| El lector se transformó en el libro; y la noche 
			de verano era como el ser consciente de ese libro.
 Wallace Stevens
 
 Prefacio
 No hay una sola manera de 
			leer bien, aunque hay una razón primordial 
			por la cual debemos 
			leer. A la información tenemos acceso ilimitado; 
			¿dónde encontraremos la sabiduría? Si uno es afortunado se topará 
			con un profesor particular que lo ayude; pero al cabo está solo y 
			debe seguir adelante sin más mediaciones. Leer bien es uno de los 
			mayores placeres que puede proporcionar la soledad, porque, al menos 
			en mi experiencia, es el placer más curativo. Lo devuelve a uno a la 
			otredad, sea la de uno mismo, la de los amigos o la de quienes 
			pueden llegar a serlo. La lectura imaginativa es encuentro con lo 
			otro, y por eso alivia la soledad. Leemos no sólo porque nos es 
			imposible conocer bastante gente, sino porque la amistad es 
			vulnerable y puede menguar o desaparecer, vencida por el espacio, el 
			tiempo, la comprensión imperfecta y todas las aflicciones de la vida 
			familiar y pasional.
 
 Este libro enseña cómo leer y por qué, y avanza afianzándose en una 
			multitud de ejemplos y muestras: poemas cortos y largos, cuentos y 
			novelas. No debe pensarse que la selección es una lista exclusiva de 
			qué leer, se trata más bien de una muestra de obras que mejor 
			ilustran por qué leer. La mejor forma de ejercer la buena 
			lectura es 
			tomarla como una disciplina implícita; en última instancia no hay 
			más método que el propio, cuando uno mismo se ha moldeado a fondo. 
			Como yo he llegado a entenderla, la 
			crítica literaria debería ser experiencial y pragmática antes que teórica. Los críticos que son 
			mis maestros -en particular el Dr. Samuel Johnson y William Hazlitt- practican su arte a fin de hacer explícito, con cuidado y 
			minuciosidad, lo que está implícito en un libro.
 En las páginas que 
			siguen, ya trate con un poema de A. E. Housman o una pieza teatral 
			de Oscar Wilde, con un cuento de 
			Jorge Luis Borges o una novela de 
			Marcel Proust, siempre me ocuparé sobre todo de modos de percibir y 
			comprender lo que puede y debe hacerse explícito. Dado que para mí 
			la cuestión de cómo leer nunca deja de llevar a los motivos y usos 
			de la lectura, en ningún caso 
			separaré el "cómo" y el "por qué". En "¿Cómo se debe leer un libro?", el breve ensayo final de su Lector 
			Común (Volumen II), Virginia Woolf hace esta encantadora 
			advertencia: "Por cierto, el único consejo que una persona puede 
			darle a otra sobre la lectura es que no acepte consejos". Pero luego 
			añade muchas disposiciones para el gozo de la libertad por parte del 
			lector, y culmina con la gran pregunta "¿Por dónde empezar?" Para 
			llegar a los placeres más hondos y amplios de leer, "es preciso no 
			dilapidar ignorante y lastimosamente nuestros poderes". Parece pues 
			que, mientras uno no llegue a ser plenamente uno mismo, recibir 
			consejos puede serle útil y hasta esencial.
 Woolf, por su parte, había encontrado asesoramiento en Walter Pater 
			(cuya hermana le había dado clases), y también en el Dr. Johnson y 
			los críticos románticos Thomas de Quincey y William Hazlitt, sobre 
			el cual hizo esta maravillosa observación: "Es uno de esos raros 
			críticos que han pensado tanto que pueden prescindir de la lectura." 
			Woolf pensaba incesantemente, y nunca dejaba de leer. Tenía buena 
			cantidad de consejos para dar a otros lectores, y a lo largo de este 
			libro yo los he adoptado muy contento. El mejor es recordar: 
			"Siempre hay en nosotros un demonio que susurra 'amo esto, odio 
			aquello' y es imposible callarlo." Yo no puedo callar a mi demonio, 
			pero en fin, en este libro lo escucharé únicamente cuando susurre 
			"amo", porque aquí no pretendo entablar polémicas; sólo quiero 
			enseñar a leer.
 
 Prólogo: ¿Por Qué leer? 
			Importa, si es que los individuos van a retener alguna capacidad de 
			formarse juicios y emitir opiniones propias, que sigan leyendo por 
			su cuenta. Qué lean y cómo -bien o mal- no puede depender 
			totalmente de ellos, pero el motivo (el por qué) debe ser el interés
			propio. Uno puede leer meramente para pasar el rato o leer con 
			manifiesta urgencia, pero en definitiva siempre leerá contra reloj. Acaso los lectores de la Biblia, ésos que la recorren por sí 
			mismos, ejemplifiquen la urgencia con mayor claridad que los 
			lectores de Shakespeare, pero la búsqueda es la misma. Entre otras 
			cosas, la lectura sirve para prepararnos para el cambio, y 
			lamentablemente el cambio último es universal.
 
 Me entrego a la lectura como a una práctica solitaria más que como a 
			una empresa educativa. El modo en que leemos hoy, cuando estamos 
			solos con nosotros mismos, guarda una continuidad considerable con 
			el pasado, cualquiera sea la vía adoptada en las academias. Mi 
			lector ideal (y héroe de toda la vida) es el Dr. Samuel Johnson, que 
			conocía y expresó tanto el poder como las limitaciones de la lectura 
			incesante. Ésta, como todas las actividades de la mente, debía 
			satisfacer el principal compromiso de Johnson, que era con "lo que 
			tenemos cerca, aquello que podemos usar". Sir Francis Bacon, que 
			aportó algunas de las ideas que Johnson llevó a la práctica, dio 
			este célebre consejo: "No leáis para contradecir o impugnar, ni para 
			creer o dar por sentado, ni para hallar tema de conversación o 
			discurso, sino para sopesar y reflexionar." A Bacon y Johnson yo 
			añado un tercer sabio de la lectura, Emerson, fiero enemigo de la 
			historia y de todo historicismo, quien señaló que los mejores libros 
			"nos impresionan con la convicción de que una naturaleza escribió y 
			la misma naturaleza lee". Permítanme fundir a Bacon, Johnson y 
			Emerson en una fórmula de cómo leer: encontrar, entre lo que está 
			cerca, aquello que puede usarse para sopesar y reflexionar, y que se 
			dirige a uno como si uno compartiera la naturaleza única, libre de 
			la tiranía del tiempo. En términos pragmáticos esto significa: 
			primero encuentra a Shakespeare, y deja que él te encuentre a ti. Si 
			es que El rey Lear te encuentra plenamente, sopesa la naturaleza que 
			ambos compartís y reflexiona sobre ella; es proximidad contigo 
			mismo. No me propongo con esto ser idealista, sino pragmático. 
			Utilizar la tragedia como queja contra el patriarcado es falsificar 
			los intereses propios primordiales, sobre todo en el caso de una 
			mujer joven; lo que no es tan irónico como suena. Shakespeare, más 
			que Sófocles, es la autoridad ineludible sobre el conflicto entre 
			generaciones, y más que ningún otro lo es sobre las diferencias 
			entre mujeres y hombres. Ábrete a la 
			lectura plena de El rey Lear
			y 
			comprenderás mejor los orígenes de lo que crees que es el 
			patriarcado.
 
 En definitiva leemos -como concuerdan Bacon, Johnson y Emerson- 
			para fortalecer el sí-mismo (el self) y averiguar cuáles son sus 
			intereses auténticos. Al hecho de que experimentemos esos aumentos 
			como placer puede deberse a que los moralistas sociales, desde Platón a 
			nuestros actuales puritanos de campus, siempre hayan reprobado los 
			valores estéticos. Sin duda los placeres de la 
			lectura son más 
			egoístas que sociales. Uno no puede mejorar directamente la vida de 
			nadie leyendo mejor o más profundamente. Por tradición, la esperanza 
			social siempre ha sido que el crecimiento de la imaginación 
			individual estimulara el cuidado por los otros. Yo me mantengo 
			escéptico respecto de la esperanza social, y tomo con gran cautela 
			cualquier argumento que vincule los placeres de la lectura solitaria 
			al bien público. La pena de la lectura profesional es que sólo raras 
			veces uno recupera el placer de leer que conoció en la juventud, 
			cuando los libros eran un entusiasmo hazlittiano.
 La manera en que leemos hoy depende en parte de 
			nuestra distancia interior o exterior de las universidades, donde la 
			lectura apenas se enseña como placer, en cualquiera de los sentidos 
			profundos de la estética del placer. Abrirse a una confrontación 
			directa con Shakespeare en sus momentos más fuertes, por ejemplo en 
			El rey Lear, nunca es un placer fácil, ni en la juventud ni en la 
			vejez, y sin embargo no leer El rey Lear plenamente (es decir, sin 
			expectativas ideológicas) es ser objeto de fraude cognoscitivo y 
			estético. La niñez pasada en gran medida mirando televisión se 
			proyecta en una adolescencia frente a la computadora, y la universidad 
			recibe un estudiante difícilmente capaz de acoger la sugerencia de 
			que debemos soportar tanto el irnos de aquí como el haber llegado: 
			la madurez lo es
			todo. La lectura se desmorona, y en el mismo proceso se hace trizas 
			buena parte de la propia identidad. Todo esto es inmune a los 
			lamentos, y no hay promesas ni programas que lo remedien. Lo que ha 
			de hacerse sólo se puede llevar a cabo mediante alguna versión del 
			elitismo, y, por buenas y malas razones, en nuestra época esto es 
			inaceptable. Todavía hay en todas partes, aun en las universidades, 
			lectores solitarios jóvenes y viejos. Si existe en nuestra época una 
			función de la crítica, será la de dirigirse a la lectora y el lector 
			solitarios, que leen por sí mismos y no por los intereses que 
			supuestamente los trascienden.
 En la vida como en la 
			literatura, el valor está muy relacionado con 
			lo idiosincrático, con los excesos por los cuales se pone en marcha 
			el sentido. No es casual que los historicistas -críticos 
			convencidos de que a todos nos sobredetermina la historia de la 
			sociedad- consideren los personajes literarios como signos en una 
			página y nada más. Si no tenemos un pensamiento que sea propio, 
			Hamlet ni siquiera será un caso clínico. Si se trata de restablecer 
			la forma en que leemos hoy, paso ahora al primer principio, un 
			principio que me apropio del Dr. Johnson: Limpiate la mente de 
			jergas. El diccionario inglés dirá que "jerga" (cant), en este 
			sentido, es un lenguaje desbordante de perogrulladas piadosas, el 
			vocabulario peculiar de una secta o un aquelarre 
			(1). Dado que las 
			universidades han potenciado expresiones como "género y sexualidad" 
			o "multiculturalismo", la admonición de Johnson se convierte en: "Limpiate 
			la mente de jerga académica". Una cultura universitaria donde la 
			apreciación de la ropa interior victoriana reemplaza la apreciación 
			de Charles Dickens y Robert Browning parece la extravagancia de un 
			nuevo Nathanael West, pero es meramente la norma. Un producto 
			subsidiario de esta "poética cultural" es que no puede haber un 
			nuevo Nathanael West, pues ¿cómo podría semejante cultura académica 
			alimentar la parodia? Los poemas de nuestro clima han sido 
			reemplazados por las trusas de nuestra cultura. Los nuevos 
			Materialistas nos dicen que han recobrado el cuerpo para el 
			historicismo y afirman trabajar en nombre del Principio de Realidad. 
			La vida de la mente debe someterse a la muerte del cuerpo; pero para 
			esto poco se requieren los hurras de una secta académica.
 
