Llamo prosa de Estado al compuesto que cuenta las versiones
prevalecientes de la realidad de un país, incluidos
los sueños, las fantasías y la memoria. La prosa de Estado instituye
un Supraestado que excede a todo aparato estatal. En Argentina, sus
ingredientes básicos son los anacolutos del teatro político, las
agudezas publicitarias, el show informativo y sus sermones, la
mitología emotiva de series y telenovelas, la pedagogía cultural,
psicológica y espiritual de los suplementos de prensa, las jergas
progresistas, juveniles y canallas parasitadas por los
comunicadores, todo con incrustaciones de traducciones españolas y
doblajes centroamericanos. La prosa de Estado plasma los
valores de la mente pequeñoburguesa –avance, posesión, distinción y
a la vez pertenencia—, tan seductores que absorben a los desposeídos
y conquistan a los oligarcas que antaño los despreciaban. Es
enloquecedora: mantiene vivo el deseo de mercancía y fomenta la
persecución de metas contradictorias. Y, en contra de su proverbial
filisteísmo, hoy ya no recela de la
literatura;
al contrario: se refuerza, ecumeniza y eleva patrocinando una
literatura que
expresa, y hasta expresa bien, cosas que los demás discursos de la
prosa de Estado no saben articular. Los escritores hablan de la
angustia y el mal y la ambivalencia; proveen sabiduría y ética;
también señalan saludablemente las llagas de los hablantes.
La prosa de Estado se reviste incluso de una poesía de Estado, como
en el gusto de los políticos por la lírica combativa. Porque así
como el Estado democrático-reglioso necesita oposiciones
complementarias, la prosa de Estado sólo puede implantarse si se
reconoce débil e incompleta. Para fortalecerse mantiene a la
literatura en invernadero, exquisita flor-hortiga, pero dentro
de su parlamento total.
La integración de la literatura nos plantea dilemas graves.
¿Creemos que es posible librarse de los valores y las estafas de la
prosa de Estado dentro de su tutela omnívora? ¿Es posible reformar
ese lenguaje para contar otras cosas, o la única libertad depende de
un ataque frontal, demoledor? Y si hay que demoler, ¿se podría
destruirla de veras sin terminar con nosotros mismos? He aquí uno de
esos dilemas que comprometen toda una vida. Porque ¿hay una prosa,
otra, realmente soberana? ¿Y en qué puede consistir su soberanía? El
“nosotros” a que aludo vendría a ser: los que estamos hartos del
engaño y pensamos que las ficciones literarias que la prosa de
Estado asimila, aun las que denuncian sus lacras, son indispensables
para mantener las condiciones que hacen a nuestro hartazgo; y que el
mero hecho de que nos hartemos es síntoma de nuestro poco valor.
Querríamos, como
Debord, participar no del espectáculo del fin sino del fin del
mundo del espectáculo. Pero Debord sabía que este deseo entrañaba la
necesaria abolición del arte, y nosotros... nosotros nos
preguntamos: ¿Henry James, Virginia Woolfe, Borges también
son virus a eliminar? No estamos seguros, por más que los usen y los
disfruten los filisteos. Bien: desde hace un tiempo esta
incertidumbre aflora en dilatorias polémicas (entre Martínez y
Tabarovsky, entre Kohan y él no revela quién) sobre la colaboración
de cierta narrativa con el enemigo, o sobre la inadaptación
vocacional de otra narrativa, lo que es tirar afuera la pelota del
partido que verdaderamente estamos jugando. En mi opinión,
tendríamos que volver un poco a la retórica.
Leer y escribir
son artes del desmentido, de la diferenciación (aunque aspiren a
lo indiferenciado), y frutos de impulsos de individuación para los
que importan los estilos.
