Por más que se reivindique la esencia abstracta o el puro
formalismo, la fugacidad del instante musical suele
convertirse en un potente motor de evocaciones. Estados de
ánimo, apacibles sinuosidades de un paisaje campestre, los
geométricos y pujantes contornos de una ciudad moderna. Una
extensa red sígnica que puede emerger de la íntima e
intransferible recepción personal o del explícito juego de
referencias, descripciones, metáforas de una composición. Así
ocurre con la antigua monodia religiosa, Debussy, Mahler,
Liszt, Revueltas, Fabini, Piazzolla, Nono o Barber: el espacio
humano y físico evocado, (re)construido con una potencia y
simplicidad únicas.
1. Una fascinación
histórica
Ningún espacio, sea real o
imaginado, se puede concebir desligado de sus sonidos. Y lo
mismo puede decirse al revés. Sonido y espacio, espacio y
sonido, son física y simbólicamente interdependientes. Y si
acotamos este fenómeno al conjunto de emplazamientos
artísticos que llamamos
música, esa interrelación resulta aún
más notable y fascinante. Las músicas de Tchaikovsky,
Mussorgsky o Rimsky-Korsakov son tan denotativas del paisaje y
la cultura rusa como la de Manuel de Falla lo es de España.
Escuchamos, por ejemplo, el Trío de cuerda Op. 8 o los
primeros conciertos para piano de Beethoven e inmediatamente
los situamos en sus primeros años en Viena y no en otro lugar.
Esas asociaciones ya
disciplinadas, y que se producen sin demasiado esfuerzo
interpretativo, son, sin embargo, parte activa de un complejo
proceso de significación y cognición con el cual construimos
el sentido de un espacio. Los lugares, sus relieves
geográficos y sus prácticas culturales, se organizan y
transforman a través de ese nudo de significantes sonoros. En
algunos casos, esta correlación ha adquirido tal potencia que
el espacio no puede disociarse de esos sonidos sin modificar
su identidad. Un ejemplo muy claro es la asociación de las
músicas de Astor Piazzolla, Anibal Troilo o todo el tango y la
ciudad de Buenos Aires. “La música de Piazzolla es una música
radicalmente urbana –afirma el musicólogo argentino Omar
Corrado-; no puede pensarse fuera de lo que caracteriza
nuestra experiencia de las grandes ciudades contemporáneas: la
modernidad, la percepción inestable, cambiante, el dinamismo,
los extremos paradójicos de extraversión y de incomunicación.
El tango se popularizó en
Argentina precisamente en el momento
en que Buenos Aires se transformaba en la metrópolis actual,
de la cual se convertiría, para sus habitantes, en símbolo
privilegiado, y para el exterior, en la metonimia misma del
país, lo que no ha cesado de afirmarse a lo largo del siglo.
Sin embargo, para vastos sectores del público contemporáneo,
es la música de Piazzolla la que ha asumido los rasgos
identitarios de Buenos Aires.”(1)
De igual forma, la
música de Fabini se ha asociado a nuestro imaginario de lo
rural, lo tradicional o las milongas, tangos y candombes de
Jauré Lamarque Pons con los pliegues urbanos de
Montevideo.
Quienes han escuchado con detenimiento las arquitecturas
polifónicas de la gran escuela veneciana del siglo XVI, los
cori spezzati de Adrian Villaert o Andrea y Giovanni
Gabrieli, seguramente las reconocerán como denotaciones muy
claras de esa histórica ciudad italiana y de su catedral de
San Marcos.
Ecos de una danza
lejana. Violas, chelos y contrabajos
en pizzicato introducen el patrón rítmico que
acompañará la exposición del primer tema. Inmediatamente, el
corno inglés y la flauta presentan ese material melódico y el
clima evocativo de esta ‘Danza lejana’, el segundo movimiento
de Noches en los jardines de España (1909-1916) de
Manuel de Falla, queda definitivamente instalado. La versión
es notable: Vladimir Golschmann dirige la Saint Louis Symphony
Ochestra y Arthur Rubinstein es el pianista solista.
