Más breve y a
menudo diferente en su forma, una versión oral de este texto se
presentó en un coloquio organizado por Édouard Glissant y David
Wills y realizado en la universidad del Estado de Lousiana con sede
en Baton Rouge, Estados Unidos, entre el 23 y el 25 de abril de
1992.
Con el título de “Echoes from Elsewhere/Renvois d’ailleurs”, ese
encuentro fue internacional y bilingüe. Ya se tratara de lingüística
o de literatura, de política o de cultura, debía abordar los
problemas de la francofonía fuera de Francia.
Un primer esbozo de esta comunicación ya había sido leído durante un
coloquio organizado en la Sorbona por el Colegio Internacional de
Filosofía, bajo la responsabilidad de Christine Buci-Glucksmann.
La “falta” no radica en el desconocimiento de una lengua (el
francés), sino en el no dominio de un lenguaje apropiado (en criollo
o en francés). La intervención autoritaria y prestigiosa de la
lengua francesa no hace más que fortalecer los procesos de la falta.
La reivindicación de ese lenguaje apropiado pasa por lo tanto por
una revisión crítica de la lengua francesa [...]
Esa revisión podría participar de lo que llamaríamos un
antihumanismo, en la medida en que la domesticación por la lengua
francesa se ejerce a través de una mecánica del “humanismo”.
ÉDOUARD
GLISSANT,
Le discours antillais, París, Seuil.
Allí, un nacimiento en la lengua, por entrelazamiento de nombres e
identidades que se enrollan sobre sí mismos: círculo nostálgico de
lo único. [...] Creo profundamente que, en ese relato, la lengua
misma estaba celosa.
ABDELKEBIR
KHATIBI,
Amour bilingue, París, Fata Morgana.
Imagínalo, figúrate alguien que cultivara el
francés.
Lo que se llama francés.
Y al que el francés cultivara.
Y quien, ciudadano francés por añadidura, fuera
por lo tanto un sujeto, como suele decirse, de cultura francesa.
Ahora bien, supón que un día ese sujeto de cultura francesa viniera
a decirte, por ejemplo, en buen francés: “No tengo más que una
lengua, no es la mía.”
Y aun, o además:
“Soy monolingüe.” Mi monolingüismo mora en mí y
lo llamo mi morada; lo siento como tal, permanezco en él y lo
habito. Me habita. El monolingüismo en el que respiro, incluso, es
para mí el elemento. No un elemento natural, no la transparencia del
éter, sino un medio absoluto. Insuperable, indiscutible: no puedo
recusarlo más que al atestiguar su omnipresencia en mí. Me habrá
precedido desde siempre. Soy yo. Ese
monolingüismo, para mí, soy yo.
Eso no quiere decir, sobre todo no quiere decir -no vayas a
creerlo-, que soy una figura alegórica de este animal o esta verdad,
el monolingüismo. Pero fuera de él yo no sería yo mismo. Me
constituye, me dicta hasta la ipseidad de todo, me prescribe,
también, una soledad monacal, como si estuviera comprometido por
unos votos anteriores incluso a que aprendiese a hablar. Ese
solipsismo inagotable soy yo antes que yo. Permanentemente.
Ahora bien, nunca esta lengua, la única que
estoy condenado así a hablar, en tanto me sea posible hablar, en la
vida, en la muerte, esta única lengua, ves, nunca será la mía. Nunca
lo fue, en verdad.
Adviertes de golpe el origen de mis
sufrimientos, porque esta lengua los atraviesa de lado a lado, y el
lugar de mis pasiones, mis deseos, mis plegarias, la vocación de mis
esperanzas. Pero hago mal, hago mal al hablar de atravesamiento y
lugar. Puesto que es en el borde del francés, únicamente, ni en él
ni fuera de él, sobre la línea inhallable de su ribera, donde, desde
siempre, permanentemente, me pregunto si se puede amar, gozar, orar,
reventar de dolor o reventar a secas en otra lengua o sin decir nada
de ello a nadie, sin siquiera hablar.
Pero ante todo y por añadidura, he aquí el
doble filo de una hoja aguda que quería confiarte casi sin decir
palabra, sufro y gozo con esto que te digo en nuestra lengua llamada
común:
“Sí, no tengo más que una lengua; ahora bien,
no es la mía.”
- Dices lo imposible. Tu discurso no se
sostiene. Siempre será incoherente, “inconsistent”, se diría en
inglés. Aparentemente inconsistente, en todo caso, gratuito en su
elocuencia fenoménica, porque su retórica hace lo imposible con el
sentido. Tu frase no tiene sentido, no tiene sentido común, puedes
ver cómo se desarma por sí misma. ¿Cómo podría uno tener una lengua
que no fuera la suya? Y sobre todo si se pretende, como tú insistes,
que no se tiene más que una, una sola, absolutamente sola. Formulas
una especie de testimonio solemne neciamente traído de los pelos en
una contradicción lógica. Peor, diagnosticaría tal vez el sabio ante
un caso tan grave y que se da a sí mismo por incurable, tu frase se
extirpa de sí misma en una contradicción lógica a la que se suma una
contradicción pragmática o performativa. Es un caso desesperado. En
efecto, el gesto performativo de la enunciación vendría a probar, en
acto, lo contrario de lo que pretende declarar el testimonio, a
saber, una cierta verdad. “Nunca lo fue [mía], en verdad”, te
atrevías a decir. Quien habla, el sujeto de la enunciación, tú,
claro que sí, el sujeto de la lengua francesa: lo vemos hacer lo
contrario de lo que dice. Es como si mintieras y, en el mismo
aliento, confesaras la mentira. Una mentira increíble, en
consecuencia, que arruina el crédito de tu retórica. La mentira
queda desmentida por el hecho de lo que hace, por el acto de
lenguaje. Prueba así, prácticamente, lo contrario de lo que tu
discurso pretende afirmar, probar, dar a verificar. Nunca se
terminaría de denunciar tu absurdo.
¡Ah, bien! Pero entonces, ¿por qué no se
terminaría de hacerlo? ¿Por qué persiste? Tú mismo pareces no lograr
convencerte, y multiplicas tu objeción, siempre la misma, te agotas
en la redundancia.
- Desde el momento en que dijeras que ella, la
lengua francesa -la que hablas así, aquí mismo, y que hace
inteligibles nuestras palabras, poco más o menos (por otra parte, ¿a
quién hablamos?, ¿para quién? ¿Nos traducirán alguna vez?)-, pues
bien, que no es tu lengua, cuando en realidad no tienes otra, no
sólo te encontrarás preso en esta “contradicción performativa” de la
enunciación, sino que agravarás el absurdo lógico, a decir verdad la
mentira, incluso el perjurio, dentro del enunciado. ¿Cómo podríamos
no tener más que una lengua sin tenerla, sin tenerla y que sea
nuestra? ¿La nuestra propia? ¿Y cómo saberlo, cómo pretender tener
conocimiento de ello? ¿Cómo decirlo? ¿Por qué querer compartir ese
conocimiento, desde el momento en que se alega igualmente, y en el
mismo impulso del mismo idioma, no conocer o no practicar ninguna
otra lengua?
- Alto. No vuelvas a empezar con lo mismo,
quieres. ¿A quién se dirige a menudo el reproche de “contradicción performativa”, hoy, con toda precipitación? A quienes se asombran, a
quienes se hacen preguntas, a quienes a veces se creen en la
obligación de preocuparse por ello. Algunos teóricos alemanes o
angloamericanos creyeron encontrar allí una estrategia imparable;
incluso llegan a hacer una especialidad de esta arma pueril. A
intervalos regulares, los vemos apuntar la misma crítica en
dirección a tal o cual adversario, de preferencia un filósofo de
lengua francesa. También puede suceder que algunos filósofos
franceses importen el arma o le impriman una patente nacional cuando
tienen los mismos enemigos, “enemigos del interior”. Se podrían dar
muchos ejemplos. Esta panoplia infantil no entraña más que un solo y
pobre dispositivo polémico. Su mecanismo se reduce, poco más o
menos, a esto: “¡Ah! Usted se hace preguntas con respecto a la
verdad; pues bien, en esa misma medida no cree aún en ella, impugna
su posibilidad. ¿Cómo quiere entonces que se tomen en serio sus
enunciados cuando aspiran a alguna verdad, comenzando por sus
supuestas preguntas? Lo que usted dice no es cierto porque cuestiona
la verdad, vamos, usted es un escéptico, un relativista, un
nihilista, ¡no un filósofo serio! Si sigue así, lo pondrán en un
departamento de retórica o literatura. La condena o el exilio
podrían ser más graves si insiste; lo encerrarían entonces en el
departamento de sofística, puesto que, en rigor de verdad, lo que
usted hace se funda en el sofisma y nunca está lejos de la mentira,
el perjurio o el falso testimonio. No piensa en lo que dice, quiere
extraviarnos. Y he aquí ahora que para conmovernos y ganarnos para
su causa, juega la carta del exiliado o del trabajador inmigrante;
¡usted alega, en francés, que el francés siempre le resultó una
lengua extranjera! ¡Pero vamos, si fuera cierto, ni siquiera sabría
cómo decirlo, no podría decirlo tan bien!”.
(Te hago notar un primer deslizamiento: hasta
aquí nunca hablé de “lengua extranjera”. Al decir que la única
lengua que hablo no es la mía, no dije que me fuera extranjera.
Matiz. No es exactamente lo mismo; volveremos a ello.)
Que esta escena sea vieja como el mundo o, en
todo caso, como la filosofía, es algo que no molesta a los
acusadores. Concluiremos entonces, por eufemismo, que tienen corta
la memoria. Les falta entrenamiento.
No reanimemos hoy ese debate. Tengo la cabeza
en otra parte, y aun si no hubiera tratado por otro lado, y tan a
menudo, de responder a este tipo de objeción, de todas maneras eso
no me impediría instalarme al instante y resueltamente, con toda la
imprudencia requerida, en la provocación de esa presunta
“contradicción performativa” en el momento en que ésta se envenenara
de perjurio o incompatibilidad lógica. Nada me impedirá repetir, y
firmar, a quien quiera escucharla esta declaración pública:
“Es posible ser monolingüe (yo verdaderamente
lo soy; ¿no es así?) y hablar una lengua que no es la propia.”
- Eso queda por demostrarse.
- En efecto.
- Para demostrar, en primer lugar hay que
comprender lo que se quiere demostrar, lo que se quiere decir o lo
que se quiere querer decir, lo que te atreves a pretender querer
decir allí donde, desde hace tanto tiempo, según tú, habría que
pensar un pensamiento que no quiere decir nada.
-En efecto. Pero concédeme entonces que
“demostrar” querrá decir también otra cosa, y es esa otra cosa, ese
otro sentido, esa otra escena de la demostración lo que me importa.
- Te escucho. ¿Qué quiere decir ese testimonio
que pretendes firmar?
2
- Pues bien, en principio, antes de comenzar,
arriesgaré dos proposiciones. También ellas parecerán incompatibles.
No sólo contradictorias en sí mismas, esta vez, sino
contradictorias entre sí. Toman la forma de una ley, cada vez una
ley. En consecuencia, la relación de antagonismo que esas dos leyes
mantienen entre sí cada vez la llamarás, si te gusta esa palabra que
a mí me gusta, antinomia.
- Sea. ¿Cuáles serían entonces esas dos
proposiciones? Te escucho.
- Aquí están:
1. Nunca se habla más que una sola lengua.
2. Nunca se habla una sola lengua.
Esta segunda proposición se orienta hacia lo
que mi amigo Khatibi enuncia claramente en la “Presentación” de una
obra sobre el bilingüismo, en el momento en que, en suma, define una
problemática y un programa. De modo que lo llamo en mi ayuda:
Si (como lo decimos luego que otros y con
ellos) la lengua no existe, si no hay monolingüismo absoluto, queda
por delimitar qué es una lengua materna en su división activa, y lo
que se injerta entre esa lengua y aquella a la que se dice
extranjera. Que se injerta y se pierde entre ellas, que no equivale
ni a una ni a la otra: lo incomunicable.
La bilengua, en sus efectos de palabra y
escritura.[i]
“División”, dice. “División activa.” Por ello
se escribe, he aquí, tal vez, cómo se sueña con escribir. Y he aquí
por qué -dos motivaciones más que una, una sola razón pero una razón
trabajada por la mencionada “división”-, he aquí por qué al hacerlo
uno siempre se acuerda, se inquieta, se lanza a la búsqueda de
historia y filiación. En ese lugar de celos, en ese lugar dividido
entre la venganza y el resentimiento, en ese cuerpo apasionado por
su propia “división”, antes de cualquier otra memoria, la escritura,
como por sí misma, se destina a la anamnesis.
Aun si la olvida, llama todavía a esa memoria;
ella se llama así, escritura, se llama de memoria. Una ciega pulsión
genealógica encontraría su nervio, su fuerza y su recurso en la
partición misma de esta doble ley, en la duplicidad antinómica de
esta cláusula de pertenencia:
1. Nunca se habla más que una sola lengua, o
más bien un solo idioma.
2. Nunca se habla una sola lengua, o más bien
no hay idioma puro.
- ¿Sería posible, entonces? Me pides que crea en
tu palabra. Y acabas de agregar “idioma” a “lengua”. Eso cambia
muchas cosas. Una lengua no es un idioma ni un idioma un dialecto.
- No ignoro la necesidad de esas distinciones.
Los lingüistas y los eruditos en general pueden tener buenas razones
para atenerse a ellas. No obstante, no creo que se las pueda
sostener con todo rigor, y hasta su límite extremo. Si en un
contexto siempre muy determinado no se toman en consideración
criterios externos, ya sean “cuantitativos” (antigüedad,
estabilidad, extensión demográfica del campo de palabra) o
“político-simbólicos” (legitimidad, autoridad, dominación de una
“lengua” sobre una palabra, un dialecto o un idioma), no sé dónde
pueden encontrarse rasgos internos y estructurales para distinguir
rigurosamente entre lengua, dialecto e idioma.
En todo caso, aunque lo que digo con ello
siguiera siendo problemático, siempre me colocaría en el punto de
vista desde el cual, al menos por convención entre nosotros, y
provisoriamente, esa distinción aún está suspendida. Puesto que los
fenómenos que me interesan son justamente los que desdibujan esas
fronteras, las atraviesan y por lo tanto hacen aparecer su artificio
histórico, también su violencia, es decir las relaciones de fuerza
que se concentran y en realidad se capitalizan en ellas hasta
perderse de vista. Quienes son sensibles a todo lo que está en juego
en la “criollización”, por ejemplo, lo aprecian mejor que otros.
- Acepto entonces la convención propuesta, y una
vez más, dado que quieres contar tu historia, dar testimonio en tu
nombre, hablar de lo que es “tuyo” y de lo que no lo es, no me queda
más que creer en tu palabra.
- ¿No es lo que hacemos siempre cuando alguien
habla, y por lo tanto cuando atestigua? Yo también, sí, creo en esa
antinomia; es posible: es lo que creo saber. Por experiencia, como
suele decirse, y es eso lo que querría demostrar o, más que
demostrar “lógicamente”, volver a poner en escena y recordar por la
“razón de los efectos”. Y más que recordar, recordarme. Yo mismo.
Recordarme, acordarme de mí como yo mismo.
Lo que querría recordarme a mí mismo, aquello
en lo cual querría recordarme, son los rasgos intratables de una
imposibilidad, tan imposible y tan intratable que no está lejos de
evocar una interdicción. Habría en ello una necesidad, pero la
necesidad de lo que se da como imposible-interdicto (“¡No puedes
hacer eso! ¡Claro que no! -¡Claro que sí! -¡Claro que no, si yo
fuera tú no lo haría! -¡Pero sí, si tú fueses yo, lo harías, no
harías más que eso! -¡Desde ya que no!”), y una necesidad que sin
embargo existe y obra: la traducción, otra traducción que aquella de
la que hablan la convención, el sentido común y ciertos doctrinarios
de la traducción. Puesto que este doble postulado,
- Nunca se habla más que una sola lengua...
(sí pero)
- Nunca se habla una sola lengua...,
no es únicamente la ley misma de lo que se
llama traducción. Sería la ley misma como traducción. Una ley un
poco loca, estoy dispuesto a concedértelo. Pero mira, no es muy
original y lo repetiré más adelante, siempre sospeché que la ley,
como la lengua, estaba loca o, en todo caso, que era el único lugar
y la primera condición de la locura.
Esto -que acababa de iniciarse, te acuerdas-
fue entonces un coloquio internacional. En Louisiana, que, co mo
sabes, no es cualquier lugar de Francia. Generosa hospitalidad. ¿Los
invitados? Francófonos pertenecientes, como extrañamente suele
decirse, a varias naciones, varias culturas, varios Estados. Y todos
esos problemas de identidad, como se dice tan neciamente hoy en día.
Entre todos los participantes, dos, Abdelkebir Khatibi y yo mismo,
que, además de una vieja amistad, es decir la posibilidad de tantas
otras cosas de la memoria y el corazón, comparten también un cierto
destino. Viven, en cuanto a la lengua y la cultura, en un cierto
“estado”: tienen cierto estatuto.
A ese estatuto, en lo que se denomina así y que
es verdaderamente “mi país”, se le da el título de “franco-maghrebí”.
¿Qué puede querer decir eso realmente? Te lo
pregunto a ti, que aprecias el querer decir. ¿Cuál es la naturaleza
de ese guión? ¿Qué quiere? ¿Qué es lo que es franco-maghrebí? ¿Quién
es “franco-maghrebí”?
Para saber quién es franco-maghrebí, hay que
saber qué es franco-maghrebí, qué quiere decir “franco-maghrebí”.
Pero en el otro sentido, invirtiendo la circulación del círculo y
para determinar, a la inversa, qué es ser franco-maghrebí, habría
que saber quién lo es, y sobre todo (¡oh Aristóteles!) quién es el
más franco-maghrebí. Utilicemos aquí la autoridad de una lógica cuyo
tipo, digámoslo pues, sería aristotélico: se toma como regla lo que
es “más esto o aquello” o lo que es “mejor esto o aquello”, por
ejemplo el ente por excelencia, para llegar a pensar el ser de lo
que es en general, procediendo así, en lo que se refiere al ser del
ente, de la teología a la ontología y no a la inversa (aun cuando,
me dirás, en rigor de verdad las cosas son más complicadas, pero no
es ése el tema).
Según una ley circular familiar para la
filosofía, se afirmará por lo tanto que aquel que es el más, el más
puramente o el más rigurosamente, el más esencialmente franco-maghrebí,
ése permitiría descifrar qué es ser franco-maghrebí en general. Se
descifrará la esencia del franco-maghrebí con el ejemplo
paradigmático del “más franco-maghrebí”, el franco-maghrebí por
excelencia.
En caso de suponer, además -cosa que dista de
ser segura-, que hay alguna unidad histórica entre la Francia y el
Maghreb, el “y” jamás habrá sido dado, sino únicamente prometido o
alegado. Ahí tenemos aquello de lo que, en el fondo, tendríamos que
hablar, aquello de lo que no dejamos de hablar, aun cuando lo
hagamos por omisión. El silencio de ese guión no pacifica ni
apacigua nada, ningún tormento, ninguna tortura. Nunca hará callar
su memoria. Incluso podría llegar a agravar el terror, las lesiones
y las heridas. Un guión nunca basta para ahogar las protestas, los
gritos de ira o de sufrimiento, el ruido de las armas, los aviones y
las bombas.
Planteemos entonces una hipótesis, y dejémosla
trabajar. Supongamos que, sin querer herir a Abdelkebir Khatibi, un
día, en el coloquio de Louisiana, lejos de su casa y de la mía,
lejos también de nuestra casa, le hago una declaración, respaldada
en el fiel y admirativo afecto que siento por él. ¿Qué le declararía
esta declaración pública? Esto, poco más o menos: “Querido
Abdelkebir, mira, aquí me considero como el más franco-maghrebí de
los dos, y tal vez el único franco-maghrebí. Si me equivoco, si me
engaño o engaño, pues bien, estoy seguro de que habrán de
contradecirme. Intentaré entonces explicarme o justificarme lo mejor
que pueda. Miremos a nuestro alrededor y clasifiquemos, dividamos,
procedamos por conjuntos.
A. Hay entre nosotros franceses francófonos que
no son maghrebíes: franceses de Francia, en una palabra, ciudadanos
franceses provenientes de Francia.
B. Hay también, entre nosotros, ‘francófonos’
que no son ni franceses ni maghrebíes: suizos, canadienses, belgas o
africanos de diversos países de África central.
C. Por último, entre nosotros hay maghrebíes
francófonos que no son y nunca fueron franceses; entendamos con ello
ciudadanos franceses: por ejemplo, tú y otros marroquíes, o los
tunecinos.
Ahora bien, mira, yo no pertenezco a ninguno de
esos conjuntos claramente definidos. Mi ‘identidad’ no se incluye en
ninguna de esas tres categorías. ¿Dónde debería clasificarme,
entonces? ¿Y qué taxonomía inventar?
Mi hipótesis, por lo tanto, es que tal vez soy
aquí el único, el único que puede decirse a la vez maghrebí (lo que
no es una ciudadanía) y ciudadano francés. Uno y lo otro a la vez. Y
más aún, uno y lo otro de nacimiento. El nacimiento, la nacionalidad
por nacimiento, la cultura natal: ¿acaso no es ése nuestro tema
aquí? (Algún día habrá que consagrar otro coloquio a la lengua, la
nacionalidad, la pertenencia cultural por la muerte, por la
sepultura esta vez, y comenzar con el secreto de Edipo en Colono:
todo el poder que ese ‘extranjero’ posee sobre los ‘extranjeros’ en
lo más secreto del secreto de su lugar postrero, un secreto que él
guarda o confía al cuidado de Teseo a cambio de la salvación de la
ciudad y de las generaciones venideras, un secreto que no obstante
niega a sus hijas, al privarlas hasta de sus lágrimas y de un justo
‘trabajo de duelo’.)
