En un primer momento esta conferencia*** fue pronunciada en inglés en
la Universidad de Stanford (California) en el mes de abril de 1998,
dentro de la serie de las Presidential Lectures.
Se me invitó entonces a tratar, preferentemente, sobre el arte y las
humanidades en la universidad del mañana. El título inicial de la
conferencia fue por consiguiente:
"El porvenir de la profesión" o "La universidad sin condición" (gracias
a las «Humanidades», lo que
podría tener lugar mañana).
Esto será sin duda como una profesión de fe: la profesión de fe de
un profesor que haría como si les pidiese a ustedes permiso para ser
infiel o traidor a sus costumbres.
Antes incluso de comenzar a internarme efectivamente en un
itinerario tortuoso, he aquí sin rodeos y a grandes rasgos la tesis
que les someto a discusión. Ésta se distribuirá en una serie de
proposiciones. No se tratará tanto de una tesis, en verdad, ni
siquiera de una hipótesis, cuanto de un compromiso declarativo, de
una llamada en forma de profesión de fe: fe en la universidad y,
dentro de ella, fe en las Humanidades del mañana.
El largo título propuesto significa, en primer lugar, que la
universidad moderna debería ser sin condición. Entendamos por
«universidad moderna» aquella cuyo modelo europeo, tras una rica y
compleja historia medieval, se ha tornado predominante, es decir
«clásico», desde hace dos siglos, en unos Estados de tipo
democrático. Dicha universidad exige y se le debería reconocer en
principio, además de lo que se denomina la libertad académica, una
libertad incondicional de cuestionamiento y de proposición, e
incluso, más aún si cabe, el derecho de decir públicamente todo lo
que exigen una investigación, un saber y un pensamiento de la
verdad. Por enigmática que permanezca, la referencia a la verdad
parece ser lo bastante fundamental como para encontrarse, junto con
la luz (Lux), en las insignias simbólicas de más de una universidad.
La universidad hace profesión de la verdad. Declara, promete un
compromiso sin límite para con la verdad.
Sin duda, el estatus y el devenir de la verdad, al igual que el
valor de verdad, dan lugar a discusiones infinitas (verdad de
adecuación o verdad de revelación, verdad como objeto de discursos
teórico-constatativos o de acontecimientos poético-performativos,
etc.). Pero eso se discute justamente, de forma privilegiada, en la
Universidad y en los departamentos pertenecientes a las
Humanidades.
Dejemos por el momento en suspenso esas inquietantes cuestiones.
Subrayemos únicamente por anticipación que esa inmensa cuestión de
la verdad y de la luz, la cuestión de las Luces Aufklärung,
Enlightenment, Illuminismo, Ilustración,
Iluminismo- siempre ha
estado vinculada con la del hombre. Implica un concepto de lo propio
del hombre, aquel que fundó a la vez el Humanismo y la idea
histórica de las Humanidades. Hoy en día, la declaración renovada y
reelaborada de los «Derechos del hombre» (1948) y la institución del
concepto jurídico de «Crimen contra la humanidad» (1945) forman el
horizonte de la mundialización y del derecho internacional que, se
supone, cuida de ella. (Conservo la palabra «mundialización», en
lugar de «globalization» o «Globalisierung», con el fin de mantener
la referencia a un «mundo» (world, Welt, mundus) que no es ni el
globo, ni el cosmos, ni el universo). Sabemos que la red conceptual
del hombre, de lo propio del hombre, del derecho del hombre, del
crimen contra la humanidad del hombre, es la que organiza semejante
mundialización.
Esta mundialización quiere ser, por consiguiente, una humanización.
Ahora bien, si el concepto del hombre parece a la vez indispensable
y siempre problemático, entonces -éste será uno de los motivos de mi
hipótesis o, si lo prefieren, una de mis tesis en forma de profesión
de fe-, no se puede discutir ni reelaborar dicho concepto, como tal
y sin condición, sin presuposiciones, más que en el espacio de unas
nuevas Humanidades.
Intentaré precisar lo que entiendo por «nuevas»
Humanidades. Pero,
ya sean estas discusiones críticas o deconstructivas, lo que
concierne a la cuestión y a la historia de la verdad en su relación
con la cuestión del hombre, de lo propio del hombre, del derecho del
hombre, del crimen contra la humanidad, etc., todo ello debe en
principio hallar su lugar de discusión incondicional y sin
presupuesto alguno, su espacio legítimo de trabajo y de
reelaboración, en la universidad y, dentro de ella, con especial
relevancia, en las Humanidades. No para encerrarse dentro de ellas
sino, por el contrario, para encontrar el mejor acceso a un nuevo
espacio público transformado por unas nuevas técnicas de
comunicación, de información, de archivación y de producción de
saber. (Y una de las graves cuestiones que se plantean aquí -pero de
la que no me puedo ocupar ahora- entre la universidad y el afuera
político-económico de su espacio público, es la del mercado de la
edición y del papel que desempeña dentro de la archivación,
evaluación y legitimación de los trabajos universitarios.)
El horizonte de la verdad o de lo propio del hombre no es,
ciertamente, un límite muy determinable. Pero tampoco lo es el de la
universidad y las
Humanidades.
Esta universidad sin condición no existe, de hecho, como demasiado
bien sabemos. Pero, en principio y de acuerdo con su vocación
declarada, en virtud de su esencia profesada, ésta debería seguir
siendo un último lugar de resistencia crítica -y más que crítica-
frente a todos los poderes de apropiación dogmáticos e injustos.
Cuando digo «más que crítica», sobreentiendo «deconstructiva» (¿por
qué no decirlo directamente y sin perder tiempo?). Apelo al derecho
a la deconstrucción como derecho incondicional a plantear cuestiones
críticas no sólo a la historia del concepto de hombre sino a la
historia misma de la noción de crítica, a la forma y a la autoridad
de la cuestión[i], a la forma interrogativa del pensamiento. Porque
eso implica el derecho de hacerlo afirmativa y performativamente[ii],
es decir, produciendo acontecimientos, por ejemplo, escribiendo y
dando lugar (lo cual hasta ahora no dependía de las Humanidades
clásicas o modernas) a obras singulares. Se trataría, debido al
acontecimiento de pensamiento que constituirían semejantes obras, de
hacer que algo le ocurriese, sin necesariamente traicionarlo, a ese
concepto de verdad o de humanidad que conforma los estatutos y la
profesión de fe de toda universidad.
Ese principio de resistencia incondicional es un derecho que la
universidad misma debería a la vez reflejar, inventar y
plantear, lo
haga o no a través de las facultades de Derecho o en las nuevas
Humanidades capaces de trabajar sobre estas cuestiones de derecho
-esto es, por qué no decirlo de nuevo sin rodeos, de unas
Humanidades capaces de hacerse cargo de las tareas de
deconstrucción, empezando por la de su historia y sus propios
axiomas.
Consecuencia de esta tesis: al ser incondicional, semejante
resistencia podría oponer la universidad a un gran número de
poderes: a los poderes estatales (y, por consiguiente, a los poderes
políticos del Estado-Nación así como a su fantasma de soberanía
indivisible: por lo que la universidad sería de antemano no sólo cosmopolítica, sino universal, extendiéndose de esa forma más allá
de la ciudadanía mundial y del
Estado-Nación en general), a los
poderes económicos (a las concentraciones de capitales nacionales e
internacionales), a los poderes mediáticos, ideológicos, religiosos
y culturales, etc., en suma, a todos los poderes que limitan la
democracia por venir.
La universidad debería, por lo tanto, ser también el lugar en el que
nada está a resguardo de ser cuestionado, ni siquiera la figura
actual y determinada de la democracia; ni siquiera tampoco la idea
tradicional de crítica, como crítica teórica, ni siquiera la
autoridad de la forma «cuestión», del pensamiento como
«cuestionamiento». Por eso, he hablado sin demora y sin tapujos de
deconstrucción.
He aquí lo que podríamos, por apelar a ella, llamar la universidad
sin condición: el derecho primordial a decirlo todo, aunque sea como
ficción y experimentación del saber, y el derecho a decirlo
públicamente, a publicarlo. Esta referencia al espacio público
seguirá siendo el vínculo de filiación de las nuevas Humanidades con
la época de las Luces. Esto distingue a la institución universitaria
de otras instituciones fundadas en el derecho o el deber de decirlo
todo. Por ejemplo, la confesión religiosa. E incluso la «libre
asociación» en la situación psicoanalítica. Pero asimismo es lo que
vincula fundamentalmente a la universidad, y muy especialmente a las
Humanidades, con lo que se denomina la
literatura en el sentido
europeo y moderno del término, como derecho a decirlo todo
públicamente, incluso a guardar un secreto, aunque sea en el modo de
la ficción. Esta alusión a la confesión, tan cercana a la profesión
de fe, podría vincular lo que digo con el análisis de lo que ocurre
hoy en día en la escena mundial y que se parece a un proceso
universal de confesión, de confidencia, de arrepentimiento, de
expiación y de perdón solicitado. Se podrían citar miles de ejemplos
día tras día. Pero, tanto si se trata de crímenes muy antiguos como
de crímenes recientes, de la esclavitud, de la Shoah, del apartheid,
o incluso de las violencias de la Inquisición (de la que el Papa
anunció hace poco que debería dar lugar a un examen de conciencia),
uno se arrepiente siempre, explícita o implícitamente, de acuerdo
con ese concepto jurídico tan reciente de «crimen contra la
humanidad».
Dado que nos disponemos a articular conjuntamente la Profesión, la
Profesión de fe y la Confesión, recordemos de pasada y entre
paréntesis -pues ello exigiría largos desarrollos- que la confesión
de los pecados podía organizarse en el siglo XIV en función de las
categorías sociales y profesionales. La Summa Astesana de 1317
prescribe que, en la confesión, se interrogue al penitente según su
estatus socio-profesional: «A los príncipes sobre la justicia, a los
caballeros sobre la rapiña, a los comerciantes, los funcionarios,
así como a los artesanos y a los operarios, sobre el perjurio, el
fraude, la mentira, el robo, etc., a los burgueses y, de forma
general, a los habitantes de la ciudad sobre la usura y la deuda no
amortizable, a los campesinos sobre la envidia y el robo, sobre todo
en lo que concierne a los diezmos, etcétera»[iii].
Hay que insistir más en ello: si dicha incondicionalidad constituye,
en principio y de jure, la fuerza invencible de la universidad,
aquélla nunca ha sido, de hecho, efectiva. Debido a esa invencibilidad abstracta e hiperbólica, debido a su imposibilidad
misma, esta incondicionalidad muestra asimismo una debilidad o una
vulnerabilidad. Exhibe la impotencia de la universidad, la
fragilidad de sus defensas frente a todos los poderes que la rigen,
la sitian y tratan de apropiársela. Porque es ajena al poder, porque
es heterogénea al principio de poder, la universidad carece también
de poder propio.
Por eso, hablamos aquí de la universidad sin condición.
Digo bien «la universidad», porque distingo aquí, stricto sensu, la
universidad de todas las instituciones de investigación que están al
servicio de finalidades y de intereses económicos de todo tipo, sin
que se les reconozca la independencia de principio de la
universidad. Y digo «sin condición» tanto como «incondicional» para
dar a entender la connotación del «sin poder» o del «sin defensa»:
porque es absolutamente independiente, la universidad también es una
ciudadela expuesta. Se ofrece, permanece expuesta a ser tomada, con
frecuencia se ve abocada a capitular sin condición. Allí donde
acude, está dispuesta a rendirse. Porque no acepta que se le pongan
condiciones, está a veces obligada, exangüe, abstracta, a rendirse
también sin condición.
Sí, se rinde, se vende a veces, se expone a ser simplemente ocupada,
tomada, vendida, dispuesta a convertirse en la sucursal de
consorcios y de firmas internacionales. Hoy en día, en Estados
Unidos, y en el mundo entero, juega una baza política importante:
¿en qué medida la organización de la investigación y de la enseñanza
debe ser sustentada, es decir, directa o indirectamente controlada,
digamos con un eufemismo «patrocinada», con vistas a intereses
comerciales e industriales? Dentro de esta lógica, como sabemos, las
Humanidades son con frecuencia los rehenes de los departamentos de
ciencia pura o aplicada que concentran las inversiones supuestamente
rentables de capitales ajenos al mundo académico.
Se plantea entonces una cuestión que no es sólo económica, jurídica,
ética, política: ¿puede (y, si así es, ¿cómo?) la universidad
afirmar una independencia incondicional, reivindicar una especie de
soberanía, una especie muy original, una especie excepcional de
soberanía, sin correr nunca el riesgo de lo peor, a saber, de tener
-debido a la abstracción imposible de esa soberana independencia-
que rendirse y capitular sin condición, que permitir que se la tome
o se la venda a cualquier precio?