La prosa de Estado siempre es escrita. Desde hace varios siglos
la letra se imprime en la carne a tal punto que hasta los concientes
de ese silicio hemos adoptado la metáfora inversa del texto como
cuerpo. Pero hay reacciones. Desde comienzos de la modernidad, la
estrategia dominante de crear un espacio limpio, y en él un texto
que afirme un sistema exterior y sea eficaz, viene compensada por
movimientos que realzan la enunciación, los acentos particulares o
íntimos, decididos a penetrar en los misterios del mundo y en las
conductas que los enunciados aplanan: son los casos de Shakespeare o
de Quevedo. La consecuencia de estas irrupciones, parejas al
progreso tecnológico y exacerbadas en el romanticismo, es que las
escrituras individuales distinguen, pero por eso mismo jerarquizan y
terminan contribuyendo al empuje gestionador de la tecnocracia
progresista; paradoja esta que explica la cíclica tentación de los
escritores de derribarlo todo o dejar de escribir. Por encima de la
individualidad que parece fomentar, la prosa de Estado (hoy,
febrero de 2006) es acumulativa, conquistadora, aglutinante,
neutralizante e implanta no sólo la ley sino la burla de la ley y
las formas del placer y la espiritualidad. A las diez de la noche,
mientras en un canal muestran torturas a prisioneros, en otro
Tinelli se burla de un zapateador enano y en otro el ofuscado
nobel
comunista José Saramago
ensalza una novela que premió a sueldo del diario Clarín,
verdugo cotidiano de la
lengua.
Párrafos de la novela completan el mundo. Este coloide, el escritor
lo sabe, cuaja en una
lengua
siempre realimentada que se imprime en las redes neurales y las
satura. La prosa de Estado es un dispositivo de control más eficaz
que las policías. Con todo no es tan nueva. La máquina estampadora
de sentencias en lomos humanos, la de La colonia penitenciaria,
data de hace un siglo.
Pero la máquina del cuento de Kafka, una verdadera berretada, se
avería en mitad de la faena porque la carne del reo ofrece sus
resistencias, y la invención de esa alegoría es una de las grandes
réplicas de la literatura al control por la palabra. Hay muchas
otras: esquivez desdeñosa, “silencio, exilio y astucia”, dispersión
del sentido, terrorismo logomoral, desorden de la percepción,
literatura menor, quiebra de las líneas de asociación, asesinato de
la gramática: de
todas se han alimentado los escritores del siglo XX para expandir la
conciencia. Como sea, sin embargo, en el fondo del ataque al
lenguaje
siempre nos encontramos con el rencor contra su fuente, la vida, y
por lo tanto con la pulsión de muerte, con el nihilismo letal de
Sade. En este umbral la mayoría nos detenemos. Adoptamos programas
menos suicidas: por ejemplo, abdicar de todo poder que no sea el de
llegar a una
verdad; una verdad del caso.
Ahora bien: para hacer
verdad
con un lenguaje que permanentemente la falsea, el escritor tiene que
falsear ese lenguaje (dice Barthes); si puede, pulverizarlo. Sólo
que, otra vez, comprende que no lo conseguirá sin pulverizarse él
también. Es un loop muy dramático de la conciencia literaria,
que también puede ser muy gracioso. Entran ganas de estallar, de
volverse esquirlas, ¡BUM!, y de que en los vacíos intermedios rija
al fin la posibilidad infinita. Si la prosa de Estado es una
demencia lógica -garantizada
por su hueste literaria adjunta-,
para que renazca la
literatura
hay que reventarla y reventar. Pero destruir es una tarea triste, y
además no se termina fácilmente con uno mismo, entre otras razones
porque en cada uno hay vástagos de alguna tradición y retoños de
porvenir. Sí: en los efímeros agregados que somos alientan las
generaciones. Y si se mira hacia atrás, entre la apabullante
Historia de desastres, gramáticamente incólume, se ve la llama
delicada de aquello por lo que vale la pena “subsistir en el ser”.
Una cadena de fuerzas de oposición, inconformismo, desintegración,
engarzadas a otras fuerzas que han celebrado, preservado, querido.
La forman Jarry y Whitman, Huidobro y Martí, y algunos poseídos por
todas las fuerzas, como Lispector o Celan.
