Empezaron las veránicas.
Empezaron los programas televisivos de verano. Empezó
la publicidad de verano. El diario, el dossier, el suplemento,
esperan su turno. Las veránicas, al principio despertaron
quejas, protestas, disidencia. Hoy, después de casi diez
años, no parecen provocar absolutamente nada.
1
Observaciones mitológicas
obtusas. Invierno es tiempo de reposo, de profundidad, de ensimismamiento,
de sentimientos maduros. Invierno es tiempo de lectura.
Verano, en cambio, grita, explota. Cambia mi biotipo de edad indefinida
-digamos: cuerpo estable y equilibrado; cuerpo cerrado, completo,
fuera de todo proceso y de toda metamorfosis;
cuerpo sitiado por el severo bunker de la vestimenta. Cuerpo espiritualizado
del invierno. En su lugar, el verano pone un cuerpo no menos reaccionario,
grado cero de work out y aerobics (trabajos
sobre el cuerpo que se me antojan parecidos a una vestimenta), pero lo pone como centro de la
fiesta histérica de la libido.
Fiesta hormonal del cuerpo joven, del cuerpo energizado, pero
también del cuerpo puesto, es decir, erigido como espectáculo
y monumento, construído como una prótesis,
obligado por su propia objetalidad a disparar la mirada, la fotografía. Cuerpo espiritualizado
del verano -pero
lleno de otra espiritualidad, no la espiritualidad invisible del
invierno, sino la de la imagen y la perfección.
El discurso letrado es
siempre invernal: Sócrates es partero al sol y al aire
libre, pero a Platón le cuesta sobrevivir un verano. El
amor profundo, lírico
y reposado, el amor monógamo
y estable, necesita la complicidad estilística del frío
y la lluvia, contra el interior cálido y amigable, el fuego,
la poca luz. Lo íntimo. El verano, en cambio, estropea
la escena con un afuera histérico, tentador - es más
apto para el casual love, para el trille y el levante,
para la festichola y la orgía. El verano es bárbaro
- tristes trópicos, malaria, cólera, analfabetismo,
largas modorras, promiscuidad
y sida -, el invierno es civilizado -es tiempo de encerrarnos
en el nicho incontaminado de la baja temperatura, del hogar, de
la ropa, del propio cuerpo.
2
Uruguay. Desde que los constituyentes eligieron
su nombre, la sonora voz guaraní lo vistió de exotismo
para el genio europeo del art noveau. Uruguay fue Caribe,
clima subtropical, guacamayos, ananá, cocotero, Carmen
Miranda. El dandy francés (el inglés había
muerto) tenía otro pequeño paraíso de exotismo
ultramarino. Lo cierto es que Uruguay quiso ser Caribe, apresurándose
a cumplir con el ritual de devolverle a Europa su propia mirada:
plantó palmeras (cada uno de los treinta y tres orientales
tiene una en la Plaza Independencia, Jeannette D'Ibar tiene la
suya en la rambla), construyó hoteles blanquísimos
a la orilla del mar, tuvo su carnaval con negritos y candombe,
con Pérez Prado, los Lecuona, el mambo y la conga.
Ese deseo tropical,
en algún momento, comienza a desaparecer. Montevideo se
hace letrada. Se abisma, lee en voz baja, como Agustín.
Ya no cabe en los versos de Supervielle -"Dans l'Uruguay
sur l'Atlantique/l'air était si liant, facile/que
les couleurs de l'horizon/s'approchaient pour voir les
maisons"
¿Cuándo
cambia su clima Montevideo? ¿Cuándo deja de parecerse
a La Habana o a Río? Historiadores y arqueólogos
responderán, algún día esta pregunta. Yo
supongo que una sensación de decadencia, una vivencia
y un discurso sobre la crisis -reltivamente recientes- tiene
algo que ver con que se haya cerrado el círculo de la
progresiva otoñalización del país. Aparecía
una voz intelectual que parecía salida de sectores terciarios
y pequeños burócratas.