En ella se precisa no sólo un principio de resistencia sino una
fuerza de resistencia -y de disidencia. La deconstrucción del
concepto de soberanía incondicional es sin duda necesaria y está en
marcha, pues ésta es la herencia de una teología apenas
secularizada. En el caso más visible de la presunta soberanía de los
Estados-Naciones pero también en otras partes (porque se encuentra
en su casa por doquier y se considera indispensable, en los
conceptos de sujeto, de ciudadano, de libertad, de responsabilidad,
de pueblo, etc.), el valor de soberanía está hoy en plena
descomposición. Pero hay que tener cuidado para que esta
deconstrucción necesaria no comprometa demasiado, no demasiado, la
reivindicación de independencia de la universidad, es decir, una
determinada forma muy particular de soberanía que trataré de
precisar más adelante.
Esto es lo que está en juego en algunas decisiones y estrategias
políticas. Esta baza permanece en el horizonte de las hipótesis o de
las profesiones de fe que someto a la reflexión de ustedes. ¿Cómo
deconstruir la historia (y, en primer lugar, la historia académica)
del principio de soberanía indivisible, al tiempo que se reivindica
el derecho a decirlo todo -o a no decirlo todo- y a plantear todas
las cuestiones deconstructivas que se imponen respecto del hombre,
de la soberanía, del derecho mismo a decirlo todo, por consiguiente,
de la literatura y de la democracia, de la mundialización en curso,
de sus aspectos tecno-económicos y confesionales, etcétera?
No es que yo pretenda decir que, en medio de la tormenta que amenaza
hoy a la universidad y, dentro de ella, a unas disciplinas más que a
otras, esa fuerza de resistencia, esa libertad que uno se toma de
decirlo todo en el espacio público tiene su lugar único y
privilegiado en lo que se denominan las Humanidades -concepto cuya
definición convendrá afinar, deconstruir y ajustar, más allá de una
tradición que también hay que cultivar. Pero ese principio de
incondicionalidad se presenta, en el origen y por excelencia, en las
Humanidades. Tiene un lugar de presentación, de manifestación, de
salvaguarda originario y privilegiado en las Humanidades. También
tiene allí su espacio de discusión y de reelaboración. Esto pasa
tanto por la literatura y las
lenguas (es decir, las ciencias así
llamadas del hombre y de la cultura) como por las artes no
discursivas, el derecho y la filosofía, por la crítica, por el
cuestionamiento y, más allá de la filosofía crítica y del
cuestionamiento, por la deconstrucción -allí donde no se trata de
nada menos que de re-pensar el concepto de hombre, la figura de la
humanidad en general y, especialmente, la que presuponen lo que
llamarnos, en la universidad, desde hace siglos, las Humanidades.
Por lo menos desde este punto de vista, la deconstrucción (no me
siento en absoluto incómodo por decirlo e incluso por reivindicarlo)
tiene su lugar privilegiado dentro de la universidad y de las
Humanidades como lugar de resistencia irredenta e incluso,
analógicamente, como una especie de principio de desobediencia
civil, incluso de disidencia en nombre de una ley superior y de una
justicia del pensamiento.
Llamemos aquí pensamiento a aquello que a veces rige -según una ley
por encima de las leyes- a la justicia de esa resistencia o de esa
disidencia. Es asimismo lo que pone en marcha o inspira a la
deconstrucción como justicia[iv]. A esta ley, a este derecho fundado
en una justicia que lo sobrepasa, les deberíamos abrir un espacio
sin límite autorizándonos así a deconstruir todas las figuras
determinadas que esa incondicionalidad soberana ha podido adoptar a
lo largo de la historia.
Para ello, tendremos que ampliar y reelaborar el concepto de las
Humanidades. En mi opinión, no se trata ya sólo del concepto
conservador y humanista al que se suele a menudo asociar a las
Humanidades y sus antiguos cánones -que considero, no obstante,
deben ser protegidos a toda costa. Ese nuevo concepto de las
Humanidades, sin dejar de permanecer fiel a su tradición, debería
incluir el derecho, las teorías de la traducción así como lo que se
denomina, en la cultura anglosajona -una de cuyas formaciones
originales constituye-, la theory (articulación original de teoría
literaria, de filosofía, de lingüística, de antropología, de
psicoanálisis, etc.), pero también, por supuesto, en todos esos
lugares, las prácticas deconstructivas. Y tendremos que distinguir
con todo cuidado aquí entre, por una parte, el principio de
libertad, de autonomía, de resistencia, de desobediencia o de
disidencia, principio que es coextensivo a todo el campo del saber
académico y, por otra parte, su lugar privilegiado de presentación,
de reelaboración y de discusión temática que, para mí, sería más
propio de las Humanidades, pero de unas Humanidades transformadas.
¿Por qué vincular todo esto insistentemente no sólo con la cuestión
de la literatura, de esa institución democrática que denominamos la
literatura, o la ficción literaria, con cierto simulacro y cierto
«como si», sino también con la cuestión de la profesión y de su
porvenir? Porque, a lo largo de una historia del trabajo -que no es
simplemente el oficio-, y luego del oficio -que no es siempre la
profesión-, y después de la profesión -que no es siempre la de
profesor-, me gustaría vincular esta problemática de la universidad
sin condición a un testimonio, a un compromiso, a una promesa, a un
acto de fe, a una declaración de fe, a una profesión de fe. En la
universidad, esta profesión de fe articula de forma original la fe
con el saber y, especialmente, en ese lugar de presentación de sí
mismo del principio de incondicionalidad que denominaremos las
Humanidades.
Asociar en cierto modo la fe con el saber, la fe en el saber, es
unir entre sí unos movimientos que denominaríamos performativos y
unos movimientos constatativos, descriptivos o teóricos. Una
profesión de fe, un compromiso, una promesa, una responsabilidad
asumida, todo ello exige no unos discursos de saber sino unos
discursos performativos que producen el acontecimiento del que
hablan.
Habrá que preguntarse entonces lo que significa “profesar”. ¿Qué se
hace cuando, performativamente, se profesa, pero asimismo cuando se
ejerce una profesión y, especialmente, la profesión de profesor? Me
fiaré pues, a menudo y largo rato, de la distinción ahora clásica de
Austin entre speech acts performativos y speech acts constatativos.
Esta distinción habrá sido un gran acontecimiento de este siglo -y
habrá sido, en primer lugar, un acontecimiento académico-. Habrá
tenido lugar en la universidad. En cierto modo, son las Humanidades
las que lo han hecho advenir y las que han explorado sus recursos.
Con unas consecuencias incalculables, esto ha ocurrido a las
Humanidades y por las Humanidades. Sin dejar de reconocer la
potencia, la legitimidad y la necesidad de esta distinción entre
constatativo y performativo, a menudo me ha ocurrido, llegado a un
determinado punto, no ya ponerla en cuestión pero sí analizar sus
presupuestos y complicarla[v]. Todavía hoy, pero esta vez desde otro
punto de vista, terminaré, después de haber contado mucho con esta
pareja de conceptos, por indicar un lugar en donde fracasa -y ha de
fracasar.
Ese lugar será precisamente lo que ocurre, aquello a lo que llegamos
y que nos ocurre, el acontecimiento, el lugar del tener-lugar -que
se burla del performativo, del poder performativo, tanto como del
constatativo-. Y eso puede ocurrir en y por las Humanidades.
Ahora voy a comenzar, a la vez por el final y por el comienzo. Pues
he comenzado por el final como si fuese el comienzo.
I
Como si el fin del trabajo estuviese en el origen del mundo.
Sí, «como si», digo bien «como si ...».
Al mismo tiempo que una reflexión sobre la historia del trabajo, lo
que les propondré es sin duda una meditación sobre el «como», el
«como tal», el «como si».
Y, tal vez, sobre una política de lo virtual.
No una política virtual sino una política de lo virtual en el
ciberespacio o el cibermundo de la mundialización. Una de las
mutaciones que afectan al lugar y a la naturaleza del trabajo
universitario es hoy en día, como bien sabemos, cierta
virtualización deslocalizadora del espacio de comunicación, de
discusión, de publicación, de archivación. No es la virtualización
la que es absolutamente nueva en su estructura. Desde el momento en
que hay una huella, está en marcha alguna virtualización: éste es el
abc de la deconstrucción. Lo inédito es, cuantitativamente, la
aceleración del ritmo, la amplitud y los poderes de capitalización
de semejante virtualidad espectralizadora. De ahí, la necesidad de
repensar los conceptos de lo posible y de lo imposible. Esta nueva
«etapa» técnica de la virtualización (informatización, numerización,
mundialización virtualmente inmediata de la legibilidad,
teletrabajo, etc.) desestabiliza, todos tenemos experiencia de ello,
el hábitat universitario. Trastorna su topología, inquieta todo lo
que organiza sus lugares, a saber, tanto el territorio de sus campos
y de sus fronteras disciplinares como sus lugares de discusión, su
campo de batalla, su Kampfplatz, su battlefield teórico, así como la
estructura comunitaria de su «campus». ¿Dónde se encuentran hoy el
lugar comunitario y el vínculo social de un «campus» en la época
ciberespacial del ordenador, del teletrabajo y de la world wide web?
¿Dónde tiene su lugar, en lo que Mark Poster llama la «CyberDemocracy»[vi],
el ejercicio de la democracia, aunque sea de una democracia
universitaria? Se nota que, más radicalmente, lo que queda así
trastocado es la topología del acontecimiento, la experiencia del
tener-lugar singular.
¿Qué hacemos entonces cuando decimos «como si»?
Observen que no he dicho «es como si el fin del trabajo estuviese en
el origen del mundo». No he dicho nada que haya sido, ni lo he dicho
en una proposición principal. He dejado en suspenso, he abandonado a
su interrupción una extraña proposición subordinada («como si el fin
del trabajo estuviese en el origen del mundo»), como si yo quisiese
dejar un ejemplo del «como si» que trabajase solo, fuera de
contexto, con vistas a atraer la atención de ustedes. ¿Qué hacemos
cuando decimos «como si»? ¿Qué hace un «si»? Hacemos como si
respondiésemos por lo menos a una de las varias posibilidades que a
continuación voy a comenzar a enumerar -y a más de una a la vez.
1. ¿Acaso, primera posibilidad, al decir «como si», nos entregamos a
la arbitrariedad, al sueño, a la imaginación, a la hipótesis, a la
utopía? Todo lo que me dispongo a decir tenderá a mostrar que la
respuesta no puede ser tan sencilla.
2. ¿O acaso, segunda posibilidad, con ese «como si», ponemos en
marcha ciertos tipos de juicios como, por ejemplo, esos «juicios reflexionantes» de los que Kant decía regularmente que operaban
«como si» (als ob) un entendimiento contuviese o comprendiese la
unidad de la variedad de las leyes empíricas, o «como si» fuese éste
un «feliz azar acaecido para favorecer nuestro designio (gleich als
ob es ein glücklicher unsre Absicht begünstigender Zufall wäre)»[vii].
En este último caso, el del discurso kantiano, la gravedad, la
seriedad, la irreductible necesidad del «como si» dice nada menos
que la finalidad de la naturaleza, es decir, una finalidad cuyo
concepto, apunta Kant, es uno de los más insólitos y de los más
difíciles de delimitar. Pues, señala, no es ni un concepto de la
naturaleza ni un concepto de la libertad. Por consiguiente, este
«como si» sería por sí mismo, aunque Kant no lo diga así en ese
contexto, y con razón, una especie de fermento deconstructivo,
puesto que excede en cierto modo y no está lejos de descalificar los
dos órdenes que con tanta frecuencia distinguimos y oponemos, el
orden de la naturaleza y el orden de la libertad.
Esta oposición, desconcertada de esta forma por determinado «como
si», es precisamente la que organiza todos nuestros conceptos
fundamentales y todas las oposiciones en las que éstos se determinan
y determinan justamente lo propio del hombre, la humanidad del
hombre (physis/tekhné, physis/nomos, naturaleza frente a humanidad,
y dentro de esta humanidad, que es también la de las Humanidades,
hallamos la socialidad, el derecho, la historia, lo político, la
comunidad, etc., todos ellos presos en las mismas oposiciones). Kant
nos explica asimismo, en resumidas cuentas, que el «como si» juega
un papel decisivo en la organización coherente de nuestra
experiencia.
Ahora bien, Kant también es el filósofo que intentó, de forma
extremadamente compleja, a la vez justificar y limitar el papel de
las Humanidades en la enseñanza, la cultura o la crítica del
gusto[viii]. Esto lo han recordado y analizado magistralmente dos de
mis amigos y colegas a los que les debo mucho: Samuel Weber, en un
libro inaugural por muchos motivos, y al que le tengo mucho cariño,
Institution and Interpretation[ix], seguido recientemente por un
extraordinario artículo sobre «The Future of the Humanities»[x]; y
Peggy Kamuf que trata de este mismo texto de Kant en su admirable
libro sobre The Division of Literature, Or the University in
Deconstruction[xi]. Samuel Weber y Peggy Kamuf dicen cosas decisivas
y a ellos les remito en lo referente a lo que ocurre entre la
deconstrucción, la historia de la universidad y las Humanidades. Lo
que intento explorar aquí esta tarde sería otra vía dentro del mismo
quehacer, otra pista dentro del mismo paisaje. Y si mi trayecto
parece aquí distinto, me cruzaré sin duda con sus pasos en más de
una encrucijada. Por ejemplo, en la referencia a Kant. No hay nada
de extraño en que la Tercera Crítica vuelva con tanta insistencia en
Estados Unidos en todos los discursos sobre las instituciones y las
disciplinas vinculadas con las Humanidades, sobre los problemas de
profesionalización que se plantean en ellas. Kant posee también todo
un conjunto de proposiciones al respecto, sobre todo sobre el
trabajo, el oficio y las artes, ya sean liberales o asalariados,
mercenarios, pero asimismo sobre el conflicto de las facultades
-hace tiempo me interesé por ello, en «Economimesis»[xii] y en «Mochlos»[xiii].
Este recurrente apelar a Kant resulta especialmente sensible, en
efecto, en Estados Unidos en donde, por razones históricas que
habría que analizar, el término Humanities ha conocido una historia
particular y conserva en este fin de siglo la figura de un problema,
con una energía semántica, una presencia y una resonancia
conflictivas que indudablemente no tuvo nunca o que perdió en Europa
-y, sin duda, en todos los lugares del mundo en donde la cultura
americana no prevalece todavía-. Para ello hay ciertamente motivos
enmarañados, especialmente el de los efectos de una mundialización
en marcha que pasa siempre de una forma más insoslayable y visible
por los Estados Unidos, por su poder político, tecno-económico y
tecno-científico.
3. ¿Acaso, finalmente, tercera posibilidad, cierto «como si» no
marca de mil maneras la estructura y el modo de ser de todos los
objetos que pertenecen al campo académico que se denomina las
Humanidades, las Humanidades de ayer o las de hoy y las del mañana?
No me apresuraré de momento a reducir estos «objetos» a ficciones,
simulacros u obras de arte, haciendo como si dispusiésemos ya de
conceptos fiables de la ficción, del arte o de la obra.
Pero, siguiendo el sentido común, ¿no puede decirse que la modalidad
del «como si» parece apropiada a lo que se denomina las obras,
especialmente las obras de arte, las bellas artes (pintura,
escultura, cine, música, poesía,
literatura, etc.) mas también, en
grados y según estratificaciones complejas, a todas las idealidades
discursivas, a todas las producciones simbólicas o culturales que
definen, en el campo general de la universidad, las disciplinas así
llamadas de las Humanidades -e incluso las disciplinas jurídicas y
la producción de las leyes, pero asimismo cierta estructura de los
objetos científicos en general?
Ya he citado dos «como si» de Kant. Hay por lo menos un tercero. No
lo suscribo sin reservas. Me parece que Kant le otorga allí todavía
demasiada confianza a cierta oposición entre la naturaleza y el
arte, precisamente en el momento en el que el «como si» la hace
temblar, lo mismo que ocurrió más arriba con la naturaleza y la
libertad. Pero recuerdo esta observación por dos razones. Por una
parte, con el fin de sugerir que de lo que aquí se trata es, tal
vez, de cambiar el sentido, el estatus, la apuesta del «como» y del
«como si» kantiano, desplazamiento sutil pero cuyas consecuencias me
parecen sin límites; por otra parte, me dispongo a citar un «como
si» que describe una modalidad esencial de la experiencia de las
obras de arte, a saber, de lo que, en gran medida, define el campo
de las Humanidades clásicas, tal como nos importa aquí. Kant dice
que «frente a un producto de las bellas artes, hay que tener
conciencia de que se trata de arte y no de la naturaleza; pero, no
obstante, la finalidad en su forma debe parecer tan libre de
cualquier coacción de reglas arbitrarias que es como si se tratase
de un producto de la naturaleza pura y simple»[xiv].
Lo que quiero, a título provisional y con el fin de anunciar de
lejos mi propósito, mis hipótesis o mi profesión de fe, es atraer la
atención de ustedes sobre esta cosa extraña que hacemos cuando
decimos «como si», y sobre la relación que esta cosa extraña, que se
parece a un simulacro, podría tener con las cuestiones que voy a
tratar, las cuestiones conjuntas de la profesión y de la confesión,
de la universidad con o sin condición -de la humanidad del hombre y
de las Humanidades, del trabajo y de la
literatura.
Porque lo que querría intentar con ustedes es algo aparentemente
imposible: encadenar este «como si» al pensamiento de un
acontecimiento, es decir, al pensamiento de esa cosa que quizá
ocurre, que se supone tiene lugar, que encuentra su lugar -y que le
ocurriría aquí por ejemplo a lo que se denomina el trabajo-. Se cree
en general que, para ocurrir, para tener lugar, es preciso que un
acontecimiento interrumpa el orden del «como si» y que, por
consiguiente, su lugar sea lo bastante real, efectivo, concreto para
desmentir toda la lógica del «como si». ¿Qué pasa entonces cuando el
lugar mismo se torna virtual, liberado de su arraigo territorial
(por ende, nacional) y cuando está sujeto a la modalidad de un «como
si»?
Hablaré, por lo tanto, de un acontecimiento que, sin acaecer
necesariamente mañana, estaría quizá, digo bien quizá, por venir:
por venir por la universidad, por pasar y por ocurrir por ella,
gracias a ella, en lo que se denomina la universidad, suponiendo que
todavía se pueda definir, suponiendo que siempre se haya sabido
identificar un adentro de la universidad, es decir, una esencia
propia de la universidad soberana, y, dentro de ella, algo que se
pueda también identificar, propiamente, bajo el nombre de
«Humanidades». Me refiero aquí, por consiguiente, a una universidad
que sería lo que siempre debió haber sido o pretendido representar,
es decir, desde su principio, y en principio, una «cosa», una
«causa» autónoma, incondicionalmente libre en su institución, en su
habla, en su escritura, en su pensamiento. En un pensamiento, en una
escritura, en un habla que no serían sólo unos archivos o unas
producciones de saber, sino, lejos de cualquier neutralidad utópica,
unas obras performativas. Y, ¿por qué, nos preguntaremos, el
principio de esta libertad incondicional, en su respeto activo y
militante, en su puesta en marcha, se le confiaría por excelencia a
unas nuevas «Humanidades» más que a cualquier otro campo de
disciplina?
Al precipitar estas cuestiones, que recuerdan asimismo a unos deseos
virtuales tomados por realidades, como mucho a unas promesas apenas
serias, parezco profesar una fe. Es como si me entregase a una
profesión de fe. Algunos dirán quizá que sueño despierto
entregándome ya a una profesión de fe.
Suponiendo que se sepa lo que es una profesión de fe, podemos
preguntarnos quién sería entonces responsable de semejante profesión
de fe. ¿Quién la firmaría? ¿Quién la profesaría? No me atrevo a
preguntar quién sería su profes(ad)or pero quizá deberíamos analizar
cierta herencia, en todo caso cierta vecindad entre el porvenir de
la profesión académica, el de la profesión de profesor, el principio
de autoridad que deriva de ella, y la profesión de fe.
¿Qué quiere decir, en suma, profesar? Y, ¿qué es lo que está en
juego, escondiéndose todavía en esta cuestión, en lo que se refiere
al trabajo, al oficio (profesional, profesoral o no), para la
universidad del mañana y, dentro de ella, para las Humanidades?
«Profesar», esta palabra de origen latino (profiteor, professus
sum;
pro et fateor, que quiere decir hablar, de ahí procede también la
fábula y, por consiguiente, cierto «como si»), significa, en francés
lo mismo que en inglés [y en castellano], declarar abiertamente,
declarar públicamente. En inglés, dice el Oxford English Dictionary,
antes de 1300, sólo tiene sentido religioso. «To make one's
profession» significa entonces «to take the vows of some religious
order». La declaración de quien profesa es una declaración
performativa en cierto modo. Compromete mediante un acto de fe
jurada, un juramento, un testimonio, una manifestación, una
atestación o una promesa. Se trata, en el sentido fuerte de la
palabra, de un compromiso. Profesar es dar una prueba comprometiendo
nuestra responsabilidad. «Hacer profesión de» es declarar en voz
alta lo que se es, lo que se cree, lo que se quiere ser, pidiéndole
al otro que crea en esta declaración bajo palabra. Insisto en este
valor performativo de la declaración que profesa prometiendo. Hay
que subrayar que los enunciados constatativos y los discursos de
puro saber, en la universidad o en cualquier otro lugar, no
responden, en cuanto tales, a la profesión en sentido estricto.
Dependen quizá del «oficio» (competencia, saber, saber-hacer) pero
no de la profesión entendida en un sentido riguroso.
El discurso de
profesión siempre es, de un modo u otro, libre profesión de fe;
desborda el puro saber tecno-científico con el compromiso de la
responsabilidad. Profesar es comprometerse declarándose, brindándose
como, prometiendo ser esto o aquello. Grammaticum se professus, nos
dice Cicerón en las Tusculanas (2, 12): habiéndose brindado como
gramático, como maestro de gramática. No es necesario ni solamente
ser esto o aquello, ni siquiera ser un experto competente, sino
prometer serlo, comprometerse a ello bajo palabra. Philosophiam
profiteri es profesar la filosofía: no simplemente ser filósofo,
practicar o enseñar la filosofía de forma pertinente, sino
comprometerse, mediante una promesa pública, a consagrarse
públicamente, a entregarse a la filosofía, a dar testimonio, incluso
a pelearse por ella. Y lo que aquí cuenta es esta promesa, este
compromiso de responsabilidad. Éste no se puede reducir, como bien
se ve, ni a la teoría ni a la práctica. Profesar consiste siempre en
un acto de habla performativo, incluso si el saber, el objeto, el
contenido de lo que se profesa, de lo que se enseña o practica sigue
siendo, por su parte, de orden teórico o constatativo. Como el acto
de profesar es un acto de habla y como el acontecimiento que es o
produce no depende sino de esa promesa de la lengua, pues bien, su
proximidad con la fábula, la fabulación y la ficción, con el «como
si», resultará inquietante.
¿Qué relación hay entre profesar y trabajar? ¿En la universidad? ¿En
las Humanidades?
II
Desde mi primera frase, desde que he comenzado a hablar, he nombrado
el trabajo. He dicho: «Como si el fin del trabajo estuviese en el
origen del mundo».
¿Qué es el trabajo? Cuándo y dónde un trabajo tiene lugar?, ¿su
lugar? Debo renunciar inmediatamente, sobre todo por falta de
tiempo, a un análisis semántico riguroso. Recordemos al menos dos
rasgos que interesan a la universidad. El trabajo no es sólo la
acción o la práctica. Se puede actuar sin trabajar. No es seguro que
una praxis, sobre todo una práctica teórica, constituya, stricto
sensu, un trabajo. Y, ante todo, a cualquiera que trabaje no se le
otorga forzosamente el nombre y el estatus de trabajador. Al agente
o al sujeto que trabaja, al operador, no se le llama siempre
trabajador (laborator). El sentido parece así modificarse al pasar
del verbo al sustantivo: el trabajo de quien trabaja en general no
es siempre la labor de un «trabajador». De este modo, en la
universidad, entre todos los que, de una u otra forma, se supone que
trabajan allí (docentes, personal de gestión o de administración,
investigadores, estudiantes), algunos, especialmente los
estudiantes, en cuanto tales, no se denominarán normalmente
«trabajadores» hasta que un salario (merces) no venga regularmente a
retribuir, como una mercancía en un mercado, la actividad de un
oficio o de una profesión. Una beca no será suficiente. Por mucho
que trabaje el estudiante, se le considerará un trabajador a
condición de formar parte del mercado, y únicamente si se dedica,
además, a una tarea cualquiera, por ejemplo, en Estados Unidos, a la
de teaching assistant. Mientras estudia pura y simplemente, y por
mucho que trabaje, al estudiante no se le considera un trabajador.
Aun cuando -insistiré en eso dentro de un momento- no todo oficio
sea una profesión, el trabajador es alguien cuyo trabajo es
reconocido como oficio o como profesión dentro de un mercado. (Toda
esta semántica social está arraigada, como ustedes saben, en una
larga historia socio-ideológica que se remonta por lo menos a la
Edad Media cristiana.) Por consiguiente, se puede trabajar mucho sin
ser un trabajador reconocido como tal en la sociedad.
Otra distinción nos importará cada vez más y, por eso, le concedo
desde ahora una gran atención: se puede trabajar mucho, e incluso
trabajar mucho como trabajador sin que el efecto o el resultado del
trabajo (el opus de la operación) sea reconocido como un «trabajo»,
esta vez en el sentido no de la actividad productiva sino del
producto, de la obra, de lo que queda después y más allá del momento
de la operación. Resultaría a menudo difícil identificar y objetivar
el producto de trabajos muy duros efectuados por los trabajadores
más indispensables y sacrificados, los peor tratados por la
sociedad, los más invisibles también (aquellos que liberan a las
ciudades de sus desechos, por ejemplo, o aquellos que regulan la
circulación aérea y, de forma más general, aquellos que aseguran
unas mediaciones, unas transmisiones de las que no queda sino una
huella virtual -y este campo es enorme, está en pleno
desarrollo).
Hay, por consiguiente, trabajadores cuyo trabajo, cuyo trabajo
productivo incluso, no da lugar a productos substanciales o
actuales, sólo a espectros virtuales. Pero cuando el trabajo da
lugar a productos actuales o actualizables, hay que introducir una
vez más otra distinción esencial en medio de la inmensa variedad de
productos y de estructuras de productos, en medio de todas las
formas de materialidad, de idealidad reproductible, de valores de
uso y de cambio, etc. Algunos productos de esta actividad
trabajadora son considerados valores de uso o de cambio objetivables
sin merecer, por lo que se cree, el título de oeuvres (no puedo
decir esta palabra más que en francés)*.
Se cree que a otros
trabajos se les puede atribuir el nombre de obras. La apropiación de
éstas, su relación con el trabajo libre o asalariado, con la firma o
la autoridad del autor, con el mercado son de una gran complejidad
estructural e histórica que no analizaré aquí. Los primeros ejemplos
de obras que se me ocurren son obras de arte (visual, musical o
discursivo, un cuadro, un concierto, un poema, una novela). Pero
tendríamos que ampliar este campo en el momento en que, al
preguntarnos por el enigma del concepto de obra, tratásemos de
discernir el estilo propio del trabajo universitario, sobre todo, en
las Humanidades.
En las Humanidades, sin duda alguna se trata
especialmente de las obras (obras de arte, de arte discursivo o no,
literario o no, obras canónicas o no). Pero, en principio, el
tratamiento de las obras, dentro de la tradición académica, depende
de un saber que, por su parte, no consiste en obras. Profesar o ser
profesor, en esta tradición que precisamente está en proceso de
mutación, es sin duda producir y enseñar un saber al tiempo que se
profesa, es decir, que se promete adquirir una responsabilidad que
no se agota en el acto de saber o de enseñar. Pero saber profesar o
profesar un saber, saber producir un conocimiento, incluso, no es,
dentro de la tradición clásico-moderna que estamos interrogando,
producir unas obras. Un profesor, en cuanto tal, no firma una obra.
Su autoridad de profesor no es la del autor de una obra. Es quizá
esto lo que está cambiando desde hace algunos decenios,
encontrándose con las resistencias y las protestas a menudo
indignadas de aquellos que creen poder distinguir siempre, en la
escritura y en la lengua, entre la crítica y la creación, la lectura
y la escritura, el profesor y el autor, etc. La deconstrucción que
está en marcha tiene sin duda algo que ver con esta mutación. Ella
es incluso el fenómeno esencial de ésta, un indicio más complejo de
lo que dicen sus detractores y que tendremos que tener en cuenta. En
principio, si nos referimos al estado canónico de algunas
distinciones conceptuales, y si nos fiamos de la distinción masiva y
ampliamente establecida entre performativos y constatativos,
deduciremos de ello las siguientes proposiciones:
1. Cualquier trabajo (el trabajo en general o el trabajo del
trabajador) no es necesariamente performativo: no produce un
acontecimiento. No hace ese acontecimiento, ni lo es por sí mismo,
en sí mismo, no consiste en el acontecimiento del que habla, aunque
sea productivo, aunque deje un producto detrás de sí, sea éste o no
una obra.
2. Cualquier performativo produce algo, sin duda, hace advenir un
acontecimiento, pero lo que hace de este modo y hace de este modo
llegar no es necesariamente una obra, y siempre debe ser autorizado
por un conjunto de convenciones o de ficciones convencionales, de
«como si» en los que se funda y se pone de acuerdo una comunidad
institucional.
3. Ahora compete a la definición tradicional de la universidad
considerar a ésta como un lugar idéntico a sí mismo (una localidad
no substituible, arraigada en un suelo, limitando la
reemplazabilidad de los lugares en el ciberespacio), pero como un
lugar, uno solo, que no da lugar sino a la producción y a la
enseñanza de un saber, es decir, de conocimientos cuya forma de
enunciación no es, en principio, performativa sino teórica y
constatativa, aunque los objetos de este saber sean a veces de
naturaleza filosófica, ética, política, normativa, prescriptiva,
axiológica; y aunque, de forma todavía más rara, la estructura de
estos objetos de saber sea una estructura de ficción que obedece a
la extraña modalidad del «como si» (poema, novela, obra de arte en
general, pero también todo lo que, dentro de la estructura de un
enunciado performativo -por ejemplo de tipo jurídico o
constitucional-, no pertenece a la descripción realista y
constatativa de lo que es sino que produce acontecimiento a partir
del «como si» calificado por una convención supuestamente
establecida). En una universidad clásica, de acuerdo con la
definición que ha recibido de sí misma, se practica el estudio, el
saber de las posibilidades normativas, prescriptivas, performativas
y de ficción que acabo de enumerar y que son más el objeto de las
Humanidades. Pero ese estudio, ese saber, esa enseñanza, esa
doctrina deberían pertenecer al orden teórico y constatativo. El
acto de profesar una doctrina puede ser un acto performativo, pero
la doctrina no lo es. Ésta es una limitación respecto de la cual
diré que es preciso a la vez conservarla y cambiarla, de un modo no
dialéctico:
A. Por una parte, es preciso reafirmarla puesto que cierto
teoreticismo neutro es la oportunidad de la incondicionalidad
crítica y más que crítica (deconstructiva) de la que hablamos y por
la que, en principio, todos nosotros tenemos interés, declaramos
todos tener interés, en la universidad.
B. Por otra parte, es preciso cambiarla reafirmándola, es preciso
hacer que se admita, y profesar, que ese teoreticismo incondicional
implicará siempre, a su vez, una profesión de fe performativa, una
creencia, una decisión, un compromiso público, una responsabilidad
ético-política, etc. Ahí se encuentra el principio de resistencia
incondicional de la universidad. Puede decirse que, desde el punto
de vista de esa autodefinición clásica de la universidad, no hay
lugar en ella, ningún lugar esencial, intrínseco, propio, ni para un
trabajo no teórico ni para unos discursos de tipo performativo, ni,
a fortiori, para esos actos performativos singulares que engendran
hoy en día, en ciertos lugares de las Humanidades de hoy, lo que se
denomina unas obras. La autodefinición y la autolimitación clásica
que acabo de evocar caracterizaron ayer el espacio académico
reservado a las Humanidades, precisamente allí donde los contenidos,
los objetos y los temas de esos saberes producidos o enseñados eran
de naturaleza filosófica, moral, política, histórica, lingüística,
estética, antropológica, cultural, es decir, en unos campos en donde
las evaluaciones, la normatividad, la experiencia prescriptiva son
de recibo y, a veces, son constitutivas. En la tradición clásica,
las Humanidades definen un campo de saber, a veces de producción de
saber, pero sin que se engendren obras firmadas, sean esas obras, o
no, obras de arte.
Invocaré una vez más a Kant para definir esos límites clásicos
atribuidos a las Humanidades tradicionales por aquellos mismos que
demuestran que son necesarios. Kant ve en ellas más una
«propedéutica» para las bellas artes que una práctica de las artes.
Propedéutica es la palabra que utiliza. La Crítica del juicio (§ 60)
subraya que esa preparación pedagógica, esa simple introducción a
las artes pertenecerá hasta tal punto al orden del saber (saber de
lo que es y no de lo que debe ser) que no deberá comportar
«prescripciones» (Vorschriften). Las Humanidades (Humantora) deben
preparar sin prescribir. Propondrán sólo unos conocimientos que,
además, resultarán preliminares (Vorkenntnisse). Y, sin enredarse,
en este texto, en consideraciones sobre la larga y sedimentada
historia de la palabra «Humanidades», Kant descifra en ésta
solamente el estudio que favorece la comunicación y la sociabilidad
legal de los hombres, de donde resulta el gusto del sentido común de
la humanidad (allgemeinen Menschensinn). Hay ahí pues un
teoreticismo, pero también un humanismo kantiano que privilegia el
discurso constatativo y la forma «saber». Las Humanidades son y
deben ser unas ciencias. Intenté decir en otro lugar, en «Mochlos»[xv],
mis reservas al respecto al tiempo que doy la bienvenida a esa
lógica, tal y como funciona en El conflicto de las facultades. Ese teoreticismo limita o prohíbe la posibilidad para un profesor de
producir obras o incluso enunciados prescriptivos o performativos en
general. Pero también es lo que le permite a Kant sustraer la
facultad de filosofía a cualquier poder exterior, sobre todo al
poder estatal, y le asegura una libertad incondicional de decir lo
verdadero, de juzgar y de sacar conclusiones respecto a la verdad,
siempre y cuando lo haga en el interior de la universidad. Esta
última limitación (decir públicamente todo lo que se cree verdadero
y lo que se cree que se debe decir, pero sólo dentro de la
universidad), creo que nunca ha sido sostenible y respetable, de
hecho y de derecho. Pero la transformación en curso del ciberespacio
público, y mundialmente público, más allá de las fronteras
estatales-nacionales, parece tornarla más arcaica e imaginaria que
nunca.
Lo mantengo, no obstante: la idea de que ese espacio de tipo
académico debe estar simbólicamente protegido por una especie de
inmunidad absoluta, como si su adentro fuese inviolable, creo (es,
por consiguiente, como una profesión de fe lo que les dirijo y
someto al juicio de ustedes) que debemos reafirmarla, declararla,
profesarla constantemente, aunque la protección de esa inmunidad
académica (en el sentido en que se habla también de una inmunidad
biológica, diplomática o parlamentaria) no sea nunca pura, aunque
siempre pueda desarrollar peligrosos procesos de auto-inmunidad,
aunque -y sobre todo- no deba jamás impedir que nos dirijamos al
exterior de la universidad -sin abstención utópica alguna. Esa
libertad o esa inmunidad de la Universidad, y por excelencia de sus
Humanidades, debemos reivindicarlas comprometiéndonos con ellas con
todas nuestras fuerzas. No sólo de forma verbal y declarativa, sino
en el trabajo, en acto y en lo que hacemos advenir por medio de
acontecimientos.
En el horizonte de esas observaciones preliminares y de esas
definiciones clásicas vemos anunciarse algunas cuestiones. Poseen
por lo menos dos formas, por el momento, pero podríamos ver cómo se
modifican y se especifican a lo largo del camino.
1. En primer lugar, si esto es así, si en la tradición académica
clásica y moderna (hasta el modelo del siglo XIX) la performatividad
normativa y prescriptiva, y a fortiori la producción de obras, debe
permanecer ajena al campo del trabajo universitario, incluso a las
Humanidades, a su enseñanza, es decir, en el sentido estricto de
este término, a su teoría, a sus teoremas como disciplina o doctrina
(Lehre), entonces, ¿qué quiere decir «profesar»? ¿Cuál es la
diferencia entre oficio y profesión? ¿Y, después, entre cualquier
profesión y la profesión del profesor? ¿Entre los distintos tipos de
autoridad reconocida al oficio, a la profesión, a la profesión de
profesor?
2. En segundo lugar, ¿le ha ocurrido algo a esa universidad
clásico-moderna y a esas Humanidades? ¿Está ocurriendo o prometiendo
que va a ocurrir algo que trastorne esas definiciones, ya sea porque
esa mutación transforme la esencia de la universidad y, dentro de
ella, el porvenir de las Humanidades, ya sea porque consista en
revelar, por medio de seísmos en marcha, que esa esencia nunca ha
sido conforme a esas definiciones sin embargo tan evidentes y poco
discutibles? Y una vez más, ahí, la cuestión «¿qué quiere decir
“profesar” para un profesor?» sería la fault line de ese seísmo en
marcha o por venir. ¿Qué ocurre en el momento en que no sólo se
tiene en cuenta el valor performativo de la «profesión» sino también
en que se acepta que un profesor produzca «obras» y no sólo
conocimientos o pre-conocimientos?
Para encaminarnos hacia la definición de ese tipo de acción
performativa particular que es el acto de profesar y, seguidamente,
el acto de profesar de un profesor, y finalmente de un profesor
dentro de las Humanidades, tenemos que proseguir todavía nuestro
análisis de las distinciones entre actuar, hacer, producir,
trabajar, el trabajo en general y el trabajo del trabajador.
