Uno
las reconoce enseguida por su aire cansino, sus gestos automáticos,
y su mirada abstraída.
Deambulan entre las góndolas del supermercado, entre las
ocho y las diez de la mañana. Empujan su carro lentamente,
como si pesara una enormidad, y en él van colocando las
lechugas, los varios quilos de tomates, las manzanas, los atados
de zanahorias y las remolachas.
Después, con la misma mirada absorta, de párpados
semicerrados, esperan, disciplinadas, su turno en la carnicería.
El dependiente les pregunta qué van a llevar y no responden
-como si aún no hubieran salido de algún tipo de
trance- y entonces él les pregunta por segunda vez, y
es cuando ellas se sorprenden y regresan al mundo, y dicen cosas
tales como "perdone, dos kilos de bifes, por favor".
Algunas llevan pequeños niños de dos o tres
años en el estante superior del carro, niños que
indican insistentemente con la mano objetos que desearían
comer o tener. Y ellas pacientemente les explican que aquello
no es necesario o que esto no es adecuado, y continúan
su camino repetido entre los detergentes, los cepillos, los frascos
de mermelada, las golosinas, con sus pálidas caras, el
pelo que no han tenido tiempo de arreglar, las manos enrojecidas
por el agua fría, y sus niños.
Se
trata de las amas de casa, las que por la mañana no hacen
de secretarias ni de oficinistas, ni de enfermeras o maestras,
tampoco de telefonistas o profesoras (es por la tarde cuando se transforman
en "eso"),
y por lo tanto, quedan siendo solo ellas, amas de casa. Algunos
dicen que sus mentes están puestas en cosas prosaicas,
tales como el almuerzo de cada día o la merienda, en meros
detalles tales como los precios rebajados, las sábanas
que esperan el secado, el baño del niño, o el vencimiento
de la factura de electricidad. Se las acusa de dedicar sus mentes
a cosas nimias, tales como coser un botón en la chaqueta
del marido, o levantar una cuchara que se ha caído.
En el supermercado, los vigilantes pierden rápidamente
interés en ellas, aburridos porque no violan jamás
ninguna norma. Y para los dependientes, ellas son apenas voces
automáticas que repiten una y otra vez los mismos pedidos
en las mismas cantidades. Las cajeras las ven llegar, con su
andar cansino, y sus varios kilos de arroz, de frutas y verduras,
y saben de antemano que se trata de ellas, de las amas de casa,
que se apuran con sus víveres antes que la mañana
se les escape al mediodía y la tarde las transforme nuevamente,
y, disfrazándolas de secretarias, enfermeras o maestras,
las vuelva otras.
Porque es sólo en ese lapso, entre las ocho y las diez
exactamente, que las amas de casa se revelan como lo que son:
mutantes que por la mañana se hacen cargo minuto a minuto
de los detalles más precisos de otras vidas, para después
convertirse en seres burocráticos que trabajan de catorce
a veinte y esperan pacientemente el autobús que las retornará
puntualmente a su casa para recomenzar al día siguiente
el mismo ciclo.
Hay
quienes sospechan que se trata de espectros, figuras irreales
que transitan por las ferias y los mercados en busca de
alimentos y utensilios caseros, para luego meterse en un cuerpo
ajeno y misterioso que contesta la correspondencia de la oficina
y atiende el teléfono. Esos son los que dicen que las
amas de casa en realidad no existen y que lo que se aprecia haciendo
compras en los supermercados son fantasmas escapados de la imaginación
de un creador aburrido. Pero otros aseguran que existen, que
son de carene y hueso como usted o como yo, y que afloran solamente
entre las ocho y las diez de la mañana, con su andar cansino,
su mirada abstraída, y sus niños, a sostener el
mundo.
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