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ISSN 1688-1672

 



EDUCACIÓN -

El mito del país culto y educado se cae a pedazos*

Jorge Barreiro 

Si educar consiste en la preparación para la vida en común de los más jóvenes por los más viejos –una tarea bastante más vasta que la mera formación, aunque es habitual que se confunda a una con la otra–, los adultos en general, y no sólo los docentes, somos responsables de la mala educación.


Hace cuatro años escribí las líneas que siguen a raíz de la renuncia a su cátedra de un profesor de la Facultad de Derecho que así pretendía llamar la atención sobre el penoso nivel académico y cultural de los estudiantes que ingresaban a la Universidad. Como la decadencia del nivel educativo no ha hecho más que acentuarse, tal como se encargaron de señalar en estos días varios responsables de la educación pública y privada, vuelvo a publicarlo con algunas modificaciones.

Cito apenas un pasaje de la carta de renuncia del profesor Juan Pablo Cajarville: “Lamentablemente debo decir que (…) el nivel de la enseñanza ha descendido hasta tal punto que, salvo contadísimas excepciones de algunos estudiantes que por ventura aparecen, las clases deben necesariamente limitarse a una mecánica repetición de conceptos cada vez más elementales y los períodos de exámenes son ocasión de reiteradas y profundas decepciones. Si esto ocurriera sólo conmigo, pues entonces razón de más para renunciar. Lamentablemente, me consta que la misma comprobación la comparten muchos profesores de la casa”.

Como suele decirse, Cajarville puso entonces el dedo en la llaga. Hoy, cuatro años más tarde, lo vuelven a poner otros. La directora de un liceo de Montevideo, que estuvo a punto de ser linchada por los populistas vernáculos, incurrió en la osadía de denunciar que, en nombre de una mal entendida “inclusión” de todos, se estaban degradando a niveles lastimosos las exigencias académicas para pasar de curso. Un decano advirtió que más del 80% de los estudiantes secundarios que accedían a la Facultad de Ingeniería carece de los conocimientos básicos de matemáticas como para emprender la carrera y otros aseguran que un porcentaje similar es incapaz de interpretar adecuadamente un texto. Al parecer, la enseñanza privada, de la que proviene aproximadamente la mitad de los estudiantes universitarios, no escapa al marasmo. El difundido lugar común de que los uruguayos constituyen un pueblo culto y educado se cae a pedazos.

Los síntomas que describen unos y otros son alarmantes, pero parecen reducir el problema de la pésima formación de los estudiantes a un asunto interno de las instituciones educativas. El origen del mal residiría, a su juicio, en el descalabro de la enseñanza media, que habría reducido sus exigencias académicas y puesto el listón para aprobar un curso a la altura de un zócalo. Sin embargo, aunque tentador, es demasiado cómodo atribuirle todos los males a nuestras instituciones escolares, que son responsables de unos cuantos como para que además les endilguemos aquellos que prosperan fuera de las aulas, que son, me parece, los que nos pueden suministrar pistas sobre la escasa disposición al estudio, cierta celebración de la ignorancia y el desdén por el saber de los que se ufanan muchos jóvenes. La “cultura de masas” de la que se nutren nuestros imberbes circula fuera de las escuelas y liceos y no la han concebido los docentes. Si educar consiste en la preparación para la vida en común de los más jóvenes por los más viejos –una tarea bastante más vasta que la mera formación, aunque es habitual que se confunda a una con la otra–, los adultos en general, y no sólo los docentes, somos responsables de la mala educación.

No es que quiera transformarme en abogado de nuestra enseñanza vareliana. Sólo quiero advertir que resulta algo grotesco rasgarnos las vestiduras por la decadencia de la educación y al mismo tiempo ignorar olímpicamente la atmósfera social y cultural en la que crecen nuestros hijos. El sistema educativo formal padece una hiperinflación de exigencias. La enmienda de casi todos los desarreglos gestados en la sociedad es sistemáticamente incluida en la ya extensa lista de deberes de ese sistema.