Debería una vez más, pero no tendremos tiempo para ello, recordar y
discutir algunas distinciones conceptuales de Kant entre el arte y
la naturaleza, techné y physis, al igual que entre hacer (tun,
facere) por una parte y, por la otra, actuar
(handeln), efectuar (wirken)
en general (agere), o entre el producto (Produkt) como obra (Werk,
opus) por un lado y el efecto (Wirkung, effectus) por el otro[xvi].
En el mismo pasaje, Kant distingue entre arte y ciencia, arte y
oficio (Handwerke), arte liberal (freie) y arte mercenario (Lohnkunst).
Volvamos un momento sobre mi equívoca expresión: el fin del trabajo.
Puede designar la parada, la muerte, el término de la actividad
denominada trabajo. También puede designar la finalidad, la meta, el
producto o la obra del trabajo. No toda acción, ni toda actividad,
decíamos, es un trabajo. El trabajo no se reduce ni a la actividad
del acto ni a la productividad de la producción, aunque con
frecuencia se vinculan, por confusión, estos tres conceptos.
Hoy en
día sabemos mejor que nunca que una ganancia de producción puede
corresponder a una disminución de trabajo. La virtualización del
trabajo, desde siempre, y hoy más que nunca, puede complicar
infinitamente esa desproporción entre producción y trabajo. También
hay actividades, e incluso actividades productivas, que no son
trabajos. La experiencia de lo que denominamos trabajo significa
asimismo la pasividad de cierto afecto. A veces se trata del
sufrimiento, e incluso de la tortura de un castigo. ¿Acaso el
trabajo no es el tripalium, instrumento de tortura? Si subrayo aquí
esta figura doliente del castigo y de la expiación no es sólo para
reconocer la herencia bíblica (el pan con el sudor de la frente).
Kant, otra vez él, ve en esa dimensión expiatoria del trabajo un
rasgo universal que trasciende las tradiciones bíblicas[xvii]. Si
subrayo esta interpretación expiatoria del trabajo es asimismo para
articular o, en todo caso, interrogar conjuntamente dos fenómenos
que estoy tentado hoy de reunir en la misma cuestión: ¿por qué
asistimos por doquier en el mundo a la multiplicación de las escenas
de arrepentimiento y de expiación (hoy en día hay una mundialización
teatral de la confesión de la que podríamos recordar tantos y tantos
ejemplos) y, por otra parte, a la proliferación de todo tipo de
discursos sobre el fin del trabajo?
El trabajo implica, compromete y sitúa a un cuerpo vivo. Le asigna
un lugar estable e identificable incluso allí donde el trabajo es
denominado «no manual», «intelectual», o «virtual». El trabajo
implica, por consiguiente, tanto una zona de pasividad, una pasión
como una actividad productiva. Por otra parte, tenemos también que
distinguir entre trabajo social en general, oficio y profesión. No
todo trabajo se organiza según la unidad de un oficio o de una
competencia estatutaria y reconocida. En cuanto a los «oficios»,
incluso allí donde instituciones legitimadas y corporaciones los
reúnen bajo este nombre, éstos no se denominan todos, ni todos ellos
tan fácilmente, en nuestras lenguas, profesiones, por lo menos allí
donde dichas lenguas conservan cierta memoria del latín. Aunque no
sea imposible, no se hablará fácilmente de la profesión de obrero
agrícola temporal, de cura o de boxeador, puesto que su saber-hacer,
su competencia y su actividad no implican ni la permanencia ni la
responsabilidad social que le reconoce una sociedad en principio
laica a alguien que ejerce una profesión comprometiéndose libremente
a realizar un deber en ella. Se hablará, por lo tanto, más
fácilmente, y especialmente, de la profesión de médico, de abogado,
de profesor, como si la profesión, más vinculada con las artes
liberales y no mercenarias, implicase el compromiso de una
responsabilidad libremente declarada, casi bajo juramento: en una
palabra, profesada. En el léxico del «profesar», yo no subrayaría
tanto la autoridad, la supuesta competencia y la seguridad de la
profesión o del profesor cuanto, una vez más, el compromiso que hay
que mantener, la declaración de responsabilidad. Tengo que dejar
para otra ocasión, por falta de tiempo, esa larga historia de la
«profesión», de la «profesionalización» que conduce al seísmo
actual. Retengamos, no obstante, un rasgo esencial de ésta. La idea
de profesión implica que, más allá del saber, del saber-hacer y de
la competencia, un compromiso testimonial, una libertad, una
responsabilidad juramentada, una fe jurada obliga al sujeto a rendir
cuentas ante una instancia que está por definir. Finalmente, todos
los que ejercen una profesión no son profesores. Va a ser preciso,
por consiguiente, tener en cuenta estas distinciones a veces
enmarañadas: entre trabajo, actividad, producción, oficio,
profesión, profesor, entre el profesor que imparte un saber o
profesa una doctrina y el profesor que también puede, en cuanto tal,
firmar unas obras -que quizá lo hace ya o lo haga mañana.
III
Como si, decíamos al comienzo, el fin del trabajo estuviese en el
origen del mundo.
Digamos, en efecto, «como si»: como si el mundo comenzase allí donde
el trabajo termina, como si la mundialización del mundo (denomino
así the worldisation, the worldwidisation of the world, en suma, lo
que se llama en países de cultura anglosajona, globalization, en
alemán, Globalisierung, etc.) tuviese a la vez como horizonte y como
origen la desaparición de lo que llamamos el trabajo. Dolorosamente
cargado de tantos sentidos y de tanta historia, esta vieja palabra,
el «trabajo» (work, Arbeit, Werk, labor) no tiene solamente el
sentido de una actividad, ni se limita a ella; designa una actividad
actual. Entendamos por ello real, efectiva, justamente (actual, wirklich)y no virtual. Esa efectividad actual parece unirla con lo
que pensamos generalmente del acontecimiento. Lo que pasa o adviene
en general -se piensa asimismo- no podría ser virtual. Ahí es -luego
hablaremos de ello- donde las cosas no dejarán de complicarse.
Comenzando o fingiendo comenzar con un «como si», no nos encontramos
ni en la ficción de un futuro posible ni en la resurrección de un
pasado histórico o mítico, ni tampoco de un origen revelado. La
retórica de ese «como si» no pertenece ni a la ciencia-ficción de
una utopía por venir (un mundo sin trabajo, in fine sine fine, «al
final sin final de un reposo sabático eterno, durante un sabbat sin
noche, como en La Ciudad de Dios de Agustín) ni a la poética de una
nostalgia vuelta hacia una edad de oro o un paraíso terrenal, en ese
momento del Génesis en que, antes del pecado, el sudor del trabajo
no habría comenzado aún a derramarse, ni por la labranza ni la labor
del hombre, ni por el trabajo de alumbramiento de la mujer. En estas
dos interpretaciones del «como si», ciencia-ficción o memoria de lo
inmemorial, sería como si en efecto los comienzos del mundo
excluyesen originariamente el trabajo: todavía no habría trabajo o
ya no lo habría. Sería como si, entre el concepto de mundo y el
concepto de trabajo, no hubiese ninguna armonía originaria. Ni, por
consiguiente, ningún acuerdo dado o ninguna posible sincronía. El
pecado original habría introducido el trabajo en el mundo. El fin
del trabajo anunciaría la fase terminal de una expiación.
El esqueleto lógico de esa proposición introducida por «como si» es
que el mundo y el trabajo no pueden coexistir. Habría que elegir
entre el mundo o el trabajo, cuando para el sentido común resulta
difícil imaginar un mundo sin trabajo o un trabajo que no sea en el
mundo o no esté en el mundo. El mundo cristiano, la conversión
paulina del concepto de cosmos griego introduce ahí, entre tantas
otras significaciones asociadas, la asignación al trabajo
expiatorio.
Recordaba hace un momento que el concepto de trabajo está cargado de
sentido, de historia y de equivocidad, y que resulta difícil
pensarlo más allá del bien y del mal. Pues, si bien se le asocia
siempre simultáneamente a la dignidad, a la vida, a la producción, a
la historia, al bien, a la libertad, no por ello deja con la misma
frecuencia de implicar el mal, el sufrimiento, el pesar, el pecado,
el castigo, la servidumbre. Lo laborioso es penoso, ese pesar puede
ser el de un dolor pero asimismo el de una penalidad. El concepto de
mundo no por ello deja de ser menos oscuro, en su historia europea,
griega, judía, cristiana, islámica, entre la ciencia, la filosofía y
la fe, ya se identifique abusivamente el mundo con la tierra, con la
tierra humana, aquí-abajo, o con el mundo celeste allí arriba, ya se
extienda el mundo al cosmos, o al universo, etc. Logrado o no, el
proyecto de Heidegger, desde Ser y tiempo, habrá consistido en
sustraer el concepto de mundo y de ser-en-el-mundo a esos
presupuestos griegos o cristianos. Resulta difícil fiarse de la
palabra «mundo» sin unos prudentes análisis previos, y sobre todo
cuando se lo quiere pensar con o sin el trabajo, un trabajo cuyo
concepto se ramifica del lado de la actividad, del hacer de la
técnica, por una parte y, por la otra, del lado de la pasividad, del
afecto, del sufrimiento, del castigo y de la pasión. De ahí la
dificultad de entender el «como si» de nuestro comienzo «Como si el
fin del trabajo estuviese en el origen del mundo». Una vez más,
mantengamos esta frase en nuestro idioma. A diferencia de
globalization o de Globalisierung, mundialización señala una
referencia a ese valor de mundo cargado de una pesada historia
semántica, y especialmente cristiana: el mundo, decíamos hace un
momento, no es ni el universo, ni la tierra o el globo terrestre, ni
el cosmos.
No, este «como si» no debería apuntar ni hacia la utopía o el futuro
improbable de una ciencia-ficción ni hacia el sueño mitológico de un
pasado inmemorial o mitológico in illo tempore. Este «como si» tiene
en cuenta, en presente, para ponerlos a prueba, dos lugares comunes
de hoy: por una parte, se habla a menudo de un fin del trabajo y,
por otra parte, también se habla con idéntica frecuencia de una
mundialización del mundo, de un devenir-mundial del mundo. Y siempre
se asocian ambos. Tomo prestada la expresión de «fin del trabajo»,
como sin duda ustedes han observado, al título del libro ahora ya
tan conocido de Jeremy Rifkin El fin del trabajo. Nuevas tecnologías
contra puestos de trabajo: el nacimiento de una nueva era[xviii].
Este libro reúne una especie de doxa bastante extendida respecto a
los efectos de lo que Rifkin llama la «tercera revolución
industrial». Dicha revolución sería «susceptible de servir tanto al
bien como al mal», cuando «las nuevas tecnologías de la información
y de las telecomunicaciones tengan la capacidad tanto para liberar
como para desestabilizar la civilización»[xix].
No sé si es verdad, como asegura Rifkin, que entramos en una «nueva
fase de la historia del mundo»: «Será necesario -dice- un número
cada vez menor de trabajadores para producir los bienes y servicios
requeridos por la población mundial». «El fin del trabajo -añade,
nombrando así su libro- examina las innovaciones tecnológicas y las
fuerzas del mercado que nos están llevando al borde de un mundo
carente de trabajo para todos»[xx].
¿Cuáles serían las consecuencias de esto desde el punto de vista de
la universidad? Para saber si estas proposiciones son literalmente
«verdaderas», hay que ponerse de acuerdo en el sentido de cada una
de estas palabras (fin, historia, mundo, trabajo, producción,
bienes, etc.). No dispongo aquí ni de los medios, ni del tiempo, ni
por consiguiente tengo la intención de discutir directamente sobre
este libro, sobre esa grave e inmensa problemática, especialmente
sobre los conceptos de mundo y de trabajo que allí se ponen en
funcionamiento. Tanto si se adoptan como si no las premisas y las
conclusiones de un discurso del estilo del de Rifkin, hay que
reconocer al menos (es el consenso mínimo del que partiré) que algo
grave en efecto le ocurre, le está ocurriendo o está a punto de
ocurrirle a lo que llamamos «trabajo», «teletrabajo», «trabajo
virtual», lo mismo que a lo que denominamos «mundo» -y, por
consiguiente, al ser-en-el-mundo de lo que se llama asimismo el
hombre-. También tenemos que admitir que esto depende, en gran
parte, de una mutación tecno-científica. En el cibermundo, en el
mundo de Internet, del correo electrónico y del teléfono portátil,
esta mutación afecta al teletrabajo, a la virtualización del trabajo
y, al mismo tiempo que a la comunicación del saber, al mismo tiempo
que a cualquier puesta en común y que a cualquier «comunidad», a la
experiencia del lugar, del tener lugar, del acontecimiento y de la
obra: de lo que ocurre.
