Hace cuatro años escribí las líneas que siguen a raíz
de la renuncia a su cátedra de un profesor de la Facultad de Derecho
que así pretendía llamar la atención sobre el penoso nivel académico
y cultural de los estudiantes que ingresaban a la
Universidad. Como
la decadencia del nivel educativo no ha hecho más que acentuarse,
tal como se encargaron de señalar en estos días varios responsables
de la educación pública y privada, vuelvo a publicarlo con algunas
modificaciones.
Cito apenas un pasaje de
la carta de renuncia del profesor Juan Pablo Cajarville:
“Lamentablemente debo decir que (…) el nivel de la enseñanza ha
descendido hasta tal punto que, salvo contadísimas excepciones de
algunos estudiantes que por ventura aparecen, las clases deben
necesariamente limitarse a una mecánica repetición de conceptos cada
vez más elementales y los períodos de exámenes son ocasión de
reiteradas y profundas decepciones. Si esto ocurriera sólo conmigo,
pues entonces razón de más para renunciar. Lamentablemente, me
consta que la misma comprobación la comparten muchos profesores de
la casa”.
Como suele decirse,
Cajarville puso entonces el dedo en la llaga. Hoy, cuatro años más
tarde, lo vuelven a poner otros. La directora de un liceo de
Montevideo, que estuvo a punto de ser linchada por los populistas
vernáculos, incurrió en la osadía de denunciar que, en nombre de una
mal entendida “inclusión” de todos, se estaban degradando a niveles
lastimosos las exigencias académicas para pasar de curso. Un decano
advirtió que más del 80% de los estudiantes secundarios que accedían
a la Facultad de Ingeniería carece de los conocimientos básicos de
matemáticas como para emprender la carrera y otros aseguran que un
porcentaje similar es incapaz de interpretar adecuadamente un texto.
Al parecer, la enseñanza privada, de la que proviene aproximadamente
la mitad de los estudiantes universitarios, no escapa al marasmo. El
difundido lugar común de que los uruguayos constituyen un pueblo
culto y educado se cae a pedazos.
Los síntomas que
describen unos y otros son alarmantes, pero parecen reducir el
problema de la pésima formación de los estudiantes a un asunto
interno de las instituciones educativas. El origen del mal
residiría, a su juicio, en el descalabro de la enseñanza media, que
habría reducido sus exigencias académicas y puesto el listón para
aprobar un curso a la altura de un zócalo.
Sin embargo, aunque tentador, es demasiado cómodo atribuirle
todos los males a nuestras instituciones escolares,
que son responsables de unos cuantos como para que además les
endilguemos aquellos que prosperan fuera de las aulas, que son, me
parece, los que nos pueden suministrar pistas sobre la escasa
disposición al estudio, cierta celebración de la ignorancia y el
desdén por el saber de los que se ufanan muchos jóvenes. La “cultura
de masas” de la que se nutren nuestros imberbes circula fuera de las
escuelas y liceos y no la han concebido los docentes. Si educar
consiste en la preparación para la vida en común de los más jóvenes
por los más viejos –una tarea bastante más vasta que la mera
formación, aunque es habitual que se confunda a una con la otra–,
los adultos en general, y no sólo los docentes, somos responsables
de la mala educación.
No es que quiera
transformarme en abogado de nuestra enseñanza vareliana. Sólo quiero
advertir que resulta algo grotesco rasgarnos las vestiduras por la
decadencia de la educación y al mismo tiempo ignorar olímpicamente
la atmósfera social y cultural en la que crecen nuestros hijos. El
sistema educativo formal padece una hiperinflación de exigencias. La
enmienda de casi todos los desarreglos gestados en la sociedad es
sistemáticamente incluida en la ya extensa lista de deberes de ese
sistema.
