La tragedia griega pereció de manera distinta que
todos los otros géneros artísticos antiguos, hermanos de ella: acabó
de manera trágica, mientras que todos sus hermanos fallecieron con
una muerte muy bella. Pues si está de acuerdo, en efecto, con un
estado natural ideal el dejar la vida sin espasmos, y teniendo una
bella descendencia, el final de aquellos géneros artísticos antiguos
nos muestra un mundo ideal de ese tipo; desaparecen y se van
hundiendo, mientras ya elevan enérgicamente la cabeza sus retoños,
más bellos. Con la muerte del drama musical griego surgió, en
cambio, un vacío enorme, que por todas partes fue sentido
profundamente; las gentes se decían que la poesía misma se había
perdido, y por burla enviaban al Hades a los atrofiados,
enflaquecidos epígonos, para que allí se alimentasen de las migajas
de los maestros.
Como dice Aristófanes, la gente sentía una
nostalgia tan íntima tan ardiente, del último de los grandes
muertos, como cuando a alguien le entra un súbito y poderoso apetito
de comer coles. Mas cuando luego floreció realmente un género
artístico nuevo, que veneraba a la
tragedia como predecesora y
maestra suya, pudo percibirse con horror que ciertamente tenía los
rasgos de su madre, pero aquellos rasgos que ésta había mostrado en
su prolongada agonía. Esa agonía de la
tragedia se llama Eurípides,
el género artístico posterior es conocido con e1 nombre de comedia
ática nueva. En ella pervivió la figura degenerada de la
tragedia,
como memorial de su muy arduo y difícil fenecer. Es conocida la
extraordinaria veneración que Eurípides disfrutó entre los poetas de
la comedia ática nueva. Uno de los más notables, Filemón, declaró
que se dejaría ahorcar al instante si estuviera convencido de que el
difunto continuaba teniendo vida y entendimiento. Pero lo que
Eurípides posee en común con Menandro y Filemón, y lo que ejerció
sobre éstos un efecto tan ejemplar, podemos resumirlo brevísimamente
en la fórmula de que ellos llevaron el espectador al escenario.
Antes de Eurípides habían sido seres humanos estilizados en héroes,
a los que se les notaba en seguida que procedían de los dioses y
semidioses de la tragedia más antigua. El espectador veía en ellos
un pasado ideal de Grecia y, por tanto, la realidad de todo aquello
que, en instantes sublimes, vivía también en su alma.
Con Eurípides irrumpió en el escenario el
espectador, el ser humano en la
rea1idad de la
vida cotidiana. El espejo
que antes había reproducido sólo los rasgos grandes y audaces se
volvió más fiel y, con ello, más vulgar. El vestido de gala se hizo
más transparente en cierto modo, la máscara se transformó en
semimáscara, las formas de la vida cotidiana pasaron claramente a
primer plano. Aquella imagen auténticamente típica del heleno, la
figura de Ulises, había sido elevada por hasta el carácter
grandioso, astuto y noble a la vez, de un Prometeo, entre las manos
de los nuevos poetas esa figura quedó rebajada al papel de esclavo
doméstico, bonachón y pícaro a la vez, que con gran frecuencia se
encuentra, como temerario intrigante, en el centro del drama entero.
En Las ranas de Aristófanes, Eurípides cuenta entre sus
méritos el haber hecho adelgazar al arte trágico mediante una cura
de agua y el haber reducido su peso, eso es algo que se aplica sobre
todo a las figuras de los héroes; en lo esencial, lo que el
espectador veía y oía en el escenario euripideo era su propio doble,
envuelto, eso sí, en el ropaje de gala de la retórica. La idealidad
se ha replegado a la palabra y ha huido del pensamiento. Pero justo
aquí tocamos el aspecto brillante, y que salta a los ojos, de la
innovación euripidea: en él el pueblo ha aprendido a hablar, esto lo
ensalza él mismo, en el certamen con ; mediante él
ahora el pueblo sabe el arte de servirse de reglas, de escuadras
para medir los versos, de observar, de pensar, de
ver, de
entender,
de engañar, de amar, de caminar, de revelar, de mentir, de sopesar.
Gracias a él se le ha soltado la lengua a la comedia nueva, mientras
que hasta Eurípides no se sabía hacer hablar convenientemente a la
vida cotidiana en el escenario. La clase media burguesa, sobre la
que Eurípides edificó todas sus esperanzas políticas, tomó ahora la
palabra después de que, hasta ese momento, los maestros del
lenguaje habían sido en la tragedia
el semidiós, en la vieja comedia el sátiro borracho o semidiós.
