Paradójicamente, hoy menos que nunca, nada parece estar
libre de las fantasías y los terrores milenaristas. Y
no a pesar de la racionalidad tecnológica sino precisamente
por ella.
En Independence Day, la faraónica maquinaria de
la invasión alienígena (y con ella toda una civilización)
colapsa por un discreto virus informático colocado por
la resistencia terráquea. Esta desproporción es
clave. En el tamaño y la complejidad del organismo reside
su propia vulnerabilidad. Una estructura elemental (digital,
binaria, sí-no, cero-uno)
ha disparado formas de altísima centralización
tecnológica. Ha permitido arquitecturas deslumbrantes
a condición de organizarlo todo. Una mónada leibniziana
todo lo puebla,
y un maná lo recorre y lo anima. El byte es la mónada.
La microelectricidad es maná.
Pero este gran poder,
y ese es el asunto, es extremadamente frágil. Sabotear
esta civilización es ahora un arte sencillo: por micróscópico
que sea el punto en el que se ejerza la acción de sabotaje,
sus consecuencias serán incalculables. Hackers,
terroristas informáticos, virus, enfermedades, errores.
Un escenario medieval barullento y un poco loco puebla el ciberespacio.
Parecen haberse acabado los tiempos de la guerra fría
y su dialéctica infantil (¿qué dialéctica
no lo es?), donde dos bandos discretos y reconocibles se disputaban
cansinamente una hegemonía, soñando ambos con la
aniquilación del adversario. Todos nuestros problemas
empezaban y terminaban en la gran conspiración enemiga.
La civilización iba a sucumbir con un gran estallido final,
luego de un vasto complot y de un violento enfrentamiento.
Pero en el año
2000, sabido es, la civilización tecnológica occidental
va a infartar. No hay un enemigo allá afuera (en realidad,
no hay afuera). El lado oscuro de la fuerza no va
a reclamar esta catástrofe como un triunfo. No es una
venganza tardía del socialismo real contra el poscapitalismo
informático. No es un golpe del fundamentalismo árabe
o
de las hordas irracionalistas y desconformes. Ni siquiera es
un acto de sabotaje que termina por contaminar impensadamente
a todo el macroorganismo debido al Gran Error estructural de
haber subordinado todo al mismo principio constructivo, negligenciando
la innegable energía vital de lo diverso. La causa del
gran final es chata, inintencional. Como la propia Muerte, es
una distracción, un error, un blooper: alguien
se olvidó de dar cuerda al reloj. Oops.
* Publicado
originalmente en el diario El País, Revista
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