1. el furcio, la tragedia y la farsa
Todos estaríamos de acuerdo en que el
penúltimo furcio del Presidente Mujica (el de la vieja y el tuerto)
no da para nada. Al principio uno piensa: nada político hay ahí,
nada serio hay ahí. Entramos una vez más, como cada cinco
minutos, a ese régimen de politicidad desplazada, cómica, torcida y
bizca, nos fascinamos otra vez con esa farsa hecha de accidentes o
de anécdotas privadas, de bloopers, de secreteos, de rumores
y trapitos al sol, de pequeñas tragedias o miserias insignificantes
e inconceptualizables, amplificadas ritualmente por los media
y las redes para el regocijo de la masa.
Pero ¿y si ésa es la única verdad en la que la
política misma parece encajonada?, ¿y si el furcio y el blooper
son, por distintas razones, la única forma institucional de
hacer política hoy?, ¿y si ese furcio, lejos de ser un desliz o un
accidente —como el eructo que se le escapa al orador en el momento
más solemne de su discurso—, es la única verdad, y no sólo la del
presidente Mujica sino la del gobierno, la del Estado, la de la
izquierda y la de todo lo que alguna vez fue la estructura
público-política? O mejor quizás: ¿y si el discurso, la oratoria y
la solemnidad están ahí como mero sostén del eructo, la única verdad
profunda? Así, el personaje más auténtico del espíritu político
contemporáneo (ya que de “autenticidad” se trata hoy), el punto
extremo y más brillante del recurso metonímico, el que todo lo
resume y lo concentra, es, contrapunto exacto del
presidente
Mujica, Washington Abdala. Negativo fotográfico o gestáltico de
la propia política, Abdala es una víctima pasiva y solitaria —y, por
eso, casi conmovedora— de este cambio de escenografía: el mundo se
corrió y él quedó exactamente como estaba, haciendo morisquetas, ya
no en actos de gobierno (que cada vez lo reclamaban y lo aclamaban
más y más como comediante, obligándolo a impostar el falsete del
joven piola con giros expresivos que le pertenecían ya en
exclusividad al muñeco), sino únicamente para entretener al pueblo.
Libre ya de la pesada carga de la política, se despliega
generosamente en videos por internet, en programas vespertinos de
televisión o en la escena del stand-up, como una extraña y
melancólica caricatura de sí mismo.
Mujica es su hermano del otro lado del espejo; algunos tramos de
su recorrido invierten la dirección y el sentido.
Mujica —hijo
no deseado de la escena política, pero también hijo de la ensoñación
de esa escena con un ángel que la absuelva y la salve— es la
redención de la política que ocurre la primera vez como tragedia y
la segunda como farsa. En cambio Abdala recorre ya —solo y sin
política, residuo o hijo abandónico de la política— el camino
exponencial y póstumo de la farsa como tragedia y como destino. Pero
ambos son idénticos en tanto coinciden exactamente con su imagen: ya
no son sino lo que se espera de ellos, y esa es una muerte más bien
fea. Es un lugar común decir que
Mujica es en
realidad alguien que imita a los imitadores de
Mujica. Pero es verdad (y
para probarlo basta enfrentar el desconcertante efecto de desmentida
de leer la entrevista que le hicieron para la revista Lento;
uno piensa: ese no es Mujica, aunque sea). Para decirlo como
Platón, Mujica siempre está situado a una distancia doble de la
Idea. Y totalmente entrampado en ese juego de espejos que funciona
como un loop o un cortocircuito: desde el “no sea nabo” o el
“dejate ‘e literatura” hasta “esta vieja es peor que el tuerto”,
Mujica parece estar ahí no para gobernar al pueblo sino para el goce
y el entretenimiento de la masa. Pero si el problema para Platón es
evitar no sólo que el pueblo se enamore del bueno porque ese
enamoramiento lo aleja de la Idea del Bien sino también (y sobre
todo) evitar que la masa idolatre la figura o la estampita del bueno
ya que eso la aleja dos veces de la Idea, el problema ahora es
cuando el bueno, fascinado por el amor de la masa, renuncia él mismo
a la Idea y se convierte en su estampita. Ahí pisamos el terreno de
cierta forma de locura social. Si Descartes decía “está loco el
mendigo que se cree rey”, el Dr. Lacan anota: “también está loco el
rey que se cree rey”, o, agrego yo, el mendigo que se cree mendigo.
Hay locura cuando hay una certeza, una coincidencia plena y sin
fallas entre el personaje y el Sujeto.
Perdonado siempre en y por su propio exceso de
singularidad, Mujica divierte a quienes tiene alrededor (un
intendente blanco, para el caso de su último blooper), se
gana su confianza con conversaciones folclóricas y chistes en
chancletas, y es sorprendido por los micrófonos abiertos y las
cámaras encendidas, ese dios ciego e implacable que hace todo
visible, y se convierte instantáneamente en el glorioso gran
comediante del pueblo. El exceso de singularidad que lo constituye
es también lo que lo envenena y lo mata. Y entonces todos se
comportan como si esto fuera una peligrosa irrupción accidental de
la privacidad en lo público: aparecen inevitablemente todas las
discusiones estúpidas acerca de la investidura presidencial, del
estatuto de formalidad que debe cumplirse escrupulosamente, o, por
el contrario, de la honestidad y la espontaneidad como valores
superiores, etc.. Pero todo lo público ha sido desplazado al
escenario de la farsa mediática, y ese escenario extrae plusvalía de
Mujica como personaje cómico aunque él se pretenda trágico. Así como
también deja a Abdala a la deriva del solitario destino trágico de
hacerse cómico. El verdadero problema entonces es que la política
misma (y no solo Mujica, que en todo caso es su agente) parece no
ser ya sino una forma, entre tantas otras, de entretener a la masa,
de divertirla, de mimarla y abastecer sus demandas, de hacerla reír
o llorar, de confirmarla en el suelo imaginario de su existencia.
Es significativo que el “furcio del tuerto”, del cual
se quiere extraer la consecuencia soñada de una crisis diplomática,
de un colapso de las relaciones bilaterales, de un privado
definitivo que termine por rasgar irremediablemente lo público y
hasta lo real, haya sido tomado menos por el periodismo político que
por programas de televisión de cuarta que se especializan en chismes
de la farándula o en montar la escenografía de la democracia
parlamentaria. Ahí está precisamente el punto mínimo de la vitalidad
política llevado al punto máximo del rendimiento espectacular: lo
privado absoluto es relativizado de pronto con la mentira o el
simulacro evidente de un espacio público que ha sido invadido o
adulterado impensadamente por lo privado. Y todos discutimos y
opinamos,
verificando paradójicamente que ya no hay espacio público ni
política excepto en el carácter ilusorio de nuestra discusión, cuya
existencia está siendo desmentida en simultáneo por su propio
contenido: el eructo de un mandatario, lo real absoluto.
De hecho, podemos interpretar el “furcio del tuerto”
como lo contrario exacto de lo que se ha sostenido hasta ahora.
Lejos de ser un agravio o un insulto a Kirchner, a su viuda y al
actual gobierno argentino, se trata de un piropo crudo y brutal:
“esta vieja es peor que el tuerto: es más terca”. Nos
olvidamos que la terquedad de Cristina es el centro del
enunciado y no las voces vieja y tuerto, que es eso
que Mujica no puede apagar (el eructo) y que se transforma
inevitablemente en el centro mismo del show y en la carcajada
psicótica de la masa. Esa es la condena de la política hoy, y, en
suma, veremos, la de todo el
lenguaje: la
incapacidad radical de apagar las voces.
2. el apocalipsis comunicativo
¿Por qué seguir jugando al espacio público agredido si todo ha sido
privatizado y destruido dulcemente en el vaivén del océano
comunicacional? La pauta de lo privado-común no solamente la da el
territorio absoluto e ingobernado de internet, extranet, externet y
alternet, que siempre desemboca en la megamáquina endogámica de la
intranet, circuito cerrado y privado de comunicación de un
pequeño grupo imaginario (aunque ese pequeño grupo imaginario pueda,
llegado el caso, ser tan extenso como el mundo mismo: no es una
cuestión de número, de medida o de tamaño). También están los
programas de radio o televisión o páginas de noticias web,
amablemente abiertos al clamor de la masa a través de conexiones
telefónicas, mensajes de texto de telefonía celular, correo
electrónico, cámaras web. Una electricidad ansiosa sin objeto ni
destino hormigueando incesantemente sobre el cuerpo sin órganos
de lo post-social. Y el ejemplo más doloroso es el del
lenguaje. El
ambiente común y global de la
comunicación no
es, obviamente, una síntesis del antagonismo clásico entre el
ambiente privado de las voces y las palabras y el ambiente
público del lenguaje (la
síntesis del antagonismo en cuestión, me apuro a anotar, es lo
público mismo).
La comunicación global es, en realidad, un
desfondamiento y una abolición del antagonismo, es la instalación de
un territorio ilimitado y continuo que solamente puede ser una
recaída masiva en lo privado. Solamente hay voces singulares o
parciales, dialectos, estribillos, pedazos de frases, discusiones,
opiniones, expresiones locales, órdenes o gritos despóticos, o
lamentos y quejidos victimales. Y todo se inscribe, por la magia
instantánea de la comunicación y de los medios, en ese griterío o
ese murmullo generalizado y común que algunos se empecinan en seguir
llamando “lo público”. Lo público, en tiempos de comunicación
liberal, no sería entonces sino una superficie de inscripción total
de lo privado, la sumatoria de todos los fragmentos de lo privado en
el plano democrático extremo de lo común en tanto lo accesible a
todos y a cada uno. Una pizarra gigantesca donde cada uno escribe lo
que le viene en gana. El complejo procedimiento de la representación
clásica, y toda su vieja metafísica del descentramiento y de la
alienación, con la imposibilidad misma de representación plena o de
metáfora plena, cae en la mera inscripción o en el mero registro de
lo parcial en esa superficie obscena que amplifica la lógica
diferencial microscópica y narcisista de la heteroglosia, la
multitud de las voces sociales.