Yo he representado la casa y el patio, donde nosotros vivimos
y tejemos y por ello me he entregado al juicio, pues cada uno,
conocedor de esto, ha juzgado de mi
arte.
Más aún, Eurípides se jacta de lo siguiente:
Solo yo he inoculado a ésos que nos rodean
tal sabiduría, al prestarles
el pensamiento y el concepto del arte; de tal modo que aquí
ahora todo el mundo filosofa y administra
la casa y el patio, el campo y los animales
con más inteligencia que nunca:
continuamente investiga y reflexiona
¿por qué?, ¿para qué?, ¿quién?, ¿dónde?, ¿cómo?, ¿qué?
¿A dónde ha llegado esto, quién me quitó aquello?
De una
masa preparada e
ilustrada de ese modo nació la comedia nueva, aquel ajedrez
dramático con su luminosa alegría por los golpes de astucia. Para
esta comedia nueva Eurípides se convirtió, en cierto modo, en el
maestro de coro, sólo que esta vez era el coro de los oyentes el que
tenía que ser instruido. Tan pronto como éstos supieron cantar a la
manera de Eurípides, comenzó el drama de los jóvenes señores llenos
de deudas, de los viejos bonachones y frívolos, de las heteras a la
manera de Kotzebue, de los esclavos domésticos prometeicos, Pero
Eurípides, en cuanto maestro de coro, fue alabado sin cesar; la
gente se habría incluso matado para aprender aún algo más de él, si
no hubiera sabido que los poetas trágicos estaban tan muertos como
la tragedia. A1 abandonar ésta, sin embargo, el heleno había
abandonado la creencia en su propia inmortalidad, no sólo la
creencia en un pasado ideal, sino también la creencia de un futuro
ideal. La frase del conocido epitafio, «en la ancianidad, voluble y
estrafalario», se puede aplicar también a la Grecia senil. El
instante y el ingenio son sus divinidades supremas; el quinto
estado, el del esclavo, es el que ahora predomina, al menos en
cuanto a la mentalidad.
En una visión retrospectiva como ésta uno está fácilmente tentado a
formular contra Eurípides, como presunto seductor del pueblo,
inculpaciones injustas, pero acaloradas, y a sacar, por ejemplo, con
las palabras de , esta conclusión: «¿Qué mal no procede de él?».
Pero cualesquiera sean los nefastos influjos que derivemos de él,
hay que tener siempre en cuenta que Eurípides actuó con su mejor
saber y entender, y que, a lo largo de su vida entera, ofreció de
manera grandiosa sacrificios a un ideal. En como luchó contra un mal
enorme que él creía reconocer, en como es el único que se enfrenta a
ese mal con el brío de su talento y de su vida, revélase una vez más
el espíritu heroico de los viejos tiempos de Maratón. Más aún, puede
decirse que, en Eurípides, el poeta se ha convertido en un semidiós,
después de haber sido éste expulsado por aquél de la tragedia. Pero
el mal enorme que él creía reconocer, contra el que luchó con tanto
heroísmo, era la decadencia del drama musical. ¿Dónde descubrió
Eurípides, sin embargo, la decadencia del drama musical? En la
tragedia de y de Sófocles, sus contemporáneos de mayor edad.
Esto es una cosa muy extraña. ¿No se habrá equivocado? ¿No habrá
sido injusto con y con Sófocles? ¿Acaso su reacción contra la
presunta decadencia no fue precisamente el comienzo del fin? Todas
estas preguntas elevan su voz en este instante dentro de nosotros.
Eurípides fue un pensador solitario, en modo alguno del gusto de la
masa entonces dominante, en la que suscitaba reservas, como un
estrafalario gruñón. La suerte le fue tan poco propicia como la
masa, y como para un poeta trágico de aquel tiempo la masa
constituía precisamente la suerte, se comprende por qué en vida
alcanzó tan raras veces el honor de una victoria trágica. ¿Qué fue
lo que empujó a aquel dotado poeta a ir tanto contra la corriente
general? ¿Qué fue lo que lo apartó de un camino que había sido
recorrido por varones como y Sófocles y sobre el que
resplandecía el sol del favor popular? Una sola cosa, justo aquella
creencia en la decadencia del drama musical. Y esa creencia la había
adquirido en los asientos de los espectadores del teatro. Durante
largo tiempo estuvo observando con máxima agudeza qué abismo se
abría entre una tragedia y el público ateniense. Aquello que para el
poeta había sido lo más elevado y difícil no era en modo alguno
sentido como tal por el espectador, sino como algo indiferente.
