H enciclopedia 
es administrada por
Sandra López Desivo

© 1999 - 2013
Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 



CULTURA - IDENTIDAD - LEY DE MEDIOS -

Únicos e irrepetibles*

Jorge Barreiro 

La veneración de la cultura nacional lleva implícita la idea de que existen culturas nacionales más o menos puras, cuando todas son el resultado de mixturas e hibridaciones. Ni las murgas, ni el tango, ni la carne asada, ni la pasión por el fútbol, por citar apenas algunas de las joyas infaltables en cualquier inventario de la cultura nacional, son estrictamente uruguayas.
Hace años que se nos recuerda con machacona insistencia que escasean las oportunidades de apreciar los talentos artísticos locales, pero nadie parece reparar en un fenómeno en cierto sentido opuesto y al menos tan extendido como el anterior: el de quienes están más atentos a la calidad de la producción artística que al lugar de nacimiento de sus autores. Para enmendar lo primero y corregir a los segundos, el gobierno ha preparado un proyecto de ley que obliga a que el 50% de la programación de los canales de televisión esté ocupado por películas y programas uruguayos –70% en el caso del canal estatal–, que un tercio de la música que emiten las radios sea aborigen y que los cines pasen un determinado porcentaje de películas producidas en el recinto de la patria.

Si de lo que se trata es de que artistas y profesionales uruguayos tengan la oportunidad de dar a conocer una producción a la que supuestamente el público no termina de acceder debido a su inclinación congénita por la televisión chatarra o de fomentar el empleo en un gremio ninguneado por la codicia de los propietarios de los canales, que prefieren las series enlatadas de bajo costo, hay que decir que las autoridades tienen unos cuantos candidatos más a recibir su protección. Porque no son sólo compositores, músicos y directores de cine quienes se encuentran sometidos a la supuestamente uniformizadora competencia foránea. Siguiendo la actual iniciativa, se podría, por ejemplo, obligar a los supermercados a ocupar el 50% de sus góndolas con vino, miel, mermelada o conservas elaboradas en nuestras praderas. Uno de los inconvenientes inherentes a este patriótico empeño es que tal vez los consumidores terminen pagando más por bienes que no necesariamente serán de mejor calidad que los importados, y que en el caso de los bienes culturales el público se vea obligado a padecer bodrios genuinamente nacionales.

Claro que quienes han pergeñado este proyecto de ley suelen alegar que no se puede comparar a la miel con la música o el cine. ¿Por qué no? Porque en un tarro de miel, nos vienen a decir, no está en juego la identidad nacional. Ni la cultura uruguaya en una botella de vino. La controversia que suscitó el proyecto de ley remite, pues, a estos inciertos conceptos –cultura nacional, identidad nacional. Lo que late en el cuerpo de este proyecto es precisamente la defensa de la cultura y la identidad nacionales. Una obra artística, una obra artística nacional, se entiende, tendría algo de venerable y sagrado del que carecería un vulgar tarro de miel. Vean si no: el gobierno considera que “frente a las poderosas influencias transnacionales, es necesario que las culturas nacionales procuren y reclamen cierta protección, promoción y estímulo para poder seguir desarrollando sus potencialidades espontáneas, que surgen de claves identitarias reales de cada nación”, así como “fortalecer la creación cultural nacional en el escenario global dentro de una estrategia de promoción” de los productos culturales uruguayos. Los redactores del proyecto tienen “el pleno convencimiento” de que Uruguay “tiene valores únicos e irrepetibles, que forman parte de la diversidad cultural universal, y que merecen ser preservados y divulgados”. Para los redactores del proyecto “el acceso a la diversidad cultural es un derecho humano esencial”. De modo que si se aprueba este proyecto de ley podremos recurrir a la comisión de derechos humanos de la ONU si en las disquerías de Montevideo no encontramos música instrumental de Borneo meridional y si en el mercado faltan los ingredientes de un platillo yucateco o la sagrada hoja de coca de los pueblos originarios.

