Ubi sunt es dónde están.
El género es conocido y el procedimiento sencillo. Consiste
en una sola pregunta retórica: ¿dónde está
aquello que fue? Contra lo que podría pensarse, Ubi
sunt no es un procedimiento nostálgico ni melancólico.
La melancolía está destinada a convertirse en un
estado basal: se instala, se afinca. La melancolía parece
el residuo de un trabajo. Ya no tengo eso, ya no soy eso. Pero
entiendo que ya no puedo tener o ser eso. La resignación
es un proceso destinado a ir reduciendo el calentamiento de la
máquina. La melancolía es el sedimento de este
proceso refrigerante: coloca una distancia, o mejor, una lejanía,
un paisaje, la inofensividad de la foto celebratoria, monumental.
De pronto, una noche,
cuando menos lo esperaba, me despierto sofocado. Acabo de soñar
con el muerto. Una fotografía olvidada o ignorada, con
violencia, pone al
muerto un brillo nuevo: trae de vuelta un gesto, una forma de
inclinar la cabeza, una posición de las manos. Es un descubrimiento
repentino, desconcertante, hiperrealista:
eso ya no está aquí. Hay una explosión,
un grito.
Parece que mi propio cuerpo se desbordara y se resistiera desesperadamente
a la solución melancólica: ese momento dispara
ubi sunt. Una furia, una rebeldía, pero también
una especie de estado confusional (en la medida en que toda rebeldía
es inútil, y por lo tanto ingenua, y por lo tanto conmovedora).
Esa confusión me arrastra a una magia retórica
que es al mismo tiempo una aberración lógica o
semántica. Ya no está aquí. Las precisiones
adverbiales, la temporal y la espacial, se solapan, se mezclan.
Todo el peso de la frase empieza a desplazarse del primer al
segundo adverbio. Ya no está aquí. La solución
del desborde no se despliega sobre el ya (la resignación:
ya no) sino sobre el aquí. Ya no está aquí,
luego ¿dónde está?
Hay un lugar, ily a un siége.
Ubi sunt es una magia (hay buenas razones
antropológicas para oponer magia a proceso), una regresión.
Es un momento. Un momento eminentemente trágico contra
el carácter dramático y discreto de la solución
melancólica.
Un lugar debe haber para aquello que ha sido borrado, arrasado
por el tiempo, el deterioro, la vejez, la muerte.
Desplazar un problema temporal sobre un eje espacial, territorial,
es, por definición, la forma misma de la utopía,
pero también es la forma más elemental y profunda
de la angustia. El nacimiento de la tragedia. Un niño
se quema
la pierna con agua hirviendo. Ni bien siente el primer ardor
quiere huir del lugar. Corre. Se detiene. El ardor sigue ahí.
Vuelve a huir. Esta vez más desesperadamente, más
lejos. Se detiene. Intenta una nueva fuga. Fracasa. El ardor
lo persigue. Ahí lo advierte. No hay dónde huir.
Angustia
no es sentir el ardor. Tampoco es no tener dónde ir. Menos
aún advertirlo (esta advertencia es precisamente lo contrario:
es el antídoto, o el comienzo de una acción antídota).
Lo trágico es el deseo o la necesidad de fugarse, la fuga
misma, la inutilidad de la fuga.
La escritura del ubi
sunt es prolongar la fuga, no estropear
el deseo, no dejar que se desvanezca en el eje de la realidad.
Paradójicamente, es un procedimiento para dar permanencia
a aquello que no está destinado a durar: un estallido,
un enloquecimiento, una especie de intensidad en estado puro.
De ahí su atmósfera inevitablemente tranquila,
melancólica
y educada, allí donde cabría esperar una retórica
de la somatización una histeria, el llanto de la
Callas: angoscia!.
La Bohemia de Aznavour, Cafetín de Buenos Aires,
El bulín de la calle Ayacucho, tienen formatos
melódicos reposados, tristes, depresivos, para ser cantados
casi en secreto, pero que exponen un tema trágico y explosivo:
la angustia: el regreso del muerto. El género, ya público,
se condena así a cierta grandilocuencia, al funcionamiento
monumental del himno, del canto celebratorio. Ritual totémico
de la efemérides, del pasado fundacional, del espacio
sagrado.
La escritura parece
poder hacer poco por el ubi sunt.
La escritura, por así decirlo, es una especie de enfriamiento.
Es la propia organización de un espacio. Funda un ámbito
abstracto de transacción y negociación (un registro
público), y su gemelo, un espacio abstracto de "contenidos
internos"
a ser expresado (un registro íntimo). Ambos son expositivos,
argumentativos, ordenados, discretos. El síntoma, la locura
mimética o gestual, el cuerpo en riesgo, propios de espacios
próximos y calientes y poco civiles, no pueden dejar de
aparecer, para la escritura, como descontroles o desbordes. La
histeria siempre es kitsch.
¿Es posible
una escritura del ubi sunt? ¿es posible un dissent
que, por un lado, no melancolice la angustia, y, por otro, cuyo
funcionamiento o cuya performance no me lance fuera del ámbito
mismo de la escritura?
Inevitable, lamentablemente, un nombre propio salta:
César Vallejo.
Ubi sunt no es por fuerza el tema de Vallejo (aunque lo
es con frecuencia): es su escritura, su lenguaje,
su suelo. No es su aire sino su respiración. Un derroche
de adjetivos o adverbios o verbos sustantivados, de sustantivos
declinados como verbos, de verbos en función adjetival.
Este exceso puede interpretarse (y de hecho se ha interpretado)
como parte del furor experimental
de las vanguardias. O como la composición de un lenguaje
enrevesado, céntrico y excéntrico, periférico
y no, indígena
y serrano y también europeo: Lima, Madrid, Paris. Quevedo,
Herrera y el quechua. Pero ahora este aparato
se me antoja destinado a componer un mutante, un monstruo:
el niño viejo peruano.
El adulto no quiere
crecer. Le toca hablar de ese deseo negativo, inevitablemente,
con voz de adulto. Lo expone, reflexiona, se entristece. Vallejo
en cambio, en su escritura, trasmite la sensación menos
de no querer crecer que de no haber crecido. Ese monstruo, hable
de lo que hable
y aunque no parezca muy capaz de exponer ni tematizar,
no puede dejar de hacer, siempre, la misma pregunta: ¿dónde
están?. La voz del niño que se suelta sin pudor
o que se quiebra en gallos y pucheros detrás de la máscara
áspera y avinagrada del adulto (imposible no pensar en
la máscara mortuoria), parece ser una de las pocas formas
de conservar la intensidad del momento del ubi sunt, toda
su angustia y su patético, antes de que se elabore, se
eduque,
se entristezca.
¿Cómo
podría Vallejo escapar de la histeria?. Inevitablemente
está más cerca del síntoma y del dolor
que de la angustia (no es posible una escritura de la angustia
sino a través del simulacro del síntoma). La escritura
de Vallejo (no necesariamente su tema; hablo de la propia escritura)
es una máquina de extorsionar, de provocar la compasión,
el llanto y la pena, de despertar las formas mitológicas
y maternales de la ternura, de subrayar con demagogia una sensibilidad
dolorosa, de buscar la conmoción a través de una
ingenuidad gritona y
empecinada o el escándalo evidente de la confusión
de tiempos y lugares.
Es un niño. Un niño peruano melindroso en los márgenes
de la civilización. Grosero, obvio, exagerado, acrobático.
Siempre conmovedor, como un gitano. Paganini con su violín.
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