Para empezar, resulta llamativo, por decir lo menos, que quienes acatan los cánones de la corrección política imperante no establezcan siquiera una vaga relación entre el mimo y la condescendencia que se le dispensa a la juventud y la cada vez menor exigencia académica de los docentes. Esa misma corrección política condenará por autoritario y/o elitista a quien sugiera que los educandos también tienen que poner “algo” de sí para acceder al conocimiento. Por ejemplo, la disposición a someterse a la traumática experiencia de leer un libro o la dolorosa renuncia a un par de horas de Facebook. Salvo que se piense en el estudiante en términos de mero receptáculo pasivo de datos y conocimientos que los docentes deben llenar como se llena un tanque de gasolina, habrá que concluir que no es posible hacer recaer la tarea educativa exclusivamente en estos últimos. Sin embargo, los manuales de Instrucciones para el Adulto Moderno y Progresista no incluyen entre sus recomendaciones el recordarle a los jóvenes que el saber no es un producto que se compra hecho, como los i-Pod o los mp3, que el acceso al conocimiento depende en buena medida del propio esfuerzo y que casi nunca consiste en esa diversión en la que al parecer quieren convertirlo algunos pedagogos. Es posible que esta sensibilidad contemporánea, que ha convertido a los infantes y jóvenes en objeto de culto, lisonja y veneración también sea una reacción a cierta brutalidad y autoritarismo de un tiempo en el que se creía que la letra con sangre entraba. Ya no ocurre eso, afortunadamente. Pero ahora asistimos a la ilusión de que el aprendizaje puede ser una fiesta, con premios a fin de curso incluidos.

Este espanto frente al esfuerzo y el trabajo, inherentes a la tarea de aprender, tampoco debe atribuirse exclusivamente a las fallas del sistema educativo. Es propio del paradigma del consumo reinante. Cuando la satisfacción inmediata de cualquier deseo o capricho está socialmente legitimada y ningún esfuerzo vale la pena si no trae consigo un beneficio instantáneo, es normal que los jóvenes también apliquen esos criterios al estudio. Pero acceder al conocimiento es un asunto arduo y complejo, duro por momentos, que lleva tiempo y paciencia y no hay ardides didácticos que puedan convertirlo en un quehacer divertido. Un buen docente puede hacerlo ameno e interesante y un padre podrá suscitar la curiosidad intelectual de sus retoños, pero ninguno de los dos podrá “contarle” la teoría darwiniana de la evolución de las especies o el impacto de la Ilustración en Occidente en los diez minutos de atención que están dispuestos a prestarle. Hay objetos de estudio que son complejos y sólo se los puede simplificar al precio de falsearlos.

Pensándolo bien, aunque este mal prospera fuera de las aulas, las instituciones escolares contribuyen a consolidarlo cuando, en defensa de una incierta “inclusión” de todos y para “que nadie quede rezagado”, muestran una pasmosa benevolencia a la hora de calificar los conocimientos de los estudiantes. Pero si trascendemos las apariencias y los discursos estandarizados, la invocación de la “inclusión” social para justificar el poco rigor examinador de los docentes, se revela exactamente como su opuesto. Porque esa benevolencia es puro paternalismo. En el fondo, lo que late detrás de esa condescendencia es la idea de que a los hijos de las familias pobres no se les puede exigir demasiado, porque, víctimas al fin, estarían inhabilitados para acceder a cualquier saber más o menos complejo. Cuando, en rigor, el mejor estímulo para un estudiante que vino al mundo en un hogar de bajos recursos (económicos y educativos) es plantearle los mismos desafíos que a cualquier otro, cuanto más altos tanto mejor. El mensaje debería ser: ‘no te lo vamos a poner fácil, porque no eres menos que nadie y eres tan capaz como cualquier otro’.

Tampoco viene a cuento escandalizarse ante el escaso amor por el conocimiento cuando el mensaje que se envía a los jóvenes es que éste es apenas un medio para procurarse bienestar material. La idea de que la educación debe ser tributaria de las demandas del mercado de trabajo ya forma parte del sentido común. Nadie la discute. ¿A qué fingir sorpresa entonces? Si ser una persona culta no es un fin en sí mismo, sino que ha sido degradado a la categoría de mera herramienta, a un medio para fines ulteriores, nadie debería sorprenderse de que los estudiantes apelen a cualquier triquiñuela para superar algo que perciben como un incordiante peaje que hay que pagar para acceder al premio gordo. ¿Por qué no copiar durante un examen? ¿Por qué no estudiar en esos incomprensibles pero sencillos apuntes del vecino? ¿No se les ha dicho hasta el hartazgo que “no hay más remedio” que ir al liceo para que en el futuro se les abran las puertas del mercado de trabajo? ¿No se pone como loco el pater familias cuando escucha que sus hijos quieren estudiar antropología o literatura, que “¿me querés decir para qué carajo le van a servir en la vida?”. No hay con qué darle: nosotros mismos no estamos convencidos de que ser más cultos sea un fin en sí mismo y necesitamos encontrarle alguna utilidad a la comprensión de por qué el sol sale cada mañana o de por qué a Aristóteles se le ocurrió escribir su Etica ... (seguro que no tenía nada útil que hacer). Pero tal vez el conocimiento científico o la sensibilidad estética que nos permiten comprender los misterios de la naturaleza y gozar de una pieza musical o de una buena novela no necesiten justificarse por su incierta utilidad. Útiles, lo que se dice útiles, no son. Y sin embargo nos humanizan, porque nos permiten trascender nuestra condición animal, ampliar nuestra libertad y a la postre nos pueden hacer mejores individuos y ciudadanos. ¿Acaso se necesitan mejores razones para hacer el elogio de la educación?