Muchas cosas casuales, no subrayadas en absoluto por el poeta,
producían en la masa un efecto súbito. Al reflexionar sobre esta
incongruencia entre el propósito poético y el efecto causado,
Eurípides llegó poco a poco a una forma poética cuya ley capital
decía: «todo tiene que ser comprensible, para que todo pueda ser
comprendido».
Ante el tribunal de esta estética racionalista fue
llevado ahora cada uno de los componentes, ante todo el mito, los
caracteres principales, la estructura dramatúrgica, la música coral,
y por fin, y con máxima decisión, el
lenguaje. Eso que nosotros tenemos que sentir tan frecuentemente
en Eurípides como un defecto y un retroceso poéticos -en comparación
con la tragedia sofoclea-, es el resultado de aquel enérgico proceso
crítico, de aquella temeraria racionalidad. Podría decirse que aquí
tenemos un ejemplo de cómo el recensionante puede convertirse en
poeta. Sólo que, al oír la palabra «recensionante», no es lícito
dejarse determinar por la impresión de esos seres débiles,
impertinentes, que no permiten ya en absoluto a nuestro público de
hoy decir su palabra en cuestiones de
arte.
Lo que Eurípides intentó fue precisamente hacer
las cosas mejor que los poetas enjuiciados por él, y quien no puede
poner, como lo puso él, el acto después de la palabra, tiene poco
derecho a dejar oír sus críticas en público. Yo quiero o puedo
aducir aquí un solo ejemplo de esa crítica productiva, aun cuando
propiamente sería necesario demostrar ese punto de vista mencionando
todas las diferencias del drama euripideo. Nada puede ser más
contrario a nuestra técnica escénica que el prólogo que aparece en
Eurípides. El hecho de que un personaje individual, una divinidad o
un héroe, se presente al comienzo de la pieza y cuente quién es él,
qué es lo que antecede a la acción, qué es lo que ha ocurrido hasta
entonces, más aún, qué es lo que ocurrirá en el transcurso de la
pieza, eso un poeta teatral moderno lo calificaría sin más de
petulante renuncia al efecto de la tensión. ¿Se sabe, en efecto,
todo lo que ha ocurrido, lo que ocurrirá? ¿Quién aguardará hasta el
final?
Del todo distinta era la reflexión que Eurípides
se hacía. El efecto de la tragedia antigua no descansó jamás en la
tensión, en la atractiva incertidumbre acerca de qué es lo que
acontecerá ahora, antes bien en aquellas grandes y amplias escenas
de pathos en las que volvía a resonar el carácter musical
básico del ditirambo dionisíaco. Pero lo que con mayor fuerza
dificulta el goce de tales escenas es un eslabón que falta, un
agujero en el tejido de la historia anterior; mientras el oyente
tenga que seguir calculando cuál es el sentido que tienen este y
aquel personaje, esta y aquella acción, le resultará imposible
sumergirse del todo en la pasión y en la actuación de los héroes
principales, resultará imposible la compasión trágica.
En la tragedia esquileo-sofoclea estaba casi
siempre muy artísticamente arreglado que, en las primeras escenas,
de manera casual en cierto modo, se pusiesen en manos del espectador
todos aquellos hilos necesarios para la comprensión; también en este
rasgo se mostraba aquella noble maestría artística que enmascara,
por así decirlo, lo formal necesario. De todos modos, Eurípides
creía observar que, durante aquellas primeras escenas, el espectador
se hallaba en una inquietud peculiar, queriendo resolver el
problema
matemático de cálculo que era la historia anterior, y que para
él se perdían las bellezas poéticas de la exposición. Por eso él
escribía un prólogo como programa y lo hacía declamar por un
personaje digno de confianza, una divinidad. Ahora podía él también
configurar con mayor libertad el mito, puesto que, gracias al
prólogo, podía suprimir toda duda sobre su configuración del mito.
Con pleno sentimiento de esta ventaja dramatúrgica suya, Eurípides
reprocha a en Las ranas de Aristófanes:
¡Así, yo iré enseguida a tus prólogos,
para, de ese modo, empezar criticándole
la primera parte de la tragedia a este gran espíritu!