¿No hemos convenido hablar aquí de la lengua
llamada materna, y del nacimiento en cuanto al suelo, el nacimiento
en cuanto a la sangre y -lo que quiere decir algo muy distinto- el
nacimiento en cuanto a la lengua? ¿Y de las relaciones entre el
nacimiento, la lengua, la cultura, la nacionalidad y la ciudadanía?
Que mi ‘caso’ no se incluye en ninguno de los
tres conjuntos representados entonces, tal fue al menos mi
hipótesis. ¿No era también la única justificación de mi presencia,
si había una, en ese coloquio?”.
Esto es, poco más o menos, lo que habría
comenzado por declarar a Abdelkebir Khatibi.
Lo que sin duda quieres escuchar en este
momento es al menos la historia que yo me cuento, la que querría
contarme o la que, tal vez en razón del signo, de la escritura y de
la anamnesis, también en respuesta al título de ese encuentro, al
título de los Ecos de otra parte o los Echoes from Elsewhere,
reduzco indudablemente a una pequeña fábula.
Si en verdad confesé la sensación de ser aquí,
o allá, el único franco-maghrebí, eso no me autorizaba a hablar en
nombre de nadie, y menos aún de alguna entidad franco-maghrebí cuya
identidad sigue estando justamente en cuestión. Llegaremos a ello
porque, en mi caso, todo esto dista de ser claro.
Nuestra cuestión es siempre la identidad. ¿Qué
es la identidad, ese concepto cuya transparente identidad consigo
misma siempre se presupone dogmáticamente en tantos debates sobre el
monoculturalismo o el multiculturalismo, sobre la nacionalidad, la
ciudadanía, la pertenencia en general? Y antes que la identidad del
sujeto, ¿qué es la ipsidad? Ésta no se reduce a una capacidad
abstracta de decir “yo” [je], a la que siempre habrá precedido. Tal
vez signifique en primer lugar el poder de un “yo puedo”, más
originario que el “yo” [“je”], en una cadena donde el “pse” de ipse
ya no se deja disociar del poder, el dominio o la soberanía del
hospes (me refiero aquí a la cadena semántica en obra tanto en la
hospitalidad como en la hostilidad: hostis, hospes, hosti-pet, posis,
despotes, potere, potis sum, possum, pote est, potest, pot sedere,
possidere, compos, etcétera).[ii]
Ser franco-maghrebí, serlo “como yo [moi]”, no
es principalmente -sobre todo no es- un añadido o una riqueza de
identidades, atributos o nombres. Antes bien, delataría, en
principio, un trastorno de la identidad.
Tienes que reconocer en esta expresión,
“trastorno de la identidad”, toda su gravedad, sin excluir sus
connotaciones psicopatológicas o sociopatológicas. Para presentarme
como franco-maghrebí, hice alusión a la ciudadanía. La ciudadanía,
como es sabido, no define una participación cultural, lingüística o
histórica en general. No engloba todas esas pertenencias. Pero no es
sin embargo un predicado superficial o superestructural que flota en
la superficie de la experiencia.
Sobre todo cuando esta ciudadanía es de uno a
otro extremo precaria, reciente, amenazada, más artificial que
nunca. Es “mi caso”, la situación, a la vez típica y singular, de la
que querría hablar. Y en especial, cuando en el curso de su vida uno
obtuvo esta ciudadanía, lo que tal vez les sucedió a varios
norteamericanos presentes en ese coloquio, pero también, y en primer
lugar, cuando en el curso de su vida la perdió, cosa que seguramente
no le sucedió a casi ningún norteamericano. Y si bien algún día tal
o cual individuo sufrió el retiro de la ciudadanía misma (que es más
que un pasaporte, una “cédula verde”, una elegibilidad o un derecho
electoral), ¿le pasó eso alguna vez a un grupo en cuanto tal? No
aludo, desde luego, a tal o cual grupo étnico que produce una
secesión, que un día se libera de otro Estado-Nación o que abandona
una ciudadanía para darse otra, en un Estado recién instituido. Hay
demasiados ejemplos de esta mutación.
No, hablo de un conjunto “comunitario” (una
“masa” que agrupa a decenas o centenares de miles de personas), un
grupo supuestamente “étnico” o “religioso” que, en cuanto tal, se ve
un día privado de su ciudadanía por obra de un Estado que, con la
brutalidad de una decisión unilateral, se la quita sin pedirle su
opinión y sin que dicho grupo recupere alguna otra nacionalidad.
Ninguna otra.
Pues bien, yo pasé por eso. Con otros, perdí y
recuperé la ciudadanía francesa. La perdí durante varios años sin
tener otra. Ni la más mínima, sabes. Yo no había pedido nada. Al
principio, prácticamente no supe que me la habían quitado, en todo
caso en la forma legal y objetiva del saber con que lo expongo aquí
(porque, por desgracia, lo supe claramente de otra manera). Y luego,
un día, un “buen día”, sin que, una vez más, hubiera pedido nada, y
demasiado joven aún para saberlo con un saber propiamente político,
recuperé la susodicha ciudadanía. El Estado, al que yo nunca le
hablé, me la había devuelto. El Estado, que ya no era el “Estado
francés” de Pétain, volvía a reconocerme. Era en 1943, creo, y yo
todavía no había ido nunca “a Francia”, nunca me había entregado a
ella.*
Una ciudadanía, por esencia, no crece así como
así. No es natural. Pero su artificio y su precariedad aparecen con
más claridad, como en el relámpago de una revelación privilegiada,
cuando la ciudadanía se inscribe en la memoria de una adquisición
reciente: por ejemplo la ciudadanía francesa otorgada a los judíos
de Argelia por el decreto Crémieux en 1870. O incluso en la memoria
traumática de una “degradación”, una pérdida de la ciudadanía; por
ejemplo la pérdida de la ciudadanía francesa, en el caso de los
mismos judíos de Argelia, menos de un siglo después.
Eso fue lo que sucedió, en efecto, “bajo la
Ocupación”, como suele decirse.
Sí, “como suele decirse”, porque en rigor de
verdad es una leyenda. Argelia nunca estuvo ocupada. Con esto
quiero decir que si alguna vez lo estuvo, no fue ciertamente por el
Ocupante alemán. El retiro de la ciudadanía francesa a los judíos de
Argelia, con todo lo que siguió, fue obra exclusiva de los
franceses. Éstos lo decidieron por su cuenta, en su cabeza; debían
haberlo soñado desde siempre, y solos lo pusieron en vigor.
Yo era muy joven en ese momento, sin duda no
comprendía muy bien -ya no comprendía muy bien- qué quiere decir la
ciudadanía y la pérdida de ciudadanía. Pero no dudo de que la
exclusión -por ejemplo de la escuela garantizada a los jóvenes
franceses- puede tener una relación con ese trastorno de la
identidad del que te hablaba hace un instante. No dudo tampoco de
que esas “exclusiones” terminan por dejar su marca en esta
pertenencia o no pertenencia de la lengua, en esta afiliación a la
lengua, en esta asignación a lo que se llama con toda tranquilidad
una lengua.
Pero, ¿quién la posee, exactamente? ¿Y a quién
posee? ¿Está la lengua alguna vez en posesión, una posesión
poseedora o poseída? ¿Poseída o poseedora en propiedad, como un bien
propio? ¿Qué hay con ese “estar en casa” en la lengua, hacia el cual
no dejaremos de volver?
Acabo de subrayarlo: la ablación de la
ciudadanía duró dos años pero, stricto sensu, no se produjo “bajo
la Ocupación”. Fue una operación francofrancesa; debería decirse
incluso un acto de la Argelia francesa en ausencia de toda ocupación
alemana. En Argelia nunca se vio un solo uniforme alemán. Ninguna
coartada, ninguna denegación, ninguna ilusión posible: era imposible
hacer recaer en un ocupante extranjero la responsabilidad de esa
exclusión.
Fuimos rehenes permanentes de los franceses; me
queda algo de eso, por más que viaje mucho.
Y lo repito, no sé si en la historia de los
Estados-Nación modernos hay otros ejemplos de una privación
semejante de la ciudadanía, decretada para decenas y decenas de
miles de personas a la vez. A partir de octubre de 1940, con la
derogación del decreto Crémieux del 24 de octubre de 1870, la misma
Francia, el Estado francés en Argelia, el “Estado francés”
legalmente constituido (¡por la Cámara del Frente Popular!), como
consecuencia del acto parlamentario que ya conocemos, negaba la
identidad francesa -o más bien la retomaba- a aquellos cuya memoria
colectiva seguía acordándose o recién acababa de olvidar que les
había sido prestada la víspera y que no había dejado de provocar,
menos de medio siglo antes (1898), sangrientas persecuciones y
comienzos de pogroms. Lo que no impidió, de todas maneras, una
“asimilación” sin precedentes: profunda, rápida, afanosa,
espectacular. En dos generaciones.
Ese “trastorno de la identidad”, ¿favorece o
inhibe la anamnesis? ¿Aguza el deseo de memoria o llena de
desesperanza al fantasma genealógico? ¿Refrena, reprime o libera?
Todo a la vez, sin duda; y habría en ello otra versión, la otra
vertiente de la contradicción que nos puso en marcha. Y que nos hace
correr hasta perder el aliento o la cabeza.
Bajo este título, el monolingüismo del otro,
figurémonos. Esbocemos una figura. No tendrá más que un vago
parecido conmigo mismo y con el género de anamnesis autobiográfica
que siempre parece de rigor cuando uno se expone en el espacio de la
relación. Entendamos “relación” en el sentido de la narración, por
ejemplo del relato genealógico, pero también, más en general, con el
que Édouard Glissant dota a este término cuando habla de la
Poétique de la Relation [Poética de la relación], lo mismo que
podría hablarse de una política de la relación.
Así, pues, me atrevo a presentarme aquí a ti,
ecce homo, parodia, como el franco-maghrebí ejemplar, pero
desarmado, con acentos más ingenuos, menos cuidados, menos pulidos.
Ecce homo, ya que verdaderamente se trataría de una “pasión” -no
hace falta sonreír-, el martirio del franco-maghrebí que al nacer,
desde el nacimiento pero también de nacimiento, en el otro lado, el
suyo, en el fondo no escogió ni comprendió nada, y que aún sufre y
testimonia.
En cuanto al valor tan enigmático de la
atestación, incluso de la ejemplaridad en el testimonio, he aquí una
primera pregunta, sin duda la más general. ¿Qué pasa cuando alguien
llega a describir una “situación” presuntamente singular, la mía por
ejemplo, a describirla dando testimonio de ella en unos términos que
la superan, en un lenguaje cuya generalidad asume un valor en cierta
forma estructural, universal, trascendental u ontológico? ¿Cuando
cualquier recién llegado sobreentiende: “Lo que vale para mí,
irreemplazablemente, vale para todos. La sustitución está en curso,
ya se ha efectuado, cada uno puede decir, para sí y de sí, lo mismo.
Basta con escucharme, soy el rehén universal”?
¿Cómo describir esta vez, entonces, cómo
designar esta única vez? ¿Cómo determinar esto, un esto singular
cuya unicidad obedece justamente al mero testimonio, al hecho de que
ciertos individuos, en ciertas situaciones, atestiguan los rasgos de
una estructura que, empero, es universal, la revelan, la indican, la
dan a leer “más en carne viva”, más en carne viva como suele decirse
y porque se dice sobre todo de una herida, más en carne viva y mejor
que otros, y a veces únicos en su género? ¿Únicos en un género que
-cosa que además lo hace más increíble- se vuelve a su vez ejemplo
universal, cruzando y acumulando así las dos lógicas, la de la
ejemplaridad y la del huésped como rehén?
- No es eso lo que más me asombra. Puesto que no
se puede dar testimonio más que de lo increíble. En todo caso, de lo
que solamente puede ser creído, de lo que, tras pasar por alto la
prueba, la indicación, la constatación, el saber, apela únicamente a
la creencia, por lo tanto a la palabra dada. Cuando uno pide que
crean en su palabra, ya está, quiéralo o no, sépalo o no, en el
orden de lo que solo es creíble. Se trata siempre de lo que se
ofrece a la fe, que exige la fe, de lo que es únicamente “creíble” y
por ende tan increíble como un milagro. Increíble por ser solamente
“acreditable”. El mismo orden de la atestación da testimonio de lo
milagroso, de lo creíble increíble: de lo que hay que creer de todos
modos, creíble o no. Tal es la verdad que invoco y en la cual hay
que creer, aun, y sobre todo, si miento o perjuro. Esa verdad supone
la veracidad, incluso en el falso testimonio, y no a la inversa.
- Sí, y lo que lo hace más increíble, decía yo,
es que tales individuos atestiguan así en una lengua que hablan, es
cierto, que se las arreglan para hablar, de cierta manera y hasta
cierto punto...
-... de cierta manera y hasta cierto punto,
como debe decirse de toda práctica de la lengua...
-... pero que ellos hablan, presentándola, en
esa lengua misma, como la lengua del otro. Tal habrá sido la
experiencia, esta vez, cuando la mayoría de nosotros hablábamos
inglés en esa reunión. ¿Pero cómo podría hacerlo yo mismo, aquí
mismo, al hablarte en francés? ¿Con qué derecho?
Un ejemplo. ¿Qué hice hace un rato, al
pronunciar una frase como “no tengo más que una lengua, no es la
mía”, o bien “nunca se habla más que una sola lengua”? ¿Qué quise
hacer al proseguir más o menos así: “Por lo tanto, no hay
bilingüismo o plurilingüismo”? ¿O también -con lo que multiplicaba
las contradicciones-, “nunca se habla una sola lengua”, por lo tanto
“no hay más que plurilingüismo”? Otras tantas afirmaciones en
apariencia contradictorias (no hay X, no hay más que X), otras
tantas aseveraciones cuyo valor universal, sin embargo, creo que
sería verdaderamente capaz de demostrar si me dieran tiempo para
hacerlo. Cualquiera debe poder decir “no tengo más que una sola
lengua y (ahora bien, pero, en lo sucesivo, permanentemente) no es
la mía”.
Una estructura inmanente de promesa o deseo,
una espera sin horizonte de espera informa toda palabra. Desde el
momento en que hablo, aun antes de formular una promesa, una espera
o un deseo como tales, y allí donde todavía no sé qué me sucederá o
qué me espera al final de una frase, ni quién ni lo que espera quién
o qué, me encuentro en esta promesa o esta amenaza, que reúne desde
ese momento la lengua, la lengua prometida o amenazada, prometedora
hasta la amenaza y viceversa, así reunida en su misma diseminación.
Habida cuenta de que los sujetos competentes en varias lenguas
tienden a hablar una sola lengua, allí mismo donde ésta se desmembra,
y porque ella no puede sino prometer y prometerse amenazando
desmembrarse, una lengua no puede por sí misma más que hablar de sí
misma. Sólo se puede hablar de una lengua en esa lengua. Aunque sea
poniéndola fuera de sí misma.
Lejos de cerrar lo que fuere, este solipsismo
condiciona el dirigirse al otro, da su palabra o más bien da la
posibilidad de dar su palabra, da la palabra dada en la experiencia
de una promesa amenazante y amenazada:[iii] monolingüismo y
tautología, imposibilidad absoluta de metalenguaje. Imposibilidad de
un metalenguaje absoluto, al menos, pues unos efectos de
metalenguaje, efectos o fenómenos relativos, a saber, relevos de
metalenguaje “en” una lengua, ya introducen en ella la traducción,
la objetivación en curso. Dejan temblar en el horizonte, visible y
milagroso, espectral pero infinitamente deseable, el espejismo de
otra lengua.
- Lo que me cuesta entender es todo ese léxico
del tener, el hábito, la posesión de una lengua que sería o no sería
la de uno, la tuya por ejemplo. Como si aquí el pronombre y el
adjetivo posesivos estuvieran, en lo que se refiere a la lengua,
proscriptos por la lengua.
- Del lado de quien habla o escribe la susodicha
lengua, esa experiencia de solipsismo monolingüe nunca es de
pertenencia, de propiedad, de facultad de control, de pura “ipsidad”
(hospitalidad u hostilidad), cualquiera sea su tipo. Si el “no
dominio de un lenguaje apropiado” del que habla Édouard Glissant
califica en primer lugar, más literal y sensiblemente, situaciones
de alienación “colonial” o de servidumbre histórica, esta
definición, siempre que se le impriman las inflexiones requeridas,
también lleva mucho más allá de esas condiciones determinadas. Vale
también para lo que se llamaría la lengua del amo, del
hospes o del
colono.
Muy lejos de disolver la especificidad, siempre
relativa, por más cruel que sea, de las situaciones de opresión
lingüística o expropiación colonial, esta universalización prudente
y diferenciada debe dar cuenta -diría incluso que es la única que
puede hacerlo- de la posibilidad determinable de una servidumbre y
una hegemonía. Y aun de un terror en las lenguas (existe, leve,
discreto o escandaloso, un terror en las lenguas; es nuestro tema).
Puesto que contrariamente a lo que la mayor parte de las veces uno
se siente tentado a creer, el amo no es nada. Y no tiene nada que le
sea propio. Porque no es propia del amo, no posee como propio,
naturalmente, lo que no obstante llama su lengua; porque, no importa
qué quiera o haga, no puede mantener con ella relaciones de
propiedad o identidad naturales, nacionales, congénitas,
ontológicas; porque sólo puede acreditar y decir esta apropiación en
el curso de un proceso no natural de construcciones político-fantasmáticas;
porque la lengua no es su bien natural, por eso mismo,
históricamente puede, a través de la violación de una usurpación
cultural -vale decir, siempre de esencia colonial-, fingir que se
apropia de ella para imponerla como “la suya”. Ésa es su creencia, y
él quiere hacerla compartir por la fuerza o la astucia, quiere hacer
que crean en ella, como en el milagro, por la retórica, la escuela o
el ejército. Le basta con hacerse oír por cualquier medio, hacer que
funcione su “speech act”, crear las condiciones para ello, para ser
“feliz” (“felicitous”, lo que en ese código quiere decir eficaz,
productivo, eficiente, generador del acontecimiento buscado, pero a
veces cualquier cosa menos “feliz”), y la jugada está hecha o, en
todo caso, se habrá hecho una primera jugada.
La liberación, la emancipación, la revolución
serán necesariamente la segunda jugada. Ésta liberará de la primera
al confirmar su herencia mediante su interiorización, su
reapropiación, pero sólo hasta cierto punto, pues mi hipótesis es
que nunca hay apropiación o reapropiación absoluta. Dado que no hay
propiedad natural de la lengua, ésta no da lugar más que a la furia
apropiadora, a los celos sin apropiación. La lengua habla estos
celos, la lengua no es más que los celos desatados. Se toma su
revancha en el corazón de la ley. De la ley que, por otra parte, es
ella misma -la lengua-, y loca. Loca por sí misma. Loca de atar.
(Como esto es obvio, y no merece aquí un
desarrollo demasiado largo, recordemos con una palabra, al pasar,
que ese discurso sobre la ex-apropiación de la lengua, más
precisamente de la “marca”, da acceso a una política, un derecho y
una ética; incluso es -atrevámonos a decirlo- el único que puede
hacerlo, cualesquiera sean los riesgos, y justamente porque el
equívoco indecidible corre sus riesgos y por lo tanto apela a la
decisión, allí donde, antes de todo programa e incluso de toda
axiomática, ella condiciona el derecho y los límites de un derecho
de propiedad, de un derecho a la hospitalidad, de un derecho a la
ipseidad en general, al “poder” del hospes mismo, amo y poseedor, y
en particular de sí mismo, ipse, compos, ipsissimus,
despotes,
potior, possidere, para citar desordenadamente los pasajes de una
cadena reconstruida por Benveniste, de la que antes hablé.)
De manera tal que el “colonialismo” y la
“colonización” no son más que relieves, traumatismo sobre
traumatismo, sobrepuja de violencia, arrebato celoso de una
colonialidad esencial, como lo indican los dos nombres, de la
cultura. Una colonialidad de la cultura y sin duda también de la
hospitalidad, cuando ésta se condiciona y autolimita en una ley,
aunque sea “cosmopolita”, como lo quería el Kant de la paz perpetua
y el derecho universal a la hospitalidad.
Cualquiera debe poder declarar bajo juramento,
entonces: no tengo más que una lengua y no es la mía, mi lengua
“propia” es una lengua inasimilable para mí. Mi lengua, la única que
me escucho hablar y me las arreglo para hablar, es la lengua del
otro.
Como la “falta”, esta “alienación” permanente
parece constitutiva. Pero no es ni una falta ni una alienación, no
le falta nada que la preceda o la siga y no aliena ninguna ipseidad,
ninguna propiedad, ningún sí mismo [soi] que alguna vez haya podido
representar su vigilia. Aunque esta conminación declara en mora
permanentemente,[iv] ninguna otra cosa “está allí”, nunca, para
velar su pasado o su futuro. Esta estructura de alienación sin
alienación, esta alienación inalienable no es solamente el origen de
nuestra responsabilidad sino que estructura lo propio y la propiedad
de la lengua. Instituye el fenómeno del escucharse-hablar para
querer-decir. Pero es preciso decir aquí que es el fenómeno como
fantasma. Hagamos referencia por lo pronto a la afinidad semántica y
etimológica que asocia el fantasma al pháinesthai, a la
fenomenalidad, pero también a la espectralidad del fenómeno.
Phantasma es también el fantasma, el doble o el aparecido. Allí
estamos.
- ¿En eso estamos, quieres decir?
- En leernos y entendernos como se debe, aquí...
- ¿Aquí?
-... o allá; ¿quién se atreverá a hacer creer
lo contrario? ¿Quién tendría el coraje de pretender probarlo? Por el
hecho de que estemos aquí en un elemento cuya fantasmaticidad
espectral no puede reducirse en ningún caso, la realidad del terror
político e histórico no por ello se ve mitigada; al contrario.
Puesto que hay situaciones, experiencias, sujetos que están
justamente en situación (¿pero qué quiere decir situar en este
caso?) de dar ejemplarmente testimonio de ello. Esta ejemplaridad ya
no se reduce simplemente a la del ejemplo en una serie. Sería más
bien la ejemplaridad -remarcante y remarcante- que da a leer de
manera más fulgurante, intensa, incluso traumática, la verdad de
una necesidad universal. La estructura aparece en la experiencia de
la herida, de la ofensa, de la venganza y de la lesión. Del terror.
Acontecimiento traumático porque aquí se trata nada menos que de
golpes y heridas, de cicatrices, a menudo de crímenes, a veces de
asesinatos colectivos. Es la realidad misma, el alcance de toda ferancia [férance], de toda referencia como diferencia [différance].
¿Qué estatuto asignar a partir de ello a esta
ejemplaridad de re-marca? ¿Cómo interpretar la historia de un
ejemplo que permite re-inscribir, directamente sobre el cuerpo de
una singularidad irreemplazable, para darla así a remarcar, la
estructura universal de una ley?
Problema abismal, ya, que no podríamos tratar
aquí, en lo que tiene de clásico. Al menos hay que poner de relieve,
pero desde el abismo, una posibilidad que no dejará de complicar el
reparto de las cartas o el plegado, de comprometer al pliegue en la
diseminación, como diseminación. Puesto que es justamente como un
pensamiento de lo único, y no de lo plural -como se creyó con
demasiada frecuencia- como se presentó no hace mucho un pensamiento
de la diseminación en un pensamiento plegable del pliegue, y plegado
al pliegue.[v] Debido a que existe el pliegue de una re-marca
semejante, la réplica o la re-aplicación de lo cuasi trascendental o
lo cuasi ontológico en el ejemplo fenoménico, óntico o empírico, y
en el fantasma mismo, allí donde éste supone la huella en la lengua,
estamos justamente obligados a decir a la vez “nunca se habla más
que una sola lengua” y “nunca se habla una sola lengua”, o bien “yo
no hablo más que una sola lengua (y, pero, ahora bien), no es la
mía”.
Puesto que, ¿no es la experiencia de la lengua
(o más bien, antes de todo discurso, la experiencia de la marca, de
la re-marca o del margen), justamente, lo que hace posible y
necesaria esta articulación? ¿No es lo que da lugar a esta
articulación entre la universalidad trascendental u ontológica y la
singularidad ejemplar o testimonial de la existencia martirizada?
Cuando evocamos aquí las nociones aparentemente abstractas de la
marca o de la re-marca, pensamos también en los estigmas. El terror
se ejerce al precio de heridas que se inscriben directamente en el
cuerpo. Hablamos aquí de martirio y pasión, en el sentido estricto y
casi etimológico de estos términos. Y cuando aludimos al cuerpo,
nombramos tanto el cuerpo de la lengua y la escritura como lo que
hace una cosa del cuerpo. Apelamos por lo tanto a lo que se denomina
con tanta ligereza el cuerpo propio y se ve afectado por la misma
ex-apropiación, la misma “alienación” sin alienación, sin propiedad
perdida para siempre o de la que nunca se reapropiará.
Nunca: ¿escuchas esa palabra en nuestra lengua?
¿Y sin? Sin comprender nunca, ¿escuchas? He aquí lo que hay que
demostrar en lo sucesivo en la escena así construida.
¿En qué aspecto puede la pasión de un mártir
franco-maghrebí dar testimonio, por lo tanto, de ese destino
universal que nos asigna a una sola lengua pero nos prohibe su
apropiación, prohibición que se liga a la esencia misma de la lengua
o más bien de la escritura, la marca, el pliegue de la re-marca?
- Vaya manera bien abstracta de contar una
historia, esta fábula que tú llamas celosamente tu historia, y que
sería solamente la tuya.
- En su concepción corriente, la anamnesis
autobiográfica presupone la identificación. No la identidad,
justamente. Una identidad nunca es dada, recibida o alcanzada; no,
sólo se sufre el proceso interminable, indefinidamente fantasmático
de la identificación. Cualquiera sea la historia de un retorno a uno
mismo o a su hogar [chez soi], a la “choza” del chez-soi (chez es la
casa),* se trate de una odisea o un Bildungsroman, de cualquier
manera que se fabule una constitución del sí mismo [soi], del
autos, del ipse, uno siempre se figura que aquel o aquella que
escribe debe saber ya decir yo [je]. En todo caso, ya, o en lo
sucesivo, tiene que estar asegurada la modalidad identificadora:
segura de la lengua y en la lengua. Es preciso, se estima, que esté
resuelta la cuestión de la unidad de la lengua, y dado el Uno de la
lengua en sentido estricto o amplio, un sentido amplio que se
extenderá hasta incluir todos los modelos y todas las modalidades
identificatorias, todos los polos de proyección imaginaria de la
cultura social. Allí, cada región está representada como
configuración, la política, la religión, las artes, la poesía y las
letras, la literatura en sentido estricto (moderno). Ya hay que
saber en qué lengua yo [je] se dice, yo me digo. Se alude aquí tanto
al yo pienso como al yo [je] gramatical o lingüístico, al yo [moi]
o al nosotros en su estatuto identificatorio, tal como lo esculpen
figuras culturales, simbólicas, socioculturales. Desde todos los
puntos de vista, que no son sólo gramaticales, lógicos, filosóficos,
se sabe claramente que el yo [je] de la anamnesis llamada
autobiográfica, el yo-me [je] del yo me acuerdo, se produce y se
profiere de manera diferente según las lenguas. Nunca las precede;
por lo tanto, no es independiente de la lengua en general. He aquí
algo bien conocido pero rara vez tomado en consideración por quienes
abordan la autobiografía en general, ya este género sea literario o
no y, por otra parte, ya se lo considere un género o no.
Ahora bien, sin siquiera adentrarnos aquí hasta
el fondo sin fondo de las cosas, tal vez deberíamos atenernos a una
sola consecuencia. Ella concierne a lo que durante el coloquio fue
nuestro lugar común, a partir de su mismo título, a saber, el otra
parte y la remisión, suponiendo que alguna vez puedan dar un lugar
común. El yo [je] en cuestión se formó sin duda -es posible
creerlo-, si al menos pudo hacerlo y si el trastorno de la identidad
del que hablábamos hace un rato no afecta precisamente la
constitución misma del yo [je], la formación del decir-yo, del yo [moi]-yo
[je] o la aparición, como tal, de una ipseidad preegológica. Ese yo
[je] se habría formado, entonces, en el sitio de una situación
inhallable, que siempre remite a otra parte, a otra cosa, a otra
lengua, al otro en general. Se habría situado en una experiencia
insituable de la lengua, de la lengua en el sentido amplio, por
ende, de esta palabra.
Esta experiencia no fue ni monolingüe ni
bilingüe ni plurilingüe. No fue ni una ni dos ni dos + n. En todo
caso, no había yo [je] pensable o pensante antes de esta situación
extrañamente familiar y propiamente impropia (uncanny, unheimlich)
de una lengua innumerable.
Es imposible contar las lenguas: eso es lo que
quería sugerir. No hay posibilidad de cálculo, desde el momento en
que el Uno de una lengua, que escapa a toda contabilidad aritmética,
nunca es determinado. El Uno de la monolengua de la que hablo, y del
que hablo, no será por lo tanto una identidad aritmética y ni
siquiera una identidad a secas. La monolengua sigue siendo
incalculable, entonces, al menos en ese rasgo. Pero el que las
lenguas parezcan estrictamente innumerables no les impide
desaparecer a todas. Durante este siglo, cada día, se hunden por
centenares, y esta perdición da acceso a la cuestión de otro
salvataje u otra salvación. Para hacer otra cosa que archivar los
idiomas (lo que a veces hacemos científicamente, si no
suficientemente, en una urgencia cada vez más apremiante), ¿cómo
salvar una lengua? ¿Una lengua viva y “salva”?
¿Qué pensar de esta nueva soteriología? ¿Es
buena? ¿En nombre de qué? ¿Y si, para salvar a unos hombres perdidos
en su lengua, para liberar a los hombres mismos, excepción hecha de
su lengua, valiera más la pena renunciar a ésta, renunciar al menos
a las mejores condiciones de supervivencia “a cualquier precio” de
un idioma? ¿Y si valiera más la pena salvar a unos hombres que a su
idioma, allí donde, ¡ay!, hubiera que elegir? Pues vivimos un tiempo
en que a veces se plantea esta pregunta. En la tierra de los hombres
de hoy, algunos deben ceder a la homo-hegemonía de las lenguas
dominantes, deben aprender la lengua de los amos, el capital y las
máquinas, deben perder su idioma para sobrevivir o para vivir mejor.
Economía trágica, consejo imposible. No sé si la
salvación-salutación al otro supone la salvación-salutación del
idioma. Volveremos a hablar de ello, así como de esta palabra
extraña en francés, el salut.**
Volvamos a empezar, entonces.
Lo que digo, el que digo, ese yo [je] del que
hablo, en una palabra, es alguien -según me acuerdo, poco más o
menos- a quien le fue interdicto el acceso a toda lengua no francesa
de Argelia (árabe dialectal o literario, berebere, etcétera). Pero
ese mismo yo [je] es además alguien a quien también le fue
interdicto el acceso al francés. De otra manera, aparentemente
indirecta y perversa. De otra manera, es cierto, pero igualmente
interdicto. Mediante una interdicción que, por eso mismo, prohibía
el acceso a las identificaciones que permiten la autobiografía
sosegada, las “memorias” en el sentido clásico.
¿En qué lengua escribir memorias, cuando no
hubo lengua materna autorizada? ¿Cómo decir un “yo me acuerdo” que
valga cuando hay que inventar la lengua y el yo [je], inventarlos al
mismo tiempo, más allá de ese despliegue, ese desencadenamiento de
la amnesia que desató la doble interdicción?
- ¿Despliegue desatado de una interdicción? Qué
lengua extraña usas para esto; también para esto, en realidad...
- Despliegue desatado, puesto que aquí es
conveniente pensar en tensiones y juegos de fuerza, en la physis
celosa, vengadora, oculta, en el furor generador de esta represión;
y es por eso que, en cierto modo, esta amnesia sigue activa,
dinámica, potente, otra cosa que un simple olvido. La interdicción
no es negativa, no incita meramente a la pérdida. Ni a la perdición
la amnesia que organiza desde el fondo en las noches del abismo.
Rueda, se extiende como una ola que lo arrastra todo, en playas que
conozco demasiado. Este mar lo arrastra todo, y de los dos lados; se
enrosca, arrastra y se enriquece con todo, aporta, transporta,
deporta y se hincha incluso con lo que arranca. La cabezonada de un
capital sin cabeza. Y además me gusta la palabra francesa
“déferlement” [despliegue, desencadenamiento]; lo explico en otra
parte...
Sin duda más valdría evitar aquí dar crédito a
las categorías familiares, tranquilizarnos con ellas, en cualquier
ámbito al que pertenezcan. Por ejemplo, se cede a la facilidad o al
mecanismo al hablar de interdicción. Si bien el nombre sigue siendo
ése, si bien nos atenemos a él, la interdicción fue de un tipo a la
vez excepcional y fundamental. Desencadenante. Cuando se prohíbe el
acceso a una lengua, no se prohíbe ninguna cosa, ningún gesto,
ningún acto. Se prohíbe el acceso al decir, eso es todo, a cierto
decir. Pero justamente en eso radica la interdicción fundamental, la
interdicción absoluta, la interdicción de la dicción y el decir. La
interdicción de la que hablo, la interdicción desde la que digo, me
dice y me lo dice, no es por lo tanto una interdicción entre otras.
Por otra parte, el nombre “interdicción” parece
aún demasiado riesgoso. Sigue siendo fácil o equívoco en la medida
en que este límite nunca se planteó, nunca se estableció en un
edicto como un acto de ley -un decreto oficial, una sentencia- ni
como una barrera física, natural, orgánica. No había allí ni
frontera natural ni límite jurídico. Teníamos la opción, el derecho
formal de aprender o no aprender el árabe o el berebere. O el
hebreo. No era ilegal, ni un delito. Al menos en el liceo; y el
árabe más que el berebere. No me acuerdo de nadie que alguna vez
haya aprendido hebreo en el liceo. La interdicción operaba por lo
tanto por otros caminos. Más solapados, pacíficos, silenciosos,
liberales. Se tomaba otras revanchas. En la manera de permitir y
dar, pues en principio todo se daba o, en todo caso, se permitía.
Por último, y sobre todo, la experiencia de esa
doble interdicción no le dejaba ningún recurso a nadie. No me dejó
ninguno. No podía no ser la experiencia de un paso del límite.
Tampoco digo “transgresión”, la palabra es a la vez demasiado fácil
y está demasiado cargada, pero se comprende mejor por qué hace un
instante hablaba de despliegue, de desencadenamiento.
En ese paso del límite veré también, en cierto
sentido de esta palabra, una escritura; un sentido en torno del cual
merodeo desde hace décadas. La “escritura”, sí: entre otras cosas,
se designaría así cierto modo de apropiación amante y desesperada de
la lengua, y a través de ella de una palabra tan interdictora como
interdicta (la francesa fue ambas cosas para mí), y a través de ella
de todo idioma interdicto, la venganza amorosa y celosa de un nuevo
adiestramiento que intenta restaurar la lengua, y creo que
reinventarla a la vez, darle por fin una forma (en principio
deformarla, reformarla, transformarla), y de tal modo hacerla pagar
el tributo de la interdicción o, lo que sin duda viene a ser lo
mismo, satisfacer ante ella el precio de la interdicción. Esto da
lugar a extrañas ceremonias, celebraciones secretas e inconfesables.
Por lo tanto a operaciones cifradas, a una palabra sellada que
circula en la lengua de todos.
Pero, ¿cómo orientar esta escritura, esta
apropiación imposible de la lengua interdictora-interdicta, esta
inscripción de sí mismo en la lengua prohibida-defendida,
prohibida-defendida para mí, en mí, pero también por mí (puesto
que, como puede saberse, a mi manera soy un defensor de la lengua
francesa)?***
Más bien debería decir: ¿cómo orientar la
inscripción de sí mismo ante esta lengua prohibida y no simplemente
en ella: ante ella, como una queja presentada ante ella, un reclamo
[grief] y ya un recurso de apelación? En mi caso, esa inscripción no
podía orientarse desde el espacio y el tiempo de una lengua materna
hablada, puesto que, justamente, yo no la tenía, no tenía otra que
el francés. No tenía lengua para el grief, esa palabra que ahora me
gusta escuchar en inglés, en el que significa más la queja sin
acusación, el sufrimiento y el duelo. Habría que pensar aquí en un
grief casi originario, ya que ni siquiera lamenta una pérdida: según
mi conocimiento, no tuve nada que perder salvo el francés, la lengua
enlutada del duelo. En un grief semejante se lleva así,
permanentemente, el luto por lo que nunca se tuvo.
Puesto que nunca pude llamar al francés, esta
lengua que te hablo, “mi lengua materna”.
Esas palabras no me vienen a los labios, no me
salen de los labios. “Mi lengua materna”: de los otros.
He aquí mi cultura, que me enseñó los desastres
hacia los cuales una invocación encantatoria de la lengua materna
habrá precipitado a los hombres. Mi cultura fue de entrada una
cultura política. “Mi lengua materna” es lo que dicen y lo que
hablan; los cito y los interrogo. Les pregunto -en su lengua, es
cierto, para que me entiendan, porque es grave- si saben con
claridad qué dicen y de qué hablan. Sobre todo cuando celebran con
tanta ligereza la “fraternidad”: en el fondo es el mismo problema,
los hermanos, la lengua materna, etcétera.
Es un poco como si pensara en despertarlos para
decirles: “Escuchen, atención, ya basta con eso, hay que levantarse
y partir, si no caerá sobre ustedes la desdicha o, lo que en parte
viene a ser lo mismo, no les pasará absolutamente nada. Salvo la
muerte. Su lengua materna, la que ustedes llaman así, algún día -lo
verán- ya ni siquiera les contestará. Escuchen... no crean tan
pronto, créanme, que son un pueblo, dejen de escuchar sin protestar
a quienes les dicen ‘escuchen’ ...”.
- Abdelkebir Khatibi habla de su “lengua
materna”. No hay duda de que no es el francés, pero él habla de
ella. Habla de ella en otra lengua. El francés, justamente. Hace esa
confidencia pública. Publica su discurso en nuestra lengua. Y para
decir de su lengua materna -vaya confidencia- que la ha “perdido”.
- Sí, mi amigo no vacila en decir entonces “mi
lengua materna”. No habla de ella sin un estremecimiento -es posible
escucharlo-, sin ese discreto sismo del lenguaje que signa la
vibración poética de toda su obra. Pero no parece echarse atrás ante
las palabras “lengua materna”. Ésa es la confianza que encuentro en
esa confidencia. Incluso afirma -lo que además es otra cosa- el
posesivo. Se atreve. Se afirma posesivo como si ninguna duda
insinuara aquí su amenaza: “Mi lengua materna”, dice.
He aquí quien decide. Como quien no quiere la
cosa, sin duda, y casi en silencio, pero quien decide. Lo decisivo
de ese rasgo distingue justamente la historia que cuento, la fábula
que me cuento, la intriga de la que soy aquí representante, testigo;
otros dirían, con demasiada ligereza, querellante. Lo decisivo de
ese rasgo la distingue de la experiencia descripta por Khatibi
cuando escucha el llamado de la escritura. Ya creemos escucharlo al
oír ese llamado, en el momento en que éste resuena. Le llega como
eco, le vuelve en la resonancia de una bi-lengua. Khatibi sostiene
contra su oído la caracola voluble de una lengua doble. Pero desde
el inicio, sí, desde el inicio de ese gran libro que es Amour
bilingue hay una madre. Una sola. Qué madre, además. Quien habla en
primera persona eleva la voz desde la lengua de su madre. Evoca una
lengua de origen que tal vez lo “perdió”, es cierto, pero que él no
ha perdido. Conserva lo que lo perdió. Y también conservaba ya,
desde luego, lo que no había perdido. Como si pudiera asegurar su
salvación, aunque fuera desde su propia pérdida. Él tuvo una sola
madre y más de una, sin duda, pero verdaderamente tuvo su lengua
materna, una lengua materna, una sola lengua materna más otra
lengua. Puede decir entonces “mi lengua materna” sin dejar que en la
superficie aparezca la más mínima confusión:
Sí, mi lengua materna me ha perdido.
¿Perdido? ¿Pero qué, acaso no hablaba, no
escribía en mi lengua materna con un gran goce? ¿Y la bi-lengua no
era mi posibilidad de exorcismo? Quiero decir otra cosa. Mi madre
era iletrada. Mi tía -mi falsa nodriza- también lo era. Diglosia
natal que tal vez me había destinado a la escritura, entre el libro
de mi dios y mi lengua extranjera, por segundos dolores obstétricos,
más allá de toda madre, una y única. De niño, llamaba a la tía en
lugar de la madre, a la madre en lugar de la otra, para siempre la
otra, la otra.[vi]
Aunque un mal día mi madre, en los últimos años
de su vida, quedó casi afásica y amnésica, aunque entonces pareció
haber olvidado hasta mi nombre, sin duda no era “iletrada”. Pero a
diferencia de la tradición en que nació Khatibi, mi madre no hablaba
más que yo -ya lo señalé antes- una lengua a la que pudiera llamarse
“plenamente” materna.
Tratemos en lo sucesivo de designar más
directamente las cosas, a riesgo de nombrarlas mal.
En primer lugar, la interdicción. Una
interdicción -conservemos provisionalmente esta palabra-, una
interdicción particular recaía por lo tanto, lo recuerdo, sobre las
lenguas árabe o berebere. Para alguien de mi generación, asumió
muchas formas culturales y sociales. Pero en principio fue un asunto
escolar, un asunto que nos sucedía “en la escuela”, pero escasamente
una medida o una decisión, más bien un dispositivo pedagógico. La
interdicción procedía de un “sistema educativo”, como suele decirse
en Francia desde hace algún tiempo, sin sonreír y sin inquietarse.
Habida cuenta de todas las censuras coloniales -sobre todo en el
medio urbano y suburbano en que yo vivía-, habida cuenta de los
tabicamientos sociales, los racismos, una xenofobia de rostro tan
pronto gesticulante como “bon vivant”, a veces casi jovial o
alegre, habida cuenta de la desaparición en curso del árabe como
lengua oficial, cotidiana y administrativa, el único recurso era
todavía la escuela; y en ésta el aprendizaje del árabe, pero en
concepto de lengua extranjera; de esta extraña especie de lengua
extranjera como lengua del otro, es cierto, aunque, y esto es lo
extraño e inquietante, del otro como el prójimo más cercano.
Unheimlich. Para mí, fue la lengua del vecino. Puesto que yo vivía
en el límite de un barrio árabe, en una de esas fronteras de la
noche, a la vez invisibles y casi infranqueables: la segregación era
en ella tan eficaz como sutil. Debo renunciar aquí a los refinados
análisis que llamaría la geografía social del hábitat, como la
cartografía de las aulas de la escuela primaria, donde todavía
había, antes de desaparecer en el umbral del liceo, muchos pequeños
argelinos, árabes y kabiles. Muy cercanos e infinitamente lejanos,
ésa era la distancia que, por decirlo así, nos inculcaba la
experiencia. Inolvidable y generalizable.