Esta problemática del susodicho «fin del trabajo» no estaba
totalmente ausente de algunos textos de Marx o de Lenin. Este último
asociaba la reducción progresiva de la jornada de trabajo con el
proceso que llevaría a la completa extinción del Estado[xxi].
Rifkin, por su parte, ve la tercera revolución tecnológica que está
en marcha como una mutación total. Las dos primeras revoluciones no
afectaban radicalmente a la historia del trabajo. Primero fue la del
vapor, del carbón, del acero y del textil (en el siglo XIX), luego
la de la electricidad, del petróleo y el automóvil (en el siglo XX).
Ambas ponían cada vez de relieve un sector en donde la máquina no
había penetrado. Todavía quedaba disponible un trabajo humano, no
mecánico, no reemplazable por la máquina.
Después de ambas revoluciones técnicas vendría la nuestra, por lo
tanto, la tercera, la del ciberespacio, de la micro-informática y de
la robótica. Aquí, parece que no existe una cuarta zona para dar
trabajo a los parados. Una saturación por medio de las máquinas
anunciaría el fin del trabajador, por consiguiente, determinado fin
del trabajo. Fin de Der Arbeiter, y de su época, habría dicho Jünger.
El fin del trabajo deja por lo demás, en esta mutación en curso, un
lugar aparte para los docentes y, de una forma más general, para lo
que Rifkin denomina el «sector del conocimiento». En el pasado,
cuando las tecnologías nuevas sustituían a unos trabajadores en tal
o cual sector, aparecían nuevos espacios para absorber a los obreros
que perdían su trabajo. Sin embargo ahora, cuando la agricultura, la
industria y los servicios llevan a millones de personas al paro con
motivo del progreso tecnológico, la única categoría que se salva
sería la del «saber», una «pequeña élite de empresarios,
científicos, técnicos, programadores de ordenadores, profesionales,
educadores y asesores»[xxii]. Pero éste no deja de ser un espacio
exiguo, incapaz de absorber a la masa de los parados. Ésta sería la
peligrosa singularidad de nuestra época. Rifkin no habla de los
docentes o de los aspirantes a profesor que están en el paro, sobre
todo dentro de las Humanidades. No concede atención alguna a la
creciente marginación de tantos y tantos empleados a tiempo parcial,
todos ellos infrapagados y marginados en la universidad, en nombre
de lo que se denomina la flexibilidad o la competitividad.
No trataré de las objeciones que se le pueden hacer a estos
discursos, en su generalidad, ni en lo que concierne al susodicho
«fin del trabajo» ni tampoco a la susodicha «mundialización». En
ambos casos, que por lo demás están estrechamente asociados, si
tuviese que tratar de ellos frontalmente, trataría de distinguir, de
forma preliminar, entre, por una parte, los fenómenos masivos y poco
discutibles que se registran bajo esas nociones y, por otra parte,
el uso que se hace de esas palabras sin concepto. Efectivamente,
nadie lo negará, algo le ocurre en este siglo al trabajo, a la
realidad y al concepto del trabajo -del trabajo activo o actual-. Lo
que aquí le ocurre al trabajo es un efecto de la tecno-ciencia, con
la virtualización y la deslocalización mundializadora del
teletrabajo. Lo que ocurre acentúa cierta tendencia a la reducción
asintótica del tiempo de trabajo, como trabajo en tiempo real y
localizado en el mismo lugar que el cuerpo del trabajador. Todo esto
afecta al trabajo en las formas clásicas que heredamos, en la nueva
experiencia de las fronteras, de la porosidad relativa de los
Estados-nación, de la comunicación virtual, de la velocidad y de la
extensión de la información. Esta evolución va en el sentido de
cierta mundialización. Ésta es indiscutible y bastante conocida.
Ahora bien, estos indicios fenoménicos no dejan de ser parciales,
heterogéneos, desiguales en su desarrollo; exigen un análisis sutil
y, sin duda, nuevos conceptos. Por otra parte, hay una distancia
entre esos indicios evidentes y la utilización dóxica, otros dirían
la inflación ideológica, la complacencia retórica y con frecuencia
confusa con la que se accede a estas palabras, «fin del trabajo» y
«mundialización». Esta distancia, no me gustaría franquearla
fácilmente y creo que hay que criticar con severidad a los que la
olvidan. Porque tratan entonces de hacer olvidar las zonas del
mundo, las poblaciones, las naciones, los grupos, las clases, los
individuos que, masivamente, son las víctimas excluidas de ese
movimiento denominado «fin del trabajo» y «mundialización». Estas
víctimas padecen o bien porque carecen de un trabajo que
necesitarían o bien porque trabajan demasiado para el salario que
reciben a cambio en un mercado mundial tan violentamente
desigualitario. Esta situación de tipo capitalista (allí donde el
capital juega un papel esencial entre lo actual y lo virtual) es más
trágica en números absolutos de lo que lo ha sido nunca en la
historia de la humanidad. Ésta jamás ha estado quizá tan lejos de la
homogeneidad, mundializadora o mundializada, del «trabajo» y del
«sin trabajo» a la que con frecuencia se recurre. Un amplio sector
de la humanidad está «sin trabajo» allí donde querría tener trabajo,
más trabajo. Otro sector de la humanidad tiene demasiado trabajo
allí donde querría tener menos, incluso acabar con un trabajo tan
mal pagado en el mercado.
Esta historia comenzó hace mucho tiempo. Está entremezclada con la
historia real y semántica del «oficio» y de la «profesión». Rifkin
tiene una viva conciencia de la tragedia que también podría
desencadenar un «fin del trabajo» que no tuviese el sentido sabático
o dominical que posee en La Ciudad de Dios agustiniana. Pero, en sus
conclusiones morales y políticas, cuando quiere definir las
responsabilidades que hay que adoptar ante las «tormentas
tecnológicas que se acumulan en el horizonte», ante una «nueva era
de mundialización y automatización», recupera -y creo que esto no es
ni fortuito ni aceptable sin más examen- el lenguaje cristiano de la
«fraternidad», «de las cualidades difícilmente automatizables», de
las virtudes «inaccesibles para las máquinas», del «nuevo sentido»
para la «vida», de la «resurrección» del sector terciario, del
«renacimiento del espíritu humano»; considera incluso algunas nuevas
formas de caridad, por ejemplo, el pago de un «salario virtual» a
los voluntarios, el «impuesto sobre el valor añadido sobre productos
y servicios propios de la era de la alta tecnología como forma para
obtener fondos que garanticen un salario social para los pobres a
cambio de un trabajo para la comunidad»[xxiii], etcétera.
Si no tuviésemos precisamente el tiempo contado, habría seguido
insistiendo sin duda, inspirándome a menudo en los trabajos de
Jacques Le Goff, en el tiempo del trabajo. En el capítulo «Tiempo y
trabajo» de su Un autre Moyen Âge, muestra cómo, en el siglo XIV,
coexistían ya las reivindicaciones para alargar y las
reivindicaciones para reducir la duración del trabajo[xxiv]. Tenemos
ahí las premisas de un derecho del trabajo y de un derecho al
trabajo, tal y como se inscribirán más adelante en los derechos del
hombre.
La figura del humanista es asimismo una respuesta a la cuestión del
trabajo. El humanista responde a la cuestión que se le propone
respecto del trabajo. Se propone como humanista en el ejercicio
responsable de dicha respuesta. Es alguien que, dentro de la
teología del trabajo que domina en esa época y que aún no está
muerta, comienza a laicizar el tiempo del trabajo y el empleo del
tiempo monástico. El tiempo ya no es simplemente un don de Dios,
sino que puede ser calculado y vendido. En la iconografía del siglo XIV, el reloj representa a veces el atributo del humanista[xxv]
-ese
reloj que no tengo más remedio que vigilar y que vigila con
severidad al trabajador laico que soy aquí.
Me hubiese gustado hablarles durante horas de la hora, de esa unidad
contable puramente ficticia, de ese «como si» que regula, ordena,
cuenta, narra y hace el tiempo (la ficción es lo que figura pero
asimismo lo que hace). La hora sigue siendo el contador del tiempo
de trabajo fuera y dentro de la universidad en donde todo, la clase,
los seminarios, las conferencias, se calcula por medio de franjas
horarias. El «cuarto de hora académico» mismo se regula con la hora.
La deconstrucción, ¿no es asimismo un poner en cuestión la hora, un
poner en crisis la unidad «hora»? También habría habido que rastrear
esa clasificación tripartita que, desde los siglos IX y XI, dividía
a la sociedad en tres órdenes: los clérigos, los guerreros, los
trabajadores (oratores, bellatores, laboratores); y, seguidamente,
la jerarquía de los oficios (nobles o viles, lícitos o ilícitos,
negotia illicita, opera servilia, prohibidos el domingo[xxvi]). Le Goff lo muestra muy bien: la unidad del mundo del trabajo, frente al
mundo de la oración y al mundo de la guerra, «no ha durado mucho»[xxvii].
«Si es que alguna vez ha existido» esa presunta «unidad», precisa Le
Goff de pasada, con una prudencia tan necesaria y que, en mi
opinión, cuenta por lo menos tanto como la proposición que viene así
a dejar en suspenso[xxviii].
Tras el «desprecio por los oficios», «una nueva frontera del
desprecio se instala, pasando a través de las nuevas clases, a
través incluso de las profesiones»[xxix]. Aunque no distingue, me
parece, al menos no con insistencia, entre «oficio» y «profesión»
(como creo que habría que hacerlo), aunque asocie con frecuencia
«los oficios y las profesiones»[xxx] y utilice asimismo la categoría
de «grupos socioprofesionales»[xxxi], Le Goff describe también el
proceso que, en el siglo XII, engendra una «teología del trabajo» y
la transformación del esquema tripartito (oratores, bellatores,
laboratores) mediante unos esquemas «más complejos». Esto se explica
por «la creciente diferenciación de las estructuras económicas y
sociales bajo el efecto de la creciente división del trabajo»[xxxii].
En los siglos XII y XIII aparece el «oficio escolar» como la
jerarquía de los scholares y de los magistri que será el preludio de
las universidades. Abelardo tiene que elegir entre litterae y
arma,
y sacrifica la pompa militari gloriae al studium litterarum.
Me sentiría tentado de situar la profesión de profesor, en sentido
estricto, en ese momento altamente simbólico del compromiso en que,
por ejemplo, Abelardo asume la responsabilidad de responder a la
inyunción o a la llamada: «tu eris magister in aeternum»[xxxiii],
pese a que, como subraya Le Goff, aquél no deja de describir su
carrera en términos militares: la dialéctica sigue siendo un arsenal
y las disputationes unos combates. Con frecuencia, la figura y el
nombre del filósofo[xxxiv], del profesor como filósofo, son los que
se imponen entonces en una nueva situación. La universidad se piensa
y se representa desde el lugar privilegiado de lo filosófico: dentro
y fuera de las Humanidades. No resulta nada sorprendente que Kant
conceda semejante privilegio a la facultad de filosofía en su
arquitectura de la universidad.
Si, en cierta medida al menos, la filosofía es para la
deconstrucción a la vez una referencia, un recurso y una diana
privilegiados, eso es algo que se explica sin duda en parte por esta
tradición dominante. En los siglos XII y XIII, la vida escolar se
convierte en un oficio (negotia scholaria). Se habla entonces de
pecunia et laus para definir lo que recompensa al trabajo, a la
investigación de nuevos estudiantes y de sabios. El salario y la
gloria articulan entre sí el funcionamiento económico y la
conciencia profesional.
Lo que quiero sugerir con estas indicaciones históricas es que una
de las tareas por venir de las Humanidades sería, hasta el infinito,
conocer y pensar su propia historia y, por lo menos, en las
direcciones que acabamos de ver abrirse: el acto de profesar, la
teología y la historia del trabajo, la historia del saber y de la fe
en el saber, la cuestión del hombre, del mundo, de la ficción, del
performativo y del «como si», de la
literatura y de la obra, etc.,
y, seguidamente, todos los conceptos que acabamos de articular en
ellos.
Esta tarea deconstructiva de las Humanidades por venir no se dejará
contener en los límites tradicionales de los departamentos que hoy
en día proceden, por su estatus mismo, de las Humanidades. Estas
Humanidades por venir atravesarán las fronteras entre las
disciplinas sin que eso signifique disolver la especificidad de cada
disciplina dentro de lo que se denomina a menudo de modo confuso la
interdisciplinariedad o dentro de lo que se ahoga en otro concepto
que sirve para todo, los «cultural studies». Pero me imagino muy
bien que departamentos de genética, de ciencias naturales, de
medicina e, incluso, de matemáticas se tomen en serio, en su propio
trabajo, las cuestiones que acabamos de mencionar. Por consiguiente
-y por hacer una última referencia al Kant del Conflicto de las
facultades-, aparte de la medicina, esto es verdad sobre todo en lo
que concierne a los departamentos de derecho, de teología o de
ciencias religiosas.