Es confuso cuando expone los hechos.
Pero lo que decimos del prólogo se puede decir también del muy
famoso deus ex machina; éste traza el programa del futuro,
como el prólogo el del pasado. Entre esa mirada épica al pasado y
esa mirada épica al futuro están la realidad y el presente
lírico-dramáticos. Eurípides es el primer dramaturgo que sigue una
estética consciente. Intencionadamente busca lo más comprensible:
sus héroes son realmente tal como hablan. Pero dicen todo lo que
son, mientras que los caracteres esquileos y sofocleos son mucho más
profundos y enteros que sus palabras; propiamente sólo balbucean
acerca de sí. Eurípides crea los personajes mientras a la vez los
diseca; ante su anatomía no hay ya nada oculto en ellos. Si Sófocles
dijo de que éste hace lo correcto, pero inconscientemente; Eurípides
habrá tenido de él la opinión de que hace lo incorrecto, porque lo
hace conscientemente. Lo que sabía de más Sófocles, en comparación
con Esquilo, y de lo que se ufanaba, no era nada que estuviese
situado fuera del campo de los recursos técnicos; hasta Eurípides,
ningún poeta de la Antigüedad había sido capaz de defender
verdaderamente lo mejor suyo con razones estéticas. Pues cabalmente
lo milagroso de todo este desarrollo del arte griego es que el
concepto, la conciencia, la teoría no habían tomado aún la palabra,
y que todo lo que el discípulo podía aprender del maestro se refería
a la técnica.
Y así, también aquello que da, por ejemplo, ese
brillo antiguo a Thorwaldsen es que éste reflexionaba poco y hablaba
y escribía mal; la auténtica sabiduría artística no había penetrado
en su conciencia. En torno a Eurípides hay, en cambio, un resplandor
refractado, peculiar de los artistas modernos; su carácter artístico
casi no-griego puede resumirse con toda brevedad en el concepto de
socratismo. «Todo tiene que ser consciente para ser bello», es la
tesis euripidea paralela de la socrática «todo tiene que ser
consciente para ser bueno». Eurípides es el poeta del racionalismo
socrático. En la Antigüedad griega se tenía un sentimiento de la
unidad de ambos nombres, Sócrates y Eurípides. En Atenas estaba muy
difundida la opinión de que Sócrates lo ayudaba a Eurípides a
escribir sus obras; de lo cual puede inferirse cuán grande era la
finura de oído con que la gente percibía el socratismo en la
tragedia euripidea. Los partidarios de los «buenos tiempos viejos»
solían pronunciar juntos el nombre de Sócrates y el de Eurípides
como los que pervertían al pueblo. Existe también la tradición de
que Sócrates se abstenía de asistir a la tragedia, y sólo tomaba
asiento entre los espectadotes cuando se representaba una nueva obra
de Eurípides. Vecinos en un sentido más profundo aparecen ambos
nombres en la famosa sentencia del oráculo délfico, que ejerció un
inf1ujo tan determinante sobre la entera concepción vital de
Sócrates. La frase del dios délfico de que Sócrates es el más sabio
de los hombres contenía a la vez el juicio de que a Eurípides le
correspondía el segundo premio en el certamen de la sabiduría.
Es sabido que al principio Sócrates se mostró muy desconfiado frente
a la sentencia del dios. Para ver si es acertada, trata con hombres
de Estado, con oradores, con poetas y con
artistas, tratando de
descubrir a alguien que sea más sabio que él. En todas partes
encuentra justificada la palabra del dios; ve que los varones más
famosos de su tiempo tienen una idea falsa acerca de sí mismos y
encuentra que ni siquiera poseen conciencia exacta de su profesión,
sino que la ejercen únicamente por instinto. «Únicamente por
instinto», ése es el lema del socratismo. El racionalismo no se ha
mostrado nunca tan ingenuo como en esta tendencia vital de Sócrates.
Nunca tuvo éste duda de la corrección del planteamiento entero del
problema. «La sabiduría consiste en el saber», y «no se sabe nada
que no se pueda expresar y de lo que no se pueda convencer a otro».
Esta es más o menos la norma de aquella extraña actividad misionera
de Sócrates, la cual tuvo que congregar en torno a sí una nube de
negrísimo enojo, porque nadie era capaz de atacar la norma misma
volviéndola contra Sócrates, pues para esto se habría necesitado,
además, aquello que en modo alguno se poseía, aquella superioridad
socrática en el arte de la conversación, en la dialéctica.
