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CULTURA
- IDENTIDAD - LEY DE MEDIOS -
Únicos e irrepetibles*
Jorge Barreiro
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La veneración de la
cultura nacional lleva implícita la idea de que existen culturas
nacionales más o menos puras, cuando todas son el resultado de
mixturas e hibridaciones. Ni las murgas, ni el tango, ni la carne
asada, ni la pasión por el fútbol, por citar apenas algunas de las
joyas infaltables en cualquier inventario de la cultura nacional,
son estrictamente uruguayas. |
Hace años que se nos recuerda con machacona
insistencia que escasean las oportunidades de apreciar los talentos
artísticos locales, pero nadie parece reparar en un fenómeno en
cierto sentido opuesto y al menos tan extendido como el anterior: el
de quienes están más atentos a la calidad de la producción artística
que al lugar de nacimiento de sus autores. Para enmendar lo primero
y corregir a los segundos, el gobierno ha preparado un proyecto de
ley que obliga a que el 50% de la programación de los canales de
televisión esté ocupado por películas y programas uruguayos –70% en
el caso del canal estatal–, que un tercio de la música que emiten
las radios sea aborigen y que los cines pasen un determinado
porcentaje de películas producidas en el recinto de la patria.
Si de lo que se trata es de que artistas y profesionales uruguayos
tengan la oportunidad de dar a conocer una producción a la que
supuestamente el público no termina de acceder debido a su
inclinación congénita por la televisión chatarra o de fomentar el
empleo en un gremio ninguneado por la codicia de los propietarios de
los canales, que prefieren las series enlatadas de bajo costo, hay
que decir que las autoridades tienen unos cuantos candidatos más a
recibir su protección. Porque no son sólo compositores, músicos y
directores de cine quienes se encuentran sometidos a la
supuestamente uniformizadora competencia foránea. Siguiendo la
actual iniciativa, se podría, por ejemplo, obligar a los
supermercados a ocupar el 50% de sus góndolas con vino, miel,
mermelada o conservas elaboradas en nuestras praderas. Uno de los
inconvenientes inherentes a este patriótico empeño es que tal vez
los consumidores terminen pagando más por bienes que no
necesariamente serán de mejor calidad que los importados, y que en
el caso de los bienes culturales el público se vea obligado a
padecer bodrios genuinamente nacionales.
Claro que quienes han pergeñado este proyecto de ley suelen alegar
que no se puede comparar a la miel con la música o el cine. ¿Por qué
no? Porque en un tarro de miel, nos vienen a decir, no está en juego
la identidad nacional. Ni la cultura uruguaya en una botella de
vino. La controversia que suscitó el proyecto de ley remite, pues, a
estos inciertos conceptos –cultura nacional,
identidad nacional. Lo
que late en el cuerpo de este proyecto es precisamente la defensa de
la cultura y la identidad nacionales. Una obra artística, una obra
artística nacional, se entiende, tendría algo de venerable y sagrado
del que carecería un vulgar tarro de miel. Vean si no: el gobierno
considera que “frente a las poderosas influencias transnacionales,
es necesario que las culturas nacionales procuren y reclamen cierta
protección, promoción y estímulo para poder seguir desarrollando sus
potencialidades espontáneas, que surgen de claves identitarias
reales de cada nación”, así como “fortalecer la creación cultural
nacional en el escenario global dentro de una estrategia de
promoción” de los productos culturales uruguayos. Los redactores del
proyecto tienen “el pleno convencimiento” de que Uruguay “tiene
valores únicos e irrepetibles, que forman parte de la diversidad
cultural universal, y que merecen ser preservados y divulgados”.
Para los redactores del proyecto “el acceso a la diversidad cultural
es un derecho humano esencial”. De modo que si se aprueba este
proyecto de ley podremos recurrir a la comisión de derechos humanos
de la ONU si en las disquerías de Montevideo no encontramos música
instrumental de Borneo meridional y si en el mercado faltan los
ingredientes de un platillo yucateco o la sagrada hoja de coca de
los pueblos originarios.
En el proyecto de ley asoma la cabeza, si no el cuerpo entero, una
idea de cultura entendida como exclusivamente nacional, es decir la
cultura en un sentido antropológico, como “formas de vida”, que
incluyen la sexualidad, los modos de vestirse, alimentarse, habitar,
de divertirse y por supuesto algunas expresiones del arte popular,
como la música, la danza y las artesanías. Esta definición tan
aceptada de la
cultura tiene, sin embargo, algunos problemas. El primero de
ellos es que de tan abarcadora puede resultar inoperante. Porque si
en la cultura nacional se incluyen todos los hábitos compartidos por
los miembros de una comunidad, cultura y sociedad terminan siendo
casi lo mismo. Sin forzar demasiado las cosas podría decirse que
esta idea de cultura es lo más parecido al conjunto de las
tradiciones de un grupo; y su defensa, por tanto, sinónimo de
defensa de las propias tradiciones. Un asunto bastante problemático
de asumir para una sensibilidad de izquierda.