IV
Tengo ahora que precipitar mi conclusión. Lo haré de forma escueta y
telegráfica: en siete tesis, siete proposiciones o siete profesiones
de fe.
Todas ellas siguen siendo programáticas. Seis de ellas sólo tendrán
valor a título formal de recordatorio o de recopilación. Harán una
recapitulación. La séptima, que no será sabática, intentará dar un
paso más allá de las otras seis hacia una dimensión del
acontecimiento o del tener-lugar del que todavía no he hablado.
Entre las seis primeras tesis -o profesiones de fe- y la última,
tomaremos impulso para un salto que nos llevaría más allá del «como
si» performativo, más allá incluso de la distinción entre
constatativo y performativo en la que hasta aquí hemos fingido
confiar. Fue «como si» hubiésemos apostado por un determinado «como
si», éste y no otro, el «performativo» antes que otro. Las
Humanidades del mañana, en todos los departamentos, deberían
estudiar su historia, la historia de los conceptos que, al
construirlas, instauraron las disciplinas y fueron coextensivos con
ellas.
Por supuesto, este trabajo ya ha comenzado; se tienen muchos
indicios de ello. Al igual que todos los actos de institución,
aquellos que deberíamos analizar habrán tenido una fuerza
performativa y habrán puesto en marcha un determinado «como si».
Acabo de decir que hay que «estudiar» o «analizar». ¿Es necesario
precisar que semejantes «estudios», semejantes «análisis», por las
razones ya indicadas, no serían puramente «teóricos» ni neutros?
Llevarían hacia unas transformaciones prácticas y performativas y no
prohibirían la producción de obras singulares. A estos campos les
daré, pues, seis, después siete títulos temáticos y programáticos
sin excluir, evidentemente, las fecundaciones entrecruzadas ni las
interpelaciones mutuas.
1. Estas nuevas Humanidades tratarían de la historia del hombre, de
la idea del hombre, de la figura y de lo «propio del hombre». Lo
harían desde una serie no finita de oposiciones mediante la cual el
hombre se determina, especialmente la oposición tradicional de lo
viviente así llamado humano y de lo viviente así llamado animal. Me
atreveré a decir, sin poder demostrarlo aquí, que ninguno de los
conceptos tradicionales de lo «propio del hombre», ni por
consiguiente de lo que se le opone, resiste a un análisis científico
y deconstructivo consecuente.
El hilo conductor más urgente sería aquí la pro-blematización (lo
que no quiere decir la descalificación) de esos potentes
performativos jurídicos que escandieron la historia moderna de esa
humanidad del hombre. Pienso, por ejemplo, en la fértil historia de
al menos dos de esos performativos jurídicos: por una parte, las
Declaraciones de los derechos del hombre --y de la mujer (ya que la
cuestión de las diferencias sexuales no es aquí secundaria ni
accidental; sabemos que esas Declaraciones de los derechos del
hombre se han ido transformando y enriqueciendo sin cesar desde 1789
hasta 1948 y más allá: la figura del hombre, animal que hace
promesas, animal capaz de prometer, decía Nietzsche, está por
venir)- y, por otra parte, el concepto de «crimen contra la
humanidad» que, desde la postguerra, ha modificado el campo
geopolítico del derecho internacional y lo hará cada vez más, al
regir sobre todo la escena de la confesión mundial y de la relación
con el pasado histórico en general. Las nuevas Humanidades tratarían
pues de estas producciones performativas del derecho (derecho del
hombre, concepto de crimen contra la humanidad) allí donde implican
siempre la promesa y, con ella, la convencíonalidad de un «como si».
2. Estas nuevas Humanidades tratarían, en un estilo similar, de la
historia de la democracia y de la idea de soberanía, es decir,
asimismo, por supuesto, de las condiciones o, mejor aún, de la
incondicionalidad de la que se supone (de nuevo el «como si») que
vive la universidad y, dentro de ella, las Humanidades. La
deconstrucción de este concepto de soberanía afectaría no sólo al
derecho internacional, a los límites del Estado-Nación y de su
presunta soberanía, sino también a la utilización que se hace del
mismo en unos discursos jurídico-políticos que conciernen al sujeto
o al ciudadano en general -siempre presuntamente soberanos en cuanto
tales (libres, decididores, responsables, etc.)-, a las relaciones
entre lo que se denomina el hombre y la mujer. Este concepto de
soberanía indivisible ha sido con frecuencia el centro de debates
muy mal pensados y mal llevados, respecto de la “paridad” entre
hombres y mujeres para acceder a cargos electivos.
3. Estas nuevas Humanidades tratarían, en un estilo similar, de la
historia del «profesar», de la«profesión» y del profesorado. Esta
historia se articula con la de las premisas o presupuestos (sobre
todo abrahámicos, bíblicos y por encima de todo cristianos) del
trabajo y de la confesión mundializa-da, precisamente allí donde
aquélla va más allá de la soberanía del jefe de Estado, del
Estado-nación o incluso del «pueblo» en democracia.
Inmenso problema: ¿cómo disociar la democracia de la ciudadanía, del
Estado-nación y de la idea teológica de soberanía, incluso de la
soberanía del pueblo? ¿Cómo disociar la soberanía y la
incondicionalidad, el poder de una soberanía indivisible y el im-poder
de la incondicionalidad? Una vez más ahí, tanto si se trata de
profesión o de confesión, la estructura performativa del «como si»
ocuparía el núcleo del trabajo por venir.
4. Estas nuevas Humanidades tratarían, en un estilo similar, de la
historia de la
literatura. No sólo de lo que se denomina normalmente
historia de las literaturas o la literatura misma, con la gran
cuestión de sus cánones (objetos tradicionales e incontrovertibles
de las Humanidades clásicas), sino de la historia del concepto de
literatura, de la institución moderna denominada
literatura, de sus
relaciones con la ficción y la fuerza performativa del «como si», de
su concepto de obra, de autor, de firma, de lengua nacional, de sus
relaciones con el derecho a decirlo todo (o a no decirlo todo) que
funda tanto la democracia como la idea de soberanía incondicional
que invoca la universidad y, dentro de ella, lo que se denomina, más
acá y más allá de los departamentos, las Humanidades.
5. Estas nuevas Humanidades tratarían, en un estilo similar, de la
historia de la profesión, de la profesión de fe, de la
profesionalización y del profesorado. El hilo conductor de esto
podría ser, hoy en día, lo que ocurre cuando la profesión de fe, la
profesión de fe del profesor da lugar no sólo al ejercicio
competente de un saber en el que se tiene fe, no sólo a esa alianza
clásica del constatativo y del performativo, sino a unas obras
singulares, a otras estrategias del «como si» que son
acontecimientos y que afectan a los límites mismos del campo
académico o de las Humanidades. Estamos asistiendo al fin de una
determinada figura del profesor y de su supuesta autoridad pero
-como he dicho suficientes veces-, creo en una determinada necesidad
del profesorado.
6. Estas nuevas Humanidades tratarían pues finalmente, en un estilo
similar, pero a lo largo de un inquietante vuelco reflexivo, a la
vez crítico y deconstructivo, de la historia del «como si» y, sobre
todo, de la historia de esa preciada distinción entre actos
performativos y actos constatativos que parece haber sido
indispensable para nosotros hasta aquí. No habrá más remedio, aunque
las cosas aquí o allá ya hayan comenzado, que estudiar la historia y
los límites de esa distinción tan decisiva y en la que hasta aquí,
hoy, he hecho como si creyese sin reservas, como si la considerase
totalmente «fiable». Estos trabajos deconstructivos no concernirían
sólo a la obra original y genial de Austin sino a su rica y
apasionante herencia, desde hace aproximadamente medio siglo, sobre
todo en las Humanidades.
7. Al séptimo punto, que no es el séptimo día, llego por fin ahora.
O, mejor aún: dejo quizá llegar al final, ahora, aquello mismo que,
al llegar, al tener lugar o al ocupar un lugar, revoluciona,
conmociona y arruina la autoridad misma que, en la universidad, en
las Humanidades, se atribuye
a) al saber (o, por lo menos, a su modelo de lenguaje constatativo);
b) a la profesión o a la profesión de fe (o, por lo menos, a su
modelo de lenguaje performativo);
c) a la puesta en marcha, por lo menos a la puesta en marcha
performativa del «como si».
Lo que ocurre, lo que tiene lugar, lo que sobreviene en general, lo
que se denomina el acontecimiento, ¿qué es? ¿Cabe preguntarse
respecto de ello: «¿Qué es?»?
El acontecimiento debe no sólo sorprender al modo constatativo y
proposicional del lenguaje del saber (S es P) sino que ni siquiera
debe dejarse regir por el speech act performativo de un sujeto.
Mientras yo puedo producir y determinar un acontecimiento mediante
un acto performativo garantizado, como cualquier performativo, por
unas convenciones, por unas ficciones legítimas y un determinado
«como si», no diré, sin duda, que no pasa o no ocurre nada; pero
diré que lo que tiene lugar, lo que ocurre o lo que me ocurre sigue
siendo todavía controlable y programable dentro de un horizonte de
anticipación o de pre-comprensión: dentro de un horizonte sin más.
Forma parte del orden de lo posible controlable, es el despliegue de
lo que ya es posible. Forma parte del orden del poder, del «yo
puedo», del «yo estoy capacitado para» (I may, I can). No hay
sorpresa alguna ni, por consiguiente, acontecimiento alguno en
sentido fuerte.
Esto equivale, en esta medida al menos, a decir que eso no ocurre.
Pues, el puro acontecer singular de lo que ocurre, de lo que me
ocurre o de quien llega (lo que denomino el/lo arribante[xxxv]) -si
lo hay, si hay algo semejante- implicaría una irrupción que hace
estallar el horizonte, interrumpiendo toda organización performativa, toda convención o todo contexto convencionalmente
dominable. Esto equivale a decir que dicho acontecimiento no tiene
lugar sino allí donde no se deja domesticar por ningún «como si» o,
al menos, por ningún «como si» ya legible, descifrable y articulable
como tal. Hasta el punto de que esa palabrita, el «como» del «como
si», al igual que el «como» del «como tal» -cuya autoridad funda y
justifica tanto a toda ontología como también a toda fenomenología,
a toda filosofía como ciencia o como conocimiento-, esa palabrita,
«como», bien podría ser el nombre del verdadero problema, por no
decir la diana de la deconstrucción.
Se dice demasiado a menudo que el performativo produce el
acontecimiento del que habla. Ciertamente. Hay que saber también
que, inversamente, allí donde hay performativo, un acontecimiento
digno de ese nombre no puede ocurrir. Si lo que ocurre pertenece al
horizonte de lo posible, incluso de un performativo posible, no
ocurre, en el sentido pleno de la palabra.
Como con frecuencia he tratado de demostrarlo, lo imposible es lo
único que puede ocurrir.
Al recordar a menudo respecto de la deconstrucción que es imposible
o lo imposible, y que no era un método, ni una doctrina, ni una
meta-filosofía especulativa, sino lo que ocurre, me fiaba de ese
mismo pensamiento.
Los ejemplos a partir de los cuales he tratado de hacer justicia a
ese pensamiento (la invención, el don, el perdón, la hospitalidad,
la justicia, la amistad[xxxvi], etc.) confirmaban todos ellos este
pensamiento de lo posible imposible, de lo posible como imposible,
de un posible-imposible que ya no se deja determinar por la
interpretación metafísica de la posibilidad o de la virtualidad.
No diré que este pensamiento de lo posible imposible, ese otro
pensamiento de lo posible es un pensamiento de la necesidad sino,
como también intento demostrar en otra parte, un pensamiento del
«quizá», de esa peligrosa modalidad del «quizá» de la que habla
Nietzsche y que la filosofía siempre ha querido domeñar. No hay
porvenir ni relación con la venida del acontecimiento sin
experiencia del «quizá». Lo que tiene lugar no debe anunciarse como
posible o necesario, de lo contrario su irrupción de acontecimiento
queda de antemano neutralizada. El acontecimiento depende de un
quizá que concuerda no con lo posible sino con lo imposible. Y su
fuerza es entonces irreductible a la fuerza o al poder de un performativo, aun cuando esta fuerza confiera finalmente su
oportunidad y su eficacia al performativo mismo, a lo que se
denomina la fuerza (locucionaria, perlocucionaria, ilocucionaria)
del performativo.
La fuerza del acontecimiento es siempre más fuerte que la fuerza de
un performativo. Ante lo que me ocurre, e incluso en lo que decido
(y que, como he intentado mostrar en Políticas de la amistad,
debería entrañar cierta pasividad, dado que mi decisión siempre es
decisión del otro), ante el/lo otro que llega y me ocurre, toda
fuerza performativa queda desbordada, excedida, expuesta.