Es cierto, el estudio opcional del árabe seguía
estando permitido. Lo sabíamos autorizado, es decir, todo menos
alentado. La autoridad de la Educación Nacional (de la “instrucción
pública”) lo proponía en el mismo concepto, al mismo tiempo y en la
misma forma que el estudio de cualquier lengua extranjera en todos
los liceos franceses de Argelia. ¡El árabe, lengua extranjera
opcional en Argelia! Como si nos dijeran -y era lo que nos decían,
en suma-: “Veamos, el latín es obligatorio para todos en primer año,
ni falta hace mencionar el francés, desde luego, pero, ¿quieren
además aprender inglés, árabe, español o
alemán?”. El berebere
nunca, me parece.
Sin tener estadísticas a mi disposición,
recuerdo que el porcentaje de alumnos del liceo que elegían el árabe
se aproximaba a cero. En su extrema rareza, aquellos que se
inclinaban por él según una elección que parecía entonces insólita o
curiosa ni siquiera formaban un grupo homogéneo. Entre ellos había a
veces alumnos de origen argelino (“indígenas”, según el apelativo
oficial), cuando excepcionalmente ingresaban al liceo, pues ni
siquiera entonces escogían todos el árabe como disciplina
lingüística. Entre quienes optaban por él, había, me parece,
pequeños franceses de Argelia de origen no urbano, hijos de colonos
provenientes del “interior”. De acuerdo con los consejos o el deseo
de sus padres, necesidad convertida en ley, pensaban de antemano que
algún día necesitarían esa lengua por razones técnicas o
profesionales: entre otras cosas, para poder hacerse entender, es
decir, también escuchar y, en rigor de verdad, obedecer, por sus
obreros agrícolas.
Todos los demás, entre los que yo me contaba,
sufrían pasivamente la interdicción. Ésta representaba masivamente
la causa, así como el efecto -el efecto buscado, por lo tanto- de la
inutilidad creciente, de la marginalidad organizada de esas lenguas,
el árabe y el berebere. Su debilitamiento fue calculado por una
política colonial que aparentaba tratar a Argelia como el conjunto
de tres departamentos franceses.
Tampoco quiero, nuevamente, analizar
frontalmente esta política, y no querría valerme con demasiada
facilidad de la palabra “colonialismo”. Toda cultura es
originariamente colonial. No consideremos únicamente la etimología
para recordarlo. Toda cultura se instituye por la imposición
unilateral de alguna “política” de la lengua. La dominación, es
sabido, comienza por el poder de nombrar, de imponer y de legitimar
los apelativos. Se sabe qué ocurrió con el francés en la misma
Francia, en la Francia revolucionaria tanto o más que en la Francia
monárquica. Esta intimación soberana puede ser abierta, legal,
armada o bien solapada, disimulada tras las coartadas del humanismo
“universal”, y a veces de la hospitalidad más generosa. Siempre
sigue o precede a la cultura, como su sombra.
No se trata de borrar así la especificidad
arrogante o la brutalidad traumatizante de lo que se denomina la
guerra colonial moderna y “propiamente dicha”, en el momento mismo
de la conquista militar o cuando la conquista simbólica prolonga la
guerra por otros medios. Al contrario. Algunos, entre los que me
cuento, hicieron la experiencia de la crueldad colonial desde los
dos lados, por decirlo así. Pero también allí revela ejemplarmente
la estructura colonial de toda cultura. Da testimonio de ello como
mártir, y “en carne viva”.
El monolingüismo del otro sería en primer lugar
esa soberanía, esa ley llegada de otra parte, sin duda, pero también
y en principio la lengua misma de la Ley. Y la Ley como Lengua. Su
experiencia sería aparentemente autónoma, porque debo hablar esta
ley y adueñarme de ella para entenderla como si me la diera a mí
mismo; pero sigue siendo necesariamente -así lo quiere, en el fondo,
la esencia de toda ley- heterónoma. La locura de la ley alberga su
posibilidad permanentemente en el hogar de esta auto-heteronomia.
El monolingüismo impuesto por el otro opera
fundándose en ese fondo, aquí por una soberanía de esencia siempre
colonial y que tiende, reprimible e irreprimiblemente, a reducir las
lenguas al Uno, es decir, a la hegemonía de lo homogéneo. Se lo
comprueba por doquier, allí donde esta homo-hegemonía sigue en
acción en la cultura, borrando los pliegues y achatando el texto.
Para ello, el mismo poderío colonial, en el fondo de su fondo, no
necesita organizar iniciativas espectaculares: misiones religiosas,
buenas obras filantrópicas o humanitarias, conquistas de mercados,
expediciones militares o genocidas.
Van a acusarme de mezclarlo todo. ¡Claro que
no! Pero sí, se puede y se debe, al mismo tiempo que se tiene
cuidado con las distinciones más rigurosas, al mismo tiempo que se
respeta el respeto de lo respetable, no perder de vista esta oscura
potencia común, esta pulsión colonial que habrá comenzado por
insinuarse -sin demorar nunca en invadirlo- en lo que se denomina
con una expresión usada hasta el agotamiento: “¡La relación con el
otro!” o “¡la apertura al otro!”.
Pero por esta misma razón, el monolingüismo del
otro quiere decir además otra cosa, que se descubrirá poco a poco:
que de todas maneras no se habla más que una lengua, y no se la
posee. Nunca se habla más que una lengua, y ésta, al volver siempre
al otro, es, disimétricamente, del otro, el otro la guarda. Venida
del otro, permanece en el otro, vuelve al otro.
Desde luego, una vez obstruido el acceso a la
lengua y la escritura de ese otro -aquí el árabe o el berebere-,
como a toda la cultura que es inseparable de él, la inscripción de
ese límite no podía no dejar huellas. Debía multiplicar en
particular los síntomas de una fascinación en la práctica
aparentemente común y privilegiada del francés. La lengua sustraída
-el árabe o el berebere, para empezar- se convertía sin duda en la
más extranjera.
Pero ese privilegio no funcionaba sin alguna
singular y confusa proximidad. A veces me pregunto si esa lengua
desconocida no es mi lengua predilecta. La primera de mis lenguas
predilectas. Y como cada una de ellas (porque confieso tener más de
una), me gusta escucharla, sobre todo, fuera de toda “comunicación”,
en la solemnidad poética del canto o la plegaria.
A partir de ello, me resultará mucho más
difícil mostrar que la lengua francesa nos estaba igualmente
interdicta. Igualmente pero, debo admitirlo, de otra manera.
En segundo lugar, la interdicta. Lo repito,
esta experiencia pasa todavía y sobre todo por la escuela. Puede
verse en ella una historia de patio y clase, pero de patio y clase
escolares.* Un fenómeno tal debía distribuirse de acuerdo con varios
lugares de generalidad. Giraba en torno de círculos, los círculos a
la vez excéntricos y concéntricos de clausuras sociolingüísticas.
Para los alumnos de la escuela francesa en Argelia, ya se tratase de
argelinos de origen, “nativos franceses”,[vii] “ciudadanos franceses
de Argelia” o que hubieran nacido en ese medio de los judíos del
país que eran a la vez o sucesivamente lo uno y lo otro (“judíos
indígenas”, como se decía bajo la Ocupación sin ocupación, judíos
indígenas y no obstante franceses durante un cierto tiempo), el
francés era una lengua supuestamente materna pero cuya fuente,
normas, reglas y ley se situaban en otra parte. Se remitían a otra
parte, diríamos para evocar o invertir el título de nuestro
coloquio**. Otra parte, es decir, en la Metrópoli. En la
Ciudad-Capital-Madre-Patria. En ocasiones se decía Francia, pero la
mayor parte de las veces la Metrópoli, al menos en la lengua
oficial, en la retórica impuesta de los discursos, los diarios, la
escuela. En cuanto a mi familia, y casi siempre en otros lados,
entre sus miembros se hablaba de “Francia” (“aquellos pueden pagarse
vacaciones en Francia”, “proseguirá sus estudios en Francia”, “se
hará un tratamiento en Francia, por lo común en Vichy”, “ese
profesor viene de Francia”, “este queso viene de Francia”).
La metrópoli, la Ciudad-Capital-Madre-Patria,
la ciudad de la lengua materna: he aquí un lugar que representaba,
sin serlo, un país lejano, cercano pero lejano, no extranjero, eso
sería demasiado simple, sino extraño, fantástico y espectral. En el
fondo, me pregunto si una de mis primeras y más imponentes figuras
de la espectralidad, la espectralidad misma, no fue Francia; quiero
decir, todo lo que llevaba ese nombre (si se supone que un país y lo
que lleva el nombre de un país sean alguna vez otra cosa, aun para
los patriotas más insospechables; sobre todo para ellos, quizás).
Un país de sueño, por lo tanto, a una distancia
inobjetivable. En cuanto modelo del bien hablar y del bien escribir,
representaba la lengua del amo (por otra parte, creo no haber
reconocido nunca otro soberano en mi vida). El amo asumía en primer
lugar y en particular la figura del maestro*** de escuela. De tal
modo, éste podía representar dignamente, bajo los rasgos universales
de la buena República, al amo en general. Completamente a la inversa
que en el caso de un niño francés de Francia, la Metrópoli era la
Otra Parte, a la vez una plaza fuerte y un lugar muy otro. Desde el
emplazamiento irreemplazable de ese Allá Lejos mítico, había que
intentar -en vano, desde luego- medir la distancia infinita o la
proximidad inconmensurable del hogar invisible pero radiante del que
nos llegaban los paradigmas de la distinción, la corrección, la
elegancia, la lengua literaria u oratoria. La lengua de la Metrópoli
era la lengua materna, en verdad el sustituto de una lengua materna
(¿hay alguna vez otra cosa?) como lengua del otro.
Para el niño provenzal o bretón existe, por
supuesto, un fenómeno análogo. París puede cumplir siempre ese papel
de metrópoli y ocupar ese lugar para un provinciano, como los
barrios elegantes para ciertos suburbios. París es también la
capital de la literatura. Pero el otro ya no tiene en ese caso la
misma trascendencia del allá lejos, el alejamiento del estar en otra
parte, la autoridad inaccesible de un amo que habita en ultramar. Le
falta un mar.
Puesto que nosotros lo sabíamos con un saber
oscuro pero seguro: Argelia no era en absoluto la provincia ni Argel
un barrio popular. Para nosotros, desde la infancia, Argelia era
también un país, Argel una ciudad en un país, en un sentido turbio
de esta palabra que no coincide ni con el Estado ni con la nación ni
con la religión y ni siquiera, me atrevería a decir, con una
auténtica comunidad. Y en ese “país” de Argelia veíamos además
reconstituirse el simulacro espectral de una estructura
capital/provincia (“Argel/el interior”, “Argel/Orán”,
“Argel/Constantina” “Argel-ciudad/Argel-suburbios”, barrios
residenciales, en general en las alturas/barrios pobres, a menudo
más abajo).
Acabamos de describir, tal vez, un primer
círculo de generalidad. Entre el modelo llamado escolar, gramatical
o literario, por una parte, y la lengua hablada, por la otra, estaba
el mar, un espacio simbólicamente infinito, una sima para todos los
alumnos de la escuela francesa de Argelia, un abismo. Recién lo
atravesé, cuerpo y alma o cuerpo sin alma (empero, ¿lo habré salvado
alguna vez, salvado de otra manera?), en una travesía en barco, el
Ville d’Alger, a los diecinueve años. Primer viaje, primera
travesía de mi vida, veinte horas de mareos y vómitos; antes, una
semana de angustia y lágrimas de niño en el siniestro internado del
“Baz’Grand” (en la “khâgne”* del liceo Louis-le-Grand y en un barrio
del que desde entonces prácticamente nunca salí).
De tal modo podría “contarse” hasta el infinito
-ya se comenzó a hacerlo aquí o allá- lo que nos “contaban”,
justamente, de la “historia de Francia”; entendamos con ello lo que
se enseñaba en la escuela con el nombre de “historia de Francia”,
una disciplina increíble, una fábula y una biblia, pero una doctrina
de adoctrinamiento casi imborrable para los niños de mi generación.
Sin hablar de la geografía: ni una palabra sobre Argelia, ni una
sola acerca de su historia y su geografía, cuando podíamos dibujar
con los ojos cerrados las costas de Bretaña o el estuario del
Gironda. Y teníamos que conocer a fondo, en general y en detalle -y
en verdad los recitábamos de memoria-, los nombres de las capitales
de todos los departamentos franceses, los más pequeños afluentes del
Sena, el Ródano, el Loira o el Garona, sus fuentes y desembocaduras.
Esos cuatro ríos invisibles tenían poco más o menos la potencia
alegórica de las estatuas parisinas que los representan, a las que
descubrí mucho más tarde con un estallido de carcajadas: me
encontraba frente a la verdad de mis lecciones de geografía.
Dejémoslo ahí. Me contentaré con algunas alusiones a la literatura.
En el fondo, es la primera cosa que recibí de la enseñanza francesa
en Argelia, la única, en todo caso, que me gustó recibir. El
descubrimiento de la literatura francesa, el acceso a ese modo de
escritura tan singular que se denomina “literatura francesa”, fue la
experiencia de un mundo sin continuidad sensible con aquel en que
vivíamos, casi sin nada en común con nuestros paisajes naturales o
sociales.
Pero esta discontinuidad ahondaba otra. Y se
convertía, por esa razón, en doblemente reveladora. Mostraba sin
duda la altura que siempre separa la cultura literaria -la
“literariedad” como un cierto tratamiento de la lengua, el sentido y
la referencia- de la cultura no literaria, aun cuando esta
separación nunca se reduce a lo “puro y simple”. Pero además de esa
heterogeneidad esencial, además de esa jerarquía universal, una
formación sin contemplaciones transmitía en ese caso una división
más pronunciada, la que separa la literatura francesa -su historia,
sus obras, sus modelos, su culto de los muertos, sus modos de
transmisión y celebración, sus “barrios elegantes”, sus nombres de
autores y editores- de la cultura “propia” de los “franceses de
Argelia”. Sólo se entraba en la literatura francesa perdiendo su
acento. Yo creo no haber perdido el mío, no haber perdido del todo
mi acento de “francés de Argelia”. Su entonación es más evidente en
ciertas situaciones “pragmáticas” (la ira o la exclamación en un
medio familiar o íntimo, más en privado que en público; en el fondo,
un criterio bastante confiable para la experiencia de esta extraña y
precaria distinción). Pero creo que puedo contar -me gustaría tanto-
con que ninguna publicación deje aparecer nada de mi “francés de
Argelia”. Por el momento, y mientras no se demuestre lo contrario,
no creo que en la lectura, y si yo mismo no lo declaro, pueda
descubrirse que soy un “francés de Argelia”. De la necesidad de esta
transformación vigilante conservo sin duda una especie de reflejo
adquirido. No estoy orgulloso de ello, no hago de ello una doctrina,
pero es así: el acento, cualquier acento francés, y ante todo el
fuerte acento meridional, me parece incompatible con la dignidad
intelectual de una palabra pública. (Inadmisible, ¿no es cierto? Lo
confieso.) Incompatible a fortiori con la vocación de una palabra
poética: haber escuchado a René Char, por ejemplo, leer sus propios
aforismos sentenciosos con un acento que me pareció a la vez cómico
y obsceno, la traición de una verdad, no hizo poco para desmoronar
una admiración de juventud.
El acento señala un cuerpo a cuerpo con la
lengua en general, dice más que la acentuación. Su sintomatología
invade la escritura. Es injusto, pero es así. A través de la
historia que cuento y pese a todo lo que por otra parte a veces
parezco profesar, contraje, lo confieso, una inconfesable pero
intratable intolerancia: no soporto o no admiro, al menos en
francés, y solamente en cuanto a la lengua, más que el francés puro.
Como en todos los dominios, en todas sus formas, nunca dejé de poner
en cuestión el motivo de la “pureza” (el primer movimiento de lo que
se denomina la “deconstrucción” la lleva hacia esta “crítica” del
fantasma o el axioma de la pureza o hacia la descomposición
analítica de una purificación que volvería a conducir a la
simplicidad indivisible del origen); sólo me atrevo a confesar una
vez más esta exigencia compulsiva de una pureza de la lengua en los
límites de los que estoy seguro: esta exigencia no es ni ética, ni
política, ni social. No me inspira ningún juicio. Sólo me expone al
sufrimiento cuando alguien, y puedo ser yo, carece de ella. Sufro
más, desde luego, cuando me sorprendo o cuando yo mismo me atrapo en
“flagrante delito” (he aquí una vez más que hablo de delito, pese a
lo que acabo de negar). Sobre todo, esta exigencia sigue siendo tan
inflexible que a veces excede el punto de vista gramatical, incluso
pasa por alto el “estilo” para plegarse a una regla más secreta,
para “escuchar” el murmullo imperioso de un orden del que alguien en
mí se jacta de comprender, aun en situaciones en que él sería el
único en hacerlo, en un mano a mano con el idioma, el objetivo
último: la última voluntad de la lengua, en suma, una ley de la
lengua que no se confiara sino a mí. Como si yo fuera su último
heredero, el último defensor e ilustrador de la lengua francesa.
(Escucho aquí las protestas, de diversos orígenes: ¡claro que sí,
claro que sí, vamos, ríanse!) Como si procurara desempeñar ese
papel, identificarme con ese
héroe-mártir-pionero-legislador-forajido que no vacilaría ante nada
para señalar con claridad que esa última voluntad, en su pureza
imperativa y categórica, no se confunde con nada que esté dado (el
léxico, la gramática, el decoro estilístico o poético), que no
vacilaría, por lo tanto, en violar todas esas instrucciones, en
quemarlo todo para entregarse a la lengua, a esta lengua.
Puesto que, lo confieso, siempre me entrego a
la lengua.
Pero a la mía como a la del otro, y me entrego
a ella con la intención, casi siempre premeditada, de hacer que no
se escape: aquí y no allá, allá y no aquí, no para agradecer a nada
que sea dado, sino únicamente por venir, y es por eso que hablo de
herencia o de última voluntad.
Confieso por lo tanto una pureza que no es muy
pura. Cualquier cosa menos un purismo. Al menos es la única impura
“pureza” cuyo gusto me atrevo a confesar. Es un gusto pronunciado
por cierta pronunciación. No dejé de aprender, sobre todo al
enseñar, a hablar bajo, lo que fue difícil para un “pied noir”** y
en especial en mi familia, pero a hacer que ese hablar bajo dejara
traslucir la retención de lo que así se retiene, a duras penas,
contenido con gran esfuerzo por la esclusa, una esclusa precaria y
que deja aprehender la catástrofe. En cada pasaje puede suceder lo
peor.
Digo “esclusa”, esclusa del verbo y de la voz,
hablé mucho de ello en otra parte, como si un maniobrero sabio, un
cibernético del timbre conservara todavía la ilusión de gobernar un
dispositivo y vigilar un nivel durante el tiempo de un pasaje.
Tendría que haber hablado de dique para aguas poco navegables. Ese
dique siempre amenaza con ceder. Fui el primero en tener miedo de mi
voz, como si no fuera la mía, y en impugnarla, e incluso detestarla.
Si siempre temblé ante lo que podría decir, fue
en el fondo a causa del tono, y no del fondo. Y lo que procuro
imprimir oscuramente, como a pesar de mí, dándolo o prestándolo a
los otros como a mí mismo, a mí como a los otros, es tal vez un
tono. Todo declara la mora de una entonación.
Y antes aún, en lo que da su tono al tono, un
ritmo. Creo que en todo es con el ritmo que me juego el todo por el
todo.
Esto comienza, entonces, antes de comenzar. He
aquí el origen incalculable de un ritmo. El todo por el todo pero
también quien pierde gana.
Puesto que, desde luego -no lo ignoro y es lo
que había que demostrar-, también contraje en la escuela este gusto
hiperbólico por la pureza de la lengua. Y por lo tanto por la
hipérbole en general. Una hiperbolitis incurable. Una hiperbolitis
generalizada. En fin, exagero. Siempre exagero. Pero como en el caso
de las enfermedades que uno se pesca en la escuela, el buen sentido
y los médicos recuerdan que hace falta una predisposición. Debe
suponerse un terreno favorable. Lo cierto es que ninguna rebelión
contra ninguna disciplina, ninguna crítica de la institución escolar
habrá podido hacer callar lo que siempre se parecerá en mí a una
“última voluntad”, la última lengua de la última palabra de la
última voluntad: hablar en buen francés, en francés puro, aun en el
momento de agarrárselas, de mil maneras, contra todo lo que se
asocia a él y a veces contra todo lo que lo habita. Este
hiperbolismo (“más francés que el francés”, más “puramente francés”
de lo que lo exigía la pureza de los puristas cuando, por otra
parte, me las agarro desde siempre contra la pureza y la
purificación en general, y desde luego contra los “ultras” de
Argelia), este extremismo intemperante y compulsivo, lo contraje sin
duda en la escuela, sí, en las diferentes escuelas francesas en que
pasé mi vida. (Mira, es fortuito, las instituciones que me
albergaron, incluso en la enseñanza llamada superior, se llamaban
“escuelas” con más frecuencia que “universidades”).
Pero -acabo de sugerirlo-, esta desmesura
indudablemente fue en mí más arcaica que la escuela. Todo debe haber
comenzado antes del jardín maternal; tendría que analizarlo, por lo
tanto, más cerca de mi antigüedad, cosa que aún me siento incapaz de
hacer. De todas maneras necesito trasladarme a esa antigüedad
preescolar para dar cuenta de la generalidad de ese “hiperbolismo”
que habrá de invadir mi vida y mi trabajo. De él depende todo lo que
se propone en concepto de “deconstrucción”, desde luego; bastaría
aquí un telegrama que comenzara por esa “hipérbole” (es la palabra
de Platón) que habría de regirlo todo, incluida la reinterpretación
de khôra, a saber, el pasaje mismo más allá del pasaje del Bien o
del Uno más allá del ser (hyperbole... epekeina tes ousias), el
exceso más allá del exceso: inexpugnable. La misma hipérbole, sobre
todo, habría de precipitar a un niño judío francés de Argelia a
sentirse, y a veces a atreverse a decirse en publico, hasta la raíz
de la raíz, antes de la raíz y en la ultrarradicalidad, más y menos
francés pero también más y menos judío que todos los franceses,
todos los judíos y todos los judíos de Francia. Y aquí, además, que
todos los maghrebíes francófonos.
