De una escultura de
Jeff
Koons la
sección de arte del diario argentino La Nación dijo: “US$
33,6. Precio tope para una escultura de Jeff Koons, ex de la Cicciolina,
en la subasta de Christie's. Un éxito”. La ilustración no es una
foto de la escultura, sino del autor. El redactor tiene claro que en
todo el asunto lo que menos importa es la obra. El error (treinta y tres
dólares, en vez de treinta y tres millones) carece de importancia,
porque en el fondo tampoco importa si se vendió a esa cifra o a
cualquier otra. La frase de La Nación es ejemplar por la cantidad
de información relevante que transporta: dice la cifra, informa que es
récord para el artista, para la turba ignara que accede a la nota da
cuenta de quién es el artista (el ex de la
Cicciolina, que vaya uno a
saber quién es), quién fue el rematador, y el juicio: un éxito. Un buen
ejemplo para una escuela de periodismo.
Es una buena frase, sin ironías, aunque las personas verdaderamente
interesadas por el arte dirán que cada una de esas informaciones es
irrelevante. Estarían equivocadas: desde los años sesenta del siglo
pasado, el Arte se casó con la Moda, y por lo tanto los discursos acerca
del arte (lo que antaño se denominaba crítica) caen dentro de la
categoría periodística “sociales”.
Constantemente se producen manifestaciones de este maridaje entre arte y
moda. En Montevideo acaba de ocurrir una en ocasión de la presentación
de la primera Bienal de Arte de Montevideo. Esta exposición se
realiza en el casco histórico de la ciudad, en varios edificios
pertenecientes a un banco estatal y a la iglesia católica. Se presentan
allí obras de sesenta artistas de todo el mundo.
Los organizadores probablemente estén de acuerdo con el artista
estadounidense
Joseph Kosuth, que ha postulado que “todo el arte (después de
Duchamp) es conceptual (...) porque el arte solo existe
conceptualmente”. El perfil de la Bienal de Arte de Montevideo se acerca a la
idea de este líder del arte conceptual. A pesar de que Kosuth leyó
apresuradamente y quizá no muy bien a Duchamp, ha sido un gran difusor
de las ideas del francés. Es, así, uno de los más influyentes “falsos
amigos” de la modernidad, al decir del crítico inglés
T. J. Clark.
Para promocionar la Bienal, sus organizadores convocaron a varias
personas, con quienes realizaron una serie de videos para ser difundidos
por televisión. De los seis videos realizados (además de uno que no se
difundió, protagonizado por el curador de la Bienal,
Alfons
Hug) solo uno de los personajes tiene relación con el mundo de la
cultura; se trata de un escritor de larga trayectoria, que sin embargo
nunca estuvo relacionado con las artes visuales. Los otros actores son:
un cocinero de televisión; una princesa, una modelo publicitaria, una
periodista de televisión y otra de radio. Todos ellos son conocidos por
buena parte de la audiencia de los medios masivos uruguayos.
El recurso es común en la publicidad: un futbolista habla de las
bondades de un teléfono; un actor de cine nos explica que nada hay como
cierta máquina de café; una actriz perfumada desfallece de deseo por un
modelo de buen tono muscular. Son códigos idiotas a los que nos hemos
acostumbrado, y no hay problema en aceptarlos. Después de todo, los
perfumes, los teléfonos y las máquinas de café son unas tonterías sin
importancia. El techo del relato publicitario lo pone el propio
producto, y cualquier famoso es apto para promocionarlo. Lo que dice el
protagonista de la promoción no tiene importancia, porque el producto no
tiene importancia, y por lo tanto no se requiere un saber articulado a
través de un discurso. Cuando se usa el mismo mecanismo para promocionar
un acontecimiento artístico como la Bienal de Arte de Montevideo,
aparece el siglo XXI en todo su esplendor de gigante microcéfalo.
En
el primero de los videos, la presidente de la entidad organizadora,
la
Fundación Bienal de Montevideo, presentada como princesa, soba
siniestra o cariñosamente un perrito y dice, arrastrando
indiscriminadamente vocales y consonantes, “buscamos a través de este
evento cultural proyectar al mundo la luz que brilló al principio del
siglo XX”.
La explicación de esta misteriosa referencia a la luz que brilló hace
cien años está en otro video, en el que
el
curador de la Bienal dice: “Montevideo y Uruguay tienen una posición
privilegiada porque el país ya fue cuna de la modernidad del siglo XX”.
Se entiende que el hombre desconozca la historia del arte uruguayo, pero
ese desconocimiento arroja sombras sobre la probabilidad de aciertos en
su curaduría. Uruguay no fue cuna de ninguna modernidad, y más bien
rechazó a los movimientos de vanguardia del siglo XX.
En su tiempo (y bastante más tardíamente que a principios del siglo
pasado)
Torres García fue el único moderno respetado, y eso gracias a
factores que nada tienen nada que ver con el arte.