La pelea de los
narradores con la prosa de Estado es por la propiedad de
la lengua y
la verdad de las historias. Para Pound, la mayoría de la buena prosa
literaria nace de un instinto de negación; es el análisis detallado
y convincente de algo detestable que se pretende eliminar. La
poesía, en cambio, asevera valores positivos, o un deseo, y es más
perdurable. Si esto es cierto, y la buena prosa literaria ha sido
asimilada por la prosa de Estado, un modo de desbaratarla sería
incorporar a los relatos la carga aseverativa de la gran poesía,
empezando por la palabra plena y afirmativa. Sin embargo, lo que hoy
gana adherentes en nuestro medio literario es una “mala escritura”
(es decir, impropia), por oposición a la Bellas Letras o la mera
prosa funcional “de mercado”. En su última versión, esta idea alegre
y fecunda proviene de Aira; óptima razón para estudiarla. Habría dos
razones para romper con la buena escritura. Una sería el odio a la
burguesía mundial que la ensalza y usufructúa; un plan de revuelta,
en algunos valientes de aniquilación, en los astutos de
derrocamiento y reemplazo. La razón contraria sería un deseo de
liberarse del trabajo de la Belleza (que no habría contribuido
poco a la prosperidad del Mal,
como sentía Rimbaud), y en general de lo trabajoso, y de escribir
como vía de calma, acaso de saber: como ejercicio contra el
resentimiento.
En la Argentina de hoy diferentes narrativas deliberadamente mal
escritas, antiartísticas, se agrupan en una infraliteratura
que enarbola un linaje local y universal: Arlt, Céline, Nicanor
Parra, Copi, Lamborghinis, Zelarayán. La infraliteratura parte de la
convicción de que una sintaxis brusca y lisiada puede ser sincera, y
una frase bien construida
un mero disfraz. Pero, aunque por su carácter destructivo debería
ser impasible y altiva, a menudo se encuentra en un brete. Por un
lado quiere hablar en nombre propio, escapar de la uniformidad y la
chatura; por otro, contra la belleza normativa, representa los usos
vulgares que colectivos relegados o sectáreos hacen de la lengua:
travestis, como en Alejandro López; mundo atorrante y bailantero,
como en Washington Cucurto; chabonería barrial de rock y fútbol,
como en Fabián Casas. En la realidad, es el estereotipo lo que proporciona
a esos grupos la fluidez que no alcanzan en la lengua oficial. En la
infraliteratura, el habla, los modos de interlocución, son armas
primordiales contra la prosa de Estado. Pero el escritor que adopta
estereotipos pierde individualidad. Si quisiera hablar en su nombre
inalienable, reivindicarse autónomo, también debería destruir ese
lenguaje de intercambio. Tendría que forjarse un lenguaje privado,
definitivamente no comunicativo (es a lo que tiende el idioma
pan-sudaca de Cucurto). Pero he aquí que, si se anima al extremo, la
infraliteratura choca con el reto de la
literatura
absoluta, la Obra embarazada de su teoría ad hoc:
Finnegan’s Wake o, exagerando menos, Gran Sertón de
Guimaraes Rosa. Dados los materiales con se ha aviado, la
infraliteratura argentina reciente no está a la altura del reto; y
se resguarda de sus déficits reclamando una herencia de pobreza, de
bajeza, de exclusión, de urgencias, y denigrando la
literatura elegante. No
obstante, no se ataca una
literatura sin atacar simultáneamente toda
literatura posible. Y, en
la medida en que tiene ancestros, cada escritor separado de la
institución literaria se enfrenta con otra que él mismo está
empezando a instituir. Crea y enseña la guerra a La Literatura, una
entidad que sólo existe en sus ciclos de alianzas, hundimientos y
resurrecciones. Más allá de esto, la escritura plebeya y procaz de
novelas como Kerés coger=Guan tu fak (López) o Las
aventuras del señor Maiz (Cucurto) dan la incómoda sensación de
compartir involuntariamente el asco por la palabra adecuada, y hasta
el desconocimiento de las normas que se infringen, en que se
deleitan el
periodismo caradura, las telenovelas y las tertulias radiofónicas.
