Ya pocas quedan, pero sin embargo quedan. Persisten en toda una
mitografía, algunos de cuyos residuos más notorios
y vigentes se ofertan en los teleteatros, o en las revistas donde
las estrellas se dejan robar la faz privada. Porqué no
tocar, por un momento,
esa pompa imperdible; dejar que la letra
discurra por el ruedo irrecuperable del momento de oro, aquél
en el que ellas están por ser, o por frizarse un segundo,
arrastrando toda su vestimenta, para tocarse con la perpetuidad.
Otro de sus residuos
es advertible en los rituales de la moda.
Ahí la liturgia exige que, en todas sus exhibiciones (de Paris a Venecia, de Venecia a cualquier
modesta pasarela de periferia, donde un modisto menor hace transcurrir
sus maniquíes más trabajados y sexies), el cierre de la ceremonia, el
cierre del desfile, lo dé la novia.
El distraído
verá, apenas, el argumento más trivial: cómprate
mi lencería, mis mallas de baño, pasa por este
tailleur y llegarás, finalmente, a ser la novia. Más
atento, con un ojo que deje de lado el resplandor fácil
de los colgajos, otro podrá apreciar algo ligeramente
más relevante: un camino celosamente delimitado, un notorio
renglón que la continenta y la dirige hacia nosotros;
la pasarela.
De la mano la lleva el padre.
En la iglesia, toda blanca y sonriente,
flotando como una pompa, sus pies dan el mínimo toque de
gravidez, frotando apenas el púrpura de la alfombra, registro
de las primicias que está por ofrendar. Delante, nervioso,
la espera el novio.
Habrá luego
un maestro de ceremonias, que leerá el pacto, para autorizarla
a ponerse roja como la alfombra. El padre la ha entregado; el
sacrificio, gratia dei y gracias a todos los dioses, podrá
consumarse. Regocijémonos.
Todo el tiempo habrá, después, para extrañar
a la novia.
Las niñas que
le sostienen la larga cola ya van aprendiendo, a su turno, a
ansiar una pulsación hechizada, que llegará en
el futuro, en que todos y todas te estén mirando. Cuando
ya estén enteras, perfectas en su pasaje, cuando sean
novias.
En la ceremonia, la novia,
finalmente, consigue un espejo
de sus dimensiones. Antes, todo el tiempo, se estuvo vigilando
en una luna mínima. Nariz boca ojos cintura (cómo contemplarse la espalda). Espejito espejito, baja y sube
frío como un estetoscopio: sólo le contesta es tu
nariz la que es bonita -pero no puedes verificar tus tobillos
y tu ombligo en la misma luna.
Antes de ser novia,
son sus compañeras y amigas las que lo poseen todo. En
las otras descubre la armonía de pecho y de cadera, el
pelo frondoso y la piel reluciente que a ella el espejo le niega.
En noches compartidas, o en bodas de otras, todas harán
su inspección. Es cuando todas te revisen, forzadas, que
serás la novia.
A unas, retroactiva, las
invade la mascarada de magia
(suspiran de nostalgia).
Otras suspiran de antemano (porque
les llegará el día, porque habrán de perderlo). Todas revisan el traje, desde
el canesú a la capelina, desde el velo al último
doblez de la falda. (alguno,
tal vez, despechado, te desea).
Todos esos suspensos -mientras, en el centro, ella va pasando-
acaban por conjugar las partes hasta ayer escindidas: no es tanto
que se conozcan, es más bien que se vigilan.
Ya nada queda en ella de
agregado, de monstruo.
El bípedo ansioso tiene ahora la plenitud de la esfera.
Y será exacta y plena sólo en ese relámpago
irrepetible, durante ese tris de epifanía que, a penas,
le otorga la pasarela.
Ese puente le quita
toda cosmética, toda pesantez barroca o corsé de
identidad. La embellece fatalmente porque la deja genérica
y novia. Aunque la aguardan y de la mano la llevan, es libre
y soberana durante el pasaje. No le queda un sólo nombre:
está perdiendo el del padre y todavía no le inyectan
el del marido, no se lo marcan. La novia, amplia y leve, parece
volar.
Sofocada
epifanía, la novia no ignora que ése, su minuto
de gloria, nos redime a todos.
Todos necesitamos una,
que nos tienen prometida. Estamos aquellos que necesitamos a
la Dietrich -Marlene así lo contaba-, para que ella nos
extienda la cédula de masculinidad que ha sido requisito
mínimo en nuestra cultura. Como una abeja encerrada en
un frasco, la novia zumba en un plateau para que hacia ella,
correctas, erijamos nuestras pulsiones. Una madonna senza
putto, y sin compromiso: la liturgia demodé
de las trascendencias de antes. Una estrella arrebatadora pinchada
en un afiche; una carne nutricia y provocante, enclavada en un
almanaque de mecánicos: cotidianeidad intrascendente de
la hierogamia. (Sólo
esa novia nos queda de la hieródula y de la hetaira).
A fines del siglo pasado,
aparece una novia de novela. Sonia Marmeládovna culmina
el tríptico no explicitado en la conjunción del
título. Crimen, castigo, y para el mundo redención.
La pequeña Sonia, con amor
de santa prostituta redime a Raskólnikov (y a toda la colonia penitenciaria) en la blancura de Siberia. Ejemplo
final y casi lacerante de cómo con ella va desapareciendo
lo sagrado en la prostitución.
La mejor de las novias,
y casi la más vieja, es la teniente Ripley, que cae en
su colonia de reclusos místicos, intergalácticos,
pero para dejarse poseer por el otro innombrable: el alien, la
criatura. Es una virgen a la que le han encajado una palabra
indecible, un grafo insoportable para el calor humano. (La novia cae hacia los vapores de metal
líquido abrazando la nueva palabra, para negarnos toda
redención -soberanía triunfal de la madre, dueña
del velo último: ella es la que da luz, ella nos quita
aquello que sería revelable).
La mejor de las novias,
porque no quiere ser novia mecánica, y porque adviene con
un frufrú de egoísmo elemental: Fuck Kafka, fuck Duchamp, Angelus Silesius, the mystics
and the mystical bride: fuck' em all.
Enseñanza
de San Juan: para ser místico hay que ser novia en la
noche oscura del alma.
Legado de Santa Teresa: para ser novia -de noche y de día-
hay que estar herida.
Luce Irigaray (Speculum)
insiste en que el misticismo
es un conocimiento matrilineal, un aquello que es madre en el
discurso. En todo caso, luz saldrá de esta madre si el
azar le depara un Don Juan.
Para el de Byron, el
saber le venía de madre. Sería tal vez razón
para explicar que un Don Juan, para aprender, tenga que lastimar.
Don Juan no quiere novias que no le vengan de madre; no quiere
novias, es obvio, porque él les profana el padre. Las
deja heridas y las hace trastos: él mismo se vuelve novia,
y les roba, para siempre, la pasadera. Sus mujeres quedan abandonadas
al aire libre, mordiendo el rencor de su boda a solas, pervertidas
en un coito apurado, lejos, definitivamente, del altar.
Para que se dé una novia debe existir un sacrificio; y
un sacrificio sólo al padre es dable llevar a cabo.
(En esos trastos, que ya
nunca serán novias, como en frascos de alquimista, se
ha detenido el segundo de Fausto).
Alquimia romántica:
sólo si mi novia es madre, seré Don Juan (seré sabio).
Sabiduría
romántica: escasa, más bien doméstica (el que desea -señala Lezama-
no desea a su madre; el que desea huye de casa).
daddy
the pimp
Pero ay
de la novia que no conoce el rito del sacrificio.
Antes de llegar al altar
y frotarse por la pasarela, antes de ser novia, ella se columpia.
Una pintura galante de Fragonard congela a la adolescente
en el columpio. El padre empuja la hamaca; ella extiende sus piernas
hacia el cenit. El padre es el que empuja hacia arriba esas pienas
porque, un poco más allá, acostado en la gramilla,
está aquél que habrá de ser pretendiente.
Así como está, reclinado, puede escurrir la mirada
por los infinitos pliegues de enagua, para llegar a gozarse finalmente
con un mínimo de vaivén y revelación. Sólo
hay satén, pero hacia él -euforia del columpio-,
del pie de ella, cae un zapatito. El padre prepara ya todo el
ajuar del sacrificio. Antes de sacrificar a la hija -parte indispensable
del ritual- debe ser su macró.