La obra no tiene un
programa narrativo que oficie de guía en el encadenamiento de
imágenes, pero su carácter evocativo es innegable. “Téngase
presente que la música de estos nocturnos no pretende ser
descriptiva –habría escrito el propio Falla-, sino simplemente
expresiva, y que algo más que rumores de fiestas y de danzas
han inspirado estas evocaciones sonoras, en las que el dolor y
el misterio también tienen su parte”.(2) No son
jardines ni situaciones concretas las que se transforman en
imágenes sonoras, sólo impresiones, climas que se funden
notablemente con la materia sonora. Pero en el pensamiento de
este compositor gaditano, seguramente vibraban los colores,
perfumes que anudaban afectos en torno al jardín histórico del
Carmen de los Mártires en Alhambra. Como lo documenta el
musicólogo español Javier Suárez-Pajares, Falla le había dicho
al filósofo Luís Jiménez: “Es como si ahí, en los Mártires,
sonara una danza y la escucháramos desde aquí”.
2. Reconocimientos y
transformaciones del
espacio
Otro fenómeno fascinante
de esta íntima correlación entre sonido y
espacio es el
reconocimiento y localización de las fuentes sonoras. En todo
concierto sinfónico siempre esperamos escuchar –y ver- la
sección de violines adelante y a nuestra izquierda, y los
timbales reinando al fondo del escenario. Algo similar ocurre
con un cuarteto de cuerdas: la localización espacio-registral
de los dos violines, la viola y el chelo es (casi) siempre la
misma, los registros más agudos hacia nuestra izquierda y los
graves a la derecha. Estos modelos o esquemas de distribución
espacial fija también nos auxilian en la audición de cualquier
grabación. Al poner un disco en nuestro equipo de audio
doméstico, la imagen sonora que emerge de los parlantes recrea
esa distribución, situándonos en un
espacio imaginario similar
al del concierto.
Pero, ¿qué ocurre cuando
los instrumentos o voces no se ajustan a esos esquemas y la
secuencia de notas de una melodía se reparte entre varios
instrumentos y voces, o se desplazan por toda la sala de
concierto? Seguramente el
espacio se vea dramáticamente
transformado y sea necesario apelar a nuevas estrategias de
escucha y comprensión. Y la conclusión más natural sería
adjudicar semejante transformación a un
lenguaje experimental,
a una búsqueda vanguardística. Desde el discurso musicológico
y crítico, se diría que estamos ante un ejemplo de las
poéticas espaciales –o poéticas de la especialización del
sonido- que se han desarrollado en el siglo XX, especialmente
a partir de la segunda postguerra. Y es probable.
Sin embargo,
ya en la lejana Edad Media la técnica del hoquetus (u hoketus,
ochetus, oketus, ochetto, hocket) integraba al
espacio como
materia creativa a través de la distribución de las notas de
una melodía entre dos voces –o instrumentos- o en algunos
casos entre tres. En el siglo XVI, los compositores de la ya
citada escuela veneciana, trabajaron con el concepto y la
técnica de los cori spezzati, o coros quebrados o
dispersos en el espacio. Con este procedimiento, el espacio y
la acústica de la magnífica Catedral de San Marcos eran
capitalizados compositivamente para sumergir la escucha en una
envolvente estereofonía. Otros ejemplos pueden rastrearse a lo
largo de los siglos XVIII y XIX: Berlioz en su Réquiem
de 1837, la clásica Overture 1812 de Tchaikovsky,
Wagner en Parsifal (1882), entre otros.
Pero es recién en el siglo
XX que estas investigaciones sonoras y estéticas adquieren un
fuerte impulso para constituirse en un desafío creativo.
Karlheinz Stockhausen lo exploró en su Gruppen
(1955-1957), utilizando tres orquestas sinfónicas ubicadas en
distintos lugares de la sala de conciertos, o en el
experimento aeronáutico-musical del Cuarteto para
Helicópteros de 1998. Varias de las composiciones del
italiano Luigi Nono, como Prometeo. Tragedia dell’ascolto
(1984), también pueden tomarse como ejemplos de una
intencional fusión creativa de sonido y espacio. O las
intervenciones sonoras en ámbitos urbanos del valenciano
Llorenç Barber (Vaniloqui Campanero, Voco Vos,
Vísperas, Tocata con e senza fuga), las búsquedas
tímbrico-espaciales de Wu li (1989-1990) de Hans
Joachim Koellreutter, y, más cerca de nosotros, varias de las
composiciones de los uruguayos como Álvaro Carlevaro, Daniel
Maggiolo, Fernando Condon. En todos estos casos, la
localización de las fuentes sonoras en el espacio deviene
variable compositiva, un eje en la configuración del discurso
musical y una desafiante hipótesis para (re)construir un
modelo de escucha activa.