En el proyecto de ley asoma la cabeza, si no el cuerpo entero, una idea de cultura entendida como exclusivamente nacional, es decir la cultura en un sentido antropológico, como “formas de vida”, que incluyen la sexualidad, los modos de vestirse, alimentarse, habitar, de divertirse y por supuesto algunas expresiones del arte popular, como la música, la danza y las artesanías. Esta definición tan aceptada de la cultura tiene, sin embargo, algunos problemas. El primero de ellos es que de tan abarcadora puede resultar inoperante. Porque si en la cultura nacional se incluyen todos los hábitos compartidos por los miembros de una comunidad, cultura y sociedad terminan siendo casi lo mismo. Sin forzar demasiado las cosas podría decirse que esta idea de cultura es lo más parecido al conjunto de las tradiciones de un grupo; y su defensa, por tanto, sinónimo de defensa de las propias tradiciones. Un asunto bastante problemático de asumir para una sensibilidad de izquierda.

El pomposo y fatuo lenguaje empleado en el texto es una amalgama propia de la era de la política de las identidades, para la cual las culturas son en sí mismas venerables y no pueden ser objeto de interrogación o crítica. Según esta idea, los hombres no podrían escapar a las determinaciones culturales bajo las que nacieron. De ahí a la naturalización de la cultura hay apenas un paso. Se cargaría con la propia cultura como se carga con el propio hígado.

A su vez, la veneración de la cultura nacional lleva implícita, no puede no llevarla, la idea de que existen culturas nacionales más o menos puras, cuando en realidad todas son el resultado de mixturas e hibridaciones. Ni las murgas, ni el tango, ni la carne asada, ni la pasión por el fútbol, por citar apenas algunas de las joyas infaltables en cualquier inventario de la cultura nacional, son estrictamente uruguayas. O fueron el resultado de la confluencia de diferentes tradiciones o bien en la actualidad las compartimos con “extraños” de otros lugares.

La idea de cultura como la suma de “valores únicos e irrepetibles” constituye una ficción. Una ficción necesaria para los Estados nacionales, que se han servido de un relato mítico para cohesionar a sus súbditos y ciudadanos. En ese sentido, la política y la cultura nacional han ido casi siempre de la mano. Y sin la primera, la segunda sería lo más parecido a un paralítico sin muletas, como lo demuestra la mera existencia del proyecto de ley en ciernes, lo que en muchos casos autoriza a dudar del pretendido vigor de una cultura nacional que para pervivir necesita de decretos y decisiones administrativas.

La propia idea de cultura nacional incluye otra ficción, la de la unanimidad. Como si en este país, sin ir más lejos, todos fuéramos practicantes entusiastas de tradiciones como beber mate o asistiéramos alborozados a un tablado en carnaval. Al igual que en política, en materia de cultura se suele confundir mayoría con unanimidad.

Y si de fábulas hablamos, cómo no mencionar la infaltable amenaza uniformizadora de la industria trasnacional, que al parecer nos condenará con el tiempo a alimentarnos exclusivamente de hamburguesas, vestirnos según los cánones occidentales y escuchar una misma y única música en los cinco continentes. La teoría de la macdonaldización del mundo, que es la que en el fondo alimenta iniciativas como la que comento, no resiste el menor análisis. No pasa de ser una conjetura discutible, porque en verdad parecería que a lo que asistimos es a una explosión de la diversidad. Si McDonald’s ha llegado a todos los rincones del mundo, otro tanto ha ocurrido con la música africana, la gastronomía asiática y la artesanía de la India. Una investigación del sociólogo argentino García Canclini concluyó no hace tantos años que en los tres países más importantes de América Latina –Brasil, México y Argentina– las radios seguían emitiendo más música de esos países que de cualquier otra parte del mundo.

