.La ecdótica es la disciplina que se ocupa de
los medios y los fines de la edición de textos. Lo
anecdótico, por lo tanto, es aquello que permanece inédito.
Una de las múltiples y trenzadas operaciones de creación de
sentido que lleva adelante Cielo 1/2, el nuevo libro
de Amir Hamed, es el desplazamiento de lo anecdótico a lo
ecdótico: no del modo trivial en que lo hace cualquier
contenido que se somete a las maniobras de la edición, sino
de una manera más arriesgada y compleja. Se trata, por
ejemplo, de consignar que alguien construyó un nuevo baño
en su casa de Montevideo, y convertir ese fragmento en un
dispositivo de significación, que de una manera extrañamente
fluida, se hiperconecta de repente con un épodo escrito por
Quinto Horacio Flaco en el Siglo de Augusto, con la poética
de Big Bill Broonzy, un músico de blues de los años 30, y
con Deyanira, la tercera esposa de Heracles. Este es
-adelanto- el sistema operativo de Cielo ½: una
reconversión de lo fragmentario o inconcluso o crudo (lo
anecdótico), que mediante maniobras inauditas de escritura,
como Archimboldo convierte una uva en iris, pasa a
encastrarse en una especie de edificio exorbitante y nuevo.
Tratando entonces de copiar esta estrategia
del autor, sin esperanzas de conseguir resultados parecidos,
comienzo mi aproximación a Cielo ½, mi invitación a
su lectura, contando anécdotas.
La primera vez que vi a Amir Hamed fue el 25
de abril de 1980. Fue una tarde larguísima en que rendimos
examen de ingreso a la Facultad de Humanidades y Ciencias
(somos parte de la única generación que debió atravesar esa
modesta ordalía). No hablamos aquel día. Recuerdo que Amir
tenía un saco verde y que le dijo a alguien que lo único que
sabía de Florencio Sánchez (autor sobre el cual
eventualmente podríamos ser interrogados) era que se trataba
de un sociólogo intuitivo. Hubo otros episodios o señales
aquella vez, pero creo que es mejor no repetirlos aquí. Lo
que pretendo mostrar es que Amir y yo nos conocimos en otro
mundo, en el que había cosas muy extrañas que hoy no hay
(socialismo real, omnibuses eléctricos en Montevideo, para
no nombrar ya sabemos qué cosa).
Era un universo de sentido desconectado y
torpemente melancólico en el que nosotros éramos jóvenes.
Resulta curioso que la potencia de un deseo logre sostenerse
durante el periplo interplanetario que nos trajo de aquel
mundo a éste, y que ese deseo (la decisión de ser
escritores, asumida como una fatalidad o una fiesta, apenas
perturbada por el ruido del rock and roll) nos mantuviese
juntos durante estas tres décadas largas. Pasaron muchas
cosas: Amir publicó muy temprano, y yo muy tarde; el se fue
a Chicago y volvió; yo me fui a Treinta y Tres y me quedé.
Es, sin embargo, la continuidad de aquellas ganas (esta
monótona tozudez, para no connotarlo tan eufóricamente) lo
que ha coagulado en Cielo ½, lo que me ha hace
escribir ahora.
En la tarea de presentar el libro, de
franquearlo de un modo que no banalice su densidad y su
extrañeza, me encomiendo a un héroe menor, que Hamed no hace comparecer
para el índice onomástico de Cielo ½, pero
que sí aparece en la novela
Semidiós. Se trata del Negro Britos, un
condiscípulo de Amir en la primaria, uno de esos ejemplares
de lumpen íntegro y soez que suelen ejercer cierta
fascinación entre los nerds que terminarán dedicándose a la
literatura. Parece ser que, por alguna razón (sospecho que
por haber ocurrido la muerte del escritor en 1973), la
maestra anunció a sus alumnos (entre ellos Amir Hamed y el
Negro Britos) un homenaje al gran poeta chileno Pablo
Neruda. El comentario de Britos fue rimado:
-Pablo Neruda / el que te rompió la cotorruda.
Muchos años después, rememorado este caso
meramente literario ante Sandino Núñez, Amir comentó que
Britos le había hecho poesía encima al mismísimo Neruda. Es
cierto: además lo hizo del único modo que puede hacérsele
eso a Neruda, esto es, a la manera de
Vallejo, mediante una
desarticulación de la sintaxis que la retórica de Neruda no
hubiese ensayado, colocando arbitrariamente un adjetivo en
lugar del sustantivo. El episodio modélico de la labor que
yo debo emprender ahora es, entonces, aquel protagonizado
por el Negro Britos. Se trata de escribir sin redundar
acerca de una escritura tan intensamente autosuficiente. Y
debo encontrar además ese espacio fronterizo entre la
hermenéutica y la incitación.
