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ISSN 1688-1672

 




MEYER, PEDRO - FOTOGRAFÍA Y RITUAL

En la frontera: Verdades y ficciones de Pedro Meyer (III)

Inés Bortagaray
Es en los escenarios de Arizona, de polvo y polvareda, de desierto y casas rodantes, donde en alguna foto los mariachis de juguete entretienen a la estadounidense enana que los escucha desde abajo, en una silla de muñecas

 

El señor Escher arrastra los chivos, cabras flacas y obstinadas que hacen fuerza contra el piso de una esquina desteñida de Tlaxiaco. Escher tira y tira, inclinado por su peso y por la fuerza, cayéndose ya, en una diagonal casi, mientras con su hombro izquierdo y su brazo derecho sujeta la cuerda que arrastra a las tres cabras blancas, desfiguradas por el esfuerzo de no moverse. La esquina es el pretexto perfecto para instalar claramente dos espacios en este cuadro. El antes de la esquina y su después contienen por un lado al señor Escher y a su esfuerzo, y por otro a las cabras que aparecen estiradas por la fuerza. La distorsión en esta foto es sutil aunque evidente, el esfuerzo mutuo ha estirado las líneas y enfatizado las diagonales. Tensión en cada lado del cuadro, cruce de calles en una esquina: ruptura y equilibrio.

“Los chivos del señor Escher”, Tlaxiaco, Oaxaca, 1991.

I

Existe, en algunos fotógrafos latinoamericanos, un arraigo especial al lugar de origen que determina una realidad que se crea de acuerdo con el espacio cultural del que proceden.

Bastante al margen de las influencias que puedan recibir, se nota una vinculación con su cultura. Pedro Meyer fue reconocido en la década del 70’ por sus imágenes emblemáticas de la guerra de Nicaragua
(“El guerrillero herido”, o la imagen de la estatua de Somoza derribada en 1979), o de México en los años 80. Ahora, desde Los Angeles, Meyer trabaja con un soporte de técnicas electrónicas que, si bien han modificado el estilo de sus fotos, no han afectado el sentido documental que contienen.

Meyer, quien señala que su trabajo está inspirado por su cultura, "reconquista" el documento. Invoca a los conquistadores en 1520, contemplando las pirámides aztecas, viendo lo que Bernal Diaz del Castillo llamó "cosas nunca oídas, nunca vistas, ni siquiera soñadas". Y agrega: "Yo, como aquellos soldados... miro abajo encima de un valle, sólo que mi mirada está dirigida hacia Silicon Valley

A su vez, la lectura de lo mexicano involucra sus rituales y su religiosidad, presente en la mayoría de las fotos tomadas en el recorrido por México. A partir de esta presencia, Meyer indaga en las ceremonias o los rituales estadounidenses. Se puede entonces abrir en Verdades y fcciones un núcleo que abarca a cada uno: ritual estadounidense vs. ritual mexicano

El espacio rural es el que aparece principalmente en el territorio mexicano, el sur de la frontera, y el que tiene que ver con imágenes que aluden a una religiosidad mítica.

En “La llegada del hombre blanco, Magdalena Peñasco” existe una referencia clara a la tierra curtida y cuarteada de México, erosionada por la llegada y presencia del blanco español en el horizonte, y en la reverencia y asombro de una nativa. Esta foto tiene que ver con la mirada de un hijo de culturas que se encuentran y se enfrentan, y con una adaptación dolorosa, en tierra mexicana, de la cultura indígena y la europea colonizadora.

El ambiente urbano pertenece al norte de la frontera, Estados Unidos y su “Humo en los ojos”, “Tiempos bíblicos” o “El diablo en Nueva York”. Las fotos son fijadas y tomadas en medio de calles y baldosas húmedas, ahumadas, pobladas. La Biblia se ofrece a los transeúntes apurados y distraídos, el diablo es el núcleo de una multitud bajo paraguas, y un mesero o mozo hace equilibrio con una bandeja mientras se refriega los ojos ahuyentando el humo.

Lo ritual aparece doble: el ritual estadounidense y el ritual mexicano. “Norteamericanos esperando entrar al mundo olmeca”, “Astronautas”, o “Turista inglesa en Florida” toman algunos rasgos comunes de la cultura americana, para contemplarlos desde una especie de caricatura: las personas obesas descansando bajo un poster de astronautas en un banco de Orlando, la veterana turista inglesa posando para la foto, esperando la instantánea con un exótico reptil enredado en su cuello, o la multitud de turistas rodeando la escultura olmeca en un salón de museo que flota en las nubes. En estos tres casos subyace una guiñada o ironía frente al estereotipo de turista gringo.

“Purificación del pescado”, “Día de muertos” o “Procesión con incienso” representan la espiritualidad colorida, el ritual ancestral que se mantiene, la religiosidad presente en cada acto; estos son rasgos también presentes a la hora de pensar en un México al que se aprendió a leer desde los contrastes.

Pero el abanico de categorías se abre y confunde al detectar todos los cruces que se generan entre las fotos. Existe un grupo de ellas en los que se juega con el límite entre el naturalismo y el artificio -“Ventana a Winslow”, “El noticiero de las cinco”, “El diablo en Nueva York”, “Transmisión en vivo”-, donde la frontera entre la verdad y la ficción se torna difusa.

Existe otro grupo de fotos que evidencia un comentario social, donde los “Trabajadores migratorios mexicanos” sudan bajo el César y los “Ritmos latinos” se imponen en un metro neoyorkino, o donde un títere cuelga ahorcado dentro del “Territorio republicano”.

En otras imágenes, predomina el absurdo o la fantasía. En “Serenata mexicana”, “El Santo de paseo”, “Explosión de sillas verdes” o “Virgilio en el palo ensangrentado” aparece una visión que Meyer reinventa.

En cada una de las fotos que Meyer construye existe un cuidado especial en la composición, una vigilancia en la forma de acomodar cada personaje y objeto en función de una mirada que los distingue. En la observación de cada uno de los elementos se descubre una forma personal de ubicarlos en el espacio. Nada se toca o superpone totalmente: cada objeto se separa del resto y se destaca en el recorte de sus líneas. Se ve un orden y un dominio sobre las partes de la composición. La instantánea existe en un tiempo largo que permite su retoque y alteración.

Sin embargo, más allá de que esa sea una constante en su trabajo, hay un grupo de fotos en las que aparece un énfasis especial en el juego formal, en el cuidado de las líneas y la composición, en el equilibrio entre las partes y las definiciones del marco, entre el cuadro y los elementos que lo componen.

Esto se ve con claridad en “Equilibrista” y su juego de sombras, de cuerpo, de líneas en suspenso y círculos rítmicos, en su geometría, y equilibrio, en “Los chivos del Sr. Escher” y la tensión en el tironeo de las cabras que se estiran en el esfuerzo, y las diagonales marcadas por la tensión, en “Sincretismo religioso” y la simetría del altar de una capilla con el cielo que entra desde un semicírculo y la simetría alterada por una pelota roja y una máscara de apariencia no mexicana sino africana, en “Cancha de baloncesto” y la distorsión intencional en la que la torre de una iglesia se inclina y se sale de su eje, detrás de un aro de basketball que se recorta en el primer plano y que señala y elige a una mujer con un rebozo rojo rodeada de personas borrosas, todo en medio de una niebla oscurecida en los bordes, o “El caso del cuadro faltante en el retablo”, foto en la que se juega con una meta-imagen, con la introducción de otra foto (“Virgilio en el palo ensebado”) en uno de los espacios del retablo, vecino a otros de santos esculpidos y pintados, la foto en la foto en la que irrumpe una máscara de colores chillantes.

Entre las categorías marcadas por el tipo de película, los espacios y los grupos de fotos con caracteres comunes, se dan cruces variados. El espacio urbano y el rural se confunden por momentos en la frontera.

Es en los escenarios de Arizona, de polvo y polvareda, de desierto y casas rodantes, donde en alguna foto los mariachis de juguete entretienen a la estadounidense enana que los escucha desde abajo, en una silla de muñecas.

Estados Unidos no se contempla solamente desde lo urbano, aunque en la mayoría de estas fotos así sea. Aparece la carretera californiana y los inmigrantes (¿ilegales?) mexicanos doblados bajo el sol y el César en medio de los cultivos. Vemos con la familia el escenario de Winslow, la gran ventana que recorta y encuadra el desierto largo de Arizona. La frontera, su espacio, presencian el recorrido.


II

Se ven otros cruces. Ante un espacio urbano, la foto se sitúa en el límite entre el naturalismo y el artificio (“El diablo en Nueva York) en blanco y en negro; espacio rural y comentario social (“Trabajadores migratorios mexicanos) también vistos desde el blanco y el negro; ritual estadounidense y absurdo (“Norteamericanos esperando entrar al mundo olmeca”) en medio del color y del blanco y negro; ritual mexicano y juego formal (“Día de muertos”) con los colores saturados.

La dificultad de subdividir o encasillar estas fotos en categorías delimitadas está planteada desde el principio, y se acentúa a medida que uno intenta encontrar denominadores comunes que se mantengan a lo largo de toda esta obra.

Se encuentran algunos ejes que cruzan las fotos y reúnen características que se encuentran en distintos tipos de fotos: en todo “Verdades y Ficciones” subyace un carácter lúdico, que recorre la atención a las líneas, los cruces, la composición, el orden, los colores, los contrastes.

Meyer interviene en lo documental y juega con la traducción de la realidad. La tapa del libro explica: “Un viaje de la fotografía documental a la digital”, y en esa frase ya aparece el truco: ni una ni otra son “puras”, el viaje es un recorrido, un traslado. Lo documental en este caso se trabaja desde lo digital y lo digital se concentra en el resalte, el destaque, el subrayado, el retoque, el borroneado, el montaje.

No contradice a la foto original, la estira, la altera, juega. Las imágenes que resultan convencen en algunos caso por lo real, y en otros aparecen como extrañamente improbables pero los cruces abundan y la mirada se pierde en un efecto de extrañeza. Es esto lo que da paso a un estado de extrañamiento frente al planteo fotográfico de Meyer.

 

(sigue)

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