 Limpiate la mente de jerga conduce al segundo principio del 
			restablecimiento de la lectura: No trates de mejorar a tu vecino ni 
			a 
			tu vecindario por las lecturas que eliges o cómo las lees. La 
			superación personal ya es un proyecto bastante considerable para la 
			mente y el espíritu de cada uno: no hay ética de la lectura. Hasta 
			tanto haya purgado su ignorancia primordial, la mente no debería 
			salir de casa; las excursiones prematuras al activismo tienen su 
			encanto, pero consumen tiempo, y nunca habrá tiempo suficiente para 
			leer. Historizar, sea el pasado o el presente, es practicar una 
			especie de idolatría, una devoción obsesiva a las cosas en el 
			tiempo. Leamos entonces bajo esa luz interior que celebró John 
			Milton y Emerson adoptó como principio de lectura. Principio que 
			bien puede ser el tercero de los nuestros: el estudioso es una vela 
			que enciende el amor y el deseo de todos los hombres. Olvidando tal 
			vez la fuente, Wallace Stevens escribió maravillosas variaciones de 
			esta metáfora; pero la frase emersoniana original articula con mayor 
			claridad el tercer principio de la lectura.
 No hay por qué temer que 
			la libertad del desarrollo como lector sea egoísta porque, si uno 
			llega a ser un verdadero lector, la respuesta a su labor lo 
			ratificará como iluminación de los otros. Cuando reflexiono sobre 
			las cartas de desconocidos que he recibido en los últimos siete u 
			ocho años, en general me conmuevo tanto que no puedo responder. Si 
			tienen un pathos para mí, radica en que a menudo trasuntan un ansia 
			de estudios literarios canónicos que las universidades desdeñan 
			satisfacer. Emerson dijo que la sociedad no puede prescindir de 
			mujeres y hombres cultivados, y proféticamente agregó: "El hogar del 
			escritor no es la universidad sino el
			pueblo." Se refería a los escritores fuertes, a los hombres y 
			mujeres representativos; a los representantes de sí mismos, y no a 
			los parlamentarios, pues la política de Emerson era la del espíritu.
 La función -olvidada en gran medida- de una educación 
			universitaria quedó captada para siempre en "El estudioso 
			americano", discurso en el que, de los deberes del docto, Emerson 
			dice: "Todos deben estar comprendidos en la confianza en sí mismo." 
			Yo tomo de Emerson mi cuarto principio de la lectura: Para leer bien 
			hay que ser un inventor. A la "lectura creativa", en el sentido de 
			Emerson, yo la llamé alguna vez "mala lectura"(2), palabra que 
			persuadió a mis oponentes de que padecía de dislexia voluntaria. La 
			ruina o el espacio en blanco que ven ellos cuando miran un poema 
			está en sus propios ojos. La confianza en sí mismo no es una 
			donación ni un atributo, sino el Segundo Nacimiento de la mente, y 
			no sobreviene sin años de lectura profunda. En estética no hay 
			patrones absolutos. Si alguien desea sostener que el ascendiente de 
			Shakespeare fue un producto del colonialismo, ¿quién se molestará en 
			refutarlo? Al cabo de cuatro siglos Shakespeare nos impregna más que 
			nunca; lo representarán en la estratósfera y en otros mundos, si se 
			llega hasta allí. No es una conspiración de la cultura occidental; 
			contiene todos los principios de la lectura y es mi piedra de toque 
			a lo largo del libro. Borges atribuyó el carácter universal de 
			Shakespeare a su aparente falta de personalidad, pero ese rasgo es 
			más bien una gran metáfora de lo que hace diferente a Shakespeare, 
			que en última instancia es poder cognoscitivo como tal. Con 
			frecuencia, aunque no siempre sabiéndolo, leemos en busca de una 
			mente más original que la nuestra.
 
 Como la ideología, sobre todo en sus versiones más superficiales, es 
			especialmente nociva para la capacidad de captar y apreciar la 
			ironía, sugiero que nuestro quinto principio para el 
			restablecimiento de la lectura sea la recuperación de lo irónico. 
			Pensemos en la inagotable ironía de Hamlet, que casi invariablemente 
			dice una cosa cuando quiere decir otra, ésta, a menudo, la opuesta de 
			la que está diciendo. Pero con este principio me acerco a la 
			desesperación, porque enseñarle a alguien a ser irónico es tan 
			difícil como instruirlo para que se haga solitario. Y sin embargo la 
			pérdida de la ironía es la muerte de la lectura y de lo que nuestras 
			naturalezas tienen de civilizado.
 
