Orazio Canciani. O Chianciani. Se me cruza la marca de un agua
mineral. Gordito, rosado y de pelo rojo, pretendía la
pinta de Belmondo en Sin Aliento. Me enseñó
a tomar jugo de tomate con salsa inglesa y las palabras de Baby
wan't you please come home, casi todas.
Salíamos de clase
y nos metíamos al patio de la Academia de Brera que tenía
la acústica del valle de la muerte,
la mejor para nuestro combobemba: Orazio en la trompeta, yo bajo
y batería. El repertorio era reducido: Manteca,
When the Saints y ese blues de Joe Williams. pero ¡qué
jam sessions! Nos felicitábamos mutuamente, público
selecto.
De aquel maestro de
futilidades me acordé cierto 18 de mayo, al empezar el
concierto de Dizzy Gillespie en el Colón. El hombre se
fue derecho al micrófono, dijo: "Buenas noches".
Y añadió: "Tiempo presente".
Esas palabras, pronunciadas
en el instante en que se le iba a parar la trompeta, no eran una
promesa ni una comprobación, sino la superfluidad misma.
Pues hacer música aquí y ahora es esculpir las llamas
del más superfluo monumento, el momento.
Música super-fluens,
"fluyente por encima" de cualquier
margen, venga de muralî, la flauta de Krishna, o
de la de Ian Anderson, de los Jethro Tull, venga de la flauta
de Tamino o del rondador más resbaloso que haya oído
en mi vida, el de ástiles de plumas de cóndor de
los Yaki Kandru.
Suplemento de la fidelidad
que atraviesa la lujuria sin acudir a la represión, la
música rebosa el límite entre placer
y deber, desborda himen e himeneo.
La
mujer que se deja guiar por su llamado es lazarillo del músico.
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