Alfred Wallace, co-descubridor
junto a Charles Darwin de
la teoría de la selección natural, escribió
a este último una serie de cartas para expresarle que rechazaba
el hecho de que la selección natural pudiese dar cuenta
de la evolución humana. A su juicio, las facultades de
la mente humana no podían explicarse únicamente
por medio de la selección natural. Para Wallace, un punto
de vista contrario podía considerarse lisa y llanamente
herético.
Darwin adoptó, precisamente, esa posición «herética»:
no veía ninguna razón para pensar que la selección
natural no pudiese dar lugar a las características básicas
subyacentes al pensamiento humano.
Ya desde un comienzo pues, y en vida de su autor, las ideas del
naturalista inglés se vieron envueltas en incesantes combates
y malentendidos que se prolongan, bajo diversas formas, hasta
el día de hoy. Basta pensar en la seria y pertinaz militancia
de grupos de ciudadanos que, en Estados Unidos y movidos por
convicciones religiosas, rechazan la inclusión de las
tesis darwinistas en los programas de enseñanza secundaria.
En algunos Estados, la presión ha llegado a lograr que
al menos se ofrezcan las «dos campanas»: la evolución
y el creacionismo, impartido este último según
el contenido de las Escrituras.
Este hecho puede parecer pintoresco, pero no es más que
un eslabón (por cierto que no perdido) en una larga cadena
de resistencias que lleva ya algo más de un siglo. El
acuerdo en aceptar las grandes líneas de las teorías
de Darwin es, sin embargo, por demás extendido en la comunidad
científica.
El neurobiólogo norteamericano y premio Nobel de medicina
Gerald Edelman, por ejemplo, califica a El origen de las especies
(1859) como «la obra maestra que ha sentado
las bases de la biología moderna», y uno de los
principales libros del propio Edelman se llama Darwinismo
neuronal (1987).
Las disciplinas involucradas son variadas. El antropólogo
británico Michael Carrithers recurre también a
una perspectiva darwiniana para proponer una teoría de
la diversidad cultural (¿Por qué los humanos tenemos
culturas?); Nicholas Humphrey, británico también
y psicólogo, aborda en términos semejantes la aparición
de la mente y la conciencia (Una historia de la mente,
1992).
Los paleontólogos, por su parte, son legión, y
los etólogos reconocen en Darwin, como dice Konrad Lorenz
en el prólogo a la reedición americana de La
expresión de las emociones (1965), al padre de la biología
del comportamiento.
Con ese libro, Darwin no sólo se convirtió en uno
de los inspiradores de la etología en este siglo, sino
que con las conclusiones que extrajo a partir de su teoría
encendió la mecha de una polémica centenaria acerca
del carácter innato o aprendido de la expresión
de las emociones. Casi al final de sus trescientas páginas,
uno de los últimos párrafos dice, contrariando
a Wallace: «el estudio de la teoría de la expresión
confirma hasta cierto punto la conclusión de que el hombre
deriva de alguna forma animal inferior y sustenta la creencia
de la unidad específica o subespecífica de las
distintas razas».
Actualmente, también en este campo especialistas como
Jean-Didier Vincent, Robert Dantzer y, fundamentalmente, Paul
Ekman, comparten con mayor o menor énfasis las tesis universalistas
e innatistas de Darwin. Pero esa aceptación es relativamente
reciente: después de un período inicial en el que
La expresión de las emociones tuvo una gran influencia
(el primer día de su aparición, en 1872, se vendieron
5.267 ejemplares), el ascenso de las concepciones culturalistas
a poco de comenzado el siglo XX impuso progresivamente una visión
opuesta, a saber que el individuo es enteramente moldeado por
la cultura a la que pertenece, y que por lo tanto todas las expresiones
humanas son producto de un aprendizaje.
La defensa del carácter innato y universal de las expresiones
emocionales fue vista así, durante unas cuantas décadas,
como una antigualla decimonónica y/o como un ejercicio
de reduccionismo biologista.
El sospechoso inocente
Otro de los estigmas que ha acompañado a la obra de Darwin
como su sombra desde muy tempranos tiempos ha sido el pregonado
funcionalismo de sus teorías respecto de ideas sociales
y políticas poco recomendables. El propio concepto de
selección natural, así como la noción de
«lucha por la vida», principio según el cual
se operaría la selección, fueron capitalizados
para justificar empresas de supremacía racial, implantaciones
coloniales más o menos feroces, o versiones bien llamadas
«salvajes» de capitalismo.