 Anduve de Tabla en Tabla
 con paso lento y prudente
 Sentía alrededor las estrellas
 En torno a mis pies el Mar
 Sabía que quizá la siguiente
 fuera la pulgada final -
 A mi precario Paso algunos
 Suelen llamarlo Experiencia
 
 Mujeres y hombres pueden caminar de maneras diferentes, pero a menos 
			que nos disciplinen todos tenemos un paso en cierto modo individual. 
			Difícilmente puede aprehenderse a Dickinson, maestra del Sublime 
			precario, si uno está muerto para sus ironías. Aquí va andando por 
			el único sendero disponible, "de tabla en tabla"; irónicamente, no 
			obstante, la lenta cautela se yuxtapone a un titanismo que le hace 
			sentir "alrededor las estrellas", aunque tenga los pies casi en el 
			mar. El hecho de ignorar si el paso siguiente será la "pulgada 
			final" le confiere ese "precario Paso" al que no da nombre, aunque 
			"algunos" lo llamen Experiencia. Dickinson había leído 
			Experiencia, el ensayo
			de Emerson -una pieza culminante, muy al modo en que De la 
			experiencia lo fuera para Montaigne- y su ironía es una respuesta 
			amable a la apertura de Emerson: "¿Dónde nos encontramos? En una 
			serie cuyos extremos desconocemos, y que para nuestra creencia no 
			existen." Para Dickinson el extremo es ignorar si el paso siguiente 
			será la pulgada final. "¡Si alguno de nosotros supiera qué estamos 
			haciendo, o hacia dónde vamos, sería mejor que lo pensáramos dos 
			veces!" El consiguiente ensueño de Emerson difiere del de Dickinson 
			en temperamento o, como dice ella, en el paso. En el ámbito de la 
			experiencia de Emerson "todas las cosas nadan y destellan", y su 
			ironía genial es muy diferente de la ironía de la precariedad de 
			Dickinson. Con todo, ninguno de los dos es un ideólogo, y en los 
			poderes rivales de sus respectivas ironías ambos perviven.
 Al final del sendero de la ironía perdida hay una pulgada última, 
			más allá de la cual el valor literario será irrecuperable. La ironía 
			es sólo una metáfora, y es difícil que la ironía de una edad 
			literaria sea la de otra; no obstante, sin un renacimiento del 
			sentido irónico se habrá perdido más que lo que llamamos "literatura 
			imaginativa". Ya parece estar perdido Thomas Mann, irónico mayor de 
			los grandes escritores de este siglo XX. No dejan de aparecer nuevas 
			biografías suyas, casi siempre reseñadas sobre la base de su homoerotismo, como si la única forma de rescatarlo para nuestro 
			interés fuera certificar su condición de homosexual, y darle así un 
			lugar en los planes de estudio universitarios. Esto no difiere mucho 
			de estudiar a Shakespeare sobre todo por su aparente bisexualidad, 
			pero los caprichos del contrapuritanismo vigente parecen no tener 
			límite. Aunque las ironías de Shakespeare, es de esperar, son las 
			más abarcadoras y dialécticas de toda la literatura occidental, su 
			arco emocional es tan vasto e intenso que no siempre median entre 
			nosotros y las pasiones de los personajes. Por lo tanto Shakespeare 
			sobrevivirá a nuestra era; perderemos sus ironías y nos aferraremos 
			a lo que quede de él. Pero en Thomas Mann cada emoción, narrativa o 
			dramática, está mediada por un esteticismo irónico; enseñar Muerte 
			en Venecia o Desorden y penas tempranas a los universitarios más 
			habituales resulta casi imposible. Cuando los autores son destruidos 
			por la historia, con toda justicia calificamos sus obras como 
			"piezas de época"; pero cuando la ideología historizada nos los 
			vuelve inaccesibles, creo que topamos con un fenómeno diferente.
 
 La ironía exige un cierto nivel de atención y la habilidad de poder 
			tener ideas antitéticas, incluso cuando éstas chocan entre sí. 
			Despojar a la lectura de ironía implica la pérdida inmediata de toda 
			disciplina y sorpresa. Busca todo aquello que te es cercano, que 
			pueda ser usado para sopesar y considerar, y muy probablemente 
			encontrarás ironía, incluso si muchos de tus profesores no saben qué 
			es ni dónde encontrarla. La ironía limpiará tu mente de la jerga de 
			los ideólogos y te ayudará a resplandecer como el estudioso de una 
			vela.
 