Por eso creo que la virtud de la nueva infraliteratura es reformular
la pregunta de cuánto queremos destruir y cuánto conservar. Las
aventuras del señor Maíz, memoria de cómo un repositor cabeza
negra es coronado semental sudaca y se crea como poeta negativo,
alegre y soez, modera su violencia engarzándola en la lírica del
salón bailable: “Así es como todo gira, como todo tiene su lado
oscuro con un poquito de luz por donde tenemos que entrar todos al
mundo; gracias al dólar-dolor dulce del neoliberalismo tuvimos entre
nosotros a estas héruas de extraña coloración caoba; a estas
subdesarrolladas princesa de chocolatada Nesquik usando enloquecidas
sus piernas, sus chuchas y sus hablas de lenguas coloradas”. En
cambio Keres Coger... una trama negra montada con chateos
entre travestis, recortes de prensa e informes policiales, es
representación consecuente de lengua molida. Pero si la aniquilación
de la ortografía también merma la capacidad de diferenciar y
sugerir, y si hay emociones complejas que sólo pueden sentirse con
subordinadas, ¿estamos dispuestos a destruir también la sintaxis, la
morfología? No olvidemos que en el parlamento global de la prosa de
Estado relucen la cursilería, la agresión, la guarangada y el error,
y hasta palabras tiernas como “tolerancia” y “contención” se lanzan
como gargajos. De modo que: ¿no será la infraliteratura un
descarrío, un deseo de no escribir que en su frustración se ensaña
con la literatura?
Porque el escritor no puede dejar de escribir; en cuanto termina un
libro siente que “lo esencial no se ha dejado decir”, y necesita
seguir lidiando con una lengua que vive como una constricción.
Por eso algunos elijen una vía igualmente parcial pero menos
enconada e ilusoria; y desde luego más ardua: la llamaré
hiperliteratura. Como escribir simplemente “bien” les parece
envenenarse, los narradores hiperliterarios exacerban la escritura
mediante tropos, relativas y cláusulas prolongadas, siembran
asonancias y digresiones y arrastran todo lo que la frase vaya
alumbrando, pero sin perder nunca las concordancias ni resignar la
entereza de la sintaxis, hasta volverla sobrenatural a fuerza de
escrita. Contra la demencia lógica de la prosa de Estado, la
hiperliteratura enloquece a la narración de sí misma. Hay
hipernarradores para todos los gustos: Proust, Faulkner, Lezama
Lima, Sebald. En Argentina hiperescribir fue la insubordinación
estética de Saer; ahora es la de Alan Pauls y, se diría, la de
Chejfec. He aquí una frase de Pauls: “Recién en el taxi, cuando
el juego de la luz en las copas de los plátanos, el ancho de la
avenida y la elegancia discreta y funcional de los edificios –con la
vieja óptica que dominaba toda una ochava— ya lo devolvían a esa
provincia de su vida que sus archivos llamaban “Hospital Alemán”
y que, inmóvil, atravesaba sin embargo épocas distintas, todas
enlazadas alrededor de la tristeza y la muerte, Rímini se dio cuenta
de que no se había cambiado de ropa”,
(El pasado). En la frase hiperliteraria hay una socarrona
ilusión de vida póstuma; en su larga distancia, un robo de tiempo
para poner algo más a resguardo del fin de la literatura, y ningún
temor a enfrentarse con el tiempo. Parece que apuntara a un arte por
venir de la performance literaria.
Mientras, entre estos dos estados extremos, en la corte de la prosa
de Estado, a menudo honradamente e incluso sin medrar, se ofrece la
paraliteratura. No hay por qué enfrentarse ni señalar con el
dedo, teniendo cada cual tantas dudas. Pero: la paraliteratura es
arquitectónica; dispone espacios para mensajes inquietantes o la
moral de las causas que la sociedad del cumplimiento cree
imprescindible tener en cuenta; su crédito es el buen gusto
desasosegado. En el imperio de la economía acumulativa, cumple su
destino de reducirlo todo a contenido. Sin reparar en que escribir
es morir un poco.
Pero no vayamos a creernos que la infraliteratura, por
derrochadora que se conciba y pasajera, es tan desprendida. RT, un
narrador internacional constructivo, se afinca en el legado de Henry
James, o de Borges, o de Cervantes y hasta de Svevo. ZF, un narrador
destructivo, se ampara en Genet o en Calvert Casey o en Gerardo
Vallejo. Parece que para cada uno de los dos la tradición que él
declara es La Literatura. De modo que, o una estética es la
literatura
y la otra no, o la literatura
es bárbaramente heterogénea. Por supuesto, la disyuntiva es
engañosa. Literatura no es enarbolar la estética de Cervantes o la
de Tolstoy, ni la de Dostoievsky o la de Lamborghini, sino decidir
una acción hoy como hizo alguno de ellos, o varios combinados, con
los medios expresivos, las tradiciones y el horizonte de
conocimiento de su época. Dado el potencial estratégico de la
escritura de Estado, bien podemos hablar de tácticas literarias. Los
relatos tienen contenido, claro, pero también pertenecen al arte del
golpe: son rodeos que, a partir de un hecho o una cita, se hacen
para modificar un equilibrio recibido tomándolo por sorpresa; pero
nada modifican si algo en el proceso no sorprende al narrador
también. El relato, dice de Certeau, “se caracteriza más por un modo
de ejercerse que por la cosa que indica. Sugiere otro sentido
que el que parece estar diciendo. Produce efectos, no objetos...
Algo en todo relato escapa al orden de lo que es suficiente o
necesario saber y, en sus características, concierne al estilo
de la táctica”. La diferencia más relevante entre las literaturas de
Estado y las otras está en el discurso: de algunos temas es
imposible hablar con cierto lenguaje; y viceversa, ciertos temas se
pueden decir de diversas y consabidas formas bellas, pero si se
logramos decirlos de otra forma los transformaremos en otros temas.
Es una diferencia de concepción, no de cálculo mercantil. Ningún
escritor está del todo libre de ganas de poseer la exterioridad de
la cual se aísla
para escribir; aun la absorción de un solo lector es un ejercicio de
poder. La infraliteratura no debería desdeñar preguntarse cuánto
poder del que indefectiblemente obtendrá atacando la buena escritura
se propone gestionar, y cómo, visto que no contempla morir en el
ataque. Deduzco que Cucurto o Casas no contemplan morir en el ataque
porque, siguiendo otra fértil noción de Aira, aplican buena parte de
su poética a la creación de una figura de escritor. El antiestatismo
de López es de otra índole: el poder de su escritura vendría de la
alianza con deshauciados inquietantes y anómalos, de enarbolar un
habla menesterosa, pero para implantarse requiere del lector el
esfuerzo de recomponer un autor ausente en lo que el relato reparte
por completo entre voces y textos de otros.
En todo esto ronda la cuestión del fin de la
literatura. Por un lado, es
evidente que en grandes dominios de la prosa de Estado ya está
acorralada, cuando menos desplazada por otra cosa, y que sus
defensores más reverenciados son muy dudosos. Y si el peligro es
real, nadie querría que la propaganda estética de la mala escritura
precipitase una desgracia, ¿no? No. Claro que no. “Escribir mal” no
es una maniobra de arrasamiento sino la imitación de un gesto
repetido en la literatura moderna. El escritor infraliterario se
inspira en determinadas ideas y gestos pasados; y, como sabe que no
existe escritor sin padres, suponemos que también le importa
procrear. No obstante hay que discriminar inspiraciones. La mala
escritura de Aira, inspirada en fuentes tan diversas como Arlt,
Rimbaud y Roussel, pero templada en Chateaubriand, anega preceptos
elementales de la novela –progresión, clímax, equilibrio,
crecimiento de los personajes, coherencia de la voz, desenlace—, en
una continuidad irrefrenable (corregir un libro escribiendo otro),
el cambalache genérico o el reemplazo del argumento por una teoría
insostenible; por lo demás, Aira adjetiva superlativamente, tiene
una prosodia como una brisa y coordina con una levedad impecable.