La nacionalización de la idea de cultura, sin embargo, no ha acompañado a Occidente durante toda su historia. Es una idea relativamente reciente, de hace aproximadamente dos siglos, que se ha ubicado en las antípodas de una idea de cultura universalista que viene sufriendo una persistente erosión. El mayor pecado que se le atribuye a la preocupación de esta última por lo estrictamente humano, al margen de los azares de la geografía, es su elitismo y su supuesta vocación por las abstracciones. Pero hubo una época en la que cultura quería decir otra cosa muy diferente. Como sostiene Terry Eagleton en su La idea de cultura, ésta fue tradicionalmente “un modo de sumergir nuestros insignificantes particularismos en un médium más amplio y englobante. Como forma de subjetividad universal, implicaba aquellos valores que compartíamos simplemente por virtud de nuestra naturaleza humana. Y la cultura, entendida como las artes, era tan importante por eso, porque producía esos valores en un formato fácilmente transferible”. Al leer, contemplar o escuchar una obra, dejamos en suspenso nuestros egos empíricos, con todas sus contingencias sociales, sexuales y étnicas y de esa forma nos convertimos en sujetos universales. La perspectiva de lo que ahora se llama, en ocasiones con cierto desprecio, la alta cultura es ese tipo de visión que sólo se posee si se está a la vez en todas y en ninguna parte.

Le debemos buena parte de la ruptura con esta tradición al Romanticismo de la primera mitad del siglo XIX, cuyo precursor fue el alemán Johann Herder. Para Herder la cultura era una “forma particular de vida”. Lo que una Nación considera indispensable en el círculo de sus ideas “nunca ha estado dentro de la mentalidad de otra, y puede estimarse injurioso por una tercera”, escribió. Las tesis de Herder son un ataque en toda la línea a la Ilustración, para la que la cultura entendida como lo harían años más tarde los románticos (es decir como propia de un lugar y un pueblo) era lo opuesto a la civilidad, era tribal en lugar de cosmopolita, se la vivía con las entrañas y, por ende, era inmune a la crítica racional. Este romanticismo ha regresado en nuestros días con algunas variantes aunque con sus esencias intactas y la etiqueta de relativismo cultural. Para él, el mayor escándalo de la modernidad ilustrada consiste en que para la razón no hay tradiciones inmunes a la crítica y en su vocación de profanar todo lo “sagrado”, aquello que proviene de la madre tierra, la lengua, la sangre o el “espíritu de un pueblo”.

Para la cultura entendida como universalidad, cualquier ser humano merece que se lo trate con idéntico respeto, gozar de los mismos derechos y conquistas de la civilización. Para la cultura entendida al modo romántico, es decir como culturas nacionales, venerables por el mero hecho de su singularidad, no existen valores (ni derechos) universales, que vendrían a ser un invento de Occidente (y por cierto que lo son). Tal enfoque le daría la razón a un ministro marroquí que no hace tantos años dijo que la pena de muerte vigente en su país era parte de la identidad cultural de su pueblo y que, por tanto, nadie tenía derecho a impugnar semejante tradición. Con la preeminencia que le otorga a lo propio e irrepetible, el relativismo cultural ignora lo mucho que los humanos tenemos en común: desde la misma fisiología y la capacidad de habla hasta emociones y necesidades básicas, pasando por algunas respuestas morales elementales, y lo que algunos antropólogos llaman universales humanos, como el trabajo, la capacidad de aprender, de amar, la aceptación de pautas sociales, la compasión, el sentido del humor y del ridículo, el temor a la muerte, entre otros. Para los románticos las formas en que se expresan esos universales son más importantes que lo que compartimos todos los humanos. Para la cultura entendida como universalidad se trataría de lo contrario, porque para ella “la humanidad no es un grupo de identificación como cualquier otro, sino el mínimo común denominador que emparenta a todos los grupos”, para decirlo con palabras de Fernando Savater. “Recuerda tu humanidad y olvida todo lo demás”, escribió Bertrand Russell. Una prueba de nuestro sentido de pertenencia a esa humanidad que a tantos les parece una mera abstracción es precisamente la compasión que sienten millones de personas (incluidas muchas fervientes partidarias del relativismo cultural) por individuos desvalidos u oprimidos cuyas identidades culturales nada tienen que ver con las suyas.

Los grandes escritores, compositores, pensadores y artistas reciben su reconocimiento de, y explican su pervivencia en el tiempo por, el universalismo de los temas que tratan. Con razón, a los adoradores de la cultura nacional no se les ocurre incluir a Onetti en un inventario de la cultura uruguaya ni a Shakespeare en uno de la cultura inglesa o a Bergman en uno de la cultura sueca. Y no sólo por el abuso estadístico que ello supondría, ