En las líneas que siguen intentaré mostrar
algunos puntos de contacto entre dos novelas cuyos autores,
hasta donde sé, no se conocen ni conocen sus respectivas obras.
Se trata de Zone, novela de Mathias Énard publicada en
Arles (Francia) en 2008 y
Cielo ½, de
Amir Hamed,
publicada en Montevideo en 2013. En ese sentido, el paralelismo
pretende sugerir, y esa será mi hipótesis de
lectura, menos una
semejanza tributaria de “identidades” arraigadas en territorios
que un encuentro propiciado por la propia
literatura, entendida,
justamente, como un espacio en que se encuentran quienes no
estaban llamados a encontrarse, un espacio hecho de una
pluralidad de narraciones, de idiomas, de
traducciones y de
reescrituras. Esto supone que ambas novelas dispensan al
mythos, y en consecuencia al tiempo y al espacio, un
tratamiento comparable. En lo que sigue, procuraré entonces
considerar estos puntos; como siempre, pero más que nunca, esta
intervención mía querría ser una invitación a la
lectura de
ambos textos: con sus respectivas calidades de
escritura, con la
legítima e inteligente emoción que sus páginas suscitan, estas
novelas nos acercan a un mundo cuya imagen asidua en los
medios
de comunicación tiende a presentárnoslo como ajeno, distante,
simplemente exótico o redomadamente inextricable.
1) Zone
La novela Zone de Mathias
Énard se extiende luego de dos epígrafes: el primero, en inglés,
retoma unos versos de Ezra Pound, el poeta estadounidense
afincado primero en Londres y en París, luego en Italia; el
segundo epígrafe son unos versos en francés de Yehuda Amichaï,
el poeta judío alemán que, instalado en Israel, cambió de nombre
y de lengua y compuso su obra en hebreo. La novela de Mathias
Énard se presenta articulada en XXIV unidades, y cada lector
sabrá si corresponde llamarlas “capítulos” o “cantos”, que se
desarrollan a lo largo de quinientas páginas que ignoran la
mayúscula inicial y el punto final, dado que esta larga
narración está constituida por una larguísima oración, comenzada
antes del comienzo del texto y finalizada luego de su fin. El
índice, por su parte, no lista los XXIV capítulos, sino que bajo
el encabezado “bornes” (“límite” pero también “kilómetro”, en
francés familiar), se lista una serie de topónimos italianos -Milan,
Lodi, Parme, Reggio d’Emilie, Modène, Bologne, Prato, Florence,
Rome- correlacionados con números de páginas que
predominantemente no coinciden con inicios o fines de capítulos.
Entonces, de entrada, el lector oye la voz de dos poetas cuyos
nombres -Pound y Amichaï- quedaron asociados a los nombres de
las dos ciudades que ellos eligieron para morir -Venecia y
Jerusalén-, encuentra una larga oración ya empezada y todavía
inconclusa, encuentra un número rotundamente homérico de cantos
y encuentra un índice que es un itinerario de ferrocarril, del
trayecto Milán-Roma.
Estas particularidades se entienden
puesto que Zone es el monólogo que un personaje, uno de
cuyos nombres es Francis Servain Mirkovic, va desenvolviendo a
lo largo de las cinco horas y los quinientos kilómetros del
recorrido en tren de Milán a Roma. A lo largo de ese monólogo,
el viajero irá contando y comentando su historia individual que,
plásticamente, se inserta en la historia trivial y sangrienta
del siglo XX: el personaje es un treintañero o quizás cuarentón
francés, nieto de francés resistente e hijo de francés que
peleó, es decir, torturó, en Argelia
y de madre croata, monárquica y papista, que le ha infundido
algún sentimiento de patria lo bastante fuerte como para que el
hijo haya ido a pelear, como voluntario, en la guerra de los
Balcanes, en los años 1990. Vuelto de la guerra, el ex soldado
trabajará para el Estado francés como agente de inteligencia,
como espía, aunque la palabra con que gusta designarse es
“mouchard international” (“batidor” o “delator internacional”).