Tambores en Munich.
Llegan desde un territorio ubicado
fuera del recinto reservado para la liturgia del silencio.
Suenan desde el espacio contaminado de realidad y arrebatan la
pulcritud y el orden de la recepción sinfónica. “Un grupo de 6
tambores (dos chicos, dos repiques, dos pianos) que comienzan
tocando fuera de la sala”, dice Álvaro Carlevaro(3).
“Una vez que entran a la misma, se dividen en dos grupos (un
chico, un repique y un piano cada uno) que avanzan por cada
uno de los costados que delimitan el sector de plateas”. El
movimiento provoca el contraste con “la clara inmovilidad y
fijación espacial del aparato orquestal, buscando así a través
de esta confrontación, un ámbito de relación, interacción y
dialogo entre estos dos fenómenos contrastantes”. Pero el
orden y la frontalidad siguen modificándose: “otros
percusionistas ubicados en cada una de las galerías (costados
y posterior) que forman una cruz con la orquesta, algo así
como brazos prolongados del aparato orquestal, que si bien
mantienen en parte el carácter de permanente inmovilidad del
mismo, ofrecen la posibilidad de espacializar el sonido en
múltiples direcciones a lo largo y ancho de toda la sala de
conciertos: movimiento espacial sonoro desde la perspectiva de
la ‘imposible’ movilidad.”
En Levante.piano
(1999-2000) de Álvaro Carlevaro no es posible ni imaginada la
quietud. Es una obra que con-mueve desde un fascinante cruce
de rituales, tradiciones y modernidad: son los tambores
afromontevideanos desafiando e integrándose a la orquesta
histórica y resignificando el espacio de la Herkulessaal der
Residenz de Munich el 6 de junio de 2004.(4)
3. Las pinturas sonoras
del paisaje
Una de las discusiones que
más ha dividido a compositores, teóricos y filósofos a lo
largo de la historia ha girado en torno a la capacidad –o no-
de la música para describir o narrar acciones, situaciones,
ideas.(5) En relación a la música vocal, las
opiniones no son tan divergentes, ya que en estos casos son
muy claras las múltiples articulaciones narrativas y
expresivas que el dispositivo musical tiene con el
texto
poético. Ejemplos de ello son los bellísimos ciclos de
canciones -o lieder- La bella molinera y el
Viaje de invierno de Franz Schubert, ambos compuestos
sobre textos de Wilhelm Müller, o el género operístico donde
la música, si bien puede llegar a funcionar con cierta
autonomía, tiene como función completar la narración a través
de diferentes niveles de interacción con el libreto y la
puesta en escena.
El punto más crítico se da
en la música instrumental. ¿Una composición para piano o para
orquesta sinfónica puede describir un paisaje o una pintura,
narrar una historia, remitir a una idea extramusical? Si se
asume una posición formalista, que reafirme el concepto
histórico de ‘música absoluta’, no cabe duda que la respuesta
es negativa: el significado en la música instrumental está en
sus propios valores formales, texturas, estructuras rítmicas,
armónicas y melódicas. Poniéndolo en términos semióticos, se
puede afirmar que el signo sonoro-musical es autorreferencial:
el significante no remite otro objeto que su propia realidad
material, se denota a sí mismo.
No obstante, cualquier
hecho musical, como vimos al comienzo de este artículo,
también puede activar un sinnúmero de asociaciones no
musicales: afectos, emociones, imágenes de un lugar físico,
conceptos, movimientos. ¿Quién no escucha los truenos que
irrumpen en la escena en el campo del tercer movimiento de la
Sinfonía fantástica de Berlioz? ¿No ocurre lo mismo con
los relámpagos en el cuarto movimiento de la Sinfonía Nº6
‘Pastoral’ de Beethoven o con el movimiento del agua en
los primeros compases de ‘La Cathédrale engloutie’, el
preludio número diez del ciclo Preludes, de Debussy?
