En una columna reciente,
Carlos Rehermann ubicaba en un libro
producido por unos especialistas siglados (integrantes del LLECE que
hace ERCE, PERCE, SERCE y TERCE) parte de algunos de los actuales
problemas de la educación
en América Latina. Este documento lleva por título Aportes para
la enseñanza de la lectura y Rehermann considera que el propio
título permite entender el descalabro
actual, aunque esa comprensión llega por un camino ni previsto ni
deseado por los especialistas autores de ese documento patrocinado
por la UNESCO. Dicho de otro modo, el libro es menos un análisis de
la catástrofe educativa que parte activa de ella: es la catástrofe.
Véanse por ejemplo estas afirmaciones: “La enseñanza actual promueve
también la lectura de textos literarios. Leer textos literarios
constituyen [sic] una importante habilidad para la vida: comprender
y reconstruir mundos posibles reforzando el carácter humano, crear
identidades, pactar que la lengua se usa para violar sus usos
convencionales. Solo en la literatura “yo” significa alguien
diferente de la persona que habla. El lector que la escuela debería
formar lee [sic] la mayor variedad posible de textos: científicos,
informativos, funcionales, literarios y demás” (pág.19/134).
Dejaré de lado los errores sintácticos, sin embargo bien feúchos, en
un texto publicado por la UNESCO y que lleva por título Aportes
para la enseñanza de la lectura. También dejaré de lado la jerga
casi incomprensible (“reforzando el carácter humano”, “pactar que la
lengua”, etc.).
Dejaré también de lado la inexactitud de “la enseñanza actual
promueve también la lectura de textos literarios”, afirmación que
parece ignorar la prolongada historia de la enseñanza basada en
“textos literarios”: desde la Poética y la Retórica aristotélicas y
desde las primeras gramáticas (por ejemplo, la de Apolonio) se
instauró una tradición que llegó hasta las escuelas públicas
montevideanas en donde, hasta los años 1960 por lo menos, se leían
Tabaré, Chico Carlo, Saltoncito, Don Juan el Zorro,
Muchachos y El
cántaro fresco, entre otros. El asunto dista de ser “actual”, ya que
durante dos mil quinientos años la lectura de “textos literarios”
estuvo incluida de una u otra forma en la enseñanza.
Dejaré igualmente de lado la delictiva paráfrasis de Roland Barthes
que, citado en el margen del texto principal, llama “literatura” al
“esplendor de una revolución permanente del lenguaje”, lo que en el
documento vale por “pactar que la lengua se usa para violar sus usos
convencionales”.
En serio, ¿yo?
Me detendré en cambio en esta afirmación, doble o triplemente
asombrosa: “Solo en la literatura “yo” significa alguien diferente
de la persona que habla”.
Esta aseveración, para ser rescatada de su disparate inicial,
necesita una indulgencia esforzada y correctora, puesto que no hay
modo alguno que permita a “yo”, en tanto pronombre personal sujeto
de la primera persona singular, dejar de significar “persona que
habla”. Esto forma parte de su definición, es lo que permite que
reconozcamos un “yo”, o que reconozcamos a quien habla. Esta rigidez
absoluta en ese significado coexiste junto con la absoluta
plasticidad designativa: todos y cualquiera es “yo”: Juan, Pedro,
María, Zeus, Aquiles, Díaz Grey y la Queca. Cualquier individuo
puede tomar la palabra y, en ese sentido, convertirse en “yo”. Tomar
la palabra es instituirse como “yo”, y simultáneamente instituir un
“tú”. Desde el momento en que se habla (o se escribe), no hay manera
de no ser “yo”, puesto que definimos a “yo” como quien habla (o
escribe).
