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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 



VALLEJO, CÉSAR - POLANSKI, ROMAN - EL INQUILINO - CERVANTES SAAVEDRA, MIGUEL DE - DON QUIJOTE DE LA MANCHA -

Porrazos triunfales*

Amir Hamed
Con cada nuevo escalón al que accede en su reptar cenital, más podemos sentir el dolor de lo que será el nuevo porrazo; ¿quieren que lo haga de nuevo?, ¿no? Lo voy a hacer de nuevo (lo estoy haciendo de nuevo)


"Un poco más de consideración", pide cierto verso de Vallejo, que añade: "Y la península párase/ por la espalda, abozaleada, impertérrita/en la línea mortal del equilibrio". Se recuerdan estas líneas en cada episodio en el que el coyote, excedido en su persecución, se descubre sin suelo, en mitad del aire y precipicio, pidiendo que intentemos, con nuestra simpatía, aliviarle el tortazo. A veces, antes de caer y apelmazarse mil metros más abajo, el coyote nos hace adiós con la manito. Sabemos que lo veremos en el siguiente episodio, regalándonos la grandeza de su fracaso, porque en los dibujos animados nadie muere. Siempre queda la duda del porqué tanta persecución: sospechamos que anda detrás del correcaminos para comerlo; sabemos que lo hace para hacernos disfrutar.

Pero como en el resto del mundo se muere, la enseñanza de Vallejo alcanza otra dimensión si se revisa el gran tortazo con que cierra El inquilino, la película de Roman Polanski. Conviene pensarlo así: en los hábitos de su predecesora, el inquilino Polanski se lanza desde el barandal de su apartamento para destrozarse contra el piso; satisface así a su comunidad, que quiere para él destino de Isabelle Adjani, quien se tiró por la misma ventana, para vegetar en una cama de hospital; satisface también la moraleja sartreana que busca el filme -el infierno son los otros- y con esa escena final terminan semanas de rodaje, problemas de presupuesto y etcéteras, quedando todos listos para irse para casa, después de haber terminado la película.

Cuando todos se acercan para festejarlo, el director, guionista y protagonista Roman Polanski, que está remachado en el suelo, se levanta descompuesto e iluminado, afirmando que se piensa tirar de nuevo. Productores, camarógrafos, iluministas, actores, extras, contemplan horrorizados cómo, contra toda lógica, la película sigue. Renqueante, penoso, comienza el inquilino Polanski a retrepar escalón por escalón, seguido por un monstruo de mil ojos espantados. "Lo va a hacer de nuevo, este anormal lo va a hacer de nuevo". Y la película, se supone, ya tendría que estar en los créditos.

Contra toda prescripción de un guión, contra toda lógica de relato, Polanski decidió que el cierre perfecto tuviera un replay. Acaso supiera que la perfección y la falta de grandeza en ocasiones van de la mano y decide hacernos padecer el horror de toda esa subida. Con cada nuevo escalón al que accede en su reptar cenital, más podemos sentir el dolor de lo que será el nuevo porrazo; ¿quieren que lo haga de nuevo?, ¿no? Lo voy a hacer de nuevo (lo estoy haciendo de nuevo). Mientras sube, mientras aguardamos que caiga, quedamos -junto a Polanski- suspendidos en la delgadez del aire.

Polanski, artista, no ignora que se desplaza por esa línea impalpable, que el guión que sostiene a cualquier obra está siempre a punto de olvidar el equilibrio, y que el equilibrio, en buena medida, es ese amable infierno o península de lo consabido y expectado (por los demás, por los que leen). Esta a punto de caer, sin pedirnos nuestra simpatía, trágicamente, como lo hace un individuo solo. Lo hace, finalmente, y quedamos empachados de horror, de saturación, de talento.

Por minutos de filme, el inadaptado Polanski ha contravenido todas nuestras expectativas, logrando con su doble tortazo adaptarnos a su película.


Fin

Un poco más de consideración (y de fábulas triunfales): un señor Quijano, al que se le recalentaron los sesos, ya maduro y saturado de libros, decidió escapar de la vida apacible y de una sobrinita que lo mimaba, y lanzarse a deshacer entuertos convertido en un superhéroe o caballero andante Don Quijote de la Mancha. Todos los que lo quieren bien, por cualquier medio, tratan de regresarlo al sosiego de su casa. Finalmente lo consiguen, entra en razones Quijano y cae enfermo. El hidalgo, que ha pasado su novela llevándoles la contra a todos, desoye cada una de las invitaciones que ahora le hacen los suyos para que reitere sus porrazos (es decir, para que su saga se continúe y entrega su alma a Dios), que como dice Cide Hamete, quiere decir que se murió.

Todo ese largo duelo y muerte ha sido nomás para que otro inadaptado revirtiera la tradición de la novela e instituyera la dimensión del autor moderno. Se trata del coyote Cervantes Saavedra, que como todos sabemos peleó por cientos de páginas para yerrarle el copyright a su ingenioso correcaminos.


* Publicado originalmente en Insomnia

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