El tren a Roma lo conduce a su tercera vida bajo una nueva
identidad, puesto que se apresta a traicionar, vendiendo
informaciones que, con tal fin, fue juntando. El texto comienza
entonces en la Estación Central de Milán y se concluye en la
Estación Termini de Roma; entre tanto, el protagonista habrá
hilvanado episodios y personajes de su guerra personal, la de
los años 1990 en los Balcanes, en donde se había alistado como
voluntario, así como habrá hilvanado episodios y personajes de
las guerras a las que asistió en su condición de espía, de
agente de inteligencia empleado del Estado francés, en
particular, la guerra civil en Argelia, desarrollada también en
los años 1990, aunque no exclusivamente hablará sobre ésta, ya que el
protagonista también había cumplido misiones de inteligencia en
otros países del Maghreb, en Egipto, en el Líbano, en Turquía,
en Siria, en Israel.
Intercalados en la narración que hace
Francis Servain Mirkovic de su peripecia vital, signada por la
guerra y por la soledad, aparecen tres relatos del autor libanés
apócrifo Rafaël Kahla, que componen un
libro que el protagonista
había comprado en la librería de su barrio en París y que ahora
lo acompaña en el viaje. Esos tres relatos intercalados
interrumpen la sintaxis corrida del resto, al estar provistos de
oraciones contenidas entre una mayúscula y un punto y
organizadas en párrafos. Sin embargo, hay perfecta continuidad
con la totalidad de la novela, porque este supuesto escritor
libanés Rafaël Kahla cuenta tres historias protagonizadas por
Intissar, una muchacha palestina que combate en la guerra civil
del Líbano, a comienzos de los años 1980, y combate hasta la
derrota final, actual.
Igualmente, existe un tercer conjunto
de intercalaciones, que se suma a las evocaciones personales y a
las lecturas del apócrifo escritor libanés, que suscitan en el
protagonista numerosas reflexiones a propósito de la historia de
los palestinos, “término bíblico resucitado por los ingleses”.
En ese tercer grupo se intrincan los
cientos de relatos, anécdotas, evocaciones, comentarios,
reflexiones, peripecias, acontecimientos, mitos e historias que
van surgiendo a lo largo del viaje ferroviario y que se anclan
en un espacio cuyo límite occidental es Tánger y que hacia el
este se extiende hasta el Tigris y la Mesopotamia, con líneas de
fuga que pueden llegar hasta Hungría, Austria, Alemania o
Bolivia y Argentina, pero que predominantemente se concentra en
la gran cuenca del Mediterráneo, en su rosario de ciudades, de
historias guerreras, de idiomas, de escritores. En ese tercer
conjunto de relatos, se ubican las historias de la madre croata
del protagonista, niña prodigio que toca el piano para Millán Astray y su círculo de amigos franquistas y ustachis, las
historias del padre del protagonista en la guerra de Argelia y,
sobre todo, las historias de guerras de otrora en los Balcanes o
en el Mediterráneo, historias de otras invasiones, conquistas,
combates, asesinatos, saqueos o raptos, incluyendo, claro que
sí, el de Helena.
Estos tres
conjuntos de relatos delimitan, se habrá adivinado, un teatro de
operaciones -la Zona- que, de entrada en el texto, es
caracterizada como el nombre empleado por los “hombres de
negocios egipcios, libaneses, saudíes, todos educados en los
mejores colegios británicos y estadounidenses, discretamente
elegantes, lejos de los clichés de los levantinos coloridos y
bochincheros, no eran ni obesos ni estaban disfrazados de
beduinos, hablaban con calma de la seguridad de sus futuras
inversiones, como las llamaban, hablaban de nuestros tráficos,
de la región que llamaban the area “la Zone” y de su
seguridad, sin jamás emplear la palabra “arma” o la palabra
“petróleo” o cualquier otra palabra excepto investment y
safety” (pág. 28).