 Cuando uno anda por los setenta quiere tan poco leer mal como vivir 
			mal, porque el tiempo no afloja la marcha. No sé si le debemos a 
			Dios o a la naturaleza una muerte, pero la naturaleza hará su 
			cosecha de todos modos y, por cierto, a la mediocridad no le debemos 
			nada, cualquiera sea la colectividad que pretende mejorar o al menos 
			representar.
 
 Debido a que por medio siglo mi lector ideal ha sido el Dr. Samuel 
			Johnson, paso a ocuparme de mi pasaje favorito de su Prefacio a 
			Shakespeare:
 
 Éste es pues el mérito de Shakespeare, que su drama sea el espejo de 
			la vida; que aquél que ha enmarañado su imaginación siguiendo los 
			fantasmas alzados ante él por otros escritores pueda curarse de sus 
			éxtasis delirantes leyendo sentimientos humanos en lenguaje humano, 
			escenas que permitirían a un ermitaño estimar las transacciones del 
			mundo y a un confesor predecir el curso de las pasiones.
 
 Para leer sentimientos humanos en lenguaje humano hay que ser capaz 
			de leer humanamente, con toda el alma. Tenga las convicciones que 
			tenga, uno es más que una
			ideología; y Shakespeare le dice algo a la parte de sí que cada cual 
			lleve hasta él. En otras palabras: Shakespeare nos lee más 
			enteramente de lo que podemos leerlo a él, aun después de habernos 
			limpiado la cabeza de jergas. No ha habido antes ni después de él 
			otro escritor con semejante dominio de la perspectiva, ni que 
			desborde tanto cualquier contextualización que se imponga a sus 
			obras. Johnson, que percibió esto de modo admirable, nos incita a 
			permitir que Shakespeare nos cure de nuestros "éxtasis delirantes". 
			Permítanme extender a Johnson instándonos también a reconocer los 
			fantasmas que exorcizará la lectura profunda de Shakespeare. Uno de 
			ellos es la Muerte del Autor; otro es la afirmación de que el 
			yo es 
			una 
			ficción; otro más, la opinión de que los personajes literarios y 
			dramáticos son signos en una página. Un cuarto fantasma, el más 
			pernicioso, es que el 
			lenguaje piensa por nosotros.
 
 De todos modos, al fin el amor por Johnson y por la lectura me 
			aparta de la polémica para llevarme a la celebración de los muchos 
			lectores solitarios que sigo encontrando, tanto en el aula como en 
			los mensajes que recibo. Leemos a Shakespeare, Dante, Chaucer, 
			Cervantes, Dickens, y todos sus pares porque amplían la vida, y más. 
			En términos pragmáticos, se han convertido en la Bendición, ésta en 
			el verdadero sentido yahvístico de "más vida vertida en tiempo sin 
			límites." Leemos en profundidad por razones variadas, la mayoría de 
			ellas familiares: porque no podemos conocer a fondo suficientes 
			personas; porque necesitamos conocernos mejor; porque requerimos 
			conocimiento, no sólo de nosotros mismos o de otros, sino de cómo 
			son las cosas. Sin embargo el motivo más fuerte y auténtico para la 
			lectura profunda del tan maltratado canon es la búsqueda de un 
			placer difícil. Yo no patrocino precisamente una erótica-de-la-lectura, y pienso que "dificultad placentera" es una definición 
			plausible de lo Sublime; pero la búsqueda del lector sigue siendo un 
			placer más alto. Hay un Sublime del lector que me parece la única 
			trascendencia secular a nuestro alcance, si exceptuamos esa 
			trascendencia aún más precaria que llamamos "enamoramiento". Los 
			exhorto a descubrir aquello que les es realmente cercano y puede 
			utilizarse para sopesar y reflexionar. A leer profundamente, no para 
			creer, no para contradecir, sino para aprender a participar de esa 
			naturaleza única que escribe y lee.
 
 Traducción de Marcelo Cohen.
 
 Notas:
 
			1 Cant tiene, por supuesto, una acepción más esotérica que el 
			español jerga, referido a especialidades u oficios. (Nota del 
			traductor) 2 El término inglés acuñado por Bloom es 
			misreading, que también 
			puede traducirse como lectura desviada. (N. del T.)
 *Extracto del 
			libro: Cómo leer y por qué,
			Harold Bloom;
			
			
			Editorial Norma, 
			2000.
 
			
	
			
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