, territorial, es, por definición, la forma misma de la utopía, pero también es la forma más elemental y profunda de la angustia. El nacimiento de la tragedia. Un niño se quema
la pierna con agua hirviendo. Ni bien siente el primer ardor quiere huir del lugar. Corre. Se detiene. El ardor sigue ahí. Vuelve a huir. Esta vez más desesperadamente, más lejos. Se detiene. Intenta una nueva fuga. Fracasa. El ardor lo persigue. Ahí lo advierte. No hay dónde huir. Angustia
no es sentir el ardor. Tampoco es no tener dónde ir. Menos aún advertirlo (esta advertencia es precisamente lo contrario: es el antídoto, o el comienzo de una acción antídota). Lo trágico es el deseo o la necesidad de fugarse, la fuga misma, la inutilidad de la fuga.

La escritura del ubi sunt es prolongar la fuga, no estropear
el deseo, no dejar que se desvanezca en el eje de la realidad. Paradójicamente, es un procedimiento para dar permanencia a aquello que no está destinado a durar: un estallido, un enloquecimiento, una especie de intensidad en estado puro.

De ahí su atmósfera inevitablemente tranquila, melancólica
y educada, allí donde cabría esperar una retórica de la somatización ˜una histeria, el llanto de la Callas: angoscia!.
La Bohemia de Aznavour, Cafetín de Buenos Aires, El bulín de la calle Ayacucho, tienen formatos melódicos reposados, tristes, depresivos, para ser cantados casi en secreto, pero que exponen un tema trágico y explosivo:
la angustia: el regreso del muerto. El género, ya público,
se condena así a cierta grandilocuencia, al funcionamiento monumental del himno, del canto celebratorio. Ritual totémico de la efemérides, del pasado fundacional, del espacio sagrado.

La escritura parece poder hacer poco por el ubi sunt.
La escritura, por así decirlo, es una especie de enfriamiento. Es la propia organización de un espacio. Funda un ámbito abstracto de transacción y negociación (un registro público), y su gemelo, un espacio abstracto de "contenidos internos"
a ser expresado (un registro íntimo). Ambos son expositivos, argumentativos, ordenados, discretos. El síntoma, la locura mimética o gestual, el cuerpo en riesgo, propios de espacios próximos y calientes y poco civiles, no pueden dejar de aparecer, para la escritura, como descontroles o desbordes. La histeria siempre es kitsch.

¿Es posible una escritura del ubi sunt? ¿es posible un dissent que, por un lado, no melancolice la angustia, y, por otro, cuyo funcionamiento o cuya performance no me lance fuera del ámbito mismo de la escritura?

Inevitable, lamentablemente, un nombre propio salta:
César Vallejo. Ubi sunt no es por fuerza el tema de Vallejo (aunque lo es con frecuencia): es su escritura, su lenguaje,
su suelo. No es su aire sino su respiración. Un derroche de adjetivos o adverbios o verbos sustantivados, de sustantivos declinados como verbos, de verbos en función adjetival.

Este exceso puede interpretarse (y de hecho se ha interpretado) como parte del furor experimental de las vanguardias. O como la composición de un lenguaje enrevesado, céntrico y excéntrico, periférico y no, indígena
y serrano y también europeo: Lima, Madrid, Paris. Quevedo, Herrera y el quechua. Pero ahora este aparato
se me antoja destinado a componer un mutante, un monstruo: el niño viejo peruano.

El adulto no quiere crecer. Le toca hablar de ese deseo negativo, inevitablemente, con voz de adulto. Lo expone, reflexiona, se entristece. Vallejo en cambio, en su escritura, trasmite la sensación menos de no querer crecer que de no haber crecido. Ese monstruo, hable de lo que hable
y aunque no parezca muy capaz de exponer ni tematizar,
no puede dejar de hacer, siempre, la misma pregunta: ¿dónde están?. La voz del niño que se suelta sin pudor
o que se quiebra en gallos y pucheros detrás de la máscara áspera y avinagrada del adulto (imposible no pensar en la máscara mortuoria), parece ser una de las pocas formas de conservar la intensidad del momento del ubi sunt, toda su angustia y su patético, antes de que se elabore, se eduque,
se entristezca.

¿Cómo podría Vallejo escapar de la histeria?. Inevitablemente está más cerca del síntoma y del dolor
que de la angustia (no es posible una escritura de la angustia sino a través del simulacro del síntoma). La escritura de Vallejo (no necesariamente su tema; hablo de la propia escritura) es una máquina de extorsionar, de provocar la compasión, el llanto y la pena, de despertar las formas mitológicas y maternales de la ternura, de subrayar con demagogia una sensibilidad dolorosa, de buscar la conmoción a través de una ingenuidad gritona y
empecinada o el escándalo evidente de la confusión de tiempos y lugares.

Es un niño. Un niño peruano melindroso en los márgenes
de la civilización. Grosero, obvio, exagerado, acrobático. Siempre conmovedor, como un gitano. Paganini con su violín.

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