El verano, el mar y la costa
comienzan a olvidarse -aparecen como disfrute improductivo de
nuevos ricos. Vieja fábula de la hormiga y la chicharra,
luz amarilla encendida por una crítica
que creó una responsabilidad, una actitud afectada,
afligida. Conciencia de la pobreza, de la pequeñez, de
la dependencia, advertencia contra el despilfarro, contra la incapacidad
de administrar y cuidar, de mirar diez, veinte, treinta años
hacia adelante. Tenían razón. Pero las consecuencias
laterales de esta operación eran incalculables.
Durante un tiempo, la licitud
de exhibir el despilfarro hizo posible, por ejemplo, que Rossel
y Rius construyera, para sus domingueos, y en honor a su señora
esposa, Villa Dolores, simulacro kitsch del exotismo, con
raras especies de animales traídos de Europa, con lagos,
cascadas, montañas y volcanes; delirio hiperrealista de
Disney o de Michael Jackson,
especie de himno hipertrofiado de la capacidad del dinero para
actuar el delirio. Eso es absolutamente impensable, digamos, en
los '60.
Es tiempo de dinero
quieto. No produce, no circula, pero tampoco se exhibe. El dinero
deja de ser el combustible de la máquina (de la máquina
social productiva, de la máquina individual delirante,
de la máquina cultural), y se convierte en el arca anal
de Rico Mc Pato. En Rossel y Rius habla, aunque tonta y psicótica,
una especie de grandeza que se perdió: performance millonaria
de una clase que se llevaba al mundo por delante (quiero alquilar
el Taj Mahal para ir a tomar mate de tardecita, en la puerta;
quiero comprar a Nastassja Kinski, quiero publicar un tratado
de metafísica; quiero construir el Parque Jurásico).
La crisis y la crítica desalojaron al verano
del discurso público, de su iconografía. El verano
comienza a ser un paréntesis, la siesta, una suspención
de la vida pública y productiva. Estudiantes, maestros,
profesores, ministros, legisladores, profesionales, no existen
en verano. Hasta la lucha de clases se suspende en verano. Lugar
común: lo sencillo que es dar un golpe de Estado en verano,
ha hecho que paradójicamente, los golpes hayan ocurrido
en invierno ¿cómo teatralizar la disolución
de las Cámaras?, ¿cómo marcar el tiempo del
drama? El verano en Uruguay no existe (o mejor, no existía),
por lo que, curioso juego de espejos,
Uruguay, en verano, no existe.
3
Ahora, desde hace unos
años, sostenido masaje massmediático, se ha reconstruído
la veránica. Programas televisivos desde Punta
del Este hicieron el contrapunto deconstructivo al tiempo
que la restauración. Después de la dictadura y de
su curioso intento fallido de volverse escritura,
de legitimarse en texto constitucional en el '80, el político
intentaba volver a comentar, a evaluar y a criticar, volver a
la argumentación, a la razonabilidad y a la racionalidad.
En suma, intentaba volver a leer y escribir, y a hacer de la lectura
y la escritura el motor de la máquina social.
La televisión,
mientras tanto, que desmontaba pacietemente el alfabeto, en secreto,
sin sociología, sin política y sin crítica
desde 1973, empieza -hacia 1984- a mostrar otra vez, lo que años
más tarde el inexistente Ministerio de Turismo llamaría
"la otra cara del Uruguay". Comienza a mostrar el verano,
en un país que la restauración hacía más
bien otoñal. Es decir, empieza a mostrar el color, la juventud,
la exhibición, las distintas formas de gregarismo oral
prehistórico, la cercanía de la naturaleza, en un
país -como suele decirse- gris, que ha dejado atrás
la adolescencia precrítica de los afectos, un país
de madurez intelectual y biológica, un país de individualización
y ensimismamiento lector e intelectual, en contexto urbano
y político.