El pomposo y fatuo lenguaje empleado en el texto es una amalgama
propia de la era de la política de las identidades, para la cual las
culturas son en sí mismas venerables y no pueden ser objeto de
interrogación o crítica. Según esta idea, los hombres no podrían
escapar a las determinaciones culturales bajo las que nacieron. De
ahí a la naturalización de la
cultura
hay apenas un paso. Se cargaría con la propia
cultura como se carga con el
propio hígado.
A su vez, la veneración de la cultura nacional lleva implícita, no
puede no llevarla, la idea de que existen culturas nacionales más o
menos puras, cuando en realidad todas son el resultado de mixturas e
hibridaciones. Ni las
murgas, ni el
tango, ni la carne asada, ni la pasión por el fútbol, por citar
apenas algunas de las joyas infaltables en cualquier inventario de
la cultura nacional, son estrictamente uruguayas. O fueron el
resultado de la confluencia de diferentes tradiciones o bien en la
actualidad las compartimos con “extraños” de otros lugares.
La idea de cultura
como la suma de “valores únicos e irrepetibles” constituye una
ficción. Una ficción necesaria para los Estados nacionales, que se
han servido de un relato mítico para cohesionar a sus súbditos y
ciudadanos. En ese sentido, la política y la cultura nacional han
ido casi siempre de la mano. Y sin la primera, la segunda sería lo
más parecido a un paralítico sin muletas, como lo demuestra la mera
existencia del proyecto de ley en ciernes, lo que en muchos casos
autoriza a dudar del pretendido vigor de una cultura nacional que
para pervivir necesita de decretos y decisiones administrativas.
La propia idea de cultura nacional incluye otra ficción, la de la
unanimidad. Como si en este país, sin ir más lejos, todos fuéramos
practicantes entusiastas de tradiciones como beber mate o
asistiéramos alborozados a un
tablado en carnaval. Al igual que en política, en materia de
cultura se suele confundir mayoría con unanimidad.
Y si de fábulas hablamos, cómo no mencionar la infaltable amenaza
uniformizadora de la industria trasnacional, que al parecer nos
condenará con el tiempo a alimentarnos exclusivamente de
hamburguesas, vestirnos según los cánones occidentales y escuchar
una misma y única música en los cinco continentes. La teoría de la
macdonaldización del mundo, que es la que en el fondo alimenta
iniciativas como la que comento, no resiste el menor análisis. No
pasa de ser una conjetura discutible, porque en verdad parecería que
a lo que asistimos es a una explosión de la diversidad. Si
McDonald’s ha llegado a todos los rincones del mundo, otro tanto ha
ocurrido con la música africana, la gastronomía asiática y la
artesanía de la India. Una investigación del sociólogo argentino
García Canclini concluyó no hace tantos años que en los tres países
más importantes de América Latina –Brasil, México y Argentina– las
radios seguían emitiendo más música de esos países que de cualquier
otra parte del mundo.
La nacionalización de la idea de cultura, sin embargo, no ha
acompañado a Occidente durante toda su historia. Es una idea
relativamente reciente, de hace aproximadamente dos siglos, que se
ha ubicado en las antípodas de una idea de cultura universalista que
viene sufriendo una persistente erosión. El mayor pecado que se le
atribuye a la preocupación de esta última por lo estrictamente
humano, al margen de los azares de la geografía, es su elitismo y su
supuesta vocación por las abstracciones. Pero hubo una época en la
que cultura quería decir otra cosa muy diferente. Como sostiene
Terry Eagleton en su La idea de cultura, ésta fue
tradicionalmente “un modo de sumergir nuestros insignificantes
particularismos en un médium más amplio y englobante. Como forma de
subjetividad universal, implicaba aquellos valores que compartíamos
simplemente por virtud de nuestra naturaleza humana. Y la cultura,
entendida como las artes, era tan importante por eso, porque
producía esos valores en un formato fácilmente transferible”. Al
leer, contemplar o escuchar una
obra, dejamos en
suspenso nuestros egos empíricos, con todas sus contingencias
sociales, sexuales y étnicas y de esa forma nos convertimos en
sujetos universales. La perspectiva de lo que ahora se llama, en
ocasiones con cierto desprecio, la alta cultura es ese tipo de
visión que sólo se posee si se está a la vez en todas y en ninguna
parte.