Pero, si para los hombres de negocios
egipcios, libaneses o saudíes, “la zone” es la región en que las
palabras “petróleo” y “arma” se silencian y se sustituyen por
“investment” y “safety”, para el narrador, “la zone” es el
territorio en que el tiempo se espesa gracias a las capas y
capas de historias y de relatos, que se engendran unos a otros,
que se reproducen y proliferan según la ley de la digresión, de
la asociación, de la contigüidad. El territorio es soporte y
portador de historias superpuestas, que permiten desanclarlo y
acercarlo a lo lejano, de manera no necesariamente previsible.
Así por ejemplo, la curiosa reflexión que realiza el
protagonista, al inicio de la historia, cuando se apresta a
tomar el tren en la Estación Central de Milán. Luego de
referirse a ésta como “ese templo de Akhenaton para locomotoras”
y de haber reparado en “las inmensas columnas egipcias que
sostienen el techo”, el viajero espera la partida en un bar de
la estación, pensando en “ese santuario del progreso que es la
estación de Milano Centrale perdida en el tiempo”. Sin embargo,
esperando, el protagonista piensa sobre todo en el nombre
“Milán”, “ciudad con nombre de ave rapaz y de militar español”
(p.13). Esta observación no solo pone en juego tres idiomas, el
italiano “Milano” homónimo del español “milano” (nombre de ave
rapaz) y el francés “Milan” homófono del apellido español Millán
Astray, pronunciado a la francesa; sino que, sobre todo, el
juego entre el nombre de la ciudad, el nombre del ave rapaz y el
nombre del militar fascista español hace que la historia -mínima
pero medular parte de la historia, claro- de este general
franquista que, “como buen profeta militar” declaró “Viva la
muerte”, venga a la novela y traiga consigo su controversia con
Unamuno. De este modo, a través de una digresión suscitada por
el nombre propio “Milán/Milan/Milano”, digresión que toma la
forma de una incursión en la historia de España en la primera
mitad del siglo XX, el territorio -el espacio- se espesa en
historias venidas de otro lado.
Porque, como decía antes, si para los
hombres de negocios “la zona” es el lugar de la sustitución del
par “arma” y “petróleo” por “investment” y “safety”, para el
narrador y protagonista, “la zona” es el lugar del despliegue de
una multitud de nombres propios, incluidos los nombres de sus
compañeros de armas, incluidos los nombres de los héroes griegos
y romanos que poblaron esos parajes, incluidos los nombres de
reyes, sultanes, califas, príncipes, primeros ministros, sheiks,
presidentes, pachás, emperadores, generales y soldados rasos, e
incluidos, sobre todo, los nombres de los hombres de letras que
agregaron a esa zona un caudal de historias imaginadas y
vividas. Entre estos últimos, en primer lugar, claro está, “San
Juan el Evangelista, el Águila de Patmos, primer novelista del
fin del mundo”, en segundo lugar, Cervantes, el Cervantes
envuelto en la guerra, soldado en Lepanto y cautivo en Argel, y
luego Stratis Tsirkas, escritor griego del Cairo y amigo de
Cavafy, griego de Alejandría, y luego Mohamed Choukri, tangerino
nacido en el Rif, y luego George Orwell, Brasillach, Maurice
Bardèche, Jean Genet, Allen Ginsberg, Tennessee Williams, Curzio
Malaparte, William Burroughs, Malcom Lowry, Paul Bowles, Céline
y otros muchos cuyos nombres son portadores de historias que dan
sentidos -absurdos, inquietantes, oscuros o exaltantes e
iluminadores- a esa porción del mundo que es también nuestra.
2) Cielo ½
Cielo ½, la novela de Amir
Hamed, se compone de seis unidades, denominadas “álbumes” y de
un índice onomástico. Extenso y abigarrado, el relato conjuga
una mentida autobiografía con la flor y nata de una mitología
que, arrancando en Mesopotamia, fue avanzando, a fuerza de
traducciones y de tergiversaciones, en ancas de la
escritura, a
través de los milenios y de la cuenca del Mediterráneo. En ese
extenso terreno, Amir Hamed crea un espacio regido por un
principio que incumbe las almas -la metempsicosis- y que opera a
través de su correlato textual: la traducción irrestricta. Almas
transmigradas e historias traducidas constituyen un par
tentadoramente reversible -almas traducidas e historias
transmigradas- que asegura la transmisión del sentido, su
entrega siempre alterada.
Por otra parte, en esta novela de
Amir Hamed, resulta fundamental el género “álbum”, ya sea
entendido como relato familiar que se va formateando a costa de
la blancura perdida por el ensamblado de fotos e imágenes
asentadas en sus respectivas “leyendas”, ya sea entendido como
muestrario de un tiempo -enciclopedia mínima del pobre- que se
realiza al ser completado con figuritas e imágenes suministradas
por un proveedor inaccesible que las dispensa según un orden
menos aleatorio de lo que dice serlo. “Llenar” el álbum de
figuritas tiene como premio hacerse de una imagen del tiempo
-inclusive si el álbum trata de fauna y de flora, sometidas como
también están éstas a la moda- y de una experiencia, a menudo
frustrada, de la completud; en cuanto al álbum familiar, la
experiencia de la incompletud le es inherente, por lo ajeno -lo
propiamente irrepresentable- que tendrán siempre el comienzo y
el fin propios. En Cielo ½, el género “álbum” permite un
particular engarce entre fragmentos de una historia individual
montevideana iniciada a orillas del Nilo -más precisamente en El
Cairo- y la historia, hecha mitos y fábulas, de las tierras en
donde la historia pudo iniciarse, gracias a la
escritura.
Así, de un río a otro: del Nilo natal
al Olimar fraternal; de una tierra a otra: de la Mesopotamia de
acadios y de sumerios al Iraq destruido; de una guerra a otra:
de Troya o de Cartago en llamas a Beirut o Gaza o Homs
bombardeadas; de un héroe a otro: de Héctor masacrado por
Aquiles a Roque Dalton asesinado por sus hermanos de armas.
Cielo ½ se constituye entonces
como el álbum que relata una historia familiar, pero de una
familia sometida a la metempsicosis, con su férrea ley de
traducción/transmigración. Relato de álbum, relato fragmentario,
estático, inconexo, discreto, siempre de su tiempo que es otro y
nuestro.
3) El espacio de la fábula
Así descritas, el paralelismo entre
ambas novelas es llamativo, sobre todo en lo que incumbe a su
compartida creación de un territorio espesado por los relatos
superpuestos, solapados, acumulados. Sin embargo, antes de
volver sobre esta compartida perspectiva, me detendré en algunos
detalles, también llamativamente presentes en ambos textos.
Aunque con diferente intensidad, la
cuestión del nombre propio, la cuestión de la posibilidad del
nombre propio, se hace presente en nuestros dos autores. En
Zone, el narrador dice “J’ai tellement porté de noms
différents ces dernières années», y la afirmación puede
entenderse llanamente, puesto que quien lo dice ha tenido
actividades (soldado voluntario en una guerra ajena, espía)
propicias para el cambio de nombre. Sin embargo, la afirmación
admite una interpretación de otro orden, habilitada por la
propia rareza del nombre que el protagonista dice tener: Francis Servain Mirkovic, en donde si, por un lado, resuena “lo francés”
(en “Francis”) inmediatamente suena “Servain”, algo entre
“Serbe”, “servio”, “sirve (en) vano”, ecos estos bastantes
molestos para quien voluntariamente peleó con los croatas y
estuvo al servicio de la patria, como espía; finalmente aparece
el apellido materno, según un protocolo que si bien es
totalmente común y corriente en el ámbito hispánico, es ajeno en
la tradición francesa, que elimina el segundo apellido. Así, el
nombre propio del personaje parece estar negando lo que declara:
tanto su condición de “francés” como de serbio o de croata.
Entonces, de acuerdo con esto, ¿cuál es la posibilidad del
nombre propio?
Por su parte, Cielo ½ emplea
un complejo sistema de equivalencias de nombres; apoyándose en
el glosario, el lector puede transitar de Troya, a Troia, Ilión,
Wilusa y Truva o de Toth, a Dyehuty, Thot, Tot, Hermes y
Mercurio, poniendo así en entredicho la posibilidad del nombre
propio, su origen siempre ajeno, foráneo. Ni qué decir de los
múltiples nombres que recibe un amigo sucesivamente llamado
“Espinosa”, “Gustavo”, “Baruch”, “Allien”, etc..