Otros elementos –como la exuberancia léxica, la polisemia y una
prosodia indefectible— podrían hablar de la bondad profunda de la
prosa renga, interjectiva y mugrienta de Zelarayán. Hablamos
entonces de autores que escriben mal una literatura agotada para
escribir bien la posibilidad de un augurio. Poco de lo mejor que las
malas escrituras actuales conservan de esta tendencia es la
perversión de una lengua obsesiva, patrimonial, agórica,
parlamentaria. Menos interesante es que la perversión pase, por
escasez de recursos o indolencia, a avalarse en el referente, por
ejemplo en taxonomías sexuales que engalanan la tele o se ofrecen en
internet, o en el elogio de la vida amoral, a modo de distinción
retributiva del pelagatos. En algunas de las variadas y arriesgadas
hiperescrituras últimas, en cambio, la sensación es otra: por
momentos parece como si la sobreabundancia, en vez de expandir
paulatinamente la visión, de ser vehículo para buscar con cada
añadido un nuevo enfoque, dilatara una vaguedad de la visión o
disfrazara una inseguridad, algo que un escritor con la vocación de
cualquiera de ellos no tiene por qué disfrazar.
Hablamos de narradores de mente anárquica; de escribir como
insumisión al civismo místico, a la presunta novedad de la noticia y
a una prosa de Estado que, en su suficiencia abarcadora, encandila
la mirada y la inhabilita para contemplar siquiera una hoja. Por eso
agitar la lengua, como ha sido siempre, es despejar el ojo. En la
prosa de Estado todo tiene ya su lugar, manda la lógica del tercero
excluido
y todo significa. La prosa de Estado trama apretadamente la cita
poética con la sentencia y la guarangada, pero reprime el matiz. El
matiz, dice Barthes, es insignificante; sólo expresa la posible
autonomía de un lenguaje, una particularidad sin atributos. El
matiz, por ejemplo el matiz sentimental, necesita estilo, esto es,
decisión sobre la diversidad, la complejidad, la relación y el orden
de los elementos de la frase. Cuanto más matizada la frase, más la
prosa de Estado la censura. Claro que el matiz estremece la fijeza
del mundo pero también sacude al que matiza. Matizar es desflecarse.
He aquí un buen punto de partida para esclarecer que sería buena y
mala escritura. Por empezar, no aceptaremos la perfidia de que lo
complejo es complicado. Hubo un momento de la narrativa argentina,
entre los sesenta y los setenta, de prosa clara y matizada, ágil sin
apresuramiento, confiada y asertiva pero prudente, oportuna para la
sinuosidad; descendía de las ricas síntesis que habían hecho los
grandes narradores norteamericanos. Yo diría que esa línea se ha
perdido, salvo –para ignorancia de la crítica— en la versión
pulsátil, cinemática y aforística de Piglia. Era la prosa de Walsh,
de Briante, de Gallardo, del Conti de Sudeste. La ambigüedad
que la hiperlitatura confía a los vericuetos de la frase, este
estilo la delegaba en la trama. En sus momentos óptimos, realizaba
el ideal estilístico de Jean Rhys, la de El mar de los sargazos:
aguas tranquilas levemente rizadas por una turbiedad de fondo
(exactamente lo contrario que la prosa de Estado). Y, aunque
individuada, era inasimilable a lo personal (algo que la prosa de
Estado tampoco soporta bien). Por cierto, con frecuencia nos
emperramos en importar para la prosa la potencia de verdad de la
poesía apostando todo al metro y los tropos. En realidad, lo que al
narrador más conviene de la poesía es la relación íntima con los
momentos, su peso variado, sus ritmos. Como si no se pudiera contar
nada de veras sin “diferenciar la música sucesiva de los días”
(Proust). Pero diferenciar es un arte de la distancia, y la prosa de
Estado nos embriaga de familiaridad, de promiscuidad: de todos con
la lengua y de cada cual consigo mismo. De modo que el narrador
antiestatista indaga en lo siniestro de toda familiaridad a ver si
consigue divorciarse de sí, para que en donde era una ilusión
ocurran por fin el mundo y él mismo. Es ese empeño lo que hace
necesario un estilo y puede habilitarnos para contar, no ya
historias originales, sino incluso una historia que valga la pena.