Para empezar, resulta llamativo, por decir lo menos,
que quienes acatan los cánones de la
corrección política imperante
no establezcan siquiera una vaga relación entre el mimo y la
condescendencia que se le dispensa a la juventud y la cada vez menor
exigencia académica de los docentes. Esa misma corrección política
condenará por autoritario y/o elitista a quien sugiera que los
educandos también tienen que poner “algo” de sí para acceder al
conocimiento. Por ejemplo, la disposición a someterse a la
traumática experiencia de
leer un libro o la dolorosa renuncia a un
par de horas de Facebook. Salvo que se piense en el estudiante en
términos de mero receptáculo pasivo de datos y conocimientos que los
docentes deben llenar como se llena un tanque de gasolina, habrá que
concluir que no es posible hacer recaer la tarea educativa
exclusivamente en estos últimos. Sin embargo, los manuales de
Instrucciones para el Adulto Moderno y Progresista no incluyen entre
sus recomendaciones el recordarle a los jóvenes que el saber no es
un producto que se compra hecho, como los i-Pod o los mp3, que el
acceso al conocimiento depende en buena medida del propio esfuerzo y
que casi nunca consiste en esa diversión en la que al parecer
quieren convertirlo algunos pedagogos. Es posible que esta
sensibilidad contemporánea, que ha convertido a los infantes y
jóvenes en objeto de culto, lisonja y veneración también sea una
reacción a cierta brutalidad y autoritarismo de un tiempo en el que
se creía que la letra con sangre entraba. Ya no ocurre eso,
afortunadamente. Pero ahora asistimos a la ilusión de que el
aprendizaje puede ser una fiesta, con premios a fin de curso
incluidos.
Este espanto frente al
esfuerzo y el trabajo, inherentes a la tarea de aprender, tampoco
debe atribuirse exclusivamente a las fallas del sistema educativo.
Es propio del paradigma del consumo reinante. Cuando la satisfacción
inmediata de cualquier deseo o capricho está socialmente legitimada
y ningún esfuerzo vale la pena si no trae consigo un beneficio
instantáneo, es normal que los jóvenes también apliquen esos
criterios al estudio. Pero acceder al conocimiento es un asunto
arduo y complejo, duro por momentos, que lleva tiempo y paciencia y
no hay ardides didácticos que puedan convertirlo en un quehacer
divertido. Un buen docente puede hacerlo ameno e interesante y un
padre podrá suscitar la curiosidad intelectual de sus retoños, pero
ninguno de los dos podrá “contarle” la teoría darwiniana de la
evolución de las especies o el impacto de la
Ilustración en
Occidente en los diez minutos de atención que están dispuestos a
prestarle. Hay objetos de estudio que son complejos y sólo se los
puede simplificar al precio de falsearlos.
Pensándolo bien, aunque
este mal prospera fuera de las aulas, las instituciones escolares
contribuyen a consolidarlo cuando, en defensa de una incierta
“inclusión” de todos y para “que nadie quede rezagado”, muestran una
pasmosa benevolencia a la hora de calificar los conocimientos de los
estudiantes. Pero si trascendemos las apariencias y los discursos
estandarizados, la invocación de la “inclusión” social para
justificar el poco rigor examinador de los docentes, se revela
exactamente como su opuesto. Porque esa benevolencia es puro
paternalismo. En el fondo, lo que late detrás de esa condescendencia
es la idea de que a los hijos de las familias pobres no se les puede
exigir demasiado, porque, víctimas al fin, estarían inhabilitados
para acceder a cualquier saber más o menos complejo. Cuando, en
rigor, el mejor estímulo para un estudiante que vino al mundo en un
hogar de bajos recursos (económicos y educativos) es plantearle los
mismos desafíos que a cualquier otro, cuanto más altos tanto mejor.
El mensaje debería ser: ‘no te lo vamos a poner fácil, porque no
eres menos que nadie y eres tan capaz como cualquier otro’.
Tampoco viene a cuento escandalizarse ante el escaso
amor por el conocimiento cuando
el mensaje que se envía a los jóvenes es que éste es apenas un medio
para procurarse bienestar material. La idea de que la
educación debe
ser tributaria de las demandas del mercado de trabajo ya forma parte
del sentido común. Nadie la discute. ¿A qué fingir sorpresa
entonces? Si ser una persona culta no es un fin en sí mismo, sino
que ha sido degradado a la categoría de mera herramienta, a un medio
para fines ulteriores, nadie debería sorprenderse de que los
estudiantes apelen a cualquier triquiñuela para superar algo que
perciben como un incordiante peaje que hay que pagar para acceder al
premio gordo. ¿Por qué no copiar durante un examen? ¿Por qué no
estudiar en esos incomprensibles pero sencillos apuntes del vecino?
¿No se les ha dicho hasta el hartazgo que “no hay más remedio” que
ir al liceo para que en el futuro se les abran las puertas del
mercado de trabajo? ¿No se pone como loco el pater familias cuando
escucha que sus hijos quieren estudiar antropología o
literatura,
que “¿me querés decir para qué carajo le van a servir en la vida?”.
No hay con qué darle: nosotros mismos no estamos convencidos de que
ser más cultos sea un fin en sí mismo y necesitamos encontrarle
alguna utilidad a
la comprensión de por qué el sol sale cada mañana o de por qué a
Aristóteles se le ocurrió escribir su Etica ... (seguro que no tenía
nada útil que hacer). Pero tal vez el conocimiento científico o la
sensibilidad estética que nos permiten comprender los misterios de
la naturaleza y gozar de una pieza musical o de una buena
novela no
necesiten justificarse por su incierta utilidad. Útiles, lo que se
dice útiles, no son. Y sin embargo nos humanizan, porque nos
permiten trascender nuestra condición animal, ampliar nuestra
libertad y a la postre nos pueden hacer mejores individuos y
ciudadanos. ¿Acaso se necesitan mejores razones para hacer el elogio
de la educación?
A juzgar por lo que se
ve y se oye, sí: hacer dinero, la actividad instrumental por
excelencia. Cuando un padre asegura que a su hijo ‘le va bien’, muy
a menudo quiere decir que tiene un empleo bien remunerado. He aquí
el gran mensaje, el gran señuelo con el que pretendemos seducir a
nuestros adolescentes para que estudien: acceder al bienestar
material, que no necesariamente conduce al bienestar a secas. Pero
las evidencias indican que hasta el más lerdo de nuestros
adolescentes intuye que nadie se hace rico estudiando (a lo sumo
podrá acceder a un puesto de trabajo que le permita vivir
razonablemente bien… y a veces ni eso). Pero para hacer
dinero hay
que seguir la vía Paco Casal (por cierto, una encuesta reciente
indica que Paco Casal es percibido por nuestros jóvenes como el
paradigma del empresario moderno). Un buen número de los que pasaron
por la Universidad también ha descubierto que la
academia puede
darles satisfacciones de diversa naturaleza pero no necesariamente
materiales.
El relativismo imperante viene
a completar un paisaje desolador que en nada contribuye a convencer
a las personas de que en el estudio riguroso y sistemático se pueden
hallar explicaciones a las perplejidades del presente o que ser más
cultos puede ser una experiencia gozosa que contribuya a la
autorrealización de las personas. Cuando la
verdad es un asunto de
puntos de vista, entonces se comprende el escepticismo frente al
estudio. Cuando me refiero a la
verdad no estoy pensando en una
verdad mayestática con artículo determinado, que pertenece más bien
al reino de la teología. Ni imaginar una respuesta a la pregunta de qué
es la verdad, sino,
más modestamente, si podemos saber si
algo es verdad o no.
Si no podemos saberlo, tampoco resulta descabellado desdeñar el
estudio, la interrogación o la búsqueda de explicaciones.
Cuando una
opinión o una
creencia valen lo mismo que un razonamiento fundado, cuando la
superstición es tan respetable como los criterios científicos,
cuando se está convencido de que la razón vale tanto como “los
sentimientos” o las intuiciones a la hora de laudar sobre la
pertinencia de cualquier juicio científico o político o un charlatán
goza de la misma atención en la televisión que un sabio y asistimos
a la multiplicación de programas en los que el mejor y el peor, lo
bueno y lo malo o lo verdadero y lo falso se deciden por votación
popular, la ignorancia puede terminar elevándose a sabiduría
alternativa. Hay que avisar que en el terreno del conocimiento no
rige la democracia plena, hay jerarquías. No vale lo mismo un saber
contrastado (siempre revocable y provisorio naturalmente) que el
palabrerío de un astrólogo.
Me parece propio de
ciegos no darnos por enterados de que todos estos fenómenos de
civilizada incultura a los que están sometidos nuestros jóvenes y
adolescentes tienen mucho que ver con la desvalorización del
conocimiento y la
cultura en general. En ese contexto, el naufragio
del empeño educativo no debería sorprender tanto. No dispongo de
ninguna receta para superar el descalabro. Tampoco niego que las
instituciones escolares tengan su cuotaparte de responsabilidad y un
importante papel que desempañar en la lucha contra la mediocridad
cultural, pero no nos engañemos, la escasa atracción que ejerce
sobre los jóvenes la perspectiva de convertirse en personas cultas y
el lamentable nivel académico del que ahora se alarman tantos no se
superarán con una nueva reforma progresista ni con el 45% del PBI
para la educación ni con otra distribución del poder en las
instituciones educativas. Las raíces de esas plagas están en otra
parte, casi por todas partes.
* Publicado originalmente en
http://jorgebarreiro.wordpress.com/2011/08/18/edukasion/
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