Naturalmente, las denuncias sobre el «darwinismo social»
y sus estragos no pueden sino compartirse, sin olvidar empero
que no hacía falta Darwin ni sus escritos para que esas
ideas existieran, antes y después del naturalista. Es
el caso del evolucionismo, un conjunto de teorías elaboradas
en la segunda mitad del siglo XIX para explicar la trayectoria
histórica única de la humanidad, se proponía
identificar los estadios sucesivos recorridos y sus leyes de
encadenamiento, que presuntamente llevaban desde el más
menesteroso atraso cultural (el de los «primitivos»)
hasta las cumbres de la civilización (blanca, cristiana
y europea).
La idea de que este evolucionismo antropológico es deudor
del darwinismo es tan comúnmente aceptada como errónea.
En primer lugar, si alguna proximidad es menester encontrar entre
el evolucionismo y la filosofía natural decimonónica,
debe buscársela menos en Darwin que en Jean-Baptiste Lamarck
(1744-1829), quien sostenía la transmisión
hereditaria de los caracteres adquiridos.
Pero aun Lamarck elaboró su noción de organismo
cambiante a lo largo del tiempo por analogía con ideas
del llamado transformismo sociológico, que se refería
a las sociedades o civilizaciones como totalidades globales,
variables en la duración, y en el seno de las cuales cada
elemento o individuo cumple una función particular. Así,
autores como Adam Smith o Condillac, ambos en 1776, son en realidad
antecesores del lamarckismo, y más todavía del
darwinismo, filiación ésta por demás tenue.
De esta manera, mientras hasta Darwin los naturalistas no podían
invocar más que un vago impulso creador para dar cuenta
de la historia de lo viviente, los historiadores del siglo XVIII
proponían ya una explicación coherente en sí
misma del mecanismo causal en virtud del cual la sociedad evolucionaba:
la contradicción entre las necesidades innatas y los recursos
limitados, desequilibrio que suscitaba tanto las invenciones
técnicas y las fuentes de mayor productividad como la
expansión demográfica y los conflictos.
La resolución de estos últimos, que hacia fines
del siglo XVIII se veía como el fruto de reacomodos sociales
procesados por consenso, a comienzos del siglo XIX pasan a ser
concebidos en una óptica más belicista, de «lucha
por la vida».
La idea de «struggle for survival» era pues corriente
en el pensamiento antropológico desde hacía ya
varias décadas cuando Darwin la adopta, tomándola
prestada explícitamente de Malthus, para explicar la evolución
de las especies.
Se trata pues de una metáfora extraída del pensamiento
económico de principios del siglo pasado, que a pesar
de las precauciones y advertencias formuladas por Darwin acerca
de su carácter convencional, ha quedado instalada como
una descripción realista de los mecanismos de la evolución,
y consagrada, para peor, por el prestigio de una ciencia más
«dura» que la economía.
En cualquier caso, la separación entre el darwinismo y
el historicismo sociológico se presenta nítida
e irrevocable al considerar un aspecto tan esencial como la intervención
del azar. Darwin la reconoce en la historia de la naturaleza,
contrastando con el determinismo de las teorías sociales
evolucionistas, que asignaban al devenir del conjunto de la humanidad
un punto de llegada inexorable: el non plus ultra de la civilización,
es decir Occidente.
Conversando con
Darwin
Lo dicho hasta ahora no significa que todo cuestionamiento a Darwin
sobrenade en la ideología o la confusión. Es cierto
que los científicos que ponen en tela de juicio abierta
y fundamentadamente los principios básicos de la teoría
de la evolución son los menos, pero no obstante existen.
Hay quienes creen, como el paleontólogo Stephen Jay Gould,
que la dosis de azar en el desarrollo
de la historia de la vida es bastante mayor que la admitida por
Darwin; otros, como el geólogo David Raup, ponen el acento
en la insuficiencia o incapacidad de la selección natural,
mecanismo gradualista, para explicar las extinciones en masa o
las explosiones de biodiversidad como la ocurrida en el Cámbrico.
Los ejemplos podrían multiplicarse, pero siempre el punto
de partida es Charles Darwin y su monumental obra: para afinar,
ratificar, complementar, cuestionar, en ocasiones incluso descuartizar
sus contenidos. En todos los casos, y es importante no olvidarlo,
con la clara percepción de estar ante un interlocutor
de gran peso y científicamente más que respetable.
Después de todo, seguir dialogando con Darwin a casi un
siglo y medio de El origen de las especies no puede ser
interpretado sino como un homenaje implícito a quien decretó
el segundo exilio de Adán y Eva, esta vez hacia el definitivo
territorio de las fábulas ingeniosas.
*Publicado
originalmente en Insomnia
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