Si bien comprendo, créeme, lo ridículo y
desfachatado de estas afirmaciones pueriles (como el “soy el último
de los judíos” en Circonfession), corro el riesgo para ser honesto
con mis interlocutores y conmigo mismo, con ese alguien en mí que
siente así las cosas. Así y no de otra manera. Como siempre te digo
la verdad, puedes creerme.
Naturalmente, todo eso fue un movimiento en
movimiento. El proceso no dejaba de acelerarse. Las cosas cambiaron
más rápidamente que el ritmo de las generaciones. Esta precipitación
duró un siglo para toda Argelia, menos de un siglo para los judíos
de Argelia. El relato necesitaría entonces una cuidadosa modulación
diacrónica. Pero hubo un momento singular en el transcurso de la
misma historia. En el caso de todos los fenómenos de ese tipo, la
guerra precipita la precipitación general. Como para las etapas de
la ciudadanía ofrecida o quitada, como para el progreso de la
ciencia y la técnica, la cirugía y la medicina en general, la guerra
sigue siendo un formidable “acelerador”. En plena guerra, justo
después del desembarco de los Aliados en África del norte, en
noviembre de 1942, se asiste entonces a la constitución de una
especie de capital literaria de la Francia en el exilio en Argel.
Efervescencia cultural, presencia de escritores “célebres”,
proliferación de revistas e iniciativas editoriales. Esto también
confiere una visibilidad más teatral a la literatura argelina de
expresión, como suele decirse, francesa, ya se trate de escritores
de origen europeo (Camus y muchos otros) o, mutación muy diferente,
de los de origen argelino. Algunos años más tarde, en la huella aún
brillante de ese extraño momento de gloria, me sentí como arponeado
por la literatura y la filosofía francesa, una y otra, una u otra:
flechas de metal o de madera, cuerpo penetrante de palabras
envidiables, temibles, inaccesibles aun cuando entraban en mí,
frases de las que había que apropiarse y a la vez domesticarlas,
engatusarlas [amadouer], es decir amarlas inflamándolas (la yesca
[amadou] nunca está lejos), tal vez destruirlas, en todo caso
marcarlas, transformarlas, cortarlas, recortarlas, forjarlas,
incorporarlas al fuego, hacerlas volver de otra manera; dicho de
otra manera, a sí en uno mismo.
Seamos más justos. Engatusar, en ese caso, era
un sueño, sin duda. Sigue siéndolo. ¿Qué sueño? No dañar la lengua
(no hay nada que respete y ame tanto), no lastimarla o herirla en
uno de esos movimientos de revancha de los que hago aquí mi tema
(sin poder determinar nunca el lugar del resentimiento, quién se
venga de quién, y en primer término si estos celos vengadores no
cargan, desde el origen, con la lengua misma), no maltratarla en su
gramática, su sintaxis, su léxico, en el cuerpo de reglas o normas
que constituyen su ley, en la erección que la constituía a sí misma
en ley. Pero el sueño que debía empezar a soñarse entonces era tal
vez hacer que a esta lengua le pasara algo. Deseo de hacerla pasar
aquí al hacer que le pasara algo, a esa lengua que permanecía
intacta, siempre venerable y venerada, adorada en la oración de sus
palabras y en las obligaciones que se contraen en ellas, al hacer
que le pasara, por lo tanto, algo tan interior que ya no estuviera
siquiera en condiciones de protestar sin tener que hacerlo al mismo
tiempo contra su propia emanación, que no pudiera oponerse de otra
manera que mediante horribles e inconfesables síntomas, algo tan
interior que llegara a gozar con ello como de sí misma en el momento
de perderse encontrándose, convirtiéndose en sí misma, como el Uno
que se da vuelta, que vuelve a su hogar, en el momento en que un
huésped incomprensible, un recién llegado sin origen atribuible
hiciera que la mencionada lengua llegara a él, obligándola entonces
a hablar -a ella misma, la lengua- en su lengua, de otra manera.
Hablar por sí sola. Pero para él y según él, guardando ella en su
cuerpo el archivo imborrable de ese acontecimiento: no un hijo,
necesariamente, sino un tatuaje, una forma espléndida, oculta bajo
la ropa, donde la sangre se mezcla con la tinta para hacerlo verde
todos los colores.[viii] El archivo encarnado de una liturgia cuyo
secreto nadie delatara. Del que, en realidad, ningún otro pudiera
apropiarse. Ni siquiera yo, que estaría, no obstante, en el secreto.
Aún debo soñar con ello, en mi
“nostalgeria”.***
Había tenido que llamar a eso mi independencia
de Argelia.
Pero, como ya lo dije, no había allí más que un
primer círculo de generalidad, un programa común a todos los
alumnos, desde el momento en que éstos se encontraban sometidos a
esa pedagogía del francés y eran formados por ella. Desde el momento
en que se encontraban en una palabra.****
Dentro de ese conjunto, privado en sí mismo de
modelos de identificación fácilmente accesibles, puede distinguirse
uno de los subconjuntos al que hasta cierto punto yo pertenecía.
Sólo hasta cierto punto, ya que en cuanto se trata de cultura,
lengua o escritura, el concepto de conjunto o de clase ya no puede
dar lugar a una tópica simple de exclusión, inclusión o pertenencia.
Ese cuasi subconjunto, en consecuencia, sería el de los “judíos
indígenas”, como se decía precisamente en esa época. Ciudadanos
franceses desde 1870 y hasta las leyes de excepción de 1940, no
podían identificarse verdaderamente, en el doble sentido de
“identificarse uno mismo” e “identificarse con” el otro. No podían
identificarse de acuerdo con modelos, normas o valores cuya
formación les era ajena, por ser francesa, metropolitana, cristiana,
católica. En el medio en que yo vivía, se decía “los católicos”, se
llamaba “católicos” a todos los franceses no judíos, aunque a veces
fueran protestantes o, ya no lo sé, ortodoxos: “católico”
significaba todo lo que no era ni judío, ni berebere ni árabe. Así,
pues, esos jóvenes judíos indígenas no podían identificarse
fácilmente ni con los “católicos” ni con los árabes o bereberes
cuyas lenguas, en esa generación, en general no hablaban. Dos
generaciones antes, algunos de sus abuelos todavía hablaban árabe,
al menos cierto tipo de árabe.
Pero ya ajenos a las raíces de la cultura
francesa, aun cuando fuera ésa su única cultura adquirida, su única
instrucción escolar y sobre todo su única lengua, aún más
radicalmente ajenos, en su mayor parte, a las culturas árabe o
berebere, la mayoría de esos jóvenes “judíos indígenas”, por
añadidura, eran también ajenos a la cultura judía: alienación del
alma, extrañamiento sin fondo, una catástrofe; otros dirían también
una oportunidad paradójica. Tal habría sido, en todo caso, la
incultura radical de la que sin duda jamás salí. De la que salgo sin
haber salido, al salir por completo sin haber salido nunca del
apuro. También allí una especie de interdicción habría de imponer su
ley no escrita. Desde fines del siglo pasado, con el otorgamiento de
la ciudadanía francesa, la asimilación, como suele decirse, y la
aculturación, la sobrepuja afiebrada de un “afrancesamiento” que fue
también un aburguesamiento, fueron tan frenéticas y además tan
despreocupadas que la inspiración de la cultura judía pareció
sucumbir a una asfixia: estado de muerte aparente, suspensión de la
respiración, síncope, detención del pulso. Pero no era ése más que
uno de los dos síntomas alternados de la misma afección, ya que, un
instante después, el pulso parecía desbocarse, como si la misma
“comunidad” hubiera sido drogada, intoxicada, embriagada, en todo
caso, por la nueva riqueza. Miles de signos lo muestran, y al mismo
tiempo su recuerdo se había vaciado o transferido, trasvasado. La
comunidad se sofocaba hasta el último aliento, pero para
incorporarse a otra a toda prisa. A menos que ese movimiento se
hubiera iniciado antes, y hubiese expuesto de antemano a esta
comunidad judía a la expropiación colonial. No estoy en condiciones,
justa y espontáneamente, de poner a prueba esta última hipótesis:
porque llevo en negativo, por así decirlo, la herencia de esa
amnesia a la cual nunca tuve el valor, la fuerza, los medios de
resistirme, y porque sería preciso un trabajo de historiador
original del que me siento incapaz. Tal vez a causa de eso mismo.
Esta incapacidad, esta memoria discapacitada,
verdaderamente son aquí el tema de mi queja. Son mi aflicción.
Puesto que, tal como creí percibirlo en la adolescencia, cuando
empezaba a comprender un poco lo que pasaba, esa herencia ya había
llegado a la esclerosis, incluso a la necrosis, en comportamientos
rituales cuyo sentido ni siquiera era ya legible para la mayoría de
los judíos de Argelia. Yo tenía que vérmelas, pensaba entonces, con
un judaísmo de “signos exteriores”. Pero no podía rebelarme y,
créeme, me rebelaba contra lo que consideraba como gesticulaciones,
en particular los días de fiesta en las sinagogas, no podía
enfurecerme sino a partir de lo que era ya una insidiosa
contaminación cristiana: la creencia respetuosa en la interioridad,
la preferencia por la intención, el corazón, el espíritu, la
desconfianza con respecto a una literalidad o una acción objetiva
entregada a la mecanicidad del cuerpo, en suma, una denuncia tan
convencional del fariseísmo.
No insisto en esas cosas demasiado conocidas y
de las que estoy muy de vuelta. Pero las evoco al pasar solamente
para señalar que yo no era el único afectado por esa “contaminación”
cristiana. Los comportamientos sociales y religiosos, los mismos
rituales judíos, en su objetividad sensible, a menudo estaban
marcados por ella. Se imitaba a las iglesias, los rabinos llevaban
una sotana negra y el pertiguero o suizo (chemasch) un bicornio
napoleónico; la “bar mitzva” se llamaba “comunión” y la circuncisión
“bautismo”. Las cosas cambiaron un poco desde entonces, pero yo me
refiero a los años treinta, cuarenta, cincuenta...
En cuanto a la lengua, en sentido restringido,
ni siquiera podíamos recurrir a algún sustituto familiar, a algún
idioma interior a la comunidad judía, a una especie de lengua de
retiro que hubiera asegurado, como el yiddish, un elemento de
intimidad, la protección de una “casa propia” contra la lengua de la
cultura oficial, una ayuda complementaria en situaciones
sociosemióticas diferentes. El “ladino” no se practicaba en la
Argelia que yo conocí, en particular en las grandes ciudades como
Argel, donde estaba concentrada la población judía.[ix]
En una palabra, he aquí una “comunidad”
desintegrada, cercenada o suprimida. Cabe imaginar el deseo de
borrar un acontecimiento semejante, o al menos de atenuarlo,
compensarlo, y también negarlo. Pero ya se cumpla o no ese deseo, el
trauma se habrá de producir, con sus efectos indefinidos,
desestructurantes y estructurantes a la vez. Esta “comunidad” habrá
sido disociada tres veces por lo que con un poco de apresuramiento
llamamos interdicciones. 1) Fue cercenada, en primer lugar, de la
lengua y la cultura árabe o berebere (más propiamente maghrebí). 2)
También fue cercenada de la lengua y la cultura francesa, e incluso
europea, que no es para ella más que un polo o una metrópoli
distante, heterogénea a su historia. 3) Se la cercenó, por último -o
para comenzar-, de la memoria judía, y de la historia y la lengua
que se deben suponer suyas, pero que en un momento dado ya no lo
fueron. Al menos de manera típica, para la mayor parte de sus
miembros y de un modo suficientemente “vivo” e interior.
Triple disociación de aquello que, sin embargo,
hay que seguir designando, por una ficción cuyo simulacro y crueldad
son aquí nuestro tema, como la misma “comunidad”, en el mismo
“país”, la misma “república”, tres departamentos del mismo
“Estado-Nación”.
¿Dónde nos encontramos entonces? ¿Dónde
encontrarse? ¿Con quién es posible aún identificarse para afirmar la
propia identidad y contarse la propia historia? ¿A quién contarla,
ante todo? Habría que constituirse uno mismo, habría que poder
inventarse sin modelo y sin destinatario seguro. Destinatario al
que, es cierto, nunca puede sino presumirse en todas las situaciones
del mundo. Pero en ese caso los esquemas de esta presunción eran tan
raros, tan oscuros, tan aleatorios, que apenas parece exagerada la
palabra “invención”.
Si describí con claridad esas premisas, ¿qué es
entonces el monolingüismo, mi “propio” monolingüismo?
Mi apego al francés tiene formas que a veces
considero “neuróticas”. Me siento perdido fuera del francés. Las
otras lenguas, las que más o menos torpemente leo, descifro, en
ocasiones hablo, son lenguas que no habitaré jamás. Allí donde
“habitar” empieza a querer decir algo para mí. Y permanecer. No
estoy solamente extraviado, desposeído, condenado fuera del francés,
tengo además la sensación de honrar o servir a todos los idiomas -en
una palabra, de escribir lo “máximo” y lo “mejor”- cuando aguzo la
resistencia de mi francés, de la “pureza” secreta de mi francés,
aquella de la que antes hablaba, su resistencia, por lo tanto, su
resistencia encarnizada a la traducción: en todas las lenguas,
incluido tal o cual otro francés.
No es que cultive lo intraducible. Nada lo es,
por poco que uno se tome el tiempo del gasto o la expansión de un
discurso competente que rivalice con la potencia del original. Pero
“intraducible” se mantiene -debe seguir siendo, me dice mi ley- la
economía poética del idioma, el que me importa, pues moriría aún más
rápido sin él, y que me importa, a mí mismo en mí mismo, allí donde
una “cantidad” formal dada fracasa siempre en restituir el
acontecimiento singular del original, es decir, hacerlo olvidar una
vez registrado, arrebatar su número, la sombra prosódica de su
quantum. Palabra por palabra, si quieres, sílaba por sílaba. Desde
el momento en que se renuncia a esta equivalencia económica, por
otra parte estrictamente imposible, puede traducirse todo, pero en
una traducción laxa en el sentido laxo de la palabra “traducción”.
Ni siquiera hablo de poesía, sólo de prosodia, de métrica (el acento
y la cantidad en el momento de la pronunciación). En un sentido,
nada es intraducible, pero en otro sentido todo lo es, la traducción
es otro nombre de lo imposible. En otro sentido de la palabra
“traducción”, por supuesto, y de un sentido al otro me es fácil
mantenerme siempre firme entre esas dos hipérboles que en el fondo
son la misma y se traducen además una a la otra.
¿Cómo puede decirse y cómo saber, con una
certeza que se confunde con uno mismo, que nunca se habitará la
lengua del otro, la otra lengua, cuando es la única que se habla, y
se la habla con una obstinación monolingüe, de manera celosa y
severamente idiomática, sin estar jamás en ella, no obstante, en la
propia casa? ¿Y que la vigilancia celosa que se monta frente a su
lengua, en el mismo momento en que se denuncian las políticas
nacionalistas del idioma (yo hago una y otra cosa), ordena
multiplicar los shibboleths como otros tantos desafíos a las
traducciones, otros tantos impuestos recaudados en la frontera de
las lenguas, otras tantas alianzas encargadas a los embajadores del
idioma, otras tantas invenciones ordenadas a los traductores:
inventa por lo tanto en tu lengua si puedes o quieres entender la
mía, inventa si puedes o quieres hacer entender mi lengua como la
tuya, allí donde el acontecimiento de su prosodia no sucede más que
una vez en su hogar, allí mismo donde su “en su hogar” molesta a los
cohabitantes, los conciudadanos, los compatriotas? ¡Compatriotas de
todos los países, poetas-traductores, rebelaos contra el
patriotismo! Cada vez que escribo una palabra, entiendes, una
palabra que me gusta y que me gusta escribir, en el transcurso de
esa palabra, en el instante de una sola sílaba, el canto de esa
nueva internacional se eleva entonces en mí. No me resisto jamás, me
echo a la calle a su llamado aun si, en apariencia, trabajo desde el
amanecer sentado a mi mesa.
Pero, sobre todo, y ésta es la pregunta más
fatal: ¿cómo es posible que la única lengua que habla y está
condenado a hablar este monolingüe, para siempre, cómo es posible
que no sea la suya? ¿Cómo creer que aún sigue muda para él, que la
habita y es habitado por ella en lo más íntimo, cómo creer que se
mantiene distante, heterogénea, inhabitable y desierta? ¿Desierta
como un desierto en el que hay que impulsar, hacer brotar,
construir, proyectar hasta la idea de una ruta y la huella de un
retorno, otra lengua aún?
Digo ruta y huella de retorno, puesto que lo
que distingue una ruta de un pasaje o de una via rupta (su étimo),
como methodos de odos, es la repetición, el retorno, la
reversibilidad, la iterabilidad, la iteración posible del
itinerario. ¿Cómo es posible que, recibida o aprendida, esta lengua
sea sentida, explorada, trabajada, y deba reinventarse sin
itinerario ni mapa, como la lengua del otro?
No sé si hay arrogancia o modestia en pretender
que ésa fue, en gran medida, mi experiencia, o que esto se parece un
poco, al menos por la dificultad, a mi destino.
Pero se me dirá, no sin razón, que siempre es
así a priori, y para cualquiera. La lengua llamada materna no es
nunca puramente natural, ni propia ni habitable. Habitar: he aquí un
valor bastante descaminante [déroutante] y equívoco: nunca se
habita lo que se suele llamar habitar. No hay hábitat posible sin la
diferencia de este exilio y esta nostalgia. Es cierto. Es demasiado
sabido. Pero de ello no se deduce que todos los exilios sean
equivalentes. Al partir, sí, al partir de esta ribera o esta
derivación común, todas las expatriaciones son singulares.
Puesto que en esta verdad hay un pliegue. En
esta verdad a priori universal de una alienación esencial en la
lengua -que es siempre del otro- y al mismo tiempo en toda cultura.
Aquí, esa necesidad está re-marcada, por lo tanto marcada y revelada
una vez más, siempre una primera vez más, en un sitio incomparable.
Una situación llamada histórica y singular -podría decirse que
idiomática- la determina y la fenomenaliza al referirla a sí misma.
Todas esas palabras: verdad, alienación,
apropiación, habitación, “casa propia”, ipsidad, lugar del sujeto,
etcétera, siguen siendo problemáticas, en mi opinión. Sin excepción.
Llevan el sello de la metafísica que se impuso, justamente, a través
de esta lengua del otro, este monolingüismo del otro. De manera que
el debate con el monolingüismo no habrá sido otra cosa que una
escritura deconstructiva. Ésta siempre se las toma con el cuerpo de
esa lengua, mi única lengua, y de aquello con que ésta carga más o
mejor, a saber, esa tradición filosófica que nos proporciona la
reserva de conceptos del que verdaderamente debo servirme, y al que
verdaderamente debo servir desde hace poco para describir esta
situación, hasta en la distinción entre universalidad trascendental
u ontológica y empiricidad fenoménica.
¿Por qué subrayar esta última distinción?
Porque, entre tantos efectos paradójicos, estaría éste, del que sólo
indico el principio. Querría mostrar ahora que esta re-marca
empírico-trascendental u óntico-ontológica, este plegado que se
imprime directamente sobre la articulación enigmática entre una
estructura universal y su testimonio idiomático, invierte sin demora
todos los signos. La ruptura con la tradición, el desarraigo, la
inaccesibilidad de las historias, la amnesia, la indescifrabilidad,
etcétera, todo esto desencadena la pulsión genealógica, el deseo del
idioma, el movimiento compulsivo hacia la anamnesis, el amor
destructor de la interdicción. Lo que hace un momento llamaba el
tatuaje, cuando, directamente sobre el cuerpo, hace verlo de todos
los colores. La ausencia de un modelo de identificación estable para
un ego -en todas sus dimensiones: lingüísticas, culturales,
etcétera- genera movimientos que, al encontrarse siempre al borde
del hundimiento, oscilan entre tres posibilidades amenazantes:
1. Una amnesia sin remedio, con la forma
de la desestructuración patológica, la desintegración creciente: una
locura.
2. Estereotipos homogéneos y acordes con
el modelo francés “medio” o dominante, otra amnesia en la forma
integradora: otra especie de locura.
3. La locura de una hipermnesia, un
complemento de fidelidad, un añadido, incluso una excrecencia de la
memoria: embarcarse, en el límite de las otras dos posibilidades, en
pos de unos trazados -de escritura, de lengua, de experiencia- que
llevan la anamnesis más allá de la simple reconstitución de una
herencia dada, más allá de un pasado disponible. Más allá de una
cartografía, más allá de un saber pasible de ser enseñado. Se trata
en este caso de una anamnesis muy otra, e incluso de una anamnesis
de lo completamente otro, por decirlo así, con respecto a la cual
querría explayarme un poco.
Es lo más difícil. Esta anamnesis debería
permitirme volver a mis dos proposiciones iniciales y aparentemente
contradictorias, pero induce otro pensamiento de la admisión o la
confesión, del “hacer la verdad” que tal vez esbocé en
Circonfession, ante una madre que moría perdiendo la memoria, el
habla y la facultad de nombrar.
Resumamos. El monolingüe del que hablo habla
una lengua de la que está privado. El francés no es la suya. Debido
a que está por lo tanto privado de toda lengua y ya no tiene otro
recurso -ni el árabe, ni el berebere, ni el hebreo, ni ninguna de
las lenguas que habrían hablado los ancestros-, debido a que ese
monolingüe es en cierto modo afásico (quizás escribe porque es
afásico), se ve arrojado en la traducción absoluta, una traducción
sin polos de referencia, sin lengua originaria, sin lengua de
partida. No hay para él más que lenguas de llegada, si tú quieres,
pero lenguas que -singular aventura- no logran lograrse, habida
cuenta de que ya no saben de dónde parten, a partir de qué hablan y
cuál es el sentido de su trayecto. Lenguas sin itinerario, y sobre
todo sin autopista de no sé qué información.