Visto desde la conciencia germánica infinitamente
profundizada, ese socratismo aparece como un mundo totalmente al
revés; pero es de suponer que también a los poetas y
artistas de
aquel tiempo tuvo Sócrates que parecerles ya, al menos, muy aburrido
y ridículo, en especial cuando, en su improductiva erística, seguía
haciendo valer la seriedad y la dignidad de una vocación divina. Los
fanáticos de la lógica son insoportables, cual las avispas. Y ahora,
imagínese una voluntad enorme detrás de un entendimiento tan
unilateral, la personalísima energía primordial de un carácter
firme, junto a una fealdad externa fantásticamente atractiva, y se
comprenderá que incluso un talento tan grande como Eurípides, dadas
precisamente la seriedad y la profundidad de su pensar, tuvo que ser
arrastrado de manera tanto más inevitable a la escarpada vía de un
crear artístico consciente.
La decadencia de la tragedia, tal como Eurípides
creyó verla, era una fantasmagoría socrática; como nadie sabía
convertir suficientemente en conceptos y palabras la antigua técnica
artística, Sócrates negó aquella sabiduría, y con él la negó el
seducido Eurípides. A aquella «sabiduría» indemostrada contrapuso
ahora Eurípides la obra de arte socrática, aunque bajo la envoltura
de numerosas acomodaciones a la obra de arte imperante. Una
generación posterior se dio cuenta exacta de qué era envoltura y qué
era núcleo: quitó la primera, y el fruto del socratismo artístico
resultó ser el juego de ajedrez como espectáculo, la pieza de
intriga.
El socratismo desprecia el instinto y, con ello, el arte. Niega la
sabiduría cabalmente allí donde está el reino más propio de ésta. En
un único caso reconoció el mismo Sócrates el poder de la sabiduría
instintiva, y ello precisamente de una manera muy característica. En
situaciones especiales en que su entendimiento dudaba, Sócrates
encontraba un firme sostén gracias a una voz demónica que
milagrosamente se dejaba oír. Cuando esa voz viene, siempre disuade.
En este hombre del todo anormal la sabiduría instintiva eleva su voz
para enfrentarse acá y allá a lo consciente, poniendo obstáculos.
También aquí se hace manifiesto que Sócrates pertenece en realidad a
un mundo al revés y puesto cabeza abajo. En todas las naturalezas
productivas lo inconsciente produce cabalmente un efecto creador y
afirmativo, mientras que la conciencia se comporta de un modo
crítico y disuasivo. En él, el instinto se convierte en un crítico,
la conciencia, en un creador.
A un segundo crítico, además de Eurípides, el desprecio socrático de
lo instintivo le incitó también a realizar una reforma del arte, y,
desde luego, una reforma más radical aún. También el divino Platón
fue en este punto víctima del socratismo: él, que en el arte
anterior veía sólo la imitación de las imágenes aparentes, contó
también «la sublime y alabadísima» tragedia –así es como él se
expresa– entre las artes lisonjeras, que suelen representar
únicamente lo agradable, lo lisonjero para la naturaleza sensible,
no lo desagradable, pero a la vez útil. Por eso enumera adrede el
arte trágico junto al arte de la limpieza y el de la cocina. A una
mente sensata le repugna, dice, un arte tan heterogéneo y
abigarrado, para una mente excitable y sensible ese arte representa
una mecha peligrosa: razón suficiente para desterrar del
Estado ideal a los
poetas trágicos.
En general, según él, los
artistas forman parte de las
ampliaciones superfluas del Estado,
junto con las nodrizas, las modistas, los barberos y los pasteleros.
En Platón esta condena intencionadamente acre y desconsiderada del
arte tiene algo de patológico; él, que se había elevado a esa
concepción sólo por saña contra su propia carne; él, que, en
beneficio del socratismo, había pisoteado su naturaleza
profundamente artística, revela en la acritud de tales juicios que
la herida más honda de su ser no está cicatrizada aún. La verdadera
facultad creadora del poeta es tratada por Platón casi siempre sólo
con ironía, porque esa facultad no es, dice, una intelección
consciente de la esencia de las cosas, y la equipara al talento de
los adivinos e intérpretes de signos. El poeta, dice, no es capaz de
poetizar hasta que no ha quedado entusiasmado e inconsciente, y
ningún entendimiento habita ya en él. A estos artistas
«irracionales» contrapone Platón la imagen del poeta verdadero, el
filosófico, y da a entender con claridad que él es el único que ha
alcanzado ese ideal y cuyos diálogos está permitido leer en el
Estado ideal.
