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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 




NOVIA -

Tremenda et fascinenda*

Amir Hamed
De la mano la lleva el padre. En la iglesia, toda blanca y sonriente, flotando como una pompa, sus pies dan el mínimo toque de gravidez, frotando apenas el púrpura de la alfombra, registro de las primicias que está por ofrendar


Ya pocas quedan, pero sin embargo quedan. Persisten en toda una mitografía, algunos de cuyos residuos más notorios y vigentes se ofertan en los teleteatros, o en las revistas donde las estrellas se dejan robar la faz privada. Porqué no tocar, por un momento, esa pompa imperdible; dejar que la letra discurra por el ruedo irrecuperable del momento de oro, aquél en el que ellas están por ser, o por frizarse un segundo, arrastrando toda su vestimenta, para tocarse con la perpetuidad.

Otro de sus residuos es advertible en los rituales de la moda. Ahí la liturgia exige que, en todas sus exhibiciones (de Paris a Venecia, de Venecia a cualquier modesta pasarela de periferia, donde un modisto menor hace transcurrir sus maniquíes más trabajados y sexies), el cierre de la ceremonia, el cierre del desfile, lo dé la novia.

El distraído verá, apenas, el argumento más trivial: cómprate mi lencería, mis mallas de baño, pasa por este tailleur y llegarás, finalmente, a ser la novia. Más atento, con un ojo que deje de lado el resplandor fácil de los colgajos, otro podrá apreciar algo ligeramente más relevante: un camino celosamente delimitado, un notorio renglón que la continenta y la dirige hacia nosotros; la pasarela.

De la mano la lleva el padre. En la iglesia, toda blanca y sonriente, flotando como una pompa, sus pies dan el mínimo toque de gravidez, frotando apenas el púrpura de la alfombra, registro de las primicias que está por ofrendar. Delante, nervioso, la espera el novio.

Habrá luego un maestro de ceremonias, que leerá el pacto, para autorizarla a ponerse roja como la alfombra. El padre la ha entregado; el sacrificio, gratia dei y gracias a todos los dioses, podrá consumarse. Regocijémonos.
Todo el tiempo habrá, después, para extrañar a la novia.

Las niñas que le sostienen la larga cola ya van aprendiendo, a su turno, a ansiar una pulsación hechizada, que llegará en el futuro, en que todos y todas te estén mirando. Cuando ya estén enteras, perfectas en su pasaje, cuando sean novias.

En la ceremonia, la novia, finalmente, consigue un espejo de sus dimensiones. Antes, todo el tiempo, se estuvo vigilando en una luna mínima. Nariz boca ojos cintura (cómo contemplarse la espalda). Espejito espejito, baja y sube frío como un estetoscopio: sólo le contesta es tu nariz la que es bonita -pero no puedes verificar tus tobillos y tu ombligo en la misma luna.

Antes de ser novia, son sus compañeras y amigas las que lo poseen todo. En las otras descubre la armonía de pecho y de cadera, el pelo frondoso y la piel reluciente que a ella el espejo le niega. En noches compartidas, o en bodas de otras, todas harán su inspección. Es cuando todas te revisen, forzadas, que serás la novia.

A unas, retroactiva, las invade la mascarada de magia (suspiran de nostalgia). Otras suspiran de antemano (porque les llegará el día, porque habrán de perderlo). Todas revisan el traje, desde el canesú a la capelina, desde el velo al último doblez de la falda. (alguno, tal vez, despechado, te desea). Todos esos suspensos -mientras, en el centro, ella va pasando- acaban por conjugar las partes hasta ayer escindidas: no es tanto que se conozcan, es más bien que se vigilan.

Ya nada queda en ella de agregado, de monstruo. El bípedo ansioso tiene ahora la plenitud de la esfera. Y será exacta y plena sólo en ese relámpago irrepetible, durante ese tris de epifanía que, a penas, le otorga la pasarela.

Ese puente le quita toda cosmética, toda pesantez barroca o corsé de identidad. La embellece fatalmente porque la deja genérica y novia. Aunque la aguardan y de la mano la llevan, es libre y soberana durante el pasaje. No le queda un sólo nombre: está perdiendo el del padre y todavía no le inyectan el del marido, no se lo marcan. La novia, amplia y leve, parece volar.

