¿Alguien
recuerda a la dactilógrafa, a la operadora telefónica, al
que entregaba las botellas de leche en tu puerta, siquiera a las
botellas de leche? ¿Y al pianista de la sala de cine, al ascensorista,
al que paraba los bolos en el bowling, al encendedor de lámparas? ¿Y al
semiólogo? Los oficios y profesiones se desvanecen, en muchos casos,
según el dictado de la tecnología, y hoy por ejemplo, junto con la
infinidad de empleos de clase media en extinción en Estados Unidos
que
diagnostica
la revista Forbes, no faltan los que
avisan de la desaparición inminente de docenas de profesiones. Dentro de
poco, según previsiones, nadie necesitará químicos, ni jueces, ni
diseñadores de moda, ni agentes de viaje, ni analistas de publicidad, ni
siquiera economistas (ver
aquí).
La tecnología y sus máquinas, según se puede colegir, vuelven obsoleta
incluso la ciencia, por no hablar de los múltiples saberes que se
fragmentan, dando lugar a microespecializaciones que, probablemente,
dentro de poco serán innecesarias, cuando no retrógradas según el
inclemente dictado de los tiempos. Ahora bien, ¿quién establece las
profesiones, disciplinas y títulos? En la mayoría de los casos, la
Universidad, institución que recibe, con crecido furor, sin importar
cuál sea, si la de Lovaina, Harvard o la de la República Oriental del
Uruguay, la acusación de vivir de espaldas a la sociedad y de no adaptar
su curricula al mercado de trabajo.
Curiosamente, no otra cosa hace la Universidad, que prestidigita
carreras instantáneas cuya perdurabilidad es más que cuestionable. ¿Son
necesarios, por ejemplo, los gestores culturales, o pasado el hervor de
hoy deberán reconvertirse ni bien se descubra su gestión es irrelevante?
Ahora bien, cuanto más se le exige a la Universidad que viva de acuerdo
a la sociedad y sus barullos, más habría que recordar que, por alguna
razón, desde su inicio en el Medioevo, esta institución se construyó
como espacio autónomo, independiente de los poderes de turno,
resguardándose dentro de lo posible en el campus, que en Estados Unidos
son ciudades dentro de ciudades, o ciudades universitarias (ciudades de
libros, por así decirlo). Este aislamiento de los orígenes, subrayado
por su indesmentible inclinación a la citadela, le suele ganar
calificativos como el de “torremarfilista” con el que muchos en el
actual gobierno uruguayo, tratan de estigmatizarla, olvidando que en su
momento la institución fue agente de agitación social, incluso de
resistencia a la dictadura, y en otras partes, de “improductiva”. Como
respuesta, allí donde puede, la Universidad abre sus alas al sponsor,
sus pabellones a la financiación de corporaciones internacionales, y
deviene investigadora al servicio de firmas médicas o de alta
tecnología. Por supuesto, esto es una respuesta, además de
insatisfactoria, como se verá a continuación, parcial, porque solo
algunas áreas pueden reconvertirse al patrocinio de privados, en tanto
otras, precisamente ésas que la convirtieron en Universidad, las
Humanidades, están condenadas a la improductividad.
Y efectivamente, tienen razón quienes dicen que la Universidad se aleja
de la sociedad, esos que igualan su campus al marfil enconado con que se
construye una torre tan panorámica como obsesivamente esterilizada, y
que sus saberes a menudo distan de ser lucrativos, en la medida en no siempre desaguan en objetos
ostensiblemente útiles (como una mejor licuadora, una pantalla más plana
y radiante, un automóvil más silencioso, etc.). En lo que están
equivocados es en reclamarle que se acerque y pragmatice, porque cuanto
más servil al mercado esté la Universidad,
más irrelevante se vuelve; no hace más que renunciar de sí, al menos si
se tiene en cuenta cual fue su origen, un origen que es a la vez su
teleología. Y adelántese desde ya que cuanto más se inserta en los
reclamos de eso que llaman sociedad, que en rigor es el dictado del
capital, la Universidad renuncia al mundo que la reclamó y, por tanto,
se vuelve progresivamente baladí.
En el principio fue el mundo
Se suele recordar los orígenes de la Universidad cronológicamente, pero
no los términos de su necesidad. Cualquiera puede repetir, como se
repite, que allá por 1088, en
Bolonia, una agrupación de extranjeros se conformó en gremio de
estudiantes, contratando maestros para que le enseñara las leyes de la
ciudad. Por entonces, cada ciudad proclamaba para sí su norma, ignorada
por los foráneos, que pasaron a instruirse en ella a fin de prevenir
ser estafados, despojados, esquilmados. También se suele encontrar el
preludio de las universidades en las escuelas catedralicias y monásticas
que, por siglos, fueron la única fuente de saberes y de transmisión de
libros en el Medioevo latino, aunque sin embargo se olvida que el
reclamo por la Universidad, es decir, el reclamo gremial por el saber,
comporta algo totalmente novedoso y ajeno al claustro monacal: un
reclamo por el mundo.
Los monasterios, por ejemplo, remachaban la consigna de los primeros
padres de la Iglesia, que se alejaban del mundo, aquello que llamaban
siglo, y que no era sino el dominio (transitorio, con fecha de caducidad
establecida) de Satanás. Basta recordar a ese pilar de la Iglesia,
Orígenes de Alejandría, y cómo en el siglo III se castró para renunciar
al Adversario, para recordar también que, para la cristiandad que fundó
los monasterios, nada hubo más enemigo que la temporalidad, que el
siglo, que la sucesión, que la reproducción (San Pablo, por ejemplo, la
desalentaba), es decir, que las consecuencias contraproducentes de la
carne. Cuanto más se reprodujera la especie, más se retardaba el fin.
Así, por más que, dos siglos después de Orígenes, San Agustín proclamara
advenido el reino de los cielos en la consolidación de la Iglesia, el
verbo de Cristo nunca pudo renunciar a su principal consigna, que es la
renuncia a Este Mundo, la ansiosa pero interminable espera de su
aniquilación, y el advenimiento de Ese Otro Celestial. Si en los
monasterios campea la eternidad, fuera de ellos de todo hace presa el
siglo, con sus urgencias y apetitos, con su resignación al devenir, al
reparto de bienes terrenales, a la finitud.
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Pero
ha llegado ese siglo XI en el que los primeros estudiantes habrán de
agremiarse y por entonces el frenesí escatológico no encuentra
cómo dar cuenta de sí. Todo un largo año (siglo) 1000
ha pasado sin novedades del cielo, y en 1095, finalmente, el papa Urbano
II llama a los nobles de la latinidad a liberar Jerusalén, porque en
Medio Oriente, y cumpliendo con lo anunciado en las Revelaciones
de Juan, los cristianos están siendo nuevamente perseguidos, esta vez
por los turcos. La Cruzada no deja de comportar la lucha de los
ejércitos de Cristo contra los de Gog y Magog, y en este sentido se
trata de liberar a la Jerusalén Terrestre para que, cumpliendo lo
estipulado por las primeras exégesis cristianas, comparezca finalmente
la Celeste. Los cruzados, que son ordenados como sacerdotes laicos, en
esas cruces que se tejen se hacen emisarios de Cristo y, con ellas,
están inficionando de eternidad el siglo, algo muy distinto a lo que, en
Bolonia, apenas unos años antes, hicieran esos extranjeros, que quieren
que el mundo, esta duración y finitud, les explique con claridad sus
leyes. Las lanzas de los cruzados, por así decirlo, comportan la
aniquilación del mundo, en tanto aquellos estudiantes que hace apenas
unos años se acaban de agremiar interrogan
el siglo, exigen que les haga saber su Ley.
Por supuesto, al interrogar el siglo terminarán interrogando a Dios, y
la teología será la disciplina maestra de ahí en más. ¿Qué dice Dios?
¿Por qué no viene? ¿Qué hacemos con este mundo del que todo indica se ha
olvidado? Esto y cosas parecidas preguntarán los teólogos de ahí en más,
hasta que, para fines del siglo XIX, se desentiendan de Dios y del
Espíritu Santo y se queden, a través de Hegel, con el Espíritu liso y
llano, es decir, de ahí en más, sin ese Dios de la escatología y
regresen al Ser de los paganos, se vuelquen a la instrucción del
ciudadano y a la conformación del Estado-Nación.
De más está decir que, para mejor interrogar el mundo, en buena medida
la Universidad se independizó de él. Esto queda establecido cuando
Bolonia abraza, a mediados del siglo XII, la Constituo Habita, su
carta de ciudadanía propia, de libertad académica, ese carácter
supranacional que le instituyó el emperador Federico Barbarroja,
enemistado con la Iglesia por sus reivindicaciones sobre el control del
siglo, es decir, del mundo temporal (y acusado por la Iglesia, muy
naturalmente, de Anticristo). El estudioso, según declaraba la Constituo,
podía viajar en libertad, en persecución de su aprendizaje; su
ciudadanía, por así decirlo, era su conocimiento. ¿Y qué era su
conocimiento sino el mundo, esferas de significación, como dirá en el
siglo XX Martin Heidegger?
Conviene tener a mano esta breve historia siempre que se escuchen
reclamos a la Universidad y, en particular, a su rama más
ostensiblemente improductiva,
o apragmática, las Humanidades. Para dar cuenta del mundo, y de su Ley,
la Universidad desde un principio debió darle la espalda al dictado de
su sociedad, que para empezar dictaba la necesidad del Fin del Mundo,
algo que parecen reiterar, hoy día, las tecnologías desentendidas de
otra legitimidad que no sea su performativo, es decir su funcionamiento
(como hace ya décadas avisara Jean-François Lyotard en La condición
posmoderna), y un capital hipostasiado en sus finanzas, eso que hoy
se llama financiarización, que no es sino el vaciamiento de los recursos
del futuro. La Tierra, decía Heidegger, es el mundo en su estado de
auto-reclusión, de no-revelamiento, y en esa reclusión se hace sostén
del mundo que es esa instancia a través de la cual hacemos sentido. La
Tierra, claro está, es la instancia de mundo que, a través de las
tecnologías y el hambre desaforada del capital, está siendo succionada
por la servidumbre del presente. Si la Universidad se somete a ese
vampirismo, si no logra cuestionarlo (algo que solo pueden hacer las
Humanidades), estará renunciando a sí, es decir, renunciando al mismo
mundo que desde hace unos 1000 años viene sosteniendo.
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