Ese “yo” instituido por cada acto de habla puede hablar de sí, o
puede hablar de otros, pero eso poco importa: hable de lo que hable,
el individuo es “yo”, si habla. Por ende, resulta inadmisible la
afirmación del documento (“en la literatura “yo” significa alguien
diferente de la persona que habla”), y habrá que suponer que se
quiso decir otra cosa. Probablemente los autores del documento hayan
querido decir que la literatura ofrece la posibilidad de que, por
ejemplo, el “yo”/Jorge Luis Borges diga “yo”/Asterión (“Sé que me
acusan de soberbia, y tal vez de misantropía, y tal vez de locura”).
O que el “yo”/Homero diga “yo”/Agamenón: a esto se refiere
Aristóteles, con mayor tino que los autores especialistas, cuando
dice que Homero a veces altera su carácter y habla como otro.
No se trata, pues, de que “en la literatura “yo” significa alguien
diferente de la persona que habla”, sino que se trata de que en la
literatura pueden encastrarse varias enunciaciones, una dentro de la
otra, lo que da lugar a varios “yo”, que siempre y en cada caso
significan la persona que habla, aunque designen individuos
diferentes. Por ejemplo, en el íncipit del cuento de Borges
“La casa de Asterión”, sucede que “yo”/Borges digo que “yo/Asterión”
digo que otros dicen que soy soberbio, misántropo, loco, etc.. (Y,
según el presente artículo, debe agregarse otra capa enunciativa:
“yo”/A.B. digo que “yo”/Borges digo que “yo/Asterión” digo que otros
dicen que soy soberbio, misántropo, loco, etc.; y también “yo”/H
enciclopedia digo que “yo”/A.B. digo que “yo”/Borges digo que “yo/Asterión”
digo que otros dicen que soy soberbio, misántropo, loco, etc.).
Como se desprende del ejemplo anterior, en ningún momento “yo” deja
de significar la persona que habla; sí sucede que en un enunciado
puede haber varias capas enunciativas, cada una con su “yo”
enunciador, que puede designar diferentes individuos del mundo.
Ahora bien, del ejemplo anterior también se desprende que esto no es
monopolio del discurso literario, como sí sostiene el libro de los
especialistas en lectura (“solo en la literatura “yo” significa
alguien diferente de la persona que habla”). En consecuencia,
incluso rectificada gracias a cierta indulgencia interpretativa, la
afirmación sigue estando desencaminada.
Porque lo que hace Jorge Luis Borges cuando dice lo que dice otro
(por ejemplo, Asterión) es lo que hace, mutatis mutandis,
cualquier hijo de vecino cuando relata cualquier pavada,
dramatizándola, es decir, dejando al descubierto su juego de voces:
“Esta mañana entro en la panadería y oigo al panadero que dice
'estoy harto de madrugar' y un cliente le responde 'yo también estoy
hastiado de levantarme temprano'. Y yo les digo 'este país así no va
a ningún lado'. En esa trivialidad enunciada, el individuo que habla
es el “yo”/patriota y, al mismo tiempo, el “yo”/panadero e
inmediatamente después el “yo”/cliente.
Cada vez que contamos alguna anécdota baladí reportando las palabras
del otro en discurso directo, sucede que hay dos (o más) “yo” que
hablan y que son mostrados como tales: como “yo” que hablan. En
síntesis: los especialistas que escribieron Aportes para… están
hablando sobre lo que no saben, sin haberse detenido a reflexionar
siquiera dos minutos.
Sin duda, la tónica predominante de este documento es la falta de
reflexión, acompañada por el exceso de citas y de referencias a
autores de variado calibre (el sempiterno Van Dijk, exitoso producto
de la industria editorial barcelonesa, puesto lado a lado, como si
tuviera algo que decir, del inmenso Bajtín).
Los especialistas y su acción embrutecedora
La ausencia de reflexión es condición indispensable del discurso
tecnocrático, cuyo planteo debe eliminar cualquier problematicidad y
constituirse como la solución de un problema inexistente. Esto exige
la reducción al absurdo de los asuntos abordados y la promoción del
raquitismo, como ideal del pensar.
De ahí que, en este libro, “información” y “comunicación” sean
términos recurrentes, categorías omnipresentes y omnicomprensivas,
quizás sinónimos supuestamente à la page de los tradicionales
“contenido” y “expresión”. De ahí, sobre todo, una omnipresente
ideología finalista, de una simplicidad comparable a la que llevaba
a Bernardin de Saint-Pierre a afirmar, en sus Études de la nature
(1784), la adecuación entre formas y finalidades (las cerezas y las
ciruelas fueron hechas para la boca del hombre, como la manzana y la
pera lo fueron para su mano, y como el melón fue creado para ser
saboreado en familia). O que llevaba al bueno de Charles-Louis
Philippe, en su novela Bubu de Montparnasse (1901), a abundar en las
explicaciones causales (“Amaba aquello que la distinguía de todas
las mujeres que había conocido porque era más dulce, porque era más
delicada, porque era su propia mujer […] La amaba porque era honrada
y porque lo parecía por todas las razones que tienen los pequeño
burgueses para amar a su mujer”). Sobre esta novela, Leo Spitzer
observó que, a tal punto su escritura se sostiene en los “porque”,
“pues” o “debido a”, que éstos están inclusive cuando no están: “La
abrazó y la besó. Es una cosa higiénica y buena entre un hombre y
una mujer, que os divierte durante un breve cuarto de hora antes de
dormiros”.
Ahora bien, una ideología comparable trasunta el documento de los
especialistas en lectura, que también dan por supuesto un universo
fácilmente cognoscible, formulable y clasificable, compuesto de
elementos unívocos, cada uno de los cuales es pasible de ser
identificado por su finalidad.
Véase, por ejemplo, lo que los autores llaman “la clase textual
narración” que aparece “representada en las pruebas [de evaluación]
por los géneros cuento, fábula, leyenda y relato histórico”. Para
estos especialistas en lectura, “estas narraciones tienen,
respectivamente, los propósitos de entretener, dejar una enseñanza,
explicar el origen de algo e informar” (23/134).
Dicho de otro modo, así como las cerezas encierran el propósito de
caber en la boca del hombre, los relatos históricos tienen el
propósito de “informar”, aserción verdaderamente asombrosa.
Con estos postulados se corresponden las pruebas diagnósticas a las
que someten a los niños latinoamericanos, con el propósito (???) de
que los autores especialistas hagan “aportes” destinados al
mejoramiento intelectual del continente.
Véase, por ejemplo, la prueba destinada a ver si “el estudiante
evidencia tener la habilidad de reconocer, en el cuento, la moraleja
implícita” (28/134). (Naturalmente, con el correr de las páginas, se
produjo cierto entrevero: lo que páginas atrás entretenía (el
cuento) ahora enseña, desplazando a la fábula, que era la que dejaba
“una enseñanza”, a menos que se sostenga que “la moraleja” es
entretenida, y por eso forma parte del cuento, del que ya se
estipuló que “entretiene”.)
Dejando de lado estas incongruencias y algunos otros detalles que
hacen de esta clasificación textual un símil triste de la
clasificación de los animales borgeseana, limitémonos al pedido
formulado por los especialistas a los estudiantes y cuya respuesta
será evaluada: el reconocimiento de “la moraleja implícita”. ¿Qué
idea del “cuento” hay que tener como para dar por sentado que éste
tiene una, o dos, o tres, o cuatro moralejas? ¿Qué ideología
cristiano-postal hay que defender para sostener que “el cuento”
encierra una (o cuatro) moraleja(s), es decir una (o cuatro)
enseñanza(s), es decir un (o cuatro) mensaje(s)? ¿Abrirse a la
interpretación no es lo propio de los cuentos, cuyas lecturas son
tanto más variadas e imprevisibles, cuanto más sutil es el texto?
¿Es la función del maestro determinar cuál es “el” sentido,
implícito o explícito, de un cuento? ¿Cuál es “la moraleja
implícita” de “El loro pelado”? ¿Y de “La cara de la desgracia”?
