Pocos habrán dejado de notar que nada es para siempre.
Los hombres van y vienen, y hasta la tierra tendrá su
hora final, y el sol y todas las estrellas. Tal es el sino del
Universo, el poder pacientísimo del tiempo.
¿Hasta cuándo debemos conservar las cosas que están
bajo nuestra custodia? ¿Cuándo debemos aceptar
que ha llegado la hora final para los monumentos, para las obras
maestras del pasado? Si las obras no cambiaran con el paso del
tiempo, sí cambia el público: nunca sabremos con
qué espíritu recibía la gente una fuga de
Bach o una sinfonía de Mozart, una pieza de Shakespeare
o una novela de Balzac.
Por los comentarios de los críticos contemporáneos
de los escritores, pintores, compositores o arquitectos del pasado,
y luego de eruditas tareas de análisis, podemos hacernos
una idea de las diferencias, pero aun así, difícilmente
podamos sentirlas.
Ante tal evidencia, la pregunta más importante es por
qué nos empeñamos en conservar los restos del pasado,
forzando los límites de sus propias posibilidades físicas.
Una tradición sintoísta japonesa establece que
los recintos sagrados deben demolerse completamente cada veinte
años para reconstruírse inmediatamente de manera
idéntica al edificio anterior, con materiales nuevos.
A los occidentales semejante conducta nos parece aberrante. Si
hiciéramos lo mismo con el Partenón o con la Catedral
de Chartres, por ejemplo, nos daría la impresión
de estar ofendiendo la memoria de sus constructores.
Esta mentalidad es cercana al fetichismo, en la medida en que
centra el sentido en el objeto, y no en los procesos humanos
que condujeron a su realización; la actitud sintoísta
hace exactamente lo contrario, y de esa forma, así como
nuestra cultura ha olvidado cómo se construye una catedral
gótica o un templo griego, los sintoístas mantienen
viva una tradición antiquísima. No les importa
tanto la antigüedad del objeto, sino la del conocimiento
que hizo posible esa forma, plasmación material de una
conquista espiritual.
Para horror de numerosos eruditos, se está comenzando a
hablar de la restauración de la Gioconda, la célebre
pintura de Leonardo. ¿Restaurar?
¿Significa que ya está deteriorada? Pero ¿cómo?
¿Por qué? ¿Qué hacer? ¿Cómo
asegurarse de que la restauración no cambiará para
siempre el aspecto que tenía el original? Hay quienes opinan
que sería mejor dejarla como está: con las venerables
señales de la edad.
También está el caso, seriamente peligroso, de
la Torre inclinada de la ciudad de Pisa, cuya celebridad obedece
a un error de cateo de los constructores, que desconocían
el carácter traicionero del suelo donde realizaron la
cimentación. Durante siglos, la Torre de Pisa se mantuvo
tranquilamente torcida, pero ahora ha decidido acostarse, para
escándalo de los Secretarios de Turismo y otras autoridades
que esforzadamente procuran el progreso y el bienestar de la
Toscana. Si se cae la Torre, los visitantes de Florencia no se
acercarán a aquella pequeña y modesta ciudad cuya
única atracción es un error de ingeniería.
Ya se oyen voces que reclaman el enderezamiento definitivo y
la consolidación sin más tramite del suelo de la
Torre, para horror de los más encumbrados conservacionistas
-para nombrar, con este barbarismo, a quienes no siempre son
miembros de un partido conservador.
Esta empecinada negativa a aceptar la muerte de las obras humanas
es un infantilismo que se aferra al pasado porque no sabe qué
hacer con el presente. Se hace necesaria una legalización
de la eutanasia de los objetos, para lograr la liberación
del peso de unas tradiciones que, después de todo, son
las que nos han traído a este estado de susto permanente
ante la pérdida de la identidad, que, al parecer, está
siempre en la bruma de los tiempos.
* Publicado
originalmente en Insomnia
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