La esencia de la obra platónica de arte, el
diálogo, es, sin embargo, la carencia de forma y de estilo,
producida por la mezcla de todas las formas y estilos existentes.
Sobre todo, a la nueva obra de arte no se le debería objetar lo que,
según la concepción platónica, fue el defecto fundamental de la
antigua; no debería ser imitación de una imagen aparente, es decir,
según el concepto usual; para el diálogo platónico no debería haber
ninguna cosa natural-real que hubiera sido imitada. Así, ese diálogo
se balancea entre todos los géneros artísticos, entre la prosa y la
poesía, la narración, la lírica, el drama, de igua1 modo que ha
infringido la antigua y rigurosa ley de que la forma
lingüístico-estilística sea unitaria. A una desfiguración mayor aún
llevan el socratismo los escritores cínicos; en el amasijo máximo
del estilo, en el fluctuar entre las formas prosaicas y las
métricas, buscan éstos reflejar, por así decirlo, el silénico ser
extremo de Sócrates, sus ojos de cangrejo, sus labios gruesos y su
vientre colgante. A la vista de los efectos artísticos del
socratismo, que llegan muy hondo y que aquí sólo han sido rozados,
quién no dará la razón a Aristófanes, cuando hace cantar esto al
coro:
¡Salud a aquel a quien no le gusta
sentarse junto a Sócrates y hablar con él,
a quien no condena el arte de las musas
y no mira desde arriba con desprecio
lo más elevado de la tragedia!
Pues vana necedad es
aplicar un celo ocioso
a discursos vacíos
y quimeras abstractas.
Pero lo más profundo que contra
Sócrates se podía decir se lo dijo una figura que se le aparecía en
sueños. Con mucha frecuencia, según Sócrates cuenta en la cárcel a
sus amigos, tenía uno y el mismo sueño, que le decía siempre lo
mismo: «¡Sócrates, cultiva la música!». Pero hasta sus últimos días
Sócrates se tranquilizó con la opinión de que su filosofía era la
música suprema. Finalmente, en la cárcel, para descargar del todo su
conciencia decídese a cultivar también aquella música «vulgar». Y
realmente puso en verso algunas fábulas en prosa que le eran
conocidas, mas yo no creo que con esos ejercicios métricos haya
aplacado a las musas. En Sócrates se materializó uno de los aspectos
de lo helénico, aquella claridad apolínea, sin mezcla de nada
extraño; él aparece cual un rayo de luz puro, transparente, como
precursor y heraldo de la ciencia, que asimismo debía nacer en
Grecia. Pero la ciencia y el arte se excluyen; desde este punto de
vista resulta significativo que sea Sócrates el primer gran heleno
que fue feo; de igual manera que en él propiamente todo es
simbólico. Él es el padre de la lógica, la cual representa con
máxima nitidez el carácter de la ciencia pura; él es el aniquilador
del drama musical, que había concentrado en sí los rayos de todo el
arte antiguo.
Esto último lo es en un sentido mucho más profundo aún de lo que
hemos podido insinuar hasta ahora. El socratismo es más antiguo que
Sócrates; su influjo disolvente del arte se hace notar ya mucho
antes. El elemento de la dialéctica, peculiar de él, se introdujo
furtivamente en el drama musical ya mucho tiempo antes de Sócrates,
y produjo en su bello cuerpo un efecto devastador. El mal tuvo su
punto de partida en el diálogo. Como es sabido, el diálogo no estaba
originariamente en la tragedia; el diálogo sólo se desarrolló a
partir del momento en que hubo dos actores, es decir, relativamente
tarde. Ya antes había algo análogo, en el discurso alternante entre
el héroe y el corifeo; pero aquí, sin embargo, dada la subordinación
del uno al otro, la disputa dialéctica resultaba imposible. Mas tan
pronto como se encontraron frente a frente dos actores principales,
dotados de iguales derechos, surgió, de acuerdo con un instinto
profundamente helénico, la rivalidad, y, en verdad, la rivalidad
expresada con palabras y argumentos, mientras que el diálogo
enamorado permaneció siempre alejado de la tragedia griega.