El efecto de lo
familiar siniestro aparece hoy en una escritura de paso ligero y
como indiferente a la combustión, resuelta a usar trucos del cine y
las series, contaminada de vulgaridad,
pero
calibrada en el gran museo del relato directo y la elocuencia más
granada del idioma, y por tanto con un insoslayado
resto simbólico: la de Daniel Guebel en Matilde o El
perseguido, la de Sergio Bizzio en Rabia –y antes de
ellos la del Fogwill categórico y fulminante de Vivir afuera
o “La liberación de unas mujeres”. La novela de Bizzio cuenta el
romance entre un albañil y una mucama en el marco de una casa de
alta burguesía, y es una fábula que erige a un proletario humillado
en vengador, luego proscrito, luego casi fantasma y al cabo en
ángel. Odio social, ascesis y redención: la rabia del título es
literalmente la enfermedad, pero también la del narrador contra la
prosa de Estado y la del héroe contra la distinción de los imbéciles
que la prosa de Estado modela. Sólo que el odio no obnubila a Bizzio
como para colaborar con el fin de la
literatura ni ceder a los
imbéciles, como si estuvieran obsoletas, las preciosas armas
(tiempo, elipsis, transiciones, alternancia de dialogo dramático de
base oral y narración en indirecto libre) que la
literatura se forjó para
restablecer los matices; armas que hoy nada restablecerían sin
incorporar, recicladas, los groseras armas del enemigo. La prosa de
Bizzio absorbe con tanta voracidad como la de Estado (en la novela
hay una biblioteca burguesa, Reader’s Digest, charla de porteros, y
letras de Cristian Castro), pero lo vierte todo en negativo, como
una extraña entre sus bienes. No en vano Rabia trata de un
intruso en un hogar ajeno y de filiaciones y procreaciones dudosas.
Vean un pasaje cualquiera: “... el señor Blinder era abogado,
hipertenso, obsesivo e infeliz; la señora Blinder había montado en
algún momento de su vida una galería de arte, era una alcohólica ‘social’...,
usaba muchas cremas, adoraba los colores pastel y, probablemente,
mantenía una relación amorosa secreta, a juzgar por alguna que otra
prenda de diseño demasiado chillón relegada en el fondo del placard”.
Rabia es una de esas novelas intempestivas que hoy se
escriben en los resquicios del colapso literario; templadas en la
tradición pero manchadas de clisé.
En este tipo de
escritura se perfila una suerte de clasicismo de emergencia.
Décadas después de los experimentos terminales, el narrador
atraviesa el boquete que abrieron los demoledores, pertrechado con
los lenguajes que ellos llegaron a dominar y transformaron, cargado
con escombros y con residuos útiles, y del estrecho corredor en
donde se encuentra hace una casa, y la cuida, y se empeña en
ampliarla. No capitula. No se acomoda. No se atrinchera. Pero no
desdeña procrear, porque sabe que escribir, tarde o temprano, es
preguntarse en qué ha consistido, consiste y podría consistir en el
futuro la esencia de la literatura.
No hay que desdeñar que un clasicismo enturbiado, desenvuelto, no
sujeto a nociones, sea una posibilidad. Y si es transitoria, mejor.
Como la hiperliteratura (y probablemente la infra) abre una vía
paulatina para iniciar por fin el éxodo a campo raso. Porque el
escritor ya no se oculta que afuera, en el deshaucio, espera una
intemperie inmune a los virus de la prosa de Estado, incomprensible
a sus categorías, donde elaborar un arte de la palabra del cual sólo
sabe que quizá deba tener otro nombre. Un arte del todo extranjero,
bárbaro, que sólo guarde de los clásicos de antes el poder de
irradiar –otra vez Pound— “una irreprimible frescura”. Tómese como
un deseo.
Lecturas
La
cita de Michel de Certeau está tomada de The Practice of Everyday
Life, University of California Press, Berkeley, 1988.
Las de Ezra Pound, de
The ABC of Reading, New Directions, Nueva York, 1984.
Sobre el matiz, ver Roland Barthes, La preparación
de la novela, Siglo XXI, Buenos Aires, 2005. Las frases sobre la
anarquía aluden a Paul Valery, Principios de An-arquía aplicada,
Tusquets Editores, Barcelona, 1987. Las novelas de Cucurto,
Alejandro López y Sergio Bizzio, fueron publicadas en 2005 por
Interzona.
* Publicado
originalmente en la revista digital argentina,
Otra
Parte.
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