De no hacerlo, las consecuencias pueden ser funestas.
Ejemplo primero y clásico:
Dionisos regala a los mortales los nuevos misterios, que ya no
son eleusinos. A Icario, quien lo ha hospedado, le da el don del
vino -pero no le explica cómo usarlo. Icario da un banquete
a sus vecinos y lo riega con las primicias del vino. Ellos enloquecen
de embriaguez o de desconcierto ante la novedad, y lo matan. Erigone,
la pequeña hija, se suicida
(no habrá un padre
que la lleve al altar; deberá hamacarse sola. Pliego pierna, extiendo pierna,
hasta la eternidad. Si no hay un padre detrás de mi, tampoco
habrá quien me espere del otro lado -y es infrecuente la
novia del aire).
Ejemplo segundo y bíblico.
Lot invita a cenar a unos viajeros que han llegado a Sodoma.
La turba sodomita quiere hacerse con los recién venidos
(luego sabremos que son ángeles
-ergo, no tienen sexo).
Lot, para calmar el arrebato de sus conciudadanos, les ofrece
a sus dos hijas, que no han conocido varón. La turba irrredenta,
enceguecida o asqueada, las rechaza, manoteando hacia los invitados.
Los ángeles, irritados, vaciarán un cielo de fuego
y azufre sobre la ciudad irrecuperable, pero antes harán
un regalo a Lot, que es tan buen anfitrión. Lo salvarán
a él y a su familia, si se escapan de urgencia. El afortunado
arrea a sus hijas y a su esposa, e insta a sus yernos para que
con él escapen. Pero los yernos se comportan como viciosos
y como zánganos, y prefieren quedarse. En el camino de
huida, por mirar hacia las llamas, la esposa se convierte en
una estatua de sal. Lot y sus hijas, finalmente, encuentran refugio
en la montaña.
Pero Lot no tiene descendencia;
ya está viejo y sin mujer.
Las hijas lo embriagan y duermen; con él copulan hasta
hacerle, finalmente, la genalogía.
(Instrucciones
para usar un columpio)
No te excedas como anfitrión,
porque es peligroso y perderás a tus hijas. Se darán
la muerte o se volverán
tu esposa.
Guarda siempre la distancia
difícil pero exacta del macró (teme
a los dioses, cuando te hacen regalos)
La niña
no deberá olvidar que, por definición, el padre
está ausente.
De él no debe
esperar transmisión alguna de sabiduría. Se puede
exigir o pretender del progenitor una compostura digna, de passé
composé, que lo mantenga lejos del vino y lo faculte
-despegado y sobrio- para impulsar la hamaca desde un intervalo
apropiado. Sirve nada más que para brindarle un buen nombre,
así en el parque de luz, así en la selva. Siga
el padre el ejemplo de Lope de Aguirre, sabio varón, quien
antes de perder la bondad de su nombre, y sin advertir yerno
en las proximidades, mató a su hija.
Otra distancia puede ser fatal; termina en incesto o termina
mal.
Para mantener la distancia, el padre debería tener algún
hijo varón.
En caso de no tenerlo,
el padre corre serio riesgo de terminar feminizándose,
dejándose seducir por sus hijas, y caerá, por lo
tanto en vicio y en error. Recuérdese la historia del
rey Lear, quien cayó en el vicio inadmisible de volverse
novia o de volverse cortesana, forzando a sus hijas a actuar
como pretendientes -que prometían amor eterno y que hacían
regalos. La única de la familia que mantuvo la compostura,
Cordelia, que no cedió a los excesos paternos y se quedó
en la distancia precisa, tuvo la recompensa de ser debidamente
inmolada.
La única alternativa
conocida es poco recomendable. Zeus parió por la frente
a Atenea, pero fue para que su hijo varón mantuviera la
lejanía correspondiente. Para que el hijo no usurpe a su
genitor, la hija debe, comportándose, inventar al padre.
En su nombre -o en su apellido- la hija puede ser una novia interminable
y perfecta, sapientísima y fuerte como un guerrero. Puede
ser la mejor de las novias y patrocinar salones, proteger ciudades
y filósofos. Pero
esta receta es dolorosa, dado que al padre es imprescindible abrirle
la cabeza de un hachazo, para que de ahí pueda surgir la
hija bien armada.