Sí, allí están esos fenómenos naturales, los paisajes, la
legendaria catedral Ys que deja oír sus campanadas cuando baja
la marea. Este tipo de descripciones
sonoras se han practicado en casi todos los períodos
históricos de nuestra música occidental y, más allá de las
discusiones sobre su valor estético-musical, han cimentado una
expresión de la música instrumental que alcanzó su punto
culminante en el siglo XIX: la música programática.
Sus
antecedentes pueden rastrearse en muchos
géneros que se
cultivaron en renacimiento, el
barroco y también en el
clasicismo. Tal es el caso de muchas oberturas de óperas,
piezas teatrales, oratorios, pasiones, o los llamados
conciertos programáticos y piezas de carácter. Pero su
consolidación como subgénero sinfónico se dará con dos figuras
clave del romanticismo: el francés Héctor Berlioz y el húngaro
Franz Liszt. El primero, desarrolló a través de varias de sus
obras -Sinfonía fantástica Op. 14, Episodios de la
vida de un artista, 8 Escenas de Fausto Op. 1,
Harold en Italia, Romeo y Julieta, entre otras- el
concepto de sinfonía programática. Y Liszt transformó los
esquemas de la obertura en lo que denominó poema sinfónico, a
partir de las experiencias técnicas y formales que llevó a
cabo durante su trabajo como director de la orquesta de la
corte de Weimar, entre 1848 y 1861. En ambos casos, las
estructuras formales de las composiciones orquestales se
apoyaban en un programa narrativo: la descripción de una
historia personal, un entorno natural, un
poema u
obra de
teatro, un cuadro. Y sus títulos eran los primeros signos que
introducían al escucha en el entramado narrativo. En el caso
de Listz, por ejemplo, los poemas sinfónicos llevaban títulos
como: Lo que se oye en la montaña, Prometeo,
Sonidos de fiesta, Hungaria, La batalla de los
hunos, que no dejaban ninguna duda de su intención
descriptiva.
A partir de estas
experiencias, y proponiendo nuevas síntesis de los
antecedentes históricos de la música programática, otros
compositores del siglo XIX abordaron este subgénero. Del
repertorio francés son muy conocidas las composiciones
programáticas de César Franck –Las eólidas, El
cazador maldito-, Camille Saint-Saens –Danza macabra-,
Gabriel Fauré o Vicent D’ Indy. Balakirev, Borodin –con la muy
conocida En las estepas del Asia Central-, Mussorgsky –Una
Noche en el Monte Calvo-, Tchaikovsky, Rimsky-Korsakov,
recrearon los paisajes e imaginarios tradicionales de Rusia.
El bohemio Bedrich Semetana hizo lo propio en poemas
sinfónicos como Por los bosques y prados de Bohemia,
Mi Patria, El Moldava, y también Antonin Dvorák en
El duende acuático, La rueca de oro, La paloma de
los bosques.
Todas estas
obras no sólo
son huellas de una atractiva integración de sistemas sígnicos.
También son testimonios musicales de los imaginarios,
sensibilidades, tradiciones, mitos que atravesaron la vida
social y cultural del viejo continente. Sus sonidos, sin
desmerecer el valor autónomo de sus diseños formales –como
dijo el propio Berlioz sobre su Sinfonía fantástica:
“que la sinfonía puede ofrecer por sí misma un interés musical
independiente de todas las intenciones dramáticas”- subrayan
esa singular condición de la música para evocar y organizar la
memoria colectiva y presentar “las experiencias del lugar con
una intensidad, un poder y una simplicidad no igualadas por
ninguna otra actividad social".(6)
El cielo fulminado.