Cielo 1/2
se compone de seis álbumes y un breve texto final,
subtitulado -justamente- ½. Cada álbum consta de nueve
capítulos. Nadie ignora que Dios es tres y es uno, que seis
es dos veces tres, y que nueve es tres veces tres. Pero no
seré yo el que me aventure a talentear en álgebra esotérica:
ese tipo de exégesis resulta abusiva y fastidiosa cuando se
la aplica a Dante, por lo cual no creo que contagie a nadie
la curiosidad o el ansia que generan las páginas de La
Comedia o de Cielo ½. Lo que sí queda claro es
que hay una carpintería estricta para contener la
exuberancia lúcida del libro; el desborde que su densidad y
su peso específico sugieren está inscripto en una geometría.
La unidad mayor en que se segmenta la obra
es, entonces, el álbum. Se trata de un soporte vacío, blanco
(albo, álbum) abierto a la convergencia de lo heterogéneo.
La RAE sostiene que las páginas de un álbum se llenan con
breves composiciones literarias, sentencias, máximas, piezas
de música, firmas, retratos, etc. Quienes iniciamos nuestra
educación sentimental oyendo vinilos, no olvidamos que
también se llamaban álbumes aquellas obras compuestas de dos
-y aún tres- discos. Es verdad que aquellos álbumes eran
negros, incluso uno de los mejores, el pleonástico Álbum
Blanco: álbum álbum. En estos discos largos se suponía
una unidad estética o conceptual, como solía decirse, que
amalgamaba la proliferación de canciones. En todo caso -y
volviendo a la comodidad de la etimología- se trata de la
reunión de lo disperso en la gravitación de la página
blanca. Llenar poco a poco ese vacío centrípeto, abolirlo
gradualmente con formas que nos van dejando entrever la
incompletud de la unidad, genera ansiedad y fascinación. Es
esa especie de vértigo, parecido al de la progresión de un
puzzle, el que nos transfiere la deriva de cada uno de los
álbumes que despliega Cielo ½. Nos involucramos en
el fluido alucinatorio de la escritura que termina
filtrándose por intersticios insospechados, revelando como
comunicantes mundos que creíamos inconmensurables.
Recuerdo que unos editores argentinos del
siglo pasado, ávidos o necesitados de dinero fácil,
pusieron en el mercado una especie de álbum encuadernado con
más o menos lujo (como también prescribe la RAE), donde se
reunían entrevistas a Borges, fotos de Borges, chistes de
Borges acerca de la política la literatura o el fútbol, y
hasta algún texto escrito por Borges. Se suponía que
reuniendo todas aquellas esquirlas el lector iba a terminar
por saber quién era esencialmente Jorge Luis Borges. La
edición se promocionaba con un epígrafe o eslogan de Walt
Whitman: el que toca este libro toca un hombre. Aquel
álbum, ameno y de caracteres grandes, de cuyo nombre no debo
querer acordarme, era una emergencia del marketing. Cielo
½ es -ni más ni menos- literatura. La eficiente cita de
Withman es sólo parcialmente pertinente para el libro de
Hamed. Es verdad que en las páginas de este libro aparecen
las grafías de una vida (esto no equivale exactamente a
biografía), o como decía al empezar, lo anecdótico
traspuesto a la intensidad significante de la escritura. De
esos trazos (que no son sólo narraciones, sino dibujos
infantiles, letras de canciones, fascímiles) el lector puede
inferir un sujeto, una interioridad compleja, el mapa de una
inteligencia, que si no nos ponemos a hacer narratología de
a dólar el ejemplar, no habrá problemas en identificar con
Amir Hamed. Pero ese personaje disperso en la escritura es
abigarradamente enciclopédico, por lo cual continuamente
está irradiando links o tentáculos desde las grafías y
episodios que lo implican de un modo más obvio, hacia otras
narrativas mucho más excéntricas, principalmente aquellas
modélicas o fundantes, es decir los mitos. Es por esto que
la dispersión confluyente del álbum (que funciona como un
big bang inverso de la escritura) no solo diseña un rostro o
un alma o un individuo, sino que configura un mundo.
Cielo ½ es uno de esos textos que hace mundo: no porque
invente uno, a la manera de un novelista de ciencia ficción,
sino por que aumenta, revela y extraña el nuestro.
Aldo Mazzuchelli
lo dice mejor, según pude sospechar en su texto de la
contratapa:
En Cielo ½ el que escribe convoca sus letras
y las hace danzar hasta definirse: esto es como aquello,
aquello fuimos yo.