Rafael Barradas, que era un enorme artista, fue prácticamente
ignorado, salvo por unos pocos amigos. En todas las áreas Uruguay se
mantuvo muy lejos de los modernos, y fue recién en la segunda posguerra,
cuando en Europa surgían las neovanguardias, que aquí comenzaron a
aceptarse algunas tendencias, y con muchísimos reparos.
Alfredo Mario Ferreiro en poesía,
Paco Espínola en teatro,
Carmen Barradas en música, habían sido calurosamente ninguneados.
Pero propalar cualquier especie sobre el pasado glorioso del país parece
que sirve para convencer a una princesa, a la que después se le hace
decir un sinsentido. Pero bueno, ya se sabe, la monarquía, la
aristocracia, el siglo XVIII.
Obras y zurullos
En
otro video, una periodista, cuya característica es la voz sonriente
y, en su llegada a la televisión, la cara sonriente, y una actitud
entusiasta y optimista, llena de lo que un catequista denominaría
“contagiosa alegría de vivir”, afirma: “El arte es la materialización de
lo más invisible del ser humano […] Por eso el arte no hay que
entenderlo… Simplemente lo que hay que hacer es sentirlo”. El sinsentido
llega a la perfección: la Bienal propone exactamente lo contrario a lo
que promociona esta periodista, ya que el arte conceptual, protagonista
de la muestra, es enemigo de lo que se siente.
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Un tercer video muestra
una
modelo de amplísima sonrisa, que, un poco insegura, afirma que “el
arte es como la más genuina expresión del alma”. Ese “como” es
conmovedor, porque denota humildad, ya que ciertamente haber afirmado,
por ejemplo, que “el arte es la más genuina expresión del alma” podría
interpretarse como jactancioso, en esta época en la que nada conviene
que sea completamente algo, ni siquiera un asunto tan subjetivo como la
expresión de esa suprema inmaterialidad íntima, el alma. La modelo
afloja un poco los abdominales y suspira de alivio cuando dice: “Está
bueno que tengamos una Bienal”. Una afirmación contundente, que recuerda
a la de “Un éxito” de La Nación.
El cuarto video presenta a
una
conductora de televisión que explica el arte “¿Qué es el arte para
mí?” —se pregunta, en un momento de íntima reflexión, y se responde—:
“Es crear”. La conversión instantánea del sustantivo en verbo viene
justificada de inmediato a través de una segunda verbalización del
nombre: “La pintura en especial es una forma de… de expresar mucho más
poderosa que la palabra”. Como bien demuestra la bella protagonista del
video, la palabra no es su fuerte. En el video, la conductora,
espléndida con un atuendo que permite disfrutar de sus hombros, frota y
apoya sin miramientos la mano sobre lo que parece ser un óleo
craquelado, misteriosamente seco e inmune, por fortuna, a sus
manipulaciones. De manera harto extraña el arte que se muestra en el
video es de la más crasa factura pompier de taller de barrio,
algo que uno identifica de inmediato como lo absolutamente opuesto a una
muestra de arte actual.
Otro spot muestra a un empresario periodístico y cocinero,
que afirma: “Cocinar es un arte”. Su observación dispara la imaginación:
Si cocinar es un arte, ¿cagar es lo que hace la crítica? Porque la
crítica es lo que viene después de la fruición, el aprovechamiento, la
incorporación del arte. Y efectivamente, la ausencia de crítica —que, de
existir, sería un aparato social—, ha convertido los discursos sobre el
arte en deposiciones individuales, abandonadas en márgenes
periodísticos, como zurullos al borde de un camino campestre. No:
cocinar no es un arte, y aquí termina todo posible diálogo con quien
proclame semejante estetización de la digestión. Ni siquiera los
griegos, para quienes ponerle radios a una rueda de carreta era tan
techné como pintar unas uvas capaces de engañar a un pajarito,
consideraban que cocinar era techné.
Uno puede ir a la Bienal y ver las obras de muchos artistas que muestran
un panorama ajustado y representativo del arte actual en el mundo.
Quedan muchas manifestaciones afuera, pero eso no importa, porque
siempre, en cualquier selección de obras, quedan cosas afuera. Hay
quienes dicen que al mismo tiempo se incluyen cosas que no tienen
sentido ni valor, y probablemente sea cierto, pero eso también es
inevitable. El problema mayor no está en la Bienal en sí, sino en los
discursos en torno a la Bienal: los propios organizadores banalizan,
dispersan, desorientan, a través de apelaciones sensibleras, de errores
básicos de concepto y de historia, y de la identificación con figuras
especialmente ineptas para referirse al arte.
No es que un cocinero no pueda hablar de arte; todo el mundo tiene
derecho a hablar de lo que quiera. El problema es que los organizadores
no convocan a un cocinero para hablar de arte porque alguna vez el
hombre escribió sobre arte o reflexionó sobre arte, sino porque como
cocinero es exitoso. Lo mismo para la modelo, las periodistas y hasta el
escritor veterano. Todos han sido convocados por razones equivocadas, lo
mismo que un futbolista para vender teléfonos o un actor para vender
cafeteras. La idiocia triunfante exhibe su gran dentadura y carcajea
salpicándonos de saliva, sin saber siquiera de qué se ríe.
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