La bardolatría como estímulo para el desarrollo de la aritmética
En el mundo
angloparlante se admira
el genio sin parangón de un poeta, asunto que no ocurre en otros
lugares, donde los genios suelen estar más relacionados con las ciencias
naturales o incluso la ingeniería. Pero en Gran Bretaña y Estados Unidos
ninguna figura es considerada tan genial como la de Shakespeare; ni
Newton, ni Bacon, ni
Alcuino
se le
acercan en la estima de las personas educadas. Desde hace al menos tres
siglos, esas personas practican lo que desde hace un tiempo ciertos
ironistas llaman “bardolatría”.
A mediados del siglo XIX, cuando
ya se disponía de bastantes estudios sobre Shakespeare, comenzó una
carrera hacia la demostración de que era un genio de la
lengua gracias a una superioridad mensurable. Quien introdujo la
cuestión al mundo académico se llamaba F. Max Müller, y era un filólogo
especialista en
sánscrito.
Müller afirmó que el bardo tenía un vocabulario enormemente mayor que el
de sus contemporáneos, que había usado un número desmesurado de palabras
diferentes en su obra, y que había creado una cantidad gigantesca de
nuevas palabras.
Es posible conocer cuántas
palabras diferentes usó en su obra total cualquier escritor, pero antes
de las computadoras ese cálculo podía llevar años. Müller hizo el
trabajo, y llegó la conclusión de que Shakespeare usó entre 15.000 y
17.000 palabras diferentes en toda su obra. Comparó esa cifra con la de
otro gigante de la poesía británica,
Milton, de quien
afirmó que había usado 8.000 palabras diferentes en toda su obra.
Durante los últimos 150 años se mantuvo la idea, así originada, de que
Shakespeare era un genio incomparable debido a que tenía un vocabulario
extensísimo. Eso parecía confirmar una cita admirativa de Coleridge,
para quien es absurdo comparar a Shakespeare con alguien más que con
Shakespeare.
Pero en 1968 Marvin Spevack pudo
digitalizar la obra shakespeareana, basándose en las recopilaciones más
confiables, y, a través de varios programas de computadora, llegó a la
conclusión de que el poeta usó unas 31.500 palabras diferentes. La
cantidad total de palabras de toda su obra es de poco menos de 900.000. Unos años más tarde, los
estadísticos
Ronald Thisted y Bradley
Efron, de la Universidad de Stanford, calcularon que Shakespeare
conocía, pero nunca usó en sus obras, unas 35.000 palabras más. Para
llegar a este número aplicaron un razonamiento que comenzaba a usarse en
biología, que permite saber cuántas especies
no se ven
a partir de un total de especies que sí se ven en un ecosistema. Digamos
que el bardo conocía 66.500 palabras, aunque en su obra usó menos de la
mitad.
El cálculo de Spevack no tenía
en cuenta que la máquina contaba variantes de una misma palabra como
palabras diferentes, lo cual desde el punto de vista tipográfico es
correcto, pero no desde un punto de vista cognitivo. Si Shakespeare
conoce la palabra “caballo”, evidentemente puede construir la palabra
“caballos”. Lo mismo puede decirse de las diferentes conjugaciones de un
mismo verbo. Hay que aplicar alguna corrección en este caso, cosa que
hicieron algunos estudiosos en la década de 1980, y llegaron a la
conclusión de que Shakespeare usó, en el total de su obra, unas 17.000
palabras diferentes, la cifra que había estimado Müller más de un siglo
antes.
Recientemente Ward Elliot y Robert Valenza demostraron, por otra parte,
que el vocabulario de Milton (contra lo que pensaba Müller) era de unas
160.000 palabras, es decir, bastante más del doble que el de
Shakespeare. Se trata de un caso excepcional, pero demuestra que el
bardo no era especial en cuanto al número de palabras que conocía.
También
demostraron que el autor de la
Ilíada
tenía un vocabulario de unas 90.000 palabras, casi un tercio más que el
de Shakespeare, y, para aumentar la brecha, en un idioma con menos
palabras que el inglés. Al mismo tiempo, observaron un hecho trágico
para los bardólatras: los colegas contemporáneos de Shakespeare conocían
más o menos la misma cantidad de palabras que él.
El resto de los mortales
Cuando Müller escribió sus números sobre el bardo y sobre Milton, estimó
también los vocabularios de “un inglés educado”, capaz de leer con
provecho la
Biblia
(3.000 o 4.000 palabras), de “un conversador elocuente” (10.000), y de
“un trabajador rural” (300). Son números bastante alejados de la
realidad. Hoy se sabe que un niño de dos años conoce entre 500 y 1.200
palabras; un estudio sueco indica que un indigente maneja unas 26.000.
En el mundo angloparlante, la persona promedio (el inglés educado de
Müller) conoce unas 50.000 palabras, y quien tiene estudios
universitarios tiene un vocabulario de unas 75.000, lo cual supera a
Shakespeare, aunque no por mucho. En el mundo de habla hispana no se
conoce esa cifra porque a nadie se le ha ocurrido medirla.
En
Pesadilla con aire acondicionado,
Henry Miller
habla del caso. El texto de esa obra, que serviría de modelo a
En el camino
de Kerouac, fue escrito 20 años antes de que Spevack publicara su
trabajo basado en procesos de computación. Allí menciona que
Shakespeare conocía 17.000 palabras (se basaba en Müller,
probablemente), y que él sabía 75.000, pero no saca ninguna conclusión.
Miller sabía cuántas palabras conocía porque desde que existen los
diccionarios exhaustivos uno puede hacer el cálculo con mucha facilidad.
El español tiene menos palabras que el inglés. Su
diccionario
más completo (el de la Real Academia Española) contiene menos de 90.000
entradas. El
Oxford English Dictionary,
de alguna manera su equivalente, contiene 230.000. Las entradas (también
llamadas “lemas”) son palabras equivalentes a las 17.000 diferentes de
Shakespeare: no hay plurales, diminutivos ni conjugaciones verbales.
Para saber cuántas palabras diferentes conoce una persona, se hace una
selección al azar de páginas del diccionario (digamos 20 o 30), se
cuenta qué porcentaje de entradas de cada una conoce, se promedia esos
porcentajes y luego se extrapola el resultado al total del diccionario.
Mi resultado personal fue de cerca de un 80%, lo cual significa que
conozco entre 70.000 y 72.000 palabras, una cifra similar a la de un
colega angloparlante (como Miller), a pesar de que la lengua de éste sea
tres o cuatro veces más poblada de palabras. Si ese número es constante,
hablaría más de la capacidad de almacenamiento del cerebro humano que de
las características de una u otra lengua. Por supuesto, siempre habrá
casos especiales, como el de Milton.
|
Hice una rápida investigación con mi obra literaria, por comodidad: la
tengo digitalizada y puedo comparar los resultados con mi vocabulario.
Hice una comparación con las cifras de Shakespeare, porque no conozco
otras estadísticas. Obtuve un resultado un poco diferente a los números
del bardo.
En el total de mi obra (que hasta ahora tiene 500.000 palabras, contando
novelas y piezas de teatro, poco más de la mitad que la de Shakespeare),
usé aproximadamente 28.000 palabras distintas. Del total de palabras que
usó Shakespeare, menos de un 4% son distintas. De mi total usado, cerca
de un 6% son distintas. Por otra parte, Shakespeare usó casi el 50% de
las palabras que conocía; en cambio yo usé menos del 40%.
Al mismo tiempo, encontré algunas coincidencias llamativas. Mi libro
Dodecamerón
está compuesto por 160.000 palabras, pero solo 11.500 diferentes. En
180,
mi libro más reciente, que tiene unas 57.000, la cantidad de palabras
diferentes entre sí es exactamente la misma: 11.300.
Sin entrar en dolorosas observaciones acerca de la calidad, es claro que
con una misma cantidad de palabras, Shakespeare habló de muchos más
asuntos que yo, presentó mayor diversidad de caracteres, describió mucha
mayor cantidad de sentimientos, y además inventó nuevas palabras (unas
1.700, según los cálculos más recientes). Una conclusión preliminar y un
poco (aunque no demasiado) arriesgada, es que los grandes artistas son
más eficientes que el resto de la gente en términos de uso de los medios
disponibles. Yo dispongo de más palabras, pero uso menos. Por lo tanto,
desperdicio una cantidad de recursos. Al mismo tiempo, digo menos cosas
usando un porcentaje mayor de palabras diferentes.
Pero no todo tiene que ver con la eficiencia.
Ficciones,
el libro de cuentos de Borges, tiene 42.000 palabras en total, de las
cuales 9.100 son diferentes. Si Borges hubiera escrito
180
con su tasa, habría usado 1.000 palabras más que yo, casi un 10% más. Y
nadie puede decir que mi mayor eficiencia sea señal de mayor calidad
literaria.
La medición de cantidades no puede establecer
rankings.
Existen programas con los que se puede llegar incluso a medir la
complejidad sintáctica, la variedad estructural de las oraciones y
diversos aspectos de lo que en términos generales podría llamarse
originalidad y aun así no llegar a ninguna conclusión válida, porque no
será posible medir la calidad artística. Porque la calidad es resultado
de un juicio, una operación que no da números como resultado.
De qué sirve saber tantas palabras
Hasta el punto final del párrafo
anterior, escribí 1.477 palabras, de las cuales 630 son diferentes.
Parece que cuanto más breve es el texto, mayor proporción de palabras
diferentes tiene. En Dodecamerón mi tasa de palabras diferentes
es 7%. En este artículo, cien veces más breve, es 43%. Si dos datos
bastan para hacer una regla, se podría concluir que cuanto más escribe
el tipo, más dice lo mismo. Si uno usa más palabras, las repite más. De
alguna manera, entonces, termina diciendo las mismas cosas.
En un ómnibus de Montevideo
puede leerse el siguiente aviso, escrito en grandes mayúsculas en un
papel de formato A4, pegado sobre una de las ventanillas:
PARA TRASBORDAR
EN LA TERMINAL COLON
SOLO PODRA HACERSE CON LA
TARJETA STM
VALIENDO EL VIAJE UNICAMENTE
EN FORMA ELECTRONICA
Parte del mensaje permanece en
la bruma de un alquímico saber salvajemente gerundiado. ¿Qué es la forma
electrónica de un viaje? ¿A cuál de los viajes se refiere el mensaje?
¿Al que lleva a la terminal o al que parte de la terminal? ¿Por qué se
necesitan tres verbos —trasbordar, poder, hacer— para cumplir con la
acción del trasbordo, que es una sola?
¿De qué me sirve conocer 70.000 palabras si uso solo 11.000 para
escribir un libro?
¿De qué le sirve al redactor del aviso del ómnibus conocer 28.000
palabras si usa mal las 20 que necesita? Él podría haber escrito mi
libro, y yo podría haber escrito su cartel, si de números se trata.
Desde que los estudiosos se han
puesto a disecar a Shakespeare con ayuda de computadoras, los
bardólatras simplemente han cambiado de estrategia. Si antes decían
“¡Ah, Shakespeare, un genio! Nadie sabía tantas palabras como él”,
ahora pueden decir: “¡Ah, Shakespeare, un genio! Y eso que sabía las
mismas palabras que cualquiera”.
|