Sofocada epifanía, la novia no ignora que ése, su minuto de gloria, nos redime a todos.

Todos necesitamos una, que nos tienen prometida. Estamos aquellos que necesitamos a la Dietrich -Marlene así lo contaba-, para que ella nos extienda la cédula de masculinidad que ha sido requisito mínimo en nuestra cultura. Como una abeja encerrada en un frasco, la novia zumba en un plateau para que hacia ella, correctas, erijamos nuestras pulsiones. Una madonna senza putto, y sin compromiso: la liturgia demodé de las trascendencias de antes. Una estrella arrebatadora pinchada en un afiche; una carne nutricia y provocante, enclavada en un almanaque de mecánicos: cotidianeidad intrascendente de la hierogamia. (Sólo esa novia nos queda de la hieródula y de la hetaira).

A fines del siglo pasado, aparece una novia de novela. Sonia Marmeládovna culmina el tríptico no explicitado en la conjunción del título. Crimen, castigo, y para el mundo redención. La pequeña Sonia, con amor de santa prostituta redime a Raskólnikov (y a toda la colonia penitenciaria) en la blancura de Siberia. Ejemplo final y casi lacerante de cómo con ella va desapareciendo lo sagrado en la prostitución.

La mejor de las novias, y casi la más vieja, es la teniente Ripley, que cae en su colonia de reclusos místicos, intergalácticos, pero para dejarse poseer por el otro innombrable: el alien, la criatura. Es una virgen a la que le han encajado una palabra indecible, un grafo insoportable para el calor humano. (La novia cae hacia los vapores de metal líquido abrazando la nueva palabra, para negarnos toda redención -soberanía triunfal de la madre, dueña del velo último: ella es la que da luz, ella nos quita aquello que sería revelable).

La mejor de las novias, porque no quiere ser novia mecánica, y porque adviene con un frufrú de egoísmo elemental: Fuck Kafka, fuck Duchamp, Angelus Silesius, the mystics and the mystical bride: fuck' em all.

Enseñanza de San Juan: para ser místico hay que ser novia en la noche oscura del alma.
Legado de Santa Teresa: para ser novia -de noche y de día- hay que estar herida.

Luce Irigaray (Speculum) insiste en que el misticismo es un conocimiento matrilineal, un aquello que es madre en el discurso. En todo caso, luz saldrá de esta madre si el azar le depara un Don Juan.

Para el de Byron, el saber le venía de madre. Sería tal vez razón para explicar que un Don Juan, para aprender, tenga que lastimar. Don Juan no quiere novias que no le vengan de madre; no quiere novias, es obvio, porque él les profana el padre. Las deja heridas y las hace trastos: él mismo se vuelve novia, y les roba, para siempre, la pasadera. Sus mujeres quedan abandonadas al aire libre, mordiendo el rencor de su boda a solas, pervertidas en un coito apurado, lejos, definitivamente, del altar.

Para que se dé una novia debe existir un sacrificio; y un sacrificio sólo al padre es dable llevar a cabo.
(En esos trastos, que ya nunca serán novias, como en frascos de alquimista, se ha detenido el segundo de Fausto).

Alquimia romántica: sólo si mi novia es madre, seré Don Juan (seré sabio).

Sabiduría romántica: escasa, más bien doméstica (el que desea -señala Lezama- no desea a su madre; el que desea huye de casa).

 

daddy the pimp

Pero ay de la novia que no conoce el rito del sacrificio.

Antes de llegar al altar y frotarse por la pasarela, antes de ser novia, ella se columpia. Una pintura galante de Fragonard congela a la adolescente en el columpio. El padre empuja la hamaca; ella extiende sus piernas hacia el cenit. El padre es el que empuja hacia arriba esas pienas porque, un poco más allá, acostado en la gramilla, está aquél que habrá de ser pretendiente. Así como está, reclinado, puede escurrir la mirada por los infinitos pliegues de enagua, para llegar a gozarse finalmente con un mínimo de vaivén y revelación. Sólo hay satén, pero hacia él -euforia del columpio-, del pie de ella, cae un zapatito. El padre prepara ya todo el ajuar del sacrificio. Antes de sacrificar a la hija -parte indispensable del ritual- debe ser su macró.
De no hacerlo, las consecuencias pueden ser funestas.