Esa fuerza que se otorga a una experiencia del quizá conserva sin
duda una afinidad o una connivencia con el «si» o con el «como si».
Y, por lo tanto, con cierta gramática del condicional: «¿Y si eso
ocurriese? Eso, que es cualquier/radicalmente otro**, bien podría
ocurrir, ocurriría». Pensar quizá es pensar «si», «¿y si?». Pero,
como ustedes ven, este «si», este «y sí», este «como si» ya no se
puede reducir al orden de todos los «como si» de los que hemos
hablado hasta aquí[xxxvii]. Y si se declina condicionalmente, es
asimismo para anunciar el acontecimiento incondicional, eventual o
posible de lo incondicional imposible, el/lo cualquier/radicalmente
otro -que, en adelante, deberíamos (esto tampoco lo he dicho ni
hecho hoy todavía) disociar de la idea teológica de soberanía. En el
fondo, ésta sería quizá mi hipótesis (es extremadamente difícil y
casi improbable, inaccesible a una prueba): cierta independencia
incondicional del pensamiento, de la deconstrucción, de la justicia,
de las Humanidades, de la Universidad, etc., debería quedar
disociada de cualquier fantasma de soberanía indivisible y de
dominio soberano.
Pues bien, una vez más es en las Humanidades a donde habría que
hacer llegar el pensamiento de esa otra modalidad del «si», esa cosa
más que difícil, imposible, el desbordamiento del performativo y de
la oposición constatativo/performativo. ¿Qué se hace al pensar,
dentro de las Humanidades, ese límite del dominio y de la convención performativa, ese límite de la autoridad performativa? Se alcanza
ese lugar en donde el contexto siempre necesario para la operación
performativa (contexto que es, como cualquier convención, un
contexto institucional) ya no se deja saturar, delimitar, determinar
plenamente.
En el fondo, la genial invención de la distinción
constatativo/performativo habría intentado asimismo, en la
universidad, tranquilizar a la universidad en lo que concierne al
dominio soberano de su adentro, al poder que le es propio, el poder
que es suyo. Esto afecta entonces al límite mismo, entre el afuera y
el adentro, especialmente en la frontera de la universidad misma y,
dentro de ella, de las Humanidades. En las Humanidades, se piensa la
irreductibilidad de su afuera y de su porvenir. En las Humanidades,
se piensa que no podemos ni debemos dejarnos encerrar en el adentro
de las Humanidades. Pero este pensamiento, para ser fuerte y
consecuente, requiere las Humanidades. Pensar eso no es una
operación académica, especulativa o teórica. Ni una utopía neutra.
Como tampoco el decir es una simple enunciación. Es en ese limite
siempre divisible, es a ese límite al que le ocurre lo que ocurre.
Él es el que queda afectado por ello y el que cambia. Él es el que,
porque es divisible, tiene una historia. Este límite de lo
imposible, del «quizá» y del «si»: ése es el lugar en donde la
universidad divisible se expone a la realidad, a las fuerzas de
fuera (ya sean culturales, ideológicas, políticas, económicas u
otras). Ahí es donde la universidad está en el mundo que trata de
pensar. En esa frontera ha de negociar pues, y organizar su
resistencia. Y asumir sus responsabilidades. No para cerrarse ni
para reconstruir ese fantasma abstracto de soberanía cuya herencia
teológica o humanista habrá comenzado quizá a deconstruir, si es que
ha comenzado a hacerlo. Sino para resistir efectivamente, aliándose
con fuerzas extraacadémicas, para oponer una contraofensiva
inventiva, con sus obras, a todos los intentos de reapropiación
(política, jurídica, económica, etc.), a todas las demás figuras de
la soberanía.
Otra forma de apelar a otra topología: la universidad sin condición
no se sitúa necesaria ni exclusivamente en el recinto de lo que se
denomina hoy la universidad. No está necesaria, exclusiva, ni
ejemplarmente representada en la figura del profesor. Tiene lugar,
busca su lugar en todas partes en donde esa incondicionalidad puede
anunciarse. En todas partes en donde ella da, quizá, que pensar y se
da, quizá, para ser pensada. A veces, más allá incluso, sin duda, de
una lógica y de un léxico de la «condición».
¿Cómo justificar semejante profesión de fe? ¿Acaso podría yo hacerlo
en principio, aunque tuviera tiempo para ello?
No sé si lo que estoy diciendo es inteligible, si tiene sentido. De
lo que se trata, en efecto, es del sentido del sentido. Lo que no
sé, sobre todo, es cuál es el estatus, el género o la legitimidad
del discurso que acabo de dirigirles a ustedes. ¿Es académico? ¿Es
un discurso del saber en las Humanidades o acerca de las
Humanidades? ¿Es únicamente saber? ¿Únicamente una profesión de fe
performativa? ¿Pertenece al adentro de la universidad? ¿Es filosofía
o literatura?, ¿o teatro? ¿Es una obra o un curso, o una especie de
seminario?
Tengo naturalmente algunas hipótesis al respecto pero, finalmente,
ahora son ustedes, otros también, quienes han de decidir. Los
firmantes son asimismo los destinatarios. No les conocemos, ni
ustedes ni yo. Pues les dejo imaginar las consecuencias de ese
imposible del que hablo, si llegase quizá a ocurrir un día.
Tómense su tiempo pero dénse prisa en hacerlo pues no saben ustedes
lo que les espera.
Notas:
[i] He abordado en otro lugar, en numerosos lugares, y sobre todo en
Del espíritu. Heidegger y la pregunta (trad. cast. de M. Arranz,
Pre-Textos, Valencia, 1989, pp. 151 ss.), esa «cuestión» de la
autoridad de la cuestión, esa referencia a un asentimiento
pre-originario que, al no ser ni crédula, ni positiva, ni dogmática,
sigue presupuesta en toda interrogación, por necesaria e
incondicional que sea y, en primer lugar, en el origen mismo de lo
filosófico.
[ii] Asocio provisionalmente la afirmación con la performatividad.
El «sí» de la afirmación no se reduce a la positividad de una
posición. Pero se parece mucho, en efecto, a un acto de lenguaje
performativo. No describe ni constata nada, compromete al contestar.
Pero más adelante, al final del recorrido, intentaré situar el punto
en donde la performatividad es ella misma desbordada por la
experiencia del acontecimiento, por la exposición incondicional a lo
que viene y a quien viene. La performatividad se encuentra aún, lo
mismo que el poder del lenguaje en general, del lado de esa
soberanía que me gustaría distinguir, por difícil que parezca, de
cierta incondicionalidad en general, de una incondicionalidad sin
poder.
[iii] J. Le Goff, Un autre Moyen Âge, Gallimard, Paris, 1999, p.
172.
[iv] A falta de poder explicitar o justificar esta declaración sobre
la justicia, que no es el derecho, me permito remitir aquí a
Espectros de Marx (trad. cast. de J. M. Alarcón y C. de Peretti.
Trotta, Madrid, 3 1998) y a Fuerza de ley (trad. cast. de A. Barberá
y P. Peñalver, Tecnos, Madrid, 1997).
[v] Cf., sobretodo, «Firma acontecimiento contexto», en Márgenes de
la filosofía, Cátedra, Madrid, 1988, y Limited Inc., Galilée, Paris,
1990.
[vi] Cf. M. Poster, «CyberDemocracy: Internet and the Public
Sphere», en What's the Matter with the Internet?, University of
Minnesota Press, 2001.
[vii] Kant, Crítica del juicio, §§ 27 y 34. Edición y traducción de
M. García Morente, Espasa-Calpe, Madrid,71997.
[viii] Ibid.., § 60.
[ix] S. Weber, Institution and Interpretation, University of
Minnesota Press/Stanford University Press, Minneapolis/Stanford,
1987, p. 143.
[x] S. Weber, «The Future of the Humanities», en C. S. de Beer
(ed.), Unisa as Distinctive University for our Time, University of
South Africa, Pretoria, 1998, pp. 127-154.
[xi] P. Kamuf, The Division of Literature, Or the University in
Deconstruction, University of Chicago Press, 1997, p. 15.
[xii] En Mimesis des articulations, Aubier-Flammarion, Paris, 1975.
[xiii] «Mochlos - ou le conflit des facultés», en Du droit à la
philosophie, Galilée, Paris, 1990. [Hay traducción castellana de una
primera versión de este texto en La filosofía como institución,
trad. de A. Azurmendi, Juan Granica, Barcelona, 1984 (N. de los
T.).]
[xiv] Las
negritas son mías: «An einem Producte der schönen Kunst muss
man sich bewusst werden, dass es Kunst sei und nicht Natur; aber
doch muss die Zweckmässigkeit in der Form desselben von allem Zwange
willkürlicher Regeln so frei scheinen, als ob es ein Product der
blossen Natur sei» (Kritik der Urtheilskraft, en Kantswerke,
Akademie-Text-ausgabe, V, § 45).
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Resulta evidente que Derrida se está dirigiendo aquí a un público
de habla inglesa. Sin embargo, la palabra castellana obras posee
unas connotaciones muy similares a las oeuvres francesas. Por eso,
utilizaremos en adelante el término castellano (N de los T).
[xv] En Du droit à la philosophie, Galilée, Paris, 1990.
[xvi] Crítica del juicio, § 43. Cf. asimismo «Economimesis», en
Mimesis des articulations, Paris, Aubier-Flammarion, 1975, p. 59.
[xvii] Kant, La religión dentro de los límites de la mera razón
(Segunda Parte, Capítulo primero, c. «Dificultades contra la
realidad de esta idea y solución de las mismas», nota 3), trad.
cast. de F. Martínez Marzoa, Alianza, Madrid, 31991, nota 26, p.
214.
[xviii] J. Rifkin, El fin del trabajo. Nuevas tecnologías contra
puestos de trabajo: el nacimiento de una nueva era, trad. cast. de
G. Sánchez, Paidós, Barcelona, 1997.
[xix] Ibid., final de la Introducción, pp. 19-20.
[xx] Ibid., p. 18.
[xxi] V. I. Lenin, El Estado y la Revolución, Miguel Castellote,
Madrid, 1976, p. 73.
[xxii] J. Rifkin, El fin del trabajo, cit., p. 19.
[xxiii] O.c., p. 335.
[xxiv] J. Le Goff, Un autre Moyen Âge, Gallimard, Paris, 1999, pp.
69-71.
[xxv] «El tiempo es un don de Dios y, por consiguiente, no puede ser
vendido. El tabú del tiempo que la Edad Media le opuso al
comerciante se levanta a comienzos del Renacimiento. El tiempo que
sólo pertenecía a Dios es, en adelante, la propiedad del hombre.
[...] En adelante lo que cuenta es la nueva hora-medida de la vida:
... no perder jamás una hora de tiempo. La virtud cardinal es la
templanza, a la que la nueva iconografía, desde el siglo XIV,
concede como atributo el reloj -medida en adelante de todas las
cosas» (ibid., p. 78).
[xxvi] Ibid., pp. 89-90.
[xxvii] Ibid., p. 102.
[xxviii] «Esta unidad, sin embargo, del mundo del trabajo, frente al
mundo de la oración y al mundo de la guerra, si es que alguna vez ha
existido, no ha durado mucho» (ibid..).
[xxix] Ibíd.
[xxx] Ibid., p. 159.
[xxxi] Ibid., p. 103, por ejemplo.
[xxxii] Ibíd., p. 165.
[xxxiii] Ibíd., p. 179
[xxxiv] Ibíd., p. 181.
[xxxv] En castellano, traducimos l’arrivant francés por «lo
arribante». Cf. la justificación de dicha traducción en J. Derrida,
Espectros de Marx, Trotta, Madrid, 31998, p. 42 (N. de los T.).
[xxxvi] Estos motivos están en el centro de mis publicaciones y de
mis seminarios de los últimos quince años.
** Traducimos tout autre por «cualquier/radicalmente otro». Cf. al
respecto nuestra nota de traducción en J. Derrida, Dar (la) muerte,
Paidós, Barcelona, 2000, p. 70 nota 38 (N. de los T.).
[xxxvii] Este «como si», como se ve, no es simplemente filosófico.
Ni tampoco es, por todas esas mismas razones, el de La filosofía del
como si (Die Philosophie des Als ob) de Vaihinger. Ni aquel al que
alude Freud cuando se refiere a esa obra en El porvenir de una
ilusión (final del capítulo III).
*** A invitación del profesor Patricio Peñalver Gómez, Jacques Derrida
pronunció asimismo esta conferencia posteriormente, en el mes de
marzo de 2001, en la Facultad de Filosofía de Murcia (N. de los T.)
Traducción de
Cristina Peretti y Paco Vidarte.
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Publicado en
http://www.jacquesderrida.com.ar/textos/universidad-sin-condicion.htm#_edn2
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