Como si no hubiera más que llegadas, por lo
tanto acontecimientos, sin llegada.* Desde esas solas “llegadas”,
desde esas llegadas solas, surge el deseo; surge aun antes de la
ipseidad de un yo [je]-yo [moi] para traerlo de antemano, traído que
es, este último, por la llegada misma; surge, se erige incluso como
deseo de reconstituir, de restaurar, pero en realidad de inventar
una primera lengua que sería más bien una preprimera lengua**
destinada a traducir esta memoria. Pero a traducir la memoria de lo
que precisamente no tuvo lugar, de lo que, tras haber sido (la)
interdicción, debió no obstante dejar una huella, un espectro, el
cuerpo fantasmal, el miembro fantasma -sensible, doloroso, pero
apenas legible- de huellas, de marcas, de cicatrices. Como si se
tratara de producir, al confesarla, la verdad de lo que nunca había
tenido lugar. ¿Qué es entonces esta confesión? ¿Y la falta
inmemorial o el defecto inmemorial desde los cuales hay que
escribir?
Inventada para la genealogía de lo que no
sucedió y de la cual habrá estado ausente el acontecimiento, tras
dejar sólo huellas negativas de sí mismo en lo que hace la historia,
tal preprimera lengua [lengua de preestreno] no existe. Ni siquiera
es un prefacio, un “foreword”, una lengua de origen perdido. No
puede ser más que una lengua de llegada o más bien de porvenir, una
frase prometida, una lengua del otro, además, pero muy otra que la
lengua del otro como lengua del amo o del colono, aunque a veces las
dos puedan proclamar entre ellas, alimentándolas en secreto o
guardándolas en reserva, tantas semejanzas perturbadoras.
Perturbadoras porque este equívoco nunca se
resolverá: en el horizonte escatológico o mesiánico que esta promesa
no puede negar -o que únicamente puede negar-, la preprimera lengua
[lengua de preestreno] siempre puede correr el riesgo de convertirse
o de querer ser aún una lengua del amo, a veces la de nuevos amos.
En cada instante de la escritura o de la lectura, en cada momento de
la experiencia poética, la decisión debe conquistarse sobre un fondo
de indecidibilidad. Con frecuencia es una decisión política, y con
respecto a lo político. Lo indecidible, condición tanto de la
decisión como de la responsabilidad, inscribe la amenaza en la
suerte, y el terror en la ipseidad del huésped.
Tal vez sea éste el lugar para hacer dos
observaciones [remarques], una más tipológica o taxonómica, la otra
sin duda más legiblemente política.
1. Destaquemos una vez más lo que distingue
esta situación de la de los franco- maghrebíes o más precisamente de
los escritores maghrebíes francófonos que, por su parte, tienen
acceso a su lengua llamada materna. Este recurso fue notablemente
señalado por Khatibi. Su análisis parece a la vez cercano y
sutilmente diferente del que intento aquí:
Toda lengua (se) propone al pensamiento varios
modos, direcciones y sitios, e intentar mantener toda esta cadena
bajo la ley del Uno habrá de ser la historia milenaria de la
metafísica, cuya referencia teológica y mística por excelencia
representa aquí el Islam.
Ahora bien, en este relato [Talismano, de
Abdelwahab Meddeb] que se transcribe entre una diglosia y una lengua
muerta, ¿qué sería pensar de acuerdo con esta dirección unificadora
(en la lengua francesa)? Y, según nuestra perspectiva, ¿qué sería
pensar de acuerdo con esta incalculabilidad: hacer de tres el uno, y
del uno el del medio, el otro, el intervalo de ese palimpsesto?
Ya sugerí [...] que el escritor árabe de lengua
francesa está atrapado en un quiasma, un quiasma entre la alienación
y la inalienación (en todas las orientaciones de estos dos
términos): este autor no escribe su propia lengua, transcribe su
nombre propio transformado, no puede poseer nada (por poco que sea,
uno se apropia de una lengua), no posee ni su hablar materno que no
se escribe [subrayo: si no posee su hablar materno en cuanto éste no
se escribe, al menos lo “posee” en cuanto “hablar”, lo que no es el
caso del judío de Argelia, cuyo hablar materno no tiene
verdaderamente la unidad, la edad y la proximidad supuesta de un
hablar materno, habida cuenta de que ya es la lengua del otro, del
colono francés no judío], ni la lengua árabe escrita que está
alienada y entregada a una sustitución, ni la otra lengua aprendida
y que le señala que se desapropie y se borre en ella. Sufrimiento
insoluble cuando este escritor no asume esa identidad esbozada, en
una claridad de pensamiento que vive de ese quiasma, de esa
esquizia.[x]
2. Pese a las apariencias, esta situación
excepcional es al mismo tiempo ejemplar, ciertamente, de una
estructura universal; representa o refleja una especie de
“alienación” originaria que instituye a toda lengua como lengua del
otro: la imposible propiedad de una lengua. Pero esto no debe llevar
a una suerte de neutralización de las diferencias, al
desconocimiento de expropiaciones determinadas contra las cuales
puede librarse un combate en frentes muy diferentes. Al contrario,
en ello radica lo que permite repolitizar lo que está en juego. Allí
donde no existe la propiedad natural y tampoco el derecho de
propiedad en general, allí donde se reconoce esa des-apropiación, es
posible y se vuelve más necesario que nunca identificar, a veces
para combatirlos, movimientos, fantasmas, “ideologías”,
“fetichizaciones” y simbólicas de la apropiación. Un llamamiento de
esa naturaleza permite a la vez analizar los fenómenos históricos de
apropiación y abordarlos políticamente, evitando en particular la
reconstitución de lo que pudieron motivar esos fantasmas: agresiones
“nacionalistas” (siempre más o menos “naturalistas”) u
homo-hegemonía monoculturalista.
Como el preprimer tiempo [tiempo de preestreno]
de la lengua preoriginaria [de preestreno] no existe, hay que
inventarlo. Intimaciones, puesta en mora de otra escritura. Pero
sobre todo hay que escribirlo adentro, por decirlo así, de las
lenguas. Hay que convocar a la escritura al interior de la lengua
dada. Para mí ésta habrá sido, del nacimiento a la muerte, el
francés.
Por definición, ya no sé decir, jamás pude
decir: es un bien o un mal. Fue así. Permanentemente.
La suerte oscura, mi suerte, una gracia por la
que habría que agradecer a no sé qué potencia arcaica, es que
siempre me resultó más fácil bendecir ese destino. Más fácil, las
más de las veces -y aún ahora-, que maldecirlo. El día que sepa a
quién dar las gracias, lo sabré todo y podré morir en paz. Todo lo
que hago, en especial cuando escribo, se parece al juego de la
gallina ciega: quien escribe, siempre con la mano, aunque se valga
de máquinas, tiende la mano como un ciego para tratar de tocar a
aquel o aquella a quien pueda agradecer el don de una lengua, las
palabras mismas con que se dice dispuesto a dar gracias. A pedir
gracia también.
Mientras que la otra mano, otra mano de ciego,
procura, más prudente, proteger -la cabeza en primer lugar- contra
la caída, contra una caída prematura; en una palabra, contra la
precipitación. Desde hace tiempo digo que se escriben manuscritos
para dos manos. Y digitalizo como un loco.
Pero esta intimidad desconcertante, este lugar
“adentro” del francés, he aquí que no pudo no inscribir en la
relación de la lengua consigo misma, en su auto-afección, por
decirlo así, un afuera absoluto, una zona fuera de la ley, el
enclave clivado de una referencia apenas audible o legible a esa muy
otra preprimera lengua, a ese grado cero menos uno de la escritura
que deja su marca fantasmagórica “en” la susodicha monolengua. Hay
allí además un fenómeno singular de traducción. Traducción de una
lengua que todavía no existe y que no habrá existido nunca, en una
lengua de llegada dada.
Esta traducción se traduce en una traducción
interna (francofrancesa) que juega con la no identidad consigo misma
de toda lengua. Que juega y goza con ella.
Una lengua no existe. En la actualidad. Ni la
lengua. Ni el idioma ni el dialecto. Es por eso, además, que esas
cosas nunca podrían contarse, y por eso -en un sentido que
explicitaré en un instante- si nunca se tiene más que una lengua,
ese monolingüismo no constituye uno consigo mismo.
Por supuesto, para el lingüista clásico cada
lengua es un sistema cuya unidad siempre se reconstituye. Pero esta
unidad no se compara con ninguna otra. Es susceptible al injerto más
radical, a las deformaciones, a las transformaciones, a la
expropiación, a cierta a-nomia, a la anomalía, a la desregulación.
De modo que siempre es múltiple el gesto -aquí lo llamo todavía
escritura, aunque puede ser puramente oral, vocal, musical: rítmico
o prosódico- que intenta afectar la monolengua, la que uno tiene sin
saberlo. Ese gesto sueña con dejar en ella marcas que recuerden
aquella muy otra lengua, ese grado cero menos uno de la memoria, en
suma.
El gesto es plural en sí, dividido y
sobredeterminado. Siempre puede dejarse interpretar como un
movimiento de amor o agresión hacia el cuerpo así expuesto de toda
lengua dada. En realidad hace las dos cosas, se pliega y se aplica y
se encadena ante la lengua dada, aquí el francés en francés, para
darle lo que ésta no tiene y él mismo tampoco. Pero ese
saludo-salvación [salut], pues se trata de un saludo dirigido a la
mortalidad del otro y un deseo de salvación infinita, es también
zarpazo e injerto. Acaricia con las garras, a veces garras de
imitación.
Si, por ejemplo, sueño con escribir una
anamnesis de lo que me permitió identificarme o decirme yo [je] a
partir de un fondo de amnesia y afasia, sé al mismo tiempo que no
podré hacerlo a menos que me abra un camino imposible, que abandone
la ruta, me evada, me aleje repentinamente de mí mismo, invente una
lengua lo bastante otra para no dejarse ya reapropiar en las normas,
el cuerpo, la ley de la lengua dada, ni por la mediación de todos
esos esquemas normativos que son los programas de una gramática, un
léxico, una semántica, una retórica, géneros de discurso o de formas
literarias, estereotipos o clichés culturales (los más autoritarios
siguen siendo los mecanismos de la reproductibilidad vanguardista,
la regeneración infatigable del superyó literario). La improvisación
de alguna inauguralidad es sin duda lo imposible mismo. La
reapropiación siempre se produce. Como sigue siendo inevitable, la
aporía induce entonces un lenguaje imposible, ilegible, inadmisible.
Una traducción intraducible. Al mismo tiempo, esta traducción
intraducible, este nuevo idioma hace llegar, esta signatura hace su
llegada, produce acontecimientos en la lengua dada a la cual todavía
hay que dar, a veces, acontecimientos no comprobables: ilegibles.
Acontecimientos siempre prometidos más que dados. Mesiánicos. Pero
la promesa no es una nada, no es un no acontecimiento.
¿Cómo tener en cuenta esta lógica? ¿Cómo
sostener esa cuenta o ese logos? Aunque a menudo me haya valido de
la expresión “la lengua dada” para hablar de una monolengua
disponible, el francés por ejemplo, no hay lengua dada, o más bien,
hay lengua, hay donación de lengua (es gibt die Sprache), pero una
lengua no es. No es dada. No existe. Llamada, llama, como la
hospitalidad del anfitrión aun antes de toda invitación.
Prescribiente, queda por ser dada, sólo permanece con esta
condición: quedar aún por ser dada.
Volvamos entonces una vez más a esa proposición
un poco sentenciosa: “Nunca se tiene más que una sola lengua”.
Hagámosle dar un giro más. Hagámosle decir lo que no sabe querer
decir, dejémosla decir otra cosa todavía.
Desde luego, pueden hablarse varias lenguas.
Hay sujetos competentes en más de una. Algunos llegan incluso a
escribir varias lenguas a la vez (prótesis, trasplantes, traducción,
transposición). ¿Pero no lo hacen siempre con vistas al idioma
absoluto? ¿Y en la promesa de una lengua aún inaudita? ¿De un solo
poema ayer inaudible?
Cada vez que abro la boca, cada vez que hablo o
escribo, prometo. Quiéralo o no: aquí hay que disociar la fatal
precipitación de la promesa de los valores de voluntad, intención o
querer decir que están razonablemente vinculados a ella. Lo
performativo de esta promesa no es un speech act entre otros. Está
implicado por cualquier otro performativo; y la promesa anuncia la
unicidad de una lengua venidera. Es el “es preciso que haya una
lengua” [que sobreentiende necesariamente: “porque no existe” o
“porque falta”], “prometo una lengua”, “una lengua es prometida” que
a la vez precede toda lengua, llama a toda palabra y pertenece ya a
cada lengua lo mismo que a cada palabra.
Ese llamado por venir se reúne de antemano con
la lengua. La acoge, la recoge, no en su identidad, en su unidad, ni
siquiera en su ipsidad, sino en la unicidad o singularidad de una
reunión de su diferencia en sí: en la diferencia consigo más que en
la diferencia de sí. No es posible hablar al margen de esta
promesa[xi] que da, pero prometiendo darla, una lengua, la unicidad
del idioma. No puede ser cuestión de salir de esta unicidad sin
unidad. No tiene que oponerse al otro, y ni siquiera distinguirse
del otro. Es la monolengua de el otro. El de no significa tanto la
propiedad como la procedencia: la lengua está en el otro, viene del
otro, es la venida del otro.
La promesa de que hablo, aquella de la que
antes decía que sigue siendo amenazante (contrariamente a lo que en
general se piensa de la promesa) y sobre la que ahora sostengo que
promete lo imposible pero también la posibilidad de toda palabra,
esa singular promesa no entrega ni transmite aquí ningún contenido
mesiánico o escatológico. Ningún saludo que salve o prometa la
salvación, aun si, más allá o más acá de toda soteriología, esta
promesa se parece al saludo dirigido al otro, al otro reconocido
como otro muy otro (todo otro es muy otro, allí donde no bastan un
conocimiento o un reconocimiento), al otro reconocido como mortal,
finito, abandonado, privado de todo horizonte de esperanza.
Pero el hecho de que no haya ningún contenido
necesariamente determinable en esta promesa del otro y en la lengua
del otro no hace menos irrecusable la apertura de la palabra por
algo que se asemeja al mesianismo, la soteriología o la escatología.
Es la apertura estructural, la mesianicidad, sin la cual el
mesianismo mismo, en el sentido estricto o literal, no sería
posible. A menos que, tal vez, el mesianismo sea justamente esto,
esa promesa originaria y sin contenido propio. Y a menos que todo
mesianismo reivindique para sí mismo esta rigurosa y desértica
severidad, esta mesianicidad despojada de todo. No lo excluyamos
nunca.
También allí tendríamos relación con una
observación [remarque] de la estructura universal: el idioma
mesiánico de tal o cual religión singular encontraría allí su
impronta. Tendríamos relación con el devenir-ejemplar que cada
religión lleva en su núcleo, por la razón misma de esa
remarcabilidad. Ese monolingüismo del otro tiene por cierto el
rostro y los rasgos amenazantes de la hegemonía colonial. Pero lo
que sigue resultándole insuperable, cualquiera sea la necesidad o la
legitimidad de todas las emancipaciones, es nada menos que el “hay
lengua”, un “hay lengua que no existe”, a saber, que no hay
metalenguaje y que siempre se convocará a una lengua a hablar de la
lengua, porque ésta no existe. No existe en lo sucesivo, hasta ahora
nunca existió. ¡Qué tiempo! ¡Qué tiempo hace, qué tiempo hace que
esta lengua no llega de manera permanente!
Puedes traducir una necesidad tal de muchas
maneras, en más de una lengua, por ejemplo en el idioma de Novalis
o Heidegger cuando dicen, cada uno a su modo, el Monólogo de una
palabra que habla siempre de sí misma. Heidegger declaró
explícitamente la ausencia de todo metalenguaje, cosa que se recordó
en otra parte. Esto no quiere decir que la lengua sea monológica y
tautológica, sino que siempre corresponde a una lengua invocar la
apertura heterológica que le permita hablar de otra cosa y dirigirse
al otro. También se puede traducirlo en el idioma de Celan, ese
poeta-traductor que, pese a escribir en la lengua del otro y del
holocausto, e inscribir a Babel en el cuerpo mismo de cada poema,
sin embargo reivindicó expresamente, firmó y selló el monolingüismo
poético de su obra. También se puede transmitirlo, sin traiciones,
en otras invenciones de idiomas, en otras poéticas, hasta el
infinito.
Unas pocas palabras más como una suerte de
epílogo. Lo que esbozo aquí no es, en particular, el comienzo de un
bosquejo autobiográfico o de anamnesis, y ni siquiera un tímido
intento de Bildungsroman intelectual. Más que la exposición de mí
sería la mostración de lo que habría de ponerme obstáculos a esa
autoexposición. De lo que me habría expuesto, por lo tanto, a esos
obstáculos, y arrojado contra ellos. Ese grave accidente de tránsito
en el que no dejo de pensar.
Es cierto, todo lo que, digamos, me ha
interesado desde hace tiempo, en razón de la escritura, la huella,
la deconstrucción del falogocentrismo y “la” metafísica occidental
(a la que, pese a lo que se repitió hasta la saciedad, nunca
identifiqué como una sola cosa homogénea y regida por su artículo
definido singular; ¡con tanta frecuencia dije lo contrario, y tan
explícitamente!), todo eso no pudo dejar de proceder de esta extraña
referencia a un “otra parte” cuyo lugar y lengua me eran
desconocidos e interdictos, como si tratara de traducir en la única
lengua y la única cultura franco-occidental de que dispongo, en la
cual fui arrojado al nacer, una posibilidad inaccesible a mí mismo,
como si tratara de traducir en mi “monolengua” una palabra que aún
no conocía, como si tejiera además algún velo al revés (cosa que,
por lo demás, hacen muchos tejedores) y como si los puntos de paso
necesarios de ese tejido al revés fueran lugares de trascendencia,
por lo tanto de un “otra parte” absoluto con respecto a la filosofía
occidental greco-latino-cristiana, pero aún en ella (epékeina tés
ousías, y más allá -khóra-, la teología negativa, el maestro
Eckhart y más allá, Freud y más allá, cierto Heidegger, Artaud,
Lévinas, Blanchot y algunos otros).
Es cierto. Pero no podría dar cuenta de ello a
partir de la situación individual que acabo de referir tan
esquemáticamente. Esto no puede explicarse a partir del trayecto
individual, el del joven judío “franco-maghrebí” de una determinada
generación. Los caminos y las estrategias que tuve que seguir en
este trabajo o en esta pasión obedecen también a estructuras y por
ende a asignaciones interiores a la cultura
greco-latino-cristiano-gala en la cual mi monolingüismo me encierra
para siempre; había que contar con esta “cultura” para traducir a
ella, atraer, seducir eso mismo, el “otra parte”, hacia el que yo
mismo era ex-portado de antemano, a saber, el “otra parte” de ese
completamente otro con el que debí guardar, para resguardarme pero
también para guardarme de él como de una temible promesa, una
especie de relación sin relación en que uno se guardaba del otro, en
la espera sin horizonte de una lengua que sólo sabe hacerse esperar.
Es todo lo que sabe hacer: hacerse esperar, y
eso es todo lo que sé de ella. Aún hoy, y sin duda para siempre.
Todas las lenguas de “la” llamada metafísica occidental, puesto que
hay más de una, y hasta esos léxicos proliferantes de la
deconstrucción, todas y todos pertenecen, por casi todo el tatuaje
de sus cuerpos, a este reparto de las cartas con el cual hay que
explicarse de este modo.
Una genealogía judeo-franco-maghrebí no lo
aclara todo; lejos de ello. ¿Pero podría yo explicar algo sin ella,
alguna vez? No, nada, nada de lo que me ocupa, me compromete, me
mantiene en movimiento o en “comunicación”, nada de lo que a veces
me llama a través del tiempo silencioso de las comunicaciones
interrumpidas, nada tampoco de lo que me aísla en una especie de
retiro casi involuntario, un desierto que en ocasiones tengo la
ilusión de “cultivar” por mí mismo, de recorrer como un desierto,
dándome hermosas y buenas razones -¡un poco de afición, pero también
la “ética”, la “política”!-, en tanto que se me reservó en él, desde
antes de mí, una plaza de rehén, una declaración de mora.
El milagro de la traducción no se produce todos
los días; a veces hay desierto sin travesía del desierto. Y tal vez
en ello radique lo que, en el confinamiento de la cultura parisina,
sin duda, pero ya en la “mediatización” occidental, incluso en las
autopistas de la globalización en curso del “espacio público”, hoy
se llama con tanta frecuencia la ilegibilidad.
¿Cuáles son entonces las posibilidades de
legibilidad de un discurso semejante sobre lo ilegible? Puesto que
no sé si lo que acabas de escucharme decir será inteligible. Ni
dónde ni cuándo, ni para quién. Hasta qué punto. Tal vez acabo de
hacer una “demonstration “, no es seguro, pero ya no sé en qué
lengua entender esa palabra. Sin acento, la demonstration no es una
argumentación lógica que impone una conclusión; es en principio un
acontecimiento político, una manifestación en la calle (hace poco
conté cómo bajo a la calle todas las mañanas; jamás a la ruta sino a
la calle), una marcha, un acto, un llamamiento, una exigencia. Una
escena, además. Acabo de hacer una escena. En francés también, con
acento, la demostración [démonstration] puede ser ante todo un
gesto, un movimiento del cuerpo, el acto de una “manifestación”. Sí,
una escena. Sin teatro pero una escena, una escena callejera. De
suponer que ésta tenga interés para alguien, cosa que dudo, lo
tendrá en la medida en que me traiciona, en la medida en que tú
entiendas, desde una escucha de la que no tengo idea, lo que no
quise decir ni enseñar ni hacer saber, en buen francés.