Ejemplo primero y clásico: Dionisos regala a los mortales los nuevos misterios, que ya no son eleusinos. A Icario, quien lo ha hospedado, le da el don del vino -pero no le explica cómo usarlo. Icario da un banquete a sus vecinos y lo riega con las primicias del vino. Ellos enloquecen de embriaguez o de desconcierto ante la novedad, y lo matan. Erigone, la pequeña hija, se suicida (no habrá un padre que la lleve al altar; deberá hamacarse sola. Pliego pierna, extiendo pierna, hasta la eternidad. Si no hay un padre detrás de mi, tampoco habrá quien me espere del otro lado -y es infrecuente la novia del aire).

Ejemplo segundo y bíblico. Lot invita a cenar a unos viajeros que han llegado a Sodoma. La turba sodomita quiere hacerse con los recién venidos (luego sabremos que son ángeles -ergo, no tienen sexo). Lot, para calmar el arrebato de sus conciudadanos, les ofrece a sus dos hijas, que no han conocido varón. La turba irrredenta, enceguecida o asqueada, las rechaza, manoteando hacia los invitados. Los ángeles, irritados, vaciarán un cielo de fuego y azufre sobre la ciudad irrecuperable, pero antes harán un regalo a Lot, que es tan buen anfitrión. Lo salvarán a él y a su familia, si se escapan de urgencia. El afortunado arrea a sus hijas y a su esposa, e insta a sus yernos para que con él escapen. Pero los yernos se comportan como viciosos y como zánganos, y prefieren quedarse. En el camino de huida, por mirar hacia las llamas, la esposa se convierte en una estatua de sal. Lot y sus hijas, finalmente, encuentran refugio en la montaña.

Pero Lot no tiene descendencia; ya está viejo y sin mujer. Las hijas lo embriagan y duermen; con él copulan hasta hacerle, finalmente, la genalogía.

(Instrucciones para usar un columpio)

No te excedas como anfitrión, porque es peligroso y perderás a tus hijas. Se darán la muerte o se volverán tu esposa.

Guarda siempre la distancia difícil pero exacta del macró (teme a los dioses, cuando te hacen regalos)

La niña no deberá olvidar que, por definición, el padre está ausente.

De él no debe esperar transmisión alguna de sabiduría. Se puede exigir o pretender del progenitor una compostura digna, de passé composé, que lo mantenga lejos del vino y lo faculte -despegado y sobrio- para impulsar la hamaca desde un intervalo apropiado. Sirve nada más que para brindarle un buen nombre, así en el parque de luz, así en la selva. Siga el padre el ejemplo de Lope de Aguirre, sabio varón, quien antes de perder la bondad de su nombre, y sin advertir yerno en las proximidades, mató a su hija.
Otra distancia puede ser fatal; termina en incesto o termina mal.
Para mantener la distancia, el padre debería tener algún hijo varón.

En caso de no tenerlo, el padre corre serio riesgo de terminar feminizándose, dejándose seducir por sus hijas, y caerá, por lo tanto en vicio y en error. Recuérdese la historia del rey Lear, quien cayó en el vicio inadmisible de volverse novia o de volverse cortesana, forzando a sus hijas a actuar como pretendientes -que prometían amor eterno y que hacían regalos. La única de la familia que mantuvo la compostura, Cordelia, que no cedió a los excesos paternos y se quedó en la distancia precisa, tuvo la recompensa de ser debidamente inmolada.

La única alternativa conocida es poco recomendable. Zeus parió por la frente a Atenea, pero fue para que su hijo varón mantuviera la lejanía correspondiente. Para que el hijo no usurpe a su genitor, la hija debe, comportándose, inventar al padre. En su nombre -o en su apellido- la hija puede ser una novia interminable y perfecta, sapientísima y fuerte como un guerrero. Puede ser la mejor de las novias y patrocinar salones, proteger ciudades y filósofos. Pero esta receta es dolorosa, dado que al padre es imprescindible abrirle la cabeza de un hachazo, para que de ahí pueda surgir la hija bien armada.