Comienza a mostrar Punta
del Este, en un país donde Montevideo se distingue, antes
que nada, del "interior", y no se mide con el "exterior".
Montevideo, mesodermis, no resiste proyectos turísticos
riesgosos. El turismo invernal de asceta laico, que para tener
una rica vida interior sacrifica la vida exterior, conoce su endodermis.
Recorre las serranías de Minas, las termas en Paysandú
donde veinte viejos se miran la barriga, las mañanitas
en Valle Edén, lindas para estarse tomando mate. Pero no
está preparado para tomar la exodermis, Punta del Este
y la costa, lo exterior dentro de nosotros, porteños, brasileños
y paraguayos, conchetos, tilingos, mutantes excesivos (el mutante
es siempre excesivo).
Comienza a mostrar
la riqueza, o sus signos convencionales, la ostentación
y la frivolidad, en un país que quiere creerse sin pobres
y sin ricos, o con pobres y ricos discretos y respetuosos que
no agreden la percepción y no tienen signos visuales ostensibles,
que rompan, aunque sea por un momento, el ritual mágico
del grado cero.
Así la veránica
televisiva, en tiempos de restauración, levantó
disgusto y disconformidades. Ahora bien. ¿Por qué
esa queja y esa indignación de algunos montevideanos con
las veránicas? ¿Indignación disidente? ¿Queja
por vivir en un país con sectores sociales parasitarios
y hedonistas? ¿Nueva adevertencia sobre el despilfarro?
¿Voz revoltosa contra las fortunas que disfrutan, contra
el dinero que se divierte -en suma, contra lo improductivo? ¿O
más bien se trata de una queja resentida -no porque
existan ricachos y diferencias sociales, sino porque se comienza
a fotografiarlos y a exhibirlos, porque se empieza a hacer discurso
de la diferencia , porque se la legitima y se la convierte en
modelo?
La voz del montevideano
indignado con las veránicas, parecía no ser tanto
un grito de revuelta contra las desigualdades sociales,
cuanto una queja contra su representación pública:
contra las desigualdades del registro y del discurso. Iba contra
el happening neoambiental; contra el tilingo o mutante
veránico - extraterritorial puntaesteño - que deconstruye
con una sola fiesta árabe, la idea de que Uruguay es Montevideo,
que es el mercado del puerto, el clásico y la escuela.
4
Resulta interesante verificar
un rasgo. La voz del grado cero razonablemente se escuchó
solo en Montevideo - y en algunos sectores socioculturales - o
en sectores socioculturales montevidenizados del interior.
El montevideano tiene canales de televisión que también
identifican apetitos sociales y culturales, y puede si quiere,
mirar otras cosas, o no mirar. Y sí, a pesar de toda medida
precautoria, se expone a las veránicas y se enciende, tiene
costa, Malvín, Pocitos, Ramírez. Puede apagar parte
del furor con un "Poco pero mío", que
quiere decir más o menos que lo mío, aunque sea
un simulacro pequeño
de lo que tienen los demás, una caricatura, una reproducción
en material plástico, me conforma mientras no vea el original.
Parecería entonces
que la queja aparece cuando veo, o mejor, cuando me muestran
el original. Pero esa queja no inicia una acción para
tener el original, y ni siquiera para que el otro no lo tenga,
sino para que lo saquen de mi campo visual.
Pero en Tambores, en
Corrales, en el barrio La Chapita y en el Cerro Chapeu, en pueblos
y barrios, pobres y poco escolarizados, del interior del país,
que están condenados a ver a las veránicas trasmitidas
por la Red Televisión color, y a no poder aliviar la contradicción
y el desborde, cabría, razonablemente, exagerar las hipótesis
y esperar no ya el comentario y la voz sino la acción
revoltosa. Levantamiento libertario de aquellos que están
condenados no solamente a no disfrutar sino a ver a los demás
disfrutar. Levantamiento contra la ironía, contra la burla
y la tomada de pelo.