En este escenario hay luchas prescriptivas,
luchas infantiles por el reconocimiento a través del recurso
imponderable del derecho abstracto-formal, como la de inscribir cada
singularidad (en tanto minoritaria) en diferentes lugares o
nichos del lenguaje. Sabemos que cuando habla el lenguaje en
realidad habla un varón, lo que hace que el lenguaje sea machista y
sexista, y por lo tanto debería haber
formas
desinenciales explícitas obligatorias para las diferencias de género
(hombre / mujer, presidente / presidenta, todos/as o tod@s o todxs,
etc.). Estas formas, en su momento, seguramente serán (o fueron)
impugnadas como insuficientes por las demás formas del extra o del
intergénero que se sienten desplazadas y olvidadas: ¿por qué aceptar
esa tiranía binaria de hombre / mujer?, ¿dónde está mi lugar
en el lenguaje si no soy hombre y no soy mujer?, ¿y si estoy en el
medio de esas dos categorías absolutas?, ¿y si estoy situado en un
campo fabuloso, más allá de hombre o más allá de mujer?
Y también estas últimas podrían ser a su vez impugnadas por otras
diferencias culturales no necesariamente genéricas (etnias,
profesiones, edades o aún clases) que terminaran por reclamar su
forma desinencial, ya que el derecho las asiste.
Si sabemos que cuando habla el lenguaje, en
realidad siempre habla no sólo un varón sino un varón adulto, blanco
y culto, lo que empuja al lenguaje a ser no sólo sexista, sino
también conservador, racista y clasista-aristocrático, entonces
¿cómo hacer un lenguaje —que no sea el de John Wilkins— cuyo sujeto
sea, digamos, un hermafrodita indochino impúber estibador zafral
analfabeto, y que sea a su vez capaz de dejar de ser rápidamente ese
lenguaje para pasar a ser el de un viejo gay conservador
coleccionista de piezas de arte en Manhattan, o el de un
narcoguerrillero, o el de una lapona renga con tres hijos y un
perro? Todo y todos deben estar inscriptos.
Pero el escenario también muestra luchas
proscriptivas, negativas y obsesas, como
la militancia
por la prohibición de ciertos picos agresivos o modalidades
expresivas portadoras del virus de una singularidad que
discrimina, acosa, desprecia y denigra al otro (a otra
singularidad). Hay que recortar o modular esos picos para que el
buen juego ritual-formal de la tolerancia democrática y de la paz
social pueda seguirse jugando. El lenguaje, así, parece ser ya
irremediablemente entendido como la forma suprema o el escenario
último de lo privado-común (es decir, el opuesto exacto a la
universalidad del lenguaje): o bien un simple mapa exhaustivo de la
diversidad y la vitalidad gozosa de lo social, o bien una autoridad
que ordena y asegura la buena circulación y la buena conducta de las
voces, a golpes de poder, autoridad y prohibiciones. De más está
decir que estos dos extremos de concebir lo público, tolerancia
descriptiva que tiende a una especie de exhaustividad afásica, y
mandato excluyente que tiende a la limpieza moral de todo lo que
grita, hiere o daña, son en realidad hermanos gemelos: se miran
directamente a los ojos y cada uno clama incesantemente por el otro.
El lenguaje (que ha sido el soporte mismo de lo público) pierde toda
potencia analítica y de superación y se convierte en un entreverado
campo de batalla, donde cada uno lucha, por un lado, por estar
presente, y por otro, por no ser acosado o discriminado. Se ha
invertido el sueño de
Walter Benjamin de que “el lenguaje es el único espacio libre de
violencia” (de
poder, de injusticia, de esclavitud, etc.) al permitirnos pensar las
cosas o las circunstancias en tanto que violentas (injustas,
explotadoras, etc.). Lo público deja de ser una especie de cero o de
significante vacío, para pasar a ser el amontonamiento de todo o de
todos, y los dispositivos de seguridad para corregir, evitar o
prevenir los excesos de ese todo y los problemas inherentes del
amontonamiento.
Quizás no está de más decir que esta tragedia es la
tragedia post-social de lo social: lugar inhabitable donde se
levanta lo público como el escenario en el que se emplaza la farsa
que habilita a disfrutar perversamente de esa tragedia, sin
remordimientos y sin culpas. Y ése es, en definitiva, el signo
funcional que hay que adjudicarle al “furcio del tuerto”: nos
permite atribuirle a lo público un estatuto negativo de existencia
al revelarlo en el síntoma privado de Mujica. Uno conjetura: ah,
debo pensar que todavía hay algo como lo público: entonces me voy a
reír de la metida de pata del presidente. Y sólo se ríe.
* Publicado
originalmente en Tiempo de Crítica. Año II, N° 56, 19 de
abril de
2013, publicación semanal
de la revista Caras y Caretas.
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