Preguntar por “la moraleja” es hacer venir lo obvio o lo antojadizo,
es traer el sentido fosilizado que nos obliga a leer siempre lo
mismo o el sentido arbitrario que coarta la continuación del pensar.
Textos y tecnócratas
De forma igualmente insensata, la prueba diagnóstica mide si el
estudiante “evidencia tener la habilidad de reconocer el tema
implícito en una historieta” (28/134). Imaginemos la dificultad de
este reconocimiento en una historieta de Mafalda, o de La pequeña
Lulú, o de Tintín y Milú, o de Marjane Satrapi, o del bueno de
Jacques Tardi, historietista de novelas policiales negras. Otros
pedidos de reconocimiento son: “en la tapa de una novela, el
protagonista”; “en la argumentación, los adjetivos persuasivos”; “la
función resumidora del título”, “en la explicación, la función
esclarecedora de las preguntas y las comparaciones”, “en la
descripción, la asociación entre subtemas y subsubtemas [sic]”, etc.
(28/134).
Con igual menosprecio de la complejidad del sentido, se pide que en
“la carta de los lectores” se reconozca “la intención persuasiva y
la tesis” y en “la descripción, el resumen correspondiente a su
jerarquía informativa”. Otra llamativa estafa ideológica e
intelectual perpetrada por ese documento se sitúa en el pedido
dirigido a los alumnos de reconocer “en la noticia, la información
cierta y la hipotética, y el hecho más importante”. En esa consigna
didáctica se están confundiendo dos modalidades del enunciado -una
modalidad asertiva y una modalidad hipotética- con lo “cierto” y con
lo “hipotético”. Mediante esta confusión, se hace valer la modalidad
asertiva como sinónimo de la aserción de la verdad. Dicho de otro
modo, si la “información” que aparece en “la noticia” asevera
“Tegucigalpa es la capital de Guatemala”, dada su modalidad asertiva
(opuesta a la hipotética), se deberá considerarla como “cierta”. En
cambio, si la “información” de “la noticia” es “Israel estaría
bombardeando la franja de Gaza”, solo sería hipotético (y, quizás,
“no cierto”, es decir, falso). Préstese atención al berenjenal al
que lleva este error conceptual, y a la enorme estafa intelectual,
que induce a los estudiantes a pensar que aquello que es asertado
-objeto de una aserción- es cierto.
Mayoritariamente, esta evaluación revela la función embrutecedora
que pueden ejercer los “especialistas”, prendidos de los organismos
internacionales, así como los devastadores efectos de su ignorancia.
(Y sería hora de recordar que para Jacotot, según lo presenta
Rancière, el embrutecimiento del alumno es lo propio del maestro que
cree saber cuál es “el” sentido del texto, y cree saberlo al punto
de llegar a prescindir de lo que el texto dice.)
Estos disparates son el resultado de un encuentro indebido, de un
maridaje malvenido, que se produce cuando algunas personas deciden
amoldarse a las exigencias del discurso tecnocrático -imperante
desde hace decenios en las instituciones internacionales y en sus
antenas locales- para dar su opinión experta sobre “los textos” y
“la lectura”.
El discurso tecnológico aplasta, reduce, raquitiza, infantiliza: su
espejismo es la transparencia y la aconflictividad del mundo. De
ahí, la profusión de cuadros, gráficos, clasificaciones,
declaraciones de finalidades y afanes evaluadores. En cambio, “los
textos” y “la lectura” deshacen las clasificaciones, se abren al
conflicto de interpretaciones, instauran el espesor del sentido,
muestran la opacidad.
Y, por cierto, la profusión de citas y de fuentes bibliográficas
convocadas sin ton ni son por este documento ni disimula los
abundantes errores conceptuales, ni mitiga los efectos
embrutecedores de estas perspectivas tecnocráticas.
Como estas líneas no son ni cuento, ni fábula, ni fabulosas,
confiamos en que sus moralejas sean tan explícitas como numerosas.
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