-¿Me prometes con ello un discurso sobre los
secretos aún legibles de la ilegibilidad? ¿Habría alguien aún para
escucharlo?
-Hace mucho tiempo, eso se habría parecido para
mí, con otras palabras, a un aterrorizador juego infantil, allá
lejos, inolvidable, interminable; lo dejé allá, algún día te lo
contaré. La voz viviente, una voz muy joven, quedó velada en él,
pero no está muerta. Si algún día me la devuelven, tengo la
sensación de que veré entonces, en realidad por primera vez, como
luego de la muerte un prisionero de la caverna, la verdad de lo que
viví: ella misma más allá de la memoria, como el reverso oculto de
las sombras, de las imágenes, de las imágenes de las imágenes, de
los fantasmas que poblaron cada instante de mi vida.
No hablo de la brevedad de una película filmada
que pudiera volverse a ver (la vida habrá sido tan corta), sino de
la cosa misma.
Más allá de la memoria y del tiempo perdido. Ni
siquiera hablo de un desvelamiento último sino de lo que seguirá
siendo, en todo momento, extraño a la figura velada, a la figura
misma del velo.
Ese deseo y esa promesa hacen correr a todos
mis espectros. Un deseo sin horizonte, porque en eso reside su
oportunidad o su condición. Y una promesa que ya no espera lo que
espera: allí donde, tendido hacia lo que se consagra a venir, sé por
fin que ya no debo discernir entre la promesa y el terror.
Notas:
[i] A. Khatibi, Du bilinguisme, París,
Denoël, 1985, pág. 10.
[ii] Es ésta una cadena que, como es sabido,
Benveniste reconstituye y muestra en varios lugares, en especial en
un magnífico capítulo consagrado a “L’hospitalité” [“La
hospitalidad”] (en el Vocabulaire des institutions
indo-européennes, t. 1, París, Minuit, 1969, págs. 87 y sigs.)
[traducción castellana: Vocabulario de las instituciones
indoeuropeas, Madrid, Taurus, 1983], capítulo al que tal vez vuelva
en otra parte de manera más problemática o inquieta.
* “Je ne m’y étais jamais rendu”, frase en la
que el verbo rendre se usa con la ambivalencia que permite el
francés entre ir, trasladarse, dirigirse y rendirse, someterse,
entregarse (n. del t.).
[iii] Lo que se formula de este modo sobre la
promesa como amenaza corría el riesgo entonces, y sin duda sigue
corriéndolo todavía, de parecer bastante dogmático y oscuro.
Permítaseme remitir sobre este punto a una argumentación más
sostenida y espero que más convincente en “Avances”, prefacio a
Serge Margel, Le Tombeau du dieu artisan, París, Minuit, 1995.
[iv] Para aclarar un poco este uso insistente
del idioma ligado a demeure, me permito remitir a “Demeure”, en
Passions de la littérature, París, Galilée, 1996. [La referencia es
a la expresión “mette en demeure à demeure”, aquí traducida como
“declara en mora permanentemente” (n. del t.).]
[v] Sobre la diseminación como experiencia de
la unicidad y sobre la diseminación según pliegues, o pliegue sobre
pliegue, cf. La Dissémination, París, Seuil, 1972, págs. 50, 259,
283, 291 y sigs. y passim [traducción castellana: La diseminación,
Madrid, Fundamentos, 1990].
* La referencia es al latín casa,-œ, choza o
cabaña, en francés case y en castellano casa (n. del t.).
** Que tiene la doble acepción de salvación y
de salutación o saludo (n. del t.).
*** Para entender este pasaje hay que tener en
cuenta que défendre tiene en francés el doble significado de
defender y prohibir (n. del t.).
[vi] A. Khatibi, Amour
bilingue, ob. cit., pág. 75.
* Téngase en cuenta en este pasaje el doble
significado de cour, patio y corte (tanto tribunalicia como real)
(n. del t.).
[vii] Sobre esta noción jurídica, como sobre
la extraordinaria historia de la ciudadanía en Argelia (que por lo
que sé no tiene, stricto sensu, otro equivalente en el mundo),
remito al luminoso artículo de Louis-Augustin Barrière, “Le puzzle
de la citoyenneté en Algérie”, publicado en la revista del Gisti
(Plein droit, n° 29-30, noviembre de 1995), a la que, de paso,
quiero saludar por su trabajo, hoy en día ejemplar. Ese artículo
comienza así (pero hay que leerlo todo): “Hasta la Liberación, los
musulmanes de Argelia no eran considerados sino como nativos
franceses y no como ciudadanos franceses. Esta distinción se
explicaba por la historia”.
** “Renvois d’ailleurs”, en que renvoi, además
de eco o reflejo, es también remisión (n. del t.).
*** “Maître”, amo, forma parte de “maître
d’école”, maestro (n. del t.).
* Khâgne o cagne es la clase del liceo
preparatoria para el ingreso en la Escuela Normal Superior, en la
especialidad de letras (n. del t.).
** Apelativo que se da a los franceses de
Argelia, y cuyo significado literal es “pie negro” (n. del t.).
[viii] En el momento de releer las pruebas de
imprenta, veo en televisión una película japonesa cuyo título
desconozco y que cuenta la historia de un artista del tatuaje. Su
obra maestra: un tatuaje inaudito con que cubre la espalda de su
mujer al hacerle el amor por atrás, ya que comprende que ésa es la
condición de su “ductus”. Lo vemos hundir la punta de su pluma
hiriente mientras la mujer, echada boca abajo, vuelve hacia él un
rostro suplicante y doloroso. Ella lo abandona a causa de esta
violencia. Pero más adelante le envía, sin que en principio el
hombre lo reconozca, el hijo suyo que llevaba en su seno, para que,
a su vez, haga de él un maestro del tatuaje. De allí en más, el
padre artista sólo podrá hacer sus obras en la espalda de otra mujer
acostada sobre su hijo, un hijo bello como un dios, un hijo al que
todavía no reconoció pero a quien llama por su nombre en cada
momento de gran dolor; llamado que es una orden, para que en
compensación dé más placer a la joven, soporte o sujeto de la
operación, tela sufriente, pasión de la obra maestra. El desenlace
es terrible; no lo diré, pero sólo sobrevive la mujer, y por lo
tanto la obra de arte. Y la memoria de todas las promesas. Ella no
puede ver directamente y sin espejo la obra de arte que lleva en sí,
pero ésta subsiste en su mismo cuerpo, al menos por un tiempo.
Permanentemente por un tiempo limitado, desde luego.
*** Nostalgérie, combinación de “nostalgia” y
“Argelia”, en francés Algérie (n. del t.).
**** Mot, palabra, no parole, también palabra
(n. del t.).
[ix] De suponer que estas modestas reflexiones
se proponen aportar un ejemplo bastante común, en suma, a la
documentación de un futuro estudio general, y de suponer también que
éste será de tipo histórico o socioantropológico, en estas hipótesis
que aquí seguirán siendo tales podría verse el anuncio, entonces, de
una taxonomía o una tipología general. Su título más ambicioso
podría ser: El monolingüismo del huésped. Los judíos del siglo xx,
la lengua materna y la lengua del otro, en ambas orillas del
Mediterráneo. Desde la costa de esta larga nota, es como si yo
tuviera a la vista la otra ribera del judaísmo, sobre otro litoral
otro del Mediterráneo, en unos lugares que me son aún más ajenos, de
otra manera, que la Francia cristiana.
Sus figuras más conocidas y más justamente
célebres serían europeas por nacimiento. Y todas “askenazis”. Cosa
que plantea ya numerosos problemas. ¿Cuál sería la vertiente
“sefaradí “ de esta tipología? Además, la diversidad de esas figuras
askenazis de Europa exige una taxonomía enmarañada (que intento
estudiar en un seminario sobre la hospitalidad y a la cual espero
consagrar algún día una investigación). Antes de decir unas
palabras, por más insuficientes y fuera de proporción que sean,
desde luego, acerca de sólo algunas entre las aventuras que fueron
inmensas y singulares (de Kafka a Lévinas, de Scholem a Adorno, de
Benjamin a Celan y Arendt), recordemos en primer lugar la situación
de Franz Rosenzweig. En primer lugar, porque éste propuso una puesta
en perspectiva general de nuestro problema; desplegó la cuestión de
los judíos y de “su” lengua extranjera, por decirlo así. Lo hizo de
manera más “teórica” y formalizada. Ya se suscriban o no, sus
interpretaciones ofrecen una especie de topografía sistemática y por
ello tanto más preciosa.
1. Rosenzweig, entonces. Para empezar, el
“pueblo eterno”, a diferencia de todos los demás, “no comienza por
la autoctonía”. El “padre de donde surgió Israel era un inmigrante”
(L’Étoile de la rédemption, traducción francesa de A. Derczanski y
J. L. Schlegel, París, Seuil, 1982, pág. 354). Ya está privado de un
“hogar propio” en el que “dormir”, salvo la tierra santa o sagrada
cuya propiedad, por otra parte, sólo corresponde a Dios (pág. 355).
Y, sobre todo, no es propietario exclusivo de una lengua; sólo tiene
la del anfitrión: “El pueblo eterno ha perdido su lengua propia
(seine eigne Sprache verloren hat)”, “habla en todas partes la
lengua de sus destinos exteriores, la lengua del pueblo con el que
reside como huésped (bei dem es etwa zu Gaste wohnt), por ejemplo; y
cuando no reivindica el derecho a la hospitalidad (das Gastrecht),
sino que vive para sí en colonias cerradas [in geschlossener
Siedlung: no se trata aquí de colonia de ‘colonización’ sino, en el
sentido amplio, de habitación o aglomeración], habla la lengua del
pueblo del que ha recibido, al dejarlo, la fuerza de emprender esa
marcha [Siedeln, ese establecimiento]; nunca posee esa lengua debido
a su pertenencia a la misma sangre sino, siempre, como la lengua de
inmigrantes llegados de todas partes: el ‘judeoespañol’ [‘dzudezmo’]
en los Balcanes y el ‘tatsch’ [otro nombre del yiddish] en Europa
del este son simplemente los casos más conocidos en la actualidad.
En tanto que todos los otros pueblos, por consiguiente, se
identifican con su lengua propia y ésta se deseca en sus labios el
día en que dejan de ser pueblo, el pueblo judío ya no se identifica
nunca enteramente con la lengua que habla (wächst das jüdische Volk
mit den Sprachen, die es spricht, nie mehr ganz zusammen)”.
Y luego de un juicio que merecería más de una
sospecha inquieta, como ocurre, por otra parte, con todo su discurso
sobre la sangre -a veces, uno y otro parecen a punto de confundirse,
involuntariamente, desde luego, aunque con mucha imprudencia, con
consignas antisemitas-, Rosenzweig concluye que “esa lengua... no es
la suya (nicht die eigene ist: no es la lengua propia)”: “Aun en los
lugares donde se habla la lengua del anfitrión que lo acoge (die
Sprache des Gatsvolks), un vocabulario propio o al menos una
selección específica en el vocabulario común, giros propios, un
sentimiento propio de lo que es hermoso o feo en la lengua en
cuestión, todo eso delata que esa lengua... no es la suya” (pág.
356).
Así como hay una tierra santa (la suya, pero
de todas maneras inapropiable, sólo alquilada, prestada por Dios, su
único propietario legítimo), del mismo modo la lengua santa no es
suya sino en la medida en que no la “habla” y en tanto que en la
plegaria (pues en ella “no puede más que orar”) aquélla sólo está
allí para atestiguar: “testimonio” (Zeugnis) de que “su vida
lingüística se siente siempre en tierra extranjera y que su patria
lingüística personal (seine eigentliche Sprachheimat) se sabe en
otra parte, en el ámbito de la lengua santa, inaccesible al lenguaje
cotidiano”.
[Tal vez vuelva a hablar en otro lado (en Les yeux de la langue. L'abîme et le volcan, de próxima aparición) de la
carta que Scholem le escribió a Rosenzweig como homenaje el día de
su cumpleaños, en diciembre de 1926 (“Une lettre inédite de Gerschom
Scholem à Franz Rosenzweig. À propos de notre langue. Une
confession”, notable texto editado y traducido por Stéphane Mosés en
Archives de sciences sociales des religions, 60 [l],
julio-septiembre de 1985, págs. 83-84. Seguía a esta traducción, que
citaremos, un valioso artículo de S. Mosès, “Langage et
sécularisation chez Gerschom Scholem”).
Esta “Confesión con respecto a nuestra lengua”
(Bekenntnis über unsere Sprache) confesaba angustia frente a las
erupciones volcánicas que amenazaban provocar algún día la
modernización, la secularización y más precisamente la
“actualización” (Aktualisierung) del hebreo sagrado: “Ese país es un
volcán donde herviría el lenguaje (Das Land ist ein Vulkan. Es
beherbergt die Sprache). [...] Existe otro peligro, mucho más
inquietante (unheimlicher) que la nación árabe, y que es una
consecuencia necesaria de la empresa sionista: ¿qué pasa con la
‘actualización’ de la lengua hebrea? ¿Esa lengua sagrada con que se
alimenta a nuestros hijos no constituye un abismo (Abgrund) que no
dejará de abrirse algún día? [ ...] ¿No se correrá el riesgo de ver
cómo, algún día, la potencia religiosa de ese lenguaje se vuelve
violentamente contra quienes lo hablan? [...] En lo que se refiere a
nosotros, vivimos dentro de nuestra lengua, semejantes -la mayoría-
a ciegos que caminaran por encima de un abismo. Pero cuando se nos
devuelva la vista, a nosotros y a nuestros descendientes, ¿no
caeremos en el fondo de ese abismo? Nadie puede saber, además, si el
sacrificio de quienes sean aniquilados en esa caída bastará para
volver a cerrarlo”.
Del fondo de ese abismo (Abgrund) cuya figura
no deja de reaparecer, al menos cinco veces en esa carta de dos
páginas, sube una voz espectral. La lógica de la obsesión no se alía
fortuitamente a una lingüística del nombre. Scholem, como otros
-Benjamin o Heidegger, por ejemplo-, determina la esencia del
lenguaje -digamos también de la lengua (Sprache)- a la vez desde la
sacralidad y desde la nominación; en pocas palabras, desde los
nombres sagrados, desde la fuerza del nombre sacrosanto: “El
lenguaje es nombre (Sprache ist Namen). Es en el nombre donde se
refugia la potencia del lenguaje, es en él donde está sellado el
abismo que encierra (Im Namen ist die Macht der Sprache beschlossen,
ist ihr Abgrund versigelt)”.
Desde la pérdida de los nombres sagrados,
desde su desaparición aparente, su espectralidad regresa, vuelve a
atormentar nuestro pobre discurso. “Es cierto, la lengua que
hablamos es rudimentaria, casi espectral (wir freilich sprechen eine
gespenstische Sprache). Los nombres habitan como espectros nuestras
frases; escritores o periodistas juegan con ellos y fingen creer -o
fingen hacer creer a Dios- que todo eso no tiene importancia (es
habe nichts zu bedeuten). Y sin embargo, en esta lengua envilecida y
espectral, a menudo parece hablarnos la fuerza de lo sagrado (die
Kraft des Heiligen). Pues los nombres tienen vida propia. Si no la
tuvieran, desdichados nuestros hijos, que se verían entonces
entregados sin esperanza a un porvenir vacío.”
Scholem nombra en más de una ocasión el
peligro de esta pérdida: veredicto y apocalipsis; en suma, la verdad
de un juicio final de la historia.]
¿Cómo situar entonces el discurso del primer
destinatario de esta extraña carta? ¿Desde qué lugar entender a
Rosenzweig, cuya L’Étoile de la rédemption (1921) ya había aparecido
y a la que Scholem, que no tardó en malquistarse con su autor, tenía
por “una de las creaciones más importantes del pensamiento religioso
judío de nuestro siglo” (De Berlin à Jérusalem, traducción de S.
Bollack, París, Albin Michel, 1984, págs. 199-200)?
Dos observaciones mínimas sobre las únicas
características que podemos retener aquí: cualesquiera sean el
radicalismo y la generalidad de esta desapropiación de la lengua
atribuida al “pueblo judío”, Rosenzweig, podríamos aventurarnos a
decir, la atenúa de tres maneras, que designan también tres
reapropiaciones interdictas al “judío francés de Argelia” que habla
y del que hablo aquí.
a. Rosenzweig recuerda que el judío puede
todavía apropiarse y amar la lengua del anfitrión como la suya
propia en un país que es el suyo, y sobre todo en un país que no es
una “colonia”, una colonia de colonización o de invasión guerrera.
Rosenzweig indicó su apego sin reservas a la lengua alemana, a la
lengua de su país. Lo hizo de todas las maneras, y al punto de
traducir la Biblia al alemán. Rivalidad respetuosa y aterrorizada
con Lutero, “Gastgeschenk”, agradecimiento y testimonio de huésped
que da gracias por la hospitalidad recibida, dice Scholem -de nuevo
él- un día, en Jerusalén, en Israel, más de treinta años después, en
1961. Scholem se dirigía entonces a Buber, colaborador de
Rosenzweig en la traducción de la Biblia, y jugaba con esa palabra,
Gastgeschenk, con tanta admiración convencional como ironía y
escepticismo hacia el presunto par “judío-alemán”. Ese Gastgeschenk,
a saber, una traducción, la traducción de un texto sagrado, agrega
entonces Scholem, “será más bien -digo esto no sin desagrado- la
piedra sepulcral de una relación que fue aniquilada por una
catástrofe pavorosa. Los judíos para quienes ustedes emprendieron
esa traducción ya no están, y aquellos de sus hijos que escaparon a
esa catástrofe ya no leen en alemán [...]. El contraste que existía
entre el lenguaje corriente de 1925 y el de su traducción no se
atenuó en el transcurso de los últimos treinta y cinco años; diría
al contrario que se incrementó”.
Una traducción de la Biblia como piedra
sepulcral, una piedra sepulcral en lugar de un don del huésped o un
obsequio de hospitalidad (Gastgeschenk), una cripta funeraria para
agradecer por una lengua, la tumba de un poema en memoria de una
lengua dada, una tumba que engloba tantas otras, incluidas todas las
de la Biblia, incluida la de los Evangelios (y Rosenzweig nunca
estuvo lejos de devenir cristiano), el don de un poema como ofrenda
de una tumba que, se sabrá algún día, podría ser un cenotafio: ¡qué
oportunidad para conmemorar un monolingüismo del otro! ¡Qué
santuario -y qué sello- para tantas lenguas!
Scholem insinúa cortésmente la sospecha del
cenotafio, pero es verdad que, al final de esta misiva
extraordinaria, también a él le resulta ciertamente preciso citar
además a Hölderlin, y dar a su turno, al inolvidable poema de la
lengua alemana, un saludo que aquí creo memorable. Todavía se dejan
oír en ella la promesa o el llamado: “En cuanto al uso que los
alemanes harán de aquí en más de su traducción, ¿quién podría
predecirlo? Puesto que en la vida de los alemanes ocurrió mucho más
que todo lo que Hölderlin podía prever cuando escribía:
Und nicht übel ist, wenn
einiges
verloren gehet, und von der
Rede
verhullet der lebendige Laut
(No está mal si algo / sufre la perdición y
del discurso / la viva voz llega a velarse.)
Esa viva voz que ustedes quisieron hacer
vibrar desde el seno de la lengua alemana se veló. ¿Habrá todavía
alguien que la escuche?”.
Esta pregunta parece estremecer las últimas
palabras de la alocución de Jerusalén (cf. Gershom G. Scholem,
“L'achèvement de la traduction de la Bible par Martin Buber”,
alocución pronunciada en Jerusalén en febrero de 1961, en Le
Messianisme juif. Essais sur la spiritualité du judaïsme, París,
Calmann-Lévy, 1974, traducción de Bernard Dupuy levemente
modificada, págs. 441-447).
b. Rosenzweig recuerda también las lenguas
“judías” que son pese a todo el judeoespañol y el yiddish cuando se
las habla efectivamente.
c. Por último, recuerda la lengua sagrada, la
lengua de la plegaria que sigue siendo una lengua propia del pueblo
judío cuando éste la practica, la lee y la comprende, al menos en la
liturgia.
Ahora bien, para mantenernos en el punto de
vista taxonómico así privilegiado, la situación típica del judío
franco-maghrebí que intento describir es aquella en la cual
-destaquémoslo una vez más- la expropiación llega a la pérdida de
estos tres recursos:
a. El francés “auténtico” (el judío
franco-maghrebí disponía de un francés aparentemente “materno”, tal
vez, pero no metropolitano, un francés de colonizado, cosa que no
fue el alemán de Rosenzweig, como tampoco el de los judíos askenazis
de Europa);
b. El judeoespañol (que ya no se empleaba);
c. La lengua sagrada, que, en los casos en que
todavía se pronunciaba en la oración, las más de las veces no se
enseñaba ni auténtica ni ampliamente, y por lo tanto tampoco se
comprendía, salvo excepciones.
2. Arendt. La ética de la lengua de ese judío
alemán que fue Rosenzweig no fue la de una judía alemana llamada
Hannah Arendt. No había para ella ningún recurso, ni en la lengua
sagrada ni en un nuevo idioma como el yiddish, sino un apego
indesarraigable a una lengua materna única, el alemán. (En una
medida limitada que no analizaremos aquí, su experiencia sería
análoga a la de Adorno. En Was ist deutsch? [que en principio, en
1965, fue una entrevista radiofónica; traducción francesa de M.