Con aquella rivalidad se apeló a un
elemento que existía en el pecho del oyente y que hasta entonces,
considerado como hostil al arte y odiado por las musas, había estado
desterrado de los solemnes ámbitos de las artes dramáticas, la Éride
«malvada». La Éride buena imperaba, en efecto, desde antiguo en
todas las actuaciones de las musas, y en la tragedia llevaba a tres
poetas rivales ante el tribunal del pueblo congregado para juzgar.
Pero cuando el remedo de la querella verbal se hubo infiltrado
también en la tragedia desde la sala del juzgado, entonces surgió
por vez primera un dualismo en la esencia y en el efecto del drama
musical. A partir de ese momento hubo partes de la tragedia en que
la compasión cedía el paso a la luminosa alegría por el torneo
chirriante de la dialéctica. No era lícito que el héroe del drama
sucumbiese, y, por tanto, ahora se tenía que hacer de él también un
héroe de la palabra. El proceso, que había tenido su comienzo en la
denominada esticomitia, continuó y se introdujo también en los
discursos más largos de los actores principales. Poco a poco todos
los personajes hablan con tal derroche de sagacidad, claridad y
transparencia, que realmente al leer una tragedia sofoclea obtenemos
una impresión de conjunto desconcertante. Para nosotros es como si
todas esas figuras no pereciesen a causa de lo trágico, sino a causa
de una superfetación de lo lógico. Basta con hacer una comparación
con el modo tan distinto como dialectizan los héroes de
Shakespeare;
todo el pensar, suponer e inferir de éstos se halla envuelto en una
cierta belleza e interiorización musicales, mientras que en la
tragedia griega tardía domina un dualismo de estilo que da mucho que
pensar; por un lado, el poder de la música, por otro, el de la
dialéctica. Esta última va destacándose cada vez más, hasta que es
ella la que dice la palabra decisiva en la estructura del drama
entero. El proceso termina en la pieza de intriga: sólo con ella
queda completamente superado aquel dualismo, a consecuencia de la
aniquilación total de uno de los rivales, la música.
En este punto es muy significativo que este proceso finalice en la
comedia, habiendo comenzado, sin embargo, en la tragedia. La
tragedia, surgida de la profunda fuente de la compasión, es
pesimista por esencia. La existencia es en ella algo muy horrible,
el ser humano, algo muy insensato. El héroe de la tragedia no se
evidencia, como cree la estética moderna, en la lucha con el
destino, tampoco sufre lo que merece. Antes bien, se precipita a su
desgracia ciego y con la cabeza tapada, y el desconsolado pero noble
gesto con que se detiene ante ese mundo de espanto que acaba de
conocer, se clava como una espina en nuestra alma. La dialéctica,
por el contrario, es optimista desde el fondo de su ser, cree en la
causa y el efecto y, por tanto, en una relación necesaria de culpa y
castigo, virtud y felicidad; sus ejemplos de cálculo matemático
tienen que no dejar resto, ella niega todo lo que no pueda analizar
de manera conceptual. La dialéctica alcanza continuamente su meta,
cada conclusión es una fiesta de júbilo para ella, la claridad y la
conciencia son el único aire en que puede respirar. Cuando este
elemento se infiltra en la tragedia surge un dualismo como entre
noche y día, música y matemática. El héroe que tiene que defender
sus acciones con argumentos y contraargumentos corre peligro de
perder nuestra compasión, pues la desgracia que, a pesar de todo, lo
alcanza luego, lo único que demuestra precisamente es que, en algún
lugar, él se ha equivocado en el cálculo. Pero una desgracia
provocada por una falta de cálculo es ya más bien un motivo de
comedia. Cuando el placer por la dialéctica hubo disuelto la
tragedia, surgió la comedia nueva con su triunfo constante de la
astucia y del ardid.
La conciencia socrática y su optimista creencia en la unión
necesaria entre virtud y saber, entre felicidad y virtud, tuvo, en
un gran número de piezas euripideas, el efecto de que, en la
conclusión, se abra una perspectiva hacia una existencia ulterior
muy agradable, casi siempre con un matrimonio. Tan pronto como
aparece el dios de la máquina, advertimos que quien se esconde
detrás de la máscara es Sócrates, el cual intenta equilibrar en su
balanza la felicidad y la virtud. Todo el mundo conoce las tesis
socráticas «La virtud es el saber: se peca únicamente por
ignorancia. El virtuoso es el feliz».