A juzgar por lo que se ve y se oye, sí: hacer dinero, la actividad instrumental por excelencia. Cuando un padre asegura que a su hijo ‘le va bien’, muy a menudo quiere decir que tiene un empleo bien remunerado. He aquí el gran mensaje, el gran señuelo con el que pretendemos seducir a nuestros adolescentes para que estudien: acceder al bienestar material, que no necesariamente conduce al bienestar a secas. Pero las evidencias indican que hasta el más lerdo de nuestros adolescentes intuye que nadie se hace rico estudiando (a lo sumo podrá acceder a un puesto de trabajo que le permita vivir razonablemente bien… y a veces ni eso). Pero para hacer dinero hay que seguir la vía Paco Casal (por cierto, una encuesta reciente indica que Paco Casal es percibido por nuestros jóvenes como el paradigma del empresario moderno). Un buen número de los que pasaron por la Universidad también ha descubierto que la academia puede darles satisfacciones de diversa naturaleza pero no necesariamente materiales.

El relativismo imperante viene a completar un paisaje desolador que en nada contribuye a convencer a las personas de que en el estudio riguroso y sistemático se pueden hallar explicaciones a las perplejidades del presente o que ser más cultos puede ser una experiencia gozosa que contribuya a la autorrealización de las personas. Cuando la verdad es un asunto de puntos de vista, entonces se comprende el escepticismo frente al estudio. Cuando me refiero a la verdad no estoy pensando en una verdad mayestática con artículo determinado, que pertenece más bien al reino de la teología. Ni imaginar una respuesta a la pregunta de qué es la verdad, sino, más modestamente, si podemos saber si algo es verdad o no. Si no podemos saberlo, tampoco resulta descabellado desdeñar el estudio, la interrogación o la búsqueda de explicaciones.

Cuando una opinión o una creencia valen lo mismo que un razonamiento fundado, cuando la superstición es tan respetable como los criterios científicos, cuando se está convencido de que la razón vale tanto como “los sentimientos” o las intuiciones a la hora de laudar sobre la pertinencia de cualquier juicio científico o político o un charlatán goza de la misma atención en la televisión que un sabio y asistimos a la multiplicación de programas en los que el mejor y el peor, lo bueno y lo malo o lo verdadero y lo falso se deciden por votación popular, la ignorancia puede terminar elevándose a sabiduría alternativa. Hay que avisar que en el terreno del conocimiento no rige la democracia plena, hay jerarquías. No vale lo mismo un saber contrastado (siempre revocable y provisorio naturalmente) que el palabrerío de un astrólogo.

Me parece propio de ciegos no darnos por enterados de que todos estos fenómenos de civilizada incultura a los que están sometidos nuestros jóvenes y adolescentes tienen mucho que ver con la desvalorización del conocimiento y la cultura en general. En ese contexto, el naufragio del empeño educativo no debería sorprender tanto. No dispongo de ninguna receta para superar el descalabro. Tampoco niego que las instituciones escolares tengan su cuotaparte de responsabilidad y un importante papel que desempañar en la lucha contra la mediocridad cultural, pero no nos engañemos, la escasa atracción que ejerce sobre los jóvenes la perspectiva de convertirse en personas cultas y el lamentable nivel académico del que ahora se alarman tantos no se superarán con una nueva reforma progresista ni con el 45% del PBI para la educación ni con otra distribución del poder en las instituciones educativas. Las raíces de esas plagas están en otra parte, casi por todas partes.
 

* Publicado originalmente en http://jorgebarreiro.wordpress.com/2011/08/18/edukasion/ 
 

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