Y la madre debe ser
comestible como la sal, para que el alumbramiento sea correcto.
Sólo en ese
caso, bastante excepcional, la hija no corre el riesgo de arruinar
el buen nombre del padre. Sólo con un buen apellido es
posible ser novia permanente.
La niña no debe insistir en darle dolores de cabeza al
padre (éste tolera
uno solo). Un ligero
exceso y el padre cae, arrastrándola en su caída.
Sé buen anfitrión
de los dioses y no rechaces sus regalos. En caso contrario, el
dios puede negarte para siempre la potestad de empujar un columpio
y de ser el gran oficiante, que extiende delante de sí
la pasarela. Entonces las mujeres nunca más serán
hijas, ni hermanas, ni madres. Penteo rechazó a Dionisos
y el dios favoreció con el gran don a las mujeres, que
se volvieron bacantes. Si rechazas ese don, tu hija te aborrecerá,
tu hermana será una ménade, y tu madre te cortará
la cabeza (por no decir otra
cosa). Si rechazas
ese don, todos nos quedaremos sin novia.
(Cuando perdemos la novia es porque se la robó un dios).
Si rechazas ese don,
el mundo estará perdido; partido en una colonia de hombres
mustios y grandes campos de brujas.
Por eso la sabiduría
es cristiana y es la gran sabiduría de la novia. Son las
monjas las verdaderas prometidas de occidente, casi clandestinas
de tan perfectas. Son las novias del Hijo y son novias del Padre.
Nunca caerán en la vulgaridad ni en el tedio abominable
de la reproducción, o en la vida abyecta y cotidiana del
matrimonio, enemigo de la pasión. Son las verdaderas místicas;
sacerdotisas de la herida y hechiceras del alivio. En su cuerpo se ha inscrito todo
el dolor de los estigmas y ellas, sólo ellas, saben administrar
el cauterio que alivia.
(saben del dolor del Hijo, que
se corta al ver la luz, y por eso llora, y saben del dolor del
Padre, que es una jaqueca interminable)
Porque
el resto queda
para el frenesí
o patrística de médicos, que ya no pueden serlo
de almas, y que parecen curar con irreductibilidad de cortes.
Es el saber feroz del cirujano, del místico frío
en su impostura, que no conoce, en realidad, de resignaciones.
El que no puede leer -no se
resigna- nuestro cuerpo
como un breviario simple, ortodoxo, o como un simple mecano. El
que, por el contrario, como un niño, debe ir al fondo,
a destapar o hundir lo invisiblemente soldado, para exprimirse
en la pesquisa de un garabato intransferible y viscoso como una
glándula. Melancolía pineal: leer, para este maestro
de la interpretación, es arrancar algo recóndito
de cuajo -escribir, ya se sabe, es
dejar una cicatriz.
Sólo una novia nos alivia de tanta escatología.
Cuando enfermamos -ese
acto de amor obsesivo con el cuerpo, donde el alma se queda a
flor de piel- es que adoptamos, borrachos de pasividad, la pose
ritual de la amada. El médico nos revisa con fervor de
pretendiente y al tiempo nos prefigura un momento cercano, en
el que seremos fuertes y sanos como una esposa. Cuando nos cura,
morimos de dolor.
(tremenda
et fascinenda)
Tal vez esperamos ese
momento final, verdaderamente final. El coito místico
se confunde con el afiebramiento y con la punzada vertiginosa
que es revelación en un post operatorio. Muertos -casi-
de neblina, de sed, de dolor, todo en nosotros es estigma o agujeros.
Todas las heridas y todas las náuseas están en
nosotros y el cuerpo sano, de esposa, se asquea de sí
mismo, reclamando las delicias del otro momento, aquél
en que reinaba la enfermedad: morimos por no morir.
Es entonces que ella
llega, vaporosa, triunfante, casi helada de tan dulce; como un
relámpago de dicha sin traslaciones ha irrumpido la gran
novia final.
Hipersensórea,
última, accedemos a la enfermera.
* Publicado originalmente en Retroescritura (Editorial Fin de Siglo, 1998)
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