Sin embargo, contra lo que
cabría esperar, no pasa absolutamente nada. Las veránicas
no provocan el menor desasosiego en el periférico. Algún
comentario sobre personajes, conocidos por ellos, revuelo por
algún topless, pero nada más. No hay ironía,
no hay burla, no hay contradicción. El mutante veránico
es, para la periferia de la ciudad
letrada, tan irreal como la rutina tibetana, como Hollywood,
como Omar Shariff. El periférico no vive neuróticamente
una identidad que Punta del Este deconstruya o ponga en peligro.
El periférico no es escritor; disfruta el happening
tilingo y lo consume sin mediaciones: es dcir, sin consumir, junto
con él, una moral, una teoría sobre el exceso, sobre
lo improductivo o sobre la justicia social, pero sin consumir
tampoco un discurso de legitimación de la desigualdad,
del derroche o de la improducción. Más inmediatamente,
disfruta, participa, no comenta, no evalúa (recordemos
que la escritura comenta y evalúa; la oralidad participa
y responde): el happening no solamente no daña su
aparato perceptivo como sí daña el del grado cero:
lo entorna, lo afina, lo tempera.
5
Resulta también
interesante verificar un segundo rasgo. La veránica televisiva
pasa rápidamente a la prensa escrita, en páginas
especiales, suplementos, dossiers, y, aunque un poco más
lentamente, también al periodismo de izquierda. La izquierda
política, teórica y crítica. Por ejemplo,
La Hora Popular, diario vinculado al Partido Comunista,
incluía veránicas en sus páginas centrales
en el verano del '90.
A diferencia del formato
periférico (oral) donde ya observé que la veránica
es fiesta, disfrute, espectáculo envolvente, inmediato
y sin intermediarios, en el formato periodístico político
(escrito), la veránica es, necesariamente, discurso, representación
y símbolo: exhibición obscena de la desigualdad
y la injusticia social, de lo improductivo, de lo superficial
y frívolo. Decadencia histérica de la sociedad
de clases, la veránica empieza por ser una mutación
en el formato del periodismo político y acaba por ganar
la partida.
Podría decirse
que la inclusión de la veránica fue una medida estratégica,
administrativa o demagógica, dónde no se arriesgó
nada a nivel de las convicciones profundas, de los principios
-necesidad y oportunidad de lavarle la cara a una izquierda
hard en tiempos preelectorales. Lo mismo da. La
medida, aunque se trate de un espejismo electoral, dice: "a
nosotros nos interesa lo mismo que a ustedes, nos gusta el verano,
no somos enemigos del placer". Es decir, se basa, por lo
menos, en una sospecha acerca de algo que ha pasado, de algo que
ha cambiado en el deso del lector, del elector, del votante. Esa
mutación es soft, hacia lo liviano, pero también
hacia lo discontinuo, hacia el puzzle.
Ya no sólo la teoría, la noticia comentada y el
editorial, sino también el horóscopo, la página
de belleza, el crucigrama, la correspondencia amorosa. Desborde
cómico de la escritura.
6
Hoy, sin mayores quejas
o disgusto -uno se habitúa o se resigna a todo, aún
al príncipe D'Aremberg- tenemos otra vez verano en el discurso
público. Y, quizá lo más importante, tenemos
un discurso de verano. Tenemos el balneario más concheto
del Atlántico sur, que quiere habituarse a la obscenidad
de la imagen, posar con
naturalidad.
Queremos un verano
productivo, la industria verde, el país hotelero y turístico.
Queremos existir en verano. La máquina turística
encierra una curiosa paradoja: para producir al verano, tengo
que crear una gigantesca ingeniería discursiva sobre lo
improductivo.
*Publicado
originalmente en La república de Platón,
Nº11
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