"Un poco más de consideración",
pide cierto verso de Vallejo,
que añade: "Y la península párase/
por la espalda, abozaleada, impertérrita/en la línea
mortal del equilibrio". Se recuerdan estas líneas
en cada episodio en el que el coyote, excedido en su persecución,
se descubre sin suelo, en mitad del aire y precipicio, pidiendo
que intentemos, con nuestra simpatía, aliviarle el tortazo.
A veces, antes de caer y apelmazarse mil metros más abajo,
el coyote nos hace adiós con la manito. Sabemos que lo
veremos en el siguiente episodio, regalándonos la grandeza
de su fracaso, porque en los dibujos animados nadie muere. Siempre
queda la duda del porqué tanta persecución: sospechamos
que anda detrás del correcaminos para comerlo; sabemos
que lo hace para hacernos disfrutar.
Pero como en el resto del
mundo se muere, la enseñanza de Vallejo
alcanza otra dimensión si se revisa el gran tortazo con
que cierra El inquilino, la película de Roman Polanski.
Conviene pensarlo así: en los hábitos de su predecesora,
el inquilino Polanski se lanza desde el barandal de su apartamento
para destrozarse contra el piso; satisface así a su comunidad,
que quiere para él destino de Isabelle Adjani, quien se
tiró por la misma ventana, para vegetar en una cama de
hospital; satisface también la moraleja sartreana que busca
el filme -el infierno son los otros- y con esa escena final terminan
semanas de rodaje, problemas de presupuesto y etcéteras,
quedando todos listos para irse para casa, después de haber
terminado la película.
Cuando todos se acercan
para festejarlo, el director, guionista y protagonista Roman
Polanski, que está remachado en el suelo, se levanta descompuesto
e iluminado, afirmando que se piensa tirar de nuevo. Productores,
camarógrafos, iluministas, actores, extras, contemplan
horrorizados cómo, contra toda lógica, la película
sigue. Renqueante, penoso, comienza el inquilino Polanski a retrepar
escalón por escalón, seguido por un monstruo de
mil ojos espantados. "Lo va a hacer de nuevo, este anormal
lo va a hacer de nuevo". Y la película, se supone,
ya tendría que estar en los créditos.
Contra toda prescripción
de un guión, contra toda lógica de relato, Polanski
decidió que el cierre perfecto tuviera un replay.
Acaso supiera que la perfección y la falta de grandeza
en ocasiones van de la mano y decide hacernos padecer el horror
de toda esa subida. Con cada nuevo escalón al que accede
en su reptar cenital, más podemos sentir el dolor de lo
que será el nuevo porrazo; ¿quieren que lo haga
de nuevo?, ¿no? Lo voy a hacer de nuevo (lo
estoy haciendo de nuevo).
Mientras sube, mientras aguardamos que caiga, quedamos -junto
a Polanski- suspendidos en la delgadez del aire.
Polanski, artista,
no ignora que se desplaza por esa línea impalpable, que
el guión que sostiene a cualquier obra está siempre
a punto de olvidar el equilibrio, y que el equilibrio, en buena
medida, es ese amable infierno o península de lo consabido
y expectado (por los demás,
por los que leen).
Esta a punto de caer, sin pedirnos nuestra simpatía, trágicamente,
como lo hace un individuo solo. Lo hace, finalmente, y quedamos
empachados de horror, de saturación, de talento.
Por minutos de filme, el inadaptado Polanski ha contravenido
todas nuestras expectativas, logrando con su doble tortazo adaptarnos
a su película.
Fin
Un poco más de consideración
(y de fábulas triunfales):
un señor Quijano, al que se le recalentaron los sesos,
ya maduro y saturado de libros, decidió escapar de la vida
apacible y de una sobrinita que lo mimaba, y lanzarse a deshacer
entuertos convertido en un superhéroe
o caballero andante Don Quijote de la Mancha. Todos los que lo
quieren bien, por cualquier medio, tratan de regresarlo al sosiego
de su casa. Finalmente lo consiguen, entra en razones Quijano
y cae enfermo. El hidalgo, que ha pasado su novela llevándoles
la contra a todos, desoye cada una de las invitaciones que ahora
le hacen los suyos para que reitere sus porrazos (es decir, para que su saga se continúe
y entrega su alma a Dios),
que como dice Cide Hamete, quiere decir que se murió.
Todo ese largo duelo y muerte
ha sido nomás para que otro inadaptado revirtiera la tradición
de la novela e instituyera la dimensión del autor moderno.
Se trata del coyote Cervantes Saavedra, que como todos sabemos
peleó por cientos de páginas para yerrarle el copyright
a su ingenioso correcaminos.
* Publicado
originalmente en Insomnia
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