En estas tres formas básicas del
optimismo está la muerte de la tragedia, que es pesimista. Mucho
antes de Eurípides esas concepciones trabajaron ya en disolver la
tragedia. Si la virtud es el saber, entonces el héroe virtuoso tiene
que ser un dialéctico. Dada la extraordinaria superficialidad e
indigencia del pensamiento ético, que no está nada desarrollado, con
demasiada frecuencia el héroe que dialectiza éticamente aparece como
un heraldo de la trivialidad y del filisteísmo éticos. Lo único que
necesitamos es tener el valor de confesarnos esto, necesitamos
confesar, para no decir nada de Eurípides, que también a las figuras
más bellas de la tragedia sofoclea, una Antígona, una Electra, un
Edipo, se les ocurren a veces ideas triviales completamente
insoportables, que en general, los caracteres dramáticos son más
bellos y grandiosos que su manifestación en palabras. Desde este
punto de vista nuestro juicio sobre la tragedia esquilea temprana
tiene que ser mucho más favorable: pues Esquilo creó sus mejores
obras también de manera inconsciente. En el lenguaje y en el dibujo
de los caracteres de Shakespeare
tenemos el inalterable punto de apoyo para tales comparaciones. En
Shakespeare se puede encontrar una sabiduría ética tal que, frente a
ella, el socratismo aparece como algo impertinente y sabihondo.
Intencionadamente en mi última conferencia hablé muy poco sobre los
límites de la música en el drama musical griego; en el contexto de
estos análisis resultará comprensible que yo haya dicho que los
límites de la música en el drama musical son los puntos de peligro
en que comenzó su proceso de disgregación. La tragedia pereció a
causa de una dialéctica y una ética optimistas; esto equivale a
decir: el drama musical pereció a causa de una falta de música. El
socratismo infiltrado en la tragedia impidió que la música se
fundiese con el diálogo, o monólogo, aunque, en la tragedia esquilea,
aquélla había comenzado a hacerlo con el mayor éxito. Otra
consecuencia fue que la música, cada vez más restringida, metida
dentro de unas fronteras cada vez más estrechas, no se sentía ya en
la tragedia como en su casa, sino que, se desarrolló de manera más
libre y audaz fuera de la, misma, como arte absoluto. Es ridículo
hacer aparecer un espíritu durante un almuerzo; es ridículo pedir a
una musa tan misteriosa, de un entusiasmo tan serio, como es la musa
de la música trágica, que cante en una sala de juzgado, en las
pausas intermedias entre las escaramuzas dialécticas. Teniendo un
sentimiento de esa ridiculez, la música enmudeció en la tragedia,
asustada, por así decirlo, de su inaudita profanación; cada vez
menos veces se atrevía a alzar su voz, y finalmente se embarulla,
canta cosas que no vienen a cuento, se avergüenza y huye totalmente
de los ámbitos del teatro. Para decirlo con toda franqueza: la
floración y el punto culminante del drama musical griego es Esquilo
en su primer gran período, antes de haber sido influido por
Sófocles; con éste comienza la decadencia paulatina, hasta que por
fin Eurípides, con su reacción consciente contra la tragedia esquilea, provoca el final con una rapidez tempestuosa.
Este juicio contradice tan sólo a una estética difundida en la
actualidad; en verdad, en favor de él se puede hacer valer nada
menos que el testimonio de Aristófanes, que, como ningún otro
genio, tiene una afinidad electiva con Esquilo. Pero lo igual es conocido
sólo por lo igual. Para concluir, una sola pregunta. ¿Está realmente
muerto el drama musical, muerto para todos los tiempos? ¿No le será
lícito realmente al germano poner al lado de aquella obra artística
desaparecida del pasado, nada más que la «gran ópera», de manera
parecida a como, junto a Hércules, suele aparecer el mono? Esta es
la, pregunta más seria de nuestro arte, y quien no comprenda como
germano la seriedad de esa pregunta, es víctima del socratismo de
nuestros días, el cual, desde luego, ni es capaz de producir
mártires, ni habla el lenguaje de «el más sabio de los helenos»,
quien, ciertamente no se jacta de saber nada, pero en verdad no sabe
nada. La prensa de hoy es ese socratismo, no digo una palabra más.
Traducción A. Sánchez Pascual.
Alianza Editorial
|
|