Otro aspecto también compartido,
aunque también con desigual intensidad, consiste en la atención
prestada por ambos autores a Alejandría/Alejandro. La reflexión
en torno al nombre Alaksandu-Alexander-Alejandro-Alejandría-(Ale)Sandra atraviesa
todo el texto de Amir Hamed; en Zone, se lo encuentra en
la importancia que el narrador otorga a una estadía en la ciudad
de Alejandría (Egipto) y al juego al que se entrega, al imaginar
un tren que uniera todas las Alejandrías del mundo (Alejandría
del Piamonte, Alejandrette de Turquía, Alejandría de Egipto,
Alejandría de Arachosie, hoy Kandahar en Afganistán y Alejandría
Eskhalé, la última, en Tadjikistan (pág. 24), o al imaginar un
itinerario que le permitiera ir en tren de Venecia a Alejandría
(Egipto), vía Trieste, Zagreb, Belgrado, Tesalónica, Estambul,
Antiochía, Alepo, Beirut, Acre y Port-Saïd (pág. 24).
Finalmente, ambos textos comparten un
detalle, aunque detalle estructurador, valga la contradicción,
en la común referencia “al fin del mundo”. Por su parte,
Cielo 1/2 menciona el asunto en relación con un álbum de
figuritas que el protagonista había juntado en su infancia y que
incluía una figurita que figuraba “el Fin del Mundo” y era “un
meteoro” (pág. 93). El “meteoro” que figura “el Fin del Mundo”
formó parte del único álbum, hoy perdido, que el protagonista
logró completar, finalizar, por así decirlo, dando quizás fin a
cierto mundo; pero ese “meteoro” también figura en un álbum que
su amigo Quico conserva, aunque nunca llegó a completarlo.
Naturalmente, perdido o conservado, el “meteoro” que era “el Fin
del Mundo” estuvo repetido, fue figurita repetida, pasible de
integrar inclusive los álbumes incompletos.
En Zone, el
tema de “la fin du monde” abre el relato, se encuentra en su
inicio. En la escena antes evocada en que el personaje se
encuentra en la Estación Central de Milán esperando la partida
de su tren a Roma, se le acerca un “loco” que le tiende la mano
diciéndole “camarada, un último apretón de manos antes del fin
del mundo”. El protagonista queda paralizado, temiendo que si
acepta la mano tendida, el loco empezara a tener razón, y
finalmente le dice “non merci”, como si el loco le “vendiera el
diario o le ofreciera un cigarrillo” (pág. 12). Supuestamente
cinco horas más tarde y quinientos kilómetros después en la
vida del personaje -y efectivamente quinientas páginas después
para el lector-, vuelve en las últimas palabras del texto la
referencia al fin del mundo y al cigarrillo evocado en el
inicio, en la expresión “un último cigarrillo antes del fin del
mundo”. Esta circularidad no solo pone en duda la efectiva
existencia del viaje Milán-Roma que el lector acaba de leer,
sino que más radicalmente pone en tela de juicio la posibilidad
de cualquier viaje y, en consecuencia, de cualquier traslado,
cambio, progreso, historia.
Dicho de otro modo, el tiempo, lejos
de extenderse recto hacia adelante, se enrosca sobre sí mismo,
espesándose en mitos y fábulas y confundiéndose con el
territorio. De ahí que “el Fin del Mundo” vuelva como figurita
repetida o como expresión que abre y cierra una novela; de ahí
que “los policías montados en patines eléctricos de dos ruedas a
la manera de Aquiles o de Héctor sin caballo persiguieran a un
muchacho negro” en la Estación Central de Milán; de ahí la gran
noria de la traducción y de la metempsicosis irrestrictas, de
ahí la cuenca o el cuenco mediterráneo, en que el tiempo se
espesa y no fluye.