Jimenez y E. Kaufholz, en Modèles critiques, París, Payot, 1984,
pág. 220 y sigs.], éste da a entender claramente que toleró mal la
coacción del inglés y el exilio lingüístico, un exilio que incluso
rompió, a diferencia de Arendt, al volver a Alemania, donde pudo
reencontrar una lengua a la que no cesa de reconocer un privilegio
“metafísico”, pág. 229.)
Son conocidas las famosas declaraciones de
Arendt sobre ese tema en “Qu’est-ce qui reste? Reste la langue
maternelle” (Was bleibt? Es bleibt die Muttersprache, entrevista con
Günter Gaus que se difundió en 1964 por la televisión alemana y
obtuvo, hay que señalarlo, un premio en ese país, el Adolf Grimme;
fue publicada en 1965 en Günter Gaus, Zur Person, Munich; en francés
en La tradition cachée, le Juif comete paria, traducción de Sylvie
Courtine-Denamy, París, Bourgois, 1987). Arendt responde a la vez de
manera débil, ingenua y culta cuando se le pregunta sobre su apego a
la lengua alemana. ¿Habrá sobrevivido éste al exilio estadounidense,
a su enseñanza y a sus publicaciones en angloamericano, e incluso “a
los momentos más amargos”? “Siempre”, contesta sin rodeos ni
vacilaciones. La respuesta parece sostenerse en principio en una
palabra, immer. Siempre conservó ese apego indefectible y esa
familiaridad absoluta. El “siempre” parece calificar justamente ese
tiempo de la lengua. Tal vez diga más: no sólo que la lengua llamada
materna está siempre allí, el “siempre allí”, el “siempre ya allí” y
“siempre todavía allí”; sino también que, quizá, sólo hay
experiencia del “siempre” y de lo “mismo”, allí, como tal, donde
existe, si no la lengua, sí al menos alguna huella que se deje
figurar por la lengua: como si la experiencia del “siempre” y de la
fidelidad al otro como a sí mismo supusiera la fidelidad
indefectible a la lengua; el perjurio mismo, la mentira, la
infidelidad, supondrían además la fe en la lengua; no puedo mentir
sin creer y hacer creer en la lengua, sin dar crédito al idioma.
Después de haber dicho “siempre”, muy
simplemente, como si la respuesta fuera suficiente y se agotara en
sí misma, Arendt agrega sin embargo algunas palabras, frente a una
insistente pregunta acerca de lo que pasó en su habitar la lengua
“en los momentos más amargos”, por lo tanto en la época del nazismo
más desbocado (el más desbocado como tal, desbocado como nazismo,
porque siempre hay un tiempo del nazismo antes y después del
nazismo):
“Siempre. Me decía: ¿qué hacer? ¡Pese a todo
no es la lengua alemana la que se volvió loca! Y en segundo lugar:
nada puede reemplazar a la lengua materna” (traducción francesa,
pág. 240).
Aparentemente simples y espontáneas, esas dos
frases se suceden naturalmente, sin que su autora vea, sin que dé a
ver, en todo caso, el abismo que se abre debajo de ellas. Debajo de
ellas o entre ellas.
No podemos volver a todos los pliegues de
estos enunciados clásicos. Como “la solicitud maternal [que] no
tiene reemplazo”, decía Rousseau, nada puede reemplazar, confirma
Arendt, a la lengua materna. ¿Pero cómo pensar juntas esta supuesta
unicidad-singularidad-irreemplazabilidad de la madre (fantasma
indestructible acreditado por la segunda frase) y esa extraña
cuestión sobre una locura de la lengua, un delirio considerado pero
excluido en el acto por la primera frase?
¿Qué hace Arendt cuando, al preguntarse y
luego lanzar una exclamación, parece negar como una cosa absurda que
una lengua pueda enloquecer (“Me decía: ¿qué hacer? ¡Pese a todo no
es la lengua alemana la que se volvió loca!”)? No niega, deniega.
Procura visiblemente tranquilizarse al exclamar “¡pese a todo!”,
“¡nunca me harán creer eso, a pesar de todo!” En principio, parece
pensar, una lengua en sí misma, con el buen sentido incluido, no
podría ser ni razonable ni delirante: una lengua no puede volverse
loca; no es posible hacerla tratar ni ponerla en análisis, no se la
puede confiar a una institución psiquiátrica. Hay que estar loco o
buscar una coartada para alegar la demencia de una lengua. El buen
sentido, por lo tanto, insufla a Arendt esta protesta incrédula:
pese a todo no es la lengua la que se volvió loca; ya que eso no
tiene sentido, es extravagante; ¿a quién se lo harían creer? De modo
que son más bien los sujetos de esta lengua, los hombres mismos,
quienes pierden la razón: los alemanes, algunos alemanes una vez
amos del país y la lengua. Sólo éstos se volvieron entonces
diabólicos y frenéticos. No tienen ningún poder sobre la lengua.
Ésta es más vieja que ellos, los sobrevivirá, seguirá siendo hablada
por alemanes que ya no serán nazis, incluso por no alemanes. De allí
la consecuencia lógica, el mismo buen sentido que encadena la
segunda frase a la primera, a saber, que no se puede reemplazar la
lengua materna.
Ahora bien, lo que Arendt no parece contemplar
en absoluto, lo que parece conjurar, denegar o forcluir de la manera
más natural del mundo, es en una palabra más de una cosa:
a. Por una parte, que en sí misma una lengua
pueda volverse loca, incluso convertirse en una locura, la locura
misma, el lugar de la locura, la locura en la ley. Arendt no puede o
no quiere pensar esta aberración: para que los “sujetos” de una
lengua se volvieran “locos”, perversos o diabólicos, enfermos de un
mal radical, verdaderamente fue preciso que la lengua tuviera algo
que ver; debe haber tenido su parte en lo que hizo posible esa
locura; un ser no hablante, un ser sin lengua “materna” no puede
volverse “loco”, perverso, malvado, asesino, criminal o diabólico; y
si la lengua es para él otra cosa que un simple instrumento neutro y
exterior (lo que Arendt, justamente, tiene razón en suponer, dado
que la lengua ha de ser más y otra cosa que una herramienta que
permanezca todo el tiempo, “siempre”, con uno mismo a través de los
desplazamientos y los exilios), verdaderamente tiene que suceder que
el ciudadano hablante se vuelva loco en una lengua loca, en la que
las mismas palabras pierdan o perviertan su sentido presuntamente
común. Y no se comprenderá en absoluto algo como el nazismo si se
excluye de él, junto con la lengua y el lenguaje, todo lo que es
inseparable de ellos: no es una nada, sino casi todo.
b. Por otra parte, y por eso mismo, también es
preciso que una madre, la madre de la lengua llamada “materna”,
pueda volverse o haber sido loca (amnésica, afásica, delirante).
Cuando en realidad debería haber sido llevada a ello por sus propias
palabras (la unicidad irreemplazable de la lengua materna), lo que
Arendt, más en profundidad, no parece tener en vista, aunque sea
desde muy lejos, lo que tal vez no quiso ver, no pudo querer ver,
es que es posible tener una madre loca, una madre “única” y loca,
loca por ser, en la lógica del fantasma, única. Aun cuando una madre
no sea loca, ¿no se puede tener una madre loca? La relación con la
madre sería entonces una locura.
Esta terrible hipótesis puede decirse de muchas
maneras. Una de ellas volvería a llevarnos a la gran cuestión del
fantasma, de la imaginación como phantasia y lugar del phantasma.
Por ejemplo, para seguir cerca del Rousseau de la “solicitud
maternal [que] no tiene reemplazo”, podríamos vincular esta temática
de la imaginación (fantasmática) a la de la compasión. Una y otra,
tanto una como otra facultad parecen coextensivas a la
suplementariedad, es decir, al poder de suplir, de agregar
reemplazando, por lo tanto, y de cierta manera, reemplazar lo
irreemplazable: por ejemplo y por excelencia la madre, allí donde
cabe suplir lo imposible de suplir. En la lógica o amenaza de la
sustitución, no hay maternidad que no aparezca como sustituible. La
idea de que, a diferencia del padre, se sabe “naturalmente” quién es
la madre, ante el espectáculo del nacimiento, es un viejo fantasma
(aún en acción en el Freud de El Hombre de las ratas) que no
tendría que haber esperado a las “madres portadoras” y la
“procreación asistida” para ser reconocido como tal, a saber, como
fantasma. Recordemos ese nombre extraño que no sé quién (Voltaire
dice que fue Malebranche) dio a la imaginación: “la loca de la
casa”. La madre puede convertirse en la loca de la casa, la
delirante de la morada, de ese lugar de sustitución donde mora el
propio hogar, el alojamiento o el lugar, la localidad o la locación
de la casa propia. Puede suceder que una madre se vuelva loca, y ése
puede ser, ciertamente, un momento de terror. Cuando una madre
pierde la razón y el sentido común, la experiencia es tan pavorosa
como cuando el rey se vuelve loco. En los dos casos, lo que
enloquece es algo así como la ley o el origen del sentido (el padre,
el rey, la reina, la madre). Ahora bien, esto puede suceder a veces
como un acontecimiento, sin duda, y amenazar algún día, en alguna
ocasión, en la historia de la casa o la estirpe, el orden mismo del
hogar propio [chez-soi], de la casa, del chez. Esta experiencia
puede angustiar como una cosa que ocurre pero habría podido no
ocurrir: incluso habría debido no ocurrir.
Pero además se puede decir lo mismo en dos
sentidos más radicales, a la vez diferentes y no diferentes de éste,
a saber: 1) formalmente, la madre como la única imposible de suplir
pero siempre sustitutiva, y precisamente como lugar de la lengua, es
lo que hace posible la locura, y 2) más profundamente, como esa
posibilidad siempre abierta, ella es la locura misma, la locura
siempre en acción: la madre, como la lengua materna, la experiencia
misma de la unicidad absoluta que sólo puede ser reemplazada porque
es irreemplazable, traducible porque es intraducible, allí donde es
intraducible (¿qué se traduciría, de otra manera?), la madre es la
locura: la madre “única” (digamos la maternidad, la experiencia de
la madre, la relación con la madre “única”) es siempre una locura y
por lo tanto, en cuanto madre y lugar de la locura, siempre está
loca. Loca como el Uno de lo único. Una madre, una relación con la
madre, una maternidad siempre es única y por ende siempre lugar de
locura (nada enloquece más que la unicidad absoluta del Uno o la
Una). Pero siempre única, siempre es reemplazable, reemplazable,
pasible de ser suplida exclusivamente allí donde no hay lugar único
más que para ella. Reemplazo del lugar mismo, en lugar del lugar:
khóra. La tragedia y la ley del reemplazo es que reemplaza lo único,
lo único en tanto sustituto sustituible. Ya seamos hijos o hijas, y
cada vez de modo diferente según seamos una u otra cosa, siempre
estamos locos por una madre que siempre está loca por aquello de lo
que es, sin poder serlo nunca de manera única, la madre,
precisamente en el lugar, y en la morada, de la casa propia única. Y
sustituible por ser única. Podría mostrarse que la unicidad absoluta
enloquece tanto como la reemplazabilidad absoluta, la
reemplazabilidad absoluta que reemplaza el emplazamiento mismo, el
sitio, el lugar, la morada de la casa propia, el ipse, el estar en
la propia casa o el estar consigo del sí mismo.
Este discurso sobre lo insensato nos aproxima
a una energía de la locura que bien podría estar ligada a la esencia
de la hospitalidad como esencia de la casa propia, esencia del ser
uno mismo o de la ipsidad como estar en la propia casa. Pero también
como lo que identifica la Ley con la lengua materna, la arraiga o la
inscribe en ella, en todo caso.
“Siempre. Me decía: ¿qué hacer? ¡Pese a todo
no es la lengua alemana la que se volvió loca! Y en segundo lugar
[¡en segundo lugar!]: nada puede reemplazar a la lengua materna.”
Después de haber mencionado lo irreemplazable, lo imposible de
suplir de la lengua materna, Arendt añade: “Uno puede olvidar su
lengua materna, es cierto. Conozco ejemplos a mi alrededor, y esas
personas, por otra parte, hablan las lenguas extranjeras mucho mejor
que yo. Yo siempre hablo con un acento muy pronunciado y a menudo me
sucede que no puedo expresarme de manera idiomática. Ellas, en
cambio, son capaces de hacerlo, pero entonces hay que vérselas con
una lengua en la cual un cliché ahuyenta al otro porque la
productividad de la que uno da prueba en su propia lengua se cortó
de un golpe, a medida que se olvidaba esa lengua”.
El interlocutor le pregunta entonces si ese
olvido de la lengua materna no es la “consecuencia de una
represión”. Arendt está de acuerdo: sí, el olvido de la lengua
materna, la sustitución que suple entonces la lengua materna, debe
ser sin duda el efecto de una represión. Tal vez, más allá de esta
formulación arendtiana, podría decirse: allí se encuentran el lugar
y la posibilidad misma de la represión por excelencia. Arendt, como
se sabe, menciona en ese momento a Auschwitz como el corte, el lugar
tajante, el tajo de la represión:
“Sí, muy a menudo. Frente a ciertas personas
lo experimenté de una manera completamente trastornadora. Vea, lo
decisivo fue el día en que escuchamos hablar de Auschwitz.”
Otro modo de reconocer y dar crédito a una
evidencia: un suceso tal, que “Auschwitz”, o el nombre mismo que
nombra ese suceso, puede responder de las represiones. La palabra
sigue siendo un poco vaga y sin duda es insuficiente, pero nos pone
sin miramientos en el camino de una lógica, una economía, una tópica
que ya no competen al ego y la conciencia propiamente subjetiva. Nos
exhorta a abordar esas cuestiones más allá de la lógica o la
fenomenología de la conciencia, lo que aún sucede muy rara vez en la
esfera más pública del lenguaje contemporáneo.
3. Lévinas. La ética de la lengua, para
Lévinas, fue otra: ni la de Rosenzweig, ni la de Adorno, ni la de
Arendt. Experiencia diferente, en efecto, para alguien que escribió,
enseñó y vivió casi toda su vida en la lengua francesa, mientras que
el ruso, el lituano, el alemán y el hebreo seguían siendo sus otras
lenguas familiares. Me parece que en él hay pocas referencias
solemnes a una lengua materna, ninguna seguridad buscada en ella
sino, de parte de alguien que declaró que “la esencia del lenguaje
es amistad y hospitalidad”, el agradecimiento al francés en cada
oportunidad, al francés lengua de adopción o de elección, lengua de
recepción, lengua del anfitrión. Durante una entrevista (¿por qué a
menudo se habla de cosas tan graves en ocasión de entrevistas
públicas y como por sorpresa, en una especie de improvisación?),
Lévinas menciona un suelo del suelo, el “suelo de esta lengua que es
para mí el suelo francés” (Emmanuel Lévinas, qui étes vous?, de
François Poirié, Lyon, La Manufacture, 1987). Se trata del francés
clásico de la Ilustración. Al escoger una lengua que dispone de un
suelo, Lévinas habla de una familiaridad adquirida: ésta no tiene
nada de originario, no es materna en su figura. Sospecha radical y
típica, prudencia que era de esperar en Lévinas con respecto a lo
que podría llamarse el radicalismo arendtiano, a saber, el apego a
una cierta sacralidad de la raíz. (Es sabido que Lévinas siempre
distingue la santidad de la sacralidad, en hebreo incluso, aunque ya
es difícil hacerlo en otras lenguas, el alemán, por ejemplo.) Como
la heideggeriana que sigue siendo en este aspecto, pero también como
muchos alemanes, judíos o no, Arendt re-afirma la lengua materna, es
decir una lengua a la cual se le otorga una virtud de originariedad.
“Reprimida” o no, esa lengua sigue siendo la esencia última del
suelo, la fundación del sentido, la inalienable propiedad que uno
transporta consigo. En cuanto a Lévinas, lo que dice del francés en
su propia historia, lo concede en primer lugar a la lengua de la
filosofa. La lengua de filiación griega es capaz de acoger todo el
sentido venido de otra parte, aunque sea de una revelación hebrea.
Otra manera de decir que la lengua, y en primer término el idioma
“materno”, no es el lugar originario e irreemplazable del sentido;
proposición consecuente, en efecto, con el pensamiento levinasiano
del rehén y la sustitución. Pero la lengua es “expresión” más que
generación o fundación: “La tradición filosófica occidental no
perdía en ningún momento, en mi opinión, su derecho a la última
palabra; efectivamente, todo debe expresarse en su lengua [en la
herencia de la lengua griega] pero tal vez no sea ella el lugar del
primer sentido de los seres” (Éthique et infini, París, Fayard,
1982, pág. 15; subrayado mío).
¿Cómo entender, en Lévinas, esta frecuente
exhortación? ¿Por qué habría que romper, en cierto modo, con la raíz
o la originariedad presuntamente natural o sagrada de la lengua
materna? Para romper con la idolatría de la sacralización, sin duda,
y oponerle la santidad de la ley. ¿No es también, empero, un llamado
a desengañarse de la locura materna en nombre de la santa ley
paterna (aunque la presencia de la schekhina sea también femenina)?
¿En nombre de un padre que, por añadidura -Rosenzweig lo recuerda-
no está fijado a la tierra? En cuanto a la unicidad de la lengua
paterna, deberíamos poder repetir, en lo esencial, lo que decíamos
antes sobre la lengua materna y su ley. Padre y madre,
verdaderamente habrá que admitirlo, son esas “ficciones legales” que
Ulises reserva a la paternidad: a la vez reemplazables e
irreemplazables.
Hay grandes escritores que no me apresuraré a
inscribir en el esbozo de esta pequeña taxonomía. Kafka y Celan en
primer lugar. Una nota ni siquiera bastaría para mencionar todo lo
que estos no alemanes (diferentes en ese aspecto de Rosenzweig,
Scholem, Benjamin, Adorno, Arendt), que escribieron sobre todo en
alemán (diferentes en ese aspecto de Lévinas), provocaron en la
lengua alemana. Baste con indicar este valor diacrítico, en cierto
modo, entre los destinos: para Kafka y Celan, que no eran alemanes,
el alemán no fue, no obstante, ni una lengua de adopción o elección
(como es sabido, la cosa fue más complicada) ni, a diferencia del
francés para los judíos de Argelia, una lengua “colonial” o una
“lengua del amo”. Tal vez pueda hablarse, al menos, de lo que Kafka
llamó un día, de manera enigmática pero tan perturbada, tan
perturbadora, “ la aprobación vaga de los padres”: “En alemán, la
clase media del lenguaje no es más que ceniza, una ceniza que sólo
puede asumir una apariencia de vida cuando hurgan en ella unas manos
judías excesivamente animadas... Lo que quería la mayor parte de los
que empezaron a escribir en alemán era abandonar el judaísmo, en
general con la aprobación vaga de los padres (esta vaguedad era
revulsiva); lo ansiaban, pero sus patas traseras se aferraban
todavía al judaísmo del padre y sus patas delanteras no encontraban
un nuevo terreno. La desesperación generada por ello constituyó su
inspiración” (a Max Brod, junio de 1921, citada por Hanns Zischler,
“Kafka va au cinéma”, Cahiers du cinéma, 1996, Diffusion Seuil, O.
Mannoni, pág. 165). Dado que vamos al cine con Kafka, una breve
imagen detenida: estamos en Europa central, preguntémonos cuál es la
intriga y qué casamentero, qué matrimonio de conveniencia habría
podido unir el alemán de una lengua materna que en ningún caso se
hubiera “vuelto loca”, el alemán de Hannah Arendt, con el de Kafka,
y de aquellos que “empezaron a escribir en alemán” y a “abandonar el
judaísmo, en general con la aprobación vaga de los padres”. Kafka y
Arendt: ni endogamia ni exogamia de la lengua. ¿Razón o locura?
En esta tipo-topología, pero también fuera de
ella, en ese lugar de desafío para la distinción entre askenazi y
sefaradí, me siento aún menos capaz de un discurso a la medida de
otra poética de la lengua, de un acontecimiento inmenso y ejemplar:
en la obra de Hélène Cixous, y de manera milagrosamente única, otro
cruzamiento trenza todas estas filiaciones, reengendrándolas en pos
de un futuro todavía sin nombre. Sobre esta
gran-escritora-francesa-judía-de-Argelia-sefardita que reinventa,
entre otras, la lengua de su padre, su lengua francesa, una lengua
francesa inaudita, hay que recordar que es también una judía-askenazi-alemana
por la “lengua materna”.
* Habrá que tener en cuenta los diversos
significados del arriver utilizado en el original. Llegar, en
primer lugar, pero también suceder, ocurrir, pasar, y lograr en el
caso de arriver à. De manera que la arrivée podría ser “lo
acontecido”, y sans arrivée tener el sentido de “sin cosa
ocurrida”, pero igualmente de “sin suceso” (logro, éxito).
Traducción que avanza a tientas, fantasma entre las sombras (n. del
t.).
** Avant-premiére langue en el original: una
lengua, por decirlo así, “de preestreno” (n. del t.).
[x] A. Khatibi, “ Incipits”, en Du
bilinguisme, ob. cit., pág. 189.
[xi] 2. Contrariamente a lo que sin duda
dirían los teóricos de la promesa como “speech act” y lenguaje
performativo, no es necesario que esta promesa, para ser propiamente
lo que es, sea sostenible, y ni siquiera que sea sincera o
seriamente considerada sostenible. Para que una promesa se lance
como tal (e implique por lo tanto la libertad, la responsabilidad,
la decidibilidad), es preciso que, más allá de todo programa
constrictivo, siempre pueda dejarse atormentar por la posibilidad,
precisamente, de su perversión (conversión en amenaza allí donde una
promesa no puede prometer más que bien, compromiso no serio de una
promesa insostenible, etcétera). Esta posibilidad-virtualidad es
irreductible y exige otra lógica de lo virtual. Sobre este punto, me
permito remitir una vez más a “Avances”, ob. cit.
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