Y la madre debe ser comestible como la sal, para que el alumbramiento sea correcto.

Sólo en ese caso, bastante excepcional, la hija no corre el riesgo de arruinar el buen nombre del padre. Sólo con un buen apellido es posible ser novia permanente.
La niña no debe insistir en darle dolores de cabeza al padre
(éste tolera uno solo). Un ligero exceso y el padre cae, arrastrándola en su caída.

Sé buen anfitrión de los dioses y no rechaces sus regalos. En caso contrario, el dios puede negarte para siempre la potestad de empujar un columpio y de ser el gran oficiante, que extiende delante de sí la pasarela. Entonces las mujeres nunca más serán hijas, ni hermanas, ni madres. Penteo rechazó a Dionisos y el dios favoreció con el gran don a las mujeres, que se volvieron bacantes. Si rechazas ese don, tu hija te aborrecerá, tu hermana será una ménade, y tu madre te cortará la cabeza (por no decir otra cosa). Si rechazas ese don, todos nos quedaremos sin novia.

(Cuando perdemos la novia es porque se la robó un dios).

Si rechazas ese don, el mundo estará perdido; partido en una colonia de hombres mustios y grandes campos de brujas.

Por eso la sabiduría es cristiana y es la gran sabiduría de la novia. Son las monjas las verdaderas prometidas de occidente, casi clandestinas de tan perfectas. Son las novias del Hijo y son novias del Padre. Nunca caerán en la vulgaridad ni en el tedio abominable de la reproducción, o en la vida abyecta y cotidiana del matrimonio, enemigo de la pasión. Son las verdaderas místicas; sacerdotisas de la herida y hechiceras del alivio. En su cuerpo se ha inscrito todo el dolor de los estigmas y ellas, sólo ellas, saben administrar el cauterio que alivia.

(saben del dolor del Hijo, que se corta al ver la luz, y por eso llora, y saben del dolor del Padre, que es una jaqueca interminable)

Porque el resto queda

para el frenesí o patrística de médicos, que ya no pueden serlo de almas, y que parecen curar con irreductibilidad de cortes. Es el saber feroz del cirujano, del místico frío en su impostura, que no conoce, en realidad, de resignaciones. El que no puede leer -no se resigna- nuestro cuerpo como un breviario simple, ortodoxo, o como un simple mecano. El que, por el contrario, como un niño, debe ir al fondo, a destapar o hundir lo invisiblemente soldado, para exprimirse en la pesquisa de un garabato intransferible y viscoso como una glándula. Melancolía pineal: leer, para este maestro de la interpretación, es arrancar algo recóndito de cuajo -escribir, ya se sabe, es dejar una cicatriz.


Sólo una novia nos alivia de tanta escatología.

Cuando enfermamos -ese acto de amor obsesivo con el cuerpo, donde el alma se queda a flor de piel- es que adoptamos, borrachos de pasividad, la pose ritual de la amada. El médico nos revisa con fervor de pretendiente y al tiempo nos prefigura un momento cercano, en el que seremos fuertes y sanos como una esposa. Cuando nos cura, morimos de dolor.

(tremenda et fascinenda)

Tal vez esperamos ese momento final, verdaderamente final. El coito místico se confunde con el afiebramiento y con la punzada vertiginosa que es revelación en un post operatorio. Muertos -casi- de neblina, de sed, de dolor, todo en nosotros es estigma o agujeros. Todas las heridas y todas las náuseas están en nosotros y el cuerpo sano, de esposa, se asquea de sí mismo, reclamando las delicias del otro momento, aquél en que reinaba la enfermedad: morimos por no morir.

Es entonces que ella llega, vaporosa, triunfante, casi helada de tan dulce; como un relámpago de dicha sin traslaciones ha irrumpido la gran novia final.

Hipersensórea, última, accedemos a la enfermera.

* Publicado originalmente en Retroescritura (Editorial Fin de Siglo, 1998)

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