Le debemos buena parte de la ruptura con esta tradición al
Romanticismo de la primera mitad del siglo XIX, cuyo precursor fue
el alemán Johann Herder. Para Herder la cultura era una “forma
particular de vida”. Lo que una Nación considera indispensable en el
círculo de sus ideas “nunca ha estado dentro de la mentalidad de
otra, y puede estimarse injurioso por una tercera”, escribió. Las
tesis de Herder son un ataque en toda la línea a la
Ilustración, para
la que la cultura entendida como lo harían años más tarde los
románticos (es decir como propia de un lugar y un pueblo) era lo
opuesto a la civilidad, era tribal en lugar de
cosmopolita,
se la vivía con las entrañas y, por ende, era inmune a la crítica
racional. Este romanticismo ha regresado en nuestros días con
algunas variantes aunque con sus esencias intactas y la etiqueta de
relativismo cultural. Para él, el mayor escándalo de la modernidad
ilustrada consiste en que para la razón no hay tradiciones inmunes a
la crítica y en su vocación de profanar todo lo “sagrado”, aquello
que proviene de la madre tierra,
la lengua,
la sangre o el “espíritu de un pueblo”.
Para la cultura
entendida como universalidad, cualquier ser humano merece que se lo
trate con idéntico respeto, gozar de los mismos derechos y
conquistas de la civilización. Para la
cultura
entendida al modo romántico, es decir como culturas nacionales,
venerables por el mero hecho de su singularidad, no existen valores
(ni derechos) universales, que vendrían a ser un invento de
Occidente (y por cierto que lo son). Tal enfoque le daría la razón a
un ministro marroquí que no hace tantos años dijo que la pena de
muerte vigente en su país era parte de la identidad cultural de su
pueblo y que, por tanto, nadie tenía derecho a impugnar semejante
tradición. Con la preeminencia que le otorga a lo propio e
irrepetible, el relativismo cultural ignora lo mucho que los humanos
tenemos en común: desde la misma fisiología y la capacidad de habla
hasta emociones y necesidades básicas, pasando por algunas
respuestas morales elementales, y lo que algunos antropólogos llaman
universales humanos, como el trabajo, la capacidad de aprender, de
amar, la aceptación de pautas sociales, la compasión, el sentido del
humor y del ridículo, el temor a la muerte, entre otros. Para los
románticos las formas en que se expresan esos universales son más
importantes que lo que compartimos todos los humanos. Para la
cultura entendida como universalidad se trataría de lo contrario,
porque para ella “la humanidad no es un grupo de identificación como
cualquier otro, sino el mínimo común denominador que emparenta a
todos los grupos”, para decirlo con palabras de Fernando Savater.
“Recuerda tu humanidad y olvida todo lo demás”, escribió Bertrand
Russell. Una prueba de nuestro sentido de pertenencia a esa
humanidad que a tantos les parece una mera abstracción es
precisamente la compasión que sienten millones de personas
(incluidas muchas fervientes partidarias del relativismo cultural)
por individuos desvalidos u oprimidos cuyas identidades culturales
nada tienen que ver con las suyas.
Los grandes escritores, compositores, pensadores y artistas reciben
su reconocimiento de, y explican su pervivencia en el tiempo por, el
universalismo de los temas que tratan. Con razón, a los adoradores
de la cultura nacional no se les ocurre incluir a
Onetti en un inventario de la
cultura uruguaya ni a Shakespeare
en uno de la cultura inglesa o a Bergman en uno de la cultura sueca.
Y no sólo por el abuso estadístico que ello supondría, ya que apenas
una minoría de uruguayos debe de haber leído a
Onetti, sino porque la valía y la
eternidad de sus respectivas obras no proceden de ningún atributo
“único e irrepetible” propio de su condición de uruguayo, inglés o
sueco, sino precisamente de aquello que los uruguayos, ingleses y
suecos tienen en común entre sí y con todos los demás hombres. Su
valor proviene de aquello que nos dicen a todos los hombres. En lo
que atañe a su obra, la condición de español de Picasso o de francés
de Flaubert es irrelevante, porque nos hablan de pasiones, miedos y
aspiraciones universales.
Es cierto que pensamos en determinado contexto espacial y temporal.
Esa constatación no autoriza, sin embargo, a concluir que únicamente
podemos sopesar y juzgar normas y actitudes desde los valores de la
propia comunidad, porque los hombres no somos como los árboles, que
están condenados a permanecer en el lugar donde fueron plantados.
Dotados de razón –otra facultad universal si las hay–, no estamos
determinados a permanecer en el mismo lugar físico o espiritual en
el que vinimos al mundo. Podemos comparar y elegir. Propio de los
humanos es no quedarse únicamente con aquello que heredamos. Entre
otras cosas, eso es cultura después de todo. El enfoque identitario
de la cultura convierte al comportamiento de los individuos en algo
inexorable, que no se lleva nada bien con la idea de su
autodeterminación.
Si bien menos pura e incontaminada de lo que suponen muchos, existe
algo parecido a una cultura nacional. Con la identidad nacional, con
cualquier identidad grupal, en cambio, las cosas ya se ponen un poco
más complicadas. El asunto de la identidad daría para un abordaje
mucho más extenso, pero me permito ahora decir unas pocas palabras
al respecto. Nuestra identidad no está definida únicamente por
nuestra pertenencia a una comunidad específica, ya sea ésta sexual,
nacional, generacional, de clase, religiosa, profesional, étnica,
ideológica o deportiva. Todos tenemos más identidades, que se
superponen, unas permanentes, otras efímeras. Y no sólo eso, podemos
elegir dar preeminencia a unas sobre otras según cada contexto
particular.
Definirse por una única y exclusiva condición, como hacen los
partidarios de la política identitaria, supondría, como dice Amartya
Sen, reemplazar “la riqueza de llevar una vida humana abundante con
la estrechez estereotipada de insistir en que toda persona está
‘situada’ exclusivamente en un grupo orgánico”. En lo que concierne
a la “identidad nacional”, lleva implícita la idea de que nuestra
identidad está exclusivamente definida por el lugar en el que
nacimos. Y ello, además de ignorar las numerosas y heterogéneas
identidades de grupo de quienes vieron la luz en determinado
territorio (¿habrá acaso muchos uruguayos que sólo se sientan
uruguayos y nada más que uruguayos?), supone un empobrecimiento, una
amputación de nuestra propia condición. Somos mucho más que nuestra
profesión, que el modo de vivir nuestra sexualidad, que la clase a
la que pertenecemos y, ni qué hablar, que la nacionalidad que indica
nuestro pasaporte. Y la forma de articular todo eso que somos
simultáneamente, es tarea del individuo. No existe ninguna
inapelable determinación primigenia de grupo que nos pueda ahorrar
la responsabilidad de decidir qué debe estar primero y qué debe
quedar subordinado. No hay “valores colectivos” que reemplacen la
ardua tarea de decidir qué queremos ser. Tal vez será por eso que
quienes no tienen nada de qué envanecerse, se enorgullecen del lugar
donde nacieron, de ser gays o descendientes de africanos.
Pero volvamos al principio de estas líneas, ya que, a la luz de
estas reflexiones, el entusiasmo espontáneo que suscita la
iniciativa gubernamental podría no estar tan justificado. Al menos
no para quienes piensan en la cultura como universalidad. ¿Por qué
debería un ciudadano crítico y autónomo, es decir uno no
especialmente encantado con los valores “únicos e irrepetibles” de
su propio país, adherir a esta cruzada en defensa de la cultura y la
“identidad” nacionales? ¿Por qué ha de protegerse una tradición,
cualquier tradición? ¿Por qué la valía de una obra debe subordinarse
a la geografía? No es esta última una pregunta retórica. Dado que en
toda la fundamentación del proyecto de ley no aparece un solo
ejemplo de esos valores uruguayamente “únicos e irrepetibles” que
merecerían la tutela estatal, es legítimo concluir que el empeño del
gobierno se basa en la convicción de que todo “lo nuestro”, sólo por
ser “único” y nuestro, merece ser protegido, como si de una especie
en vías de extinción se tratara.
Nótese que todo el arsenal argumentativo desplegado en el texto
legal no hace alusión a la calidad de la producción cultural objeto
de la protección. El único requisito para que se le reserve un alto
porcentaje de la programación de radios y cadenas de televisión es
que las obras tengan ADN uruguayo. Es notable la pirueta que
realizan los culturalistas: para ahorrarnos el aburrido destino de
una insufrible uniformidad impuesta “desde afuera”, nos terminan
condenando a otra uniformidad, la de “los nuestros”. No habrá
ninguna autoridad que sopese la valía de una obra o tribunal que
juzgue el carácter “único e irrepetible” de una película ni derecho
al pataleo. Habrá que ver y escuchar a partes iguales cine y música
uruguayos y del resto del mundo. Hasta tal punto ha calado el
fetichismo de lo propio, que ya no sabemos si el escándalo que
suscitan en algunos espíritus ciertos programas chabacanos se debe a
su contenido o a su nacionalidad. El director de al Dirección
Nacional de Cultura, Hugo Achugar, resumió hace no mucho en una
entrevista televisada el espíritu que anima a los defensores del
proyecto con la siguiente pregunta (cito de memoria): ¿por qué no
podemos tener un programa de chimentos uruguayo? La pregunta es una
consecuencia inevitable de la política de las identidades.
*Publicado
originalmente en
http://jorgebarreiro.wordpress.com/2009/12/27/unicos-e-irrepetibles/
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