Esta oscilación de la escritura, según la
cual (sin que se trate de algo definible como una mecánica)
el sujeto se contrae hacia su núcleo, para expandirse de
pronto hacia límites desorbitados, quizás (quizás, quizás,
quizás, triplico la duda y el adverbio, igual que el bolero)
me habilita a mencionar otra literatura poderosa y sugerir
una muy parcial analogía con lo que hace Amir Hamed en
Cielo ½. Se trata de la obra de
José Lezama
Lima. Exponiendo uno de los procedimientos de su
poética, escribió el cubano: es
como si alguien, por supuesto sin sospecharlo, al encender
la luz de su alcoba abriese las compuertas de una catarata
en el lago Ontario.
Experiencia oblicua denomina Lezama a este
mecanismo. Aquí la escritura de Hamed es una manipulación
veloz y continua de interruptores (como el de la alcoba del
personaje lezamiano) que abren de pronto escenarios
inesperados, alumbrados por el sorpresivo esplendor del
sentido. Cito, casi al azar, un pasaje que empieza con una
señora ordenando, justamente, un dormitorio en Egipto o en
Uruguay:
El polvo, esa fascinación. Cada vez que el
rayo de luz lo revelaba te
venía un desgarrón; ibas detrás de
quien sacudiera las cobijas, en el Cairo, en el campo, en
Montevideo, para sorprender el baile de las partículas, que
por algo andarán siempre revoloteando alrededor de uno,
invisibles, salvo cuando entra el haz de luz por alguna
parte y condesciende a revelarlas. Para Demócrito, para
Epicuro, para Lucrecio, si hay Zeus no es uno ni todo, es
clinamen, deriva de átomos colisionando en la nada,
recomponiéndose.
Sin embargo, el hombre que prende la luz de
su cuarto en La Habana abre las compuertas de una catarata
por supuesto sin sospecharlo. En cambio Hamed no
sospecha, sino que sabe que la imagen de un niño mirando a
una señora que agita una manta en Ecilda Paullier suscitará
súbitamente a Zeus atomizado por los filósofos. Porque se
trata en Hamed, en Lezama, de modalidades primordialmente
poéticas de la escritura: los conectores que explican
-también en el sentido filológico de desarrollar o
desenvolver un texto- y resuelven la recíproca ajenidad de
las imágenes son abolidos porque serían un metalenguaje
ripioso, un lastre; o por respeto a la inteligencia del
lector, o, simplemente, porque escribir no es pensar y ese
metalenguaje aún no ha sido formulado. En la prosa de Hamed
todas las relaciones y movimientos, este juego de sinapsis
rápidas del texto ocurren a una velocidad mucho mayor. No
hay la parsimonia Lezama, su tendencia a la fijeza
ornamentada.
Podría decirse también que otra intersección
entre Paradiso y Cielo ½ es la excentricidad,
respecto del territorio, respecto de los géneros, etc., con
que estos sujetos se hacen cargo de un patrimonio
civilizatorio complejísimo, se inscriben en él, y lo ponen a
funcionar, de forma alucinatoria como decía Spinetta,
mediante una tecnología sofisticadísima (la escritura).
Claro que la famosa insularidad de Lezama, que permaneció
siempre empozado en cuba como un sapo neobarroco en un
aljibe, contrasta con la ansiosa movilidad del viajero que
atraviesa los mundos de Cielo ½.
Dicho esto, señalo (por las dudas) que no
estoy tratando de instituir filiaciones ni influencias. Me
consta -si fuera necesario- que Lezama no ocupó jamás, ni
aún de manera efímera, un lugar central en el canon de Amir.
Sólo he querido aquí iluminar ciertos gestos intelectuales,
cierto calibre común.
Finalmente, hay que hablar de cierta forma de
la degeneración que presentan ciertos libros de Amir,
particularmente éste. Ocurre que el autor nunca ha querido
ejercer el complicado oficio de escritor, sino ser el
oficiante de un arte. El oficio fue aprendido y ejercido
desde El probable acoso de la mandrágora (librito de
cuentos que ha desaparecido de todas partes, aún de la lista
de obras completas, como conviene a algo escrito a los 17
años) hasta la perfección de Semidiós, pasando por
Qué nos ponemos esta noche y, sobre todo
Artigas blues band
y Troya Blanda. Podría incluir también en
la lista a
Buenas noches América,
pero ocurre que en el texto final de aquella colección
estalla todo. Creo que aquel epílogo de 2003 documenta el
nacimiento de la búsqueda de una especie de suma nuclear,
de algo que no deba cumplir con los protocolos del
suspense o del desenlace, sino que narre, descifre y
haga sentido por irradiación.
Esa búsqueda coagula en Cielo ½ y
constituye un gran relato (sin exonerar del todo a esta
fórmula de su sentido lyotardiano) porque, como dije, hace
mundo: es una irrupción y una cosmogonía.
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