Hace un tiempo apareció
la señorita Hilia Moreira en canal 10. Su artefacto gestual
complicadísimo me detuvo inmediatamente: miradas indecisas
que parecían huir de la cámara
o del entrevistador, pestañeos repentinos como maripositas
ansiosas, exageradas inflexiones bucales. Un detalle curioso:
cuando las opiniones de la semióloga recibían empujes
de convicción o seguridad, es decir, cuando su discurso
se volvía locuaz o fluido, la voz se debilitaba o apagaba
hasta hacerse un hilito ronco, marcadamente aniñado.
Al principio uno mira todo
ese espectáculo, menos reflexivamente que con cierta curiosidad
divertida. Después (bastante
después, en realidad)
uno piensa: Hilia Moreira no puede dejar de hablar de la vulnerabilidad,
de la fragilidad, de la inocencia. Ella no puede dejar de hablar,
en suma (aunque hable de otra
cosa), de la femineidad.
Toda su cara y todo su
cuerpo parecen organizarse en el
esfuerzo por rescatar y subrayar una femineidad que se siente
amenazada por un discurso
universitario, académico o técnico, siempre
masculino (o por lo menos no femenino). Pero ese esfuerzo es tan intenso
y tan minucioso, que se descontrola o se exacerba. Tanto se quiere
destacar a la mujer detrás del discurso varonil, que se
termina por componer (y esto
es, quizá, inevitable)
una modalidad de lo hiperfemenino, una exageración de lo
femenino: Hilia Moreira ha compuesto una niña. La preocupación
por defender la femineidad en peligro parece arrastrarla a ser
un fenómeno, un petit monstre: ella es una niña
prodigio, una nena adulta y sabia que discurre fluidamente en
una jerga técnica, que habla de signo, imaginario, semiosis.
Es una especie de Cicciolina del discurso intelectual: ella habla
de la paradojal y pornográfica
inocencia del conocimiento.
Veo a Sonia Brescia y a
Raquel Daruech en sus respectivos periodísticos en Canal
5. Sonia vacila, se pausa. Empequeñece los ojos, reflexiona.
Su mirada ansiosa escenifica
la búsqueda de la palabra justa, el vuelo mismo de la imaginación.
Raquel dramatiza la energía de las palabras en la tensión
muscular de su cara. En una especie de compromiso absoluto con
las ideas, menos somático que facial, ella quiere caber
en un adjetivo: intensa. Así como Hilia Moreira quiere
parecer sensible, Sonia Brescia y Raquel Daruech quieren parecer
inteligentes. Y ahí su esfuerzo es gimnástico, monumental,
extenuante. Quizá porque aquello que han pretendido poner
en escena es el propio esfuerzo.
El gran dogma clásico
nos había habituado a creer que el buen desempeño
oratorio y la improvisación discursiva inteligente debían
ser masivos y fluidos. Había una conciencia o un pensamiento
sin materia ni fracturas, y un lenguaje transparente que se agotaba
en la misión de expresar esa conciencia. El lenguaje no
era sino la materialización espontánea de la claridad
de la conciencia. Más modernas, Brescia y Daruech parecen
preocupadas por un supuesto componente artesanal del pensamiento,
por los borradores, las tachaduras, las vacilaciones, la ansiedad
exploratoria, la búsqueda de la palabra precisa que todo
lo resuma (digo la búsqueda
y no la propia palabra o su hallazgo).
En el arte de mostrar (de
actuar, de fingir)
esos borradores, como si fueran una especie de "proceso mental
interno" objetivado, transcurre el habla de nuestras heroínas.
Contra una "inteligencia
masculina" que se actúa en una retórica doctoral,
masiva y avasallante, expresión compacta de un pensamiento
claro y distinto, la inteligencia femenina no puede sino representarse
discursivamente en una retórica de la fragilidad: las vacilaciones,
las torpezas y los agujeros del propio discurso. Así, la
condena de la inteligencia femenina, previsiblemente, es que
no puede sino mostrarse ligada a una sensibilidad y a una afectividad
(es decir, a una subjetividad).
Cada vez que se habla, hay una complicada ingenería paralela
para hacer notar a la persona que habla (para
evitar que desaparezca detrás de las palabras), inventando y amplificando sus
averías, sus fallas y sus agujeros (de
mujer). Estamos
frente a un tipo de discurso que funciona menos tematizando que
dramatizando, retorizando y actuando la subjetividad. La idea
es menos hablar del Sujeto que exponerlo.
Hay que dar pistas para
llegar al Sujeto (lo Trascendente
Femenino) a través
de los silencios, las distracciones y las grietas de una voz despótica,
fálica y compacta. Hay que develar la voz
de la mujer detrás de su sobrevoz de hombre.
Hay que hacer aparecer la voz legítima y verdadera, la
voz propia, detrás del falsete, del falso self,
de la voz impuesta, de la alienación. Pero (otra vez la misma turbación) toda esta "propiedad",
esta "legitimidad" y esta "sinceridad" en
suma, no es sino para ser fotografiada y registrada (es al ser fotografiada). Es la misma técnica pornográfica:
una técnica exorcizante para visibilizar el alma y permitir
la fotografía del
gineceo, de un universo femenino excluyente (para el placer del mirón).
El problema que enfrentan
Brescia y Daruech es obvio: ¿cómo ser inteligentes
sin hablar con voz de hombre? ¿cómo cumplir el sueño
de ser o parecer inteligentes sin traicionar o descuidar la femineidad?
La solución de nuestras señoras es incompleta: si
la televisión exacerba lo femenino (la medida de la femineidad en televisión
es, inevitablemente, la hiperfemineidad de Susana Giménez
o de Hilia Moreira),
entonces, Raquel y Sonia resultan, precisamente, varoniles, travestidas con ropas profesionales
o académicas, o escondidas detrás de la elegancia
gerencial de los tailleurs y de jergas neutras, técnicas
y asexuadas.
Neutralizar el empuje varonil
de lo inteligente y reconquistar la femineidad se convierte así
en una faena propiamente histérica: la sobreactuación
somática de los procesos mentales, la amplificación
del barullo de la máquina
inteligente.
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