En la semioscuridad de la sala de conciertos, una nota grave,
repetida en una sucesión de rápidas semicorcheas, azota casi
tan fuerte como un trueno: el conjunto de cuerdas entrecorta
la lírica angulosidad que dibuja el violín solista. Es un
presagio de tormenta que se cierne sobre el paisaje estival y
contrae los músculos que reposaban en la butaca. La melodía
vuelve y otra vez el trueno y la tensión. El pastor no esconde
su miedo ante lo que se avecina: “Toglie alle membra lasse il
Suo riposo/Il timore de' Lampi, e tuoni fieri…”. El canto de
los pájaros ya fue arrebatado por el viento en el primer
movimiento. Los oídos de la sala contemplan como el agobiante
calor se ve sacudido por otro arrebato de la naturaleza. La
tormenta finalmente se desata con toda su fuerza en el
virtuosismo del último movimiento confirmando el temor del
pastor: “Ah che pur troppo il Suo timor Son veri/Tuona e
fulmina il Ciel e grandioso/Tronca il capo alle Spiche e a'
grani alteri.”
El caso es muy fácil de
identificar y es muy probable que el lector ya tenga los
sonidos en su mente. Antonio Vivaldi (1978-1741) describió la
transformación de ese típico paisaje pastoril a través de los
tres movimientos de Verano, el concierto número dos, en
sol menor RV. 315, del ciclo conocido como Las cuatro
estaciones.(7) Su programa narrativo, al igual
que los de los otros tres conciertos, es bien conocido. Las
numerosas versiones que se han hecho de todo el ciclo, los
comentarios que se suelen publicar en los programas de mano,
la difusión de los sonetos que acompañan las obras, las
historias de la música, han disciplinado nuestros paseos
interpretativos por los diseños melódicos y armónicos que creó
Vivaldi. Así, las constricciones culturales se han plegado a
nuestras experiencias personales para articular eficazmente el
plan narrativo y descriptivo con las estructuras musicales:
esos sonidos tienen un valor formal independiente, también
valen por ser las potentes imágenes del calor que abrasa el
relieve campestre, el canto de los pájaros, el presagio de la
tormenta, el miedo del pastor, la nube de insectos.
Notas:
1. Corrado, Omar, “Significar
una ciudad - Astor Piazzolla y Buenos Aires”, en Revista
del Instituto Superior de Música, Universidad Nacional del
Litoral, Nº 9, Santa Fe, Argentina, 2002.
2. Según el musicólogo español
Javier Suárez-Pajares, la autoría de este texto, que fue
publicado en las notas del programa del estreno de Noche en
los jardines de España, suele atribuirse al propio Manuel
de Falla.
3. Estas citas fueron tomadas
de la entrevista que le realizara el autor de este artículo al
compositor uruguayo Álvaro Carlevaro, radicado en Europa hace
ya varias décadas, y publicada en el artículo
‘Transformaciones, permanencias y cruzamientos en la creación
contemporánea’, Brecha, 9 de enero de 2004.
4. El estreno de esta obra se
realizó con la Orquesta Sinfónica de la Beyerischen Rundfunks,
dirigida por Lothar Zagrosek y contó con la participación de
seis percusionistas uruguayos de primera línea: Jorge
Camiruaga, Nicolás Arnicho, Ricardo Gómez, Fernando Núñez, Noe
Núñez y Marcelo Zanolli. Esta obra, además, integra un ciclo
junto con Levante.tamboril (2001-2002) en cuyo estreno
en Stuttgart, Alemania, también participaron percusionistas
uruguayos.
5. Para quienes estén
interesados en conocer la historia de estas discusiones,
recomiendo un muy interesante trabajo de John Neubauer: La
emancipación de la música. El alejamiento de la mimesis en la
estética del siglo XVIII, La Balsa de Medusa, Madrid,
1992.
6- Stokes,
Martin, Ethnicity, Identity and Music. The Musical
Construction of Place, Oxford, Berg, 1994.
7.
La primera obra de este ciclo
es el Concierto Nº 1, en Mi mayor RV. 269, “La Primavera”. Y
los dos últimos: Concierto Nº3, en Fa mayor RV. 193, “El
Otoño” y Concierto Nº3, en Fa menor RV. 297, “El Invierno”.
Los cuatro son parte del primer libro de Il cimento
dell'armonia e dell l'inventione Op.8, una colección de
conciertos para violín solista, conjunto de cuerdas y bajo
continuo compuestos alrededor de 1725.
* Publicado
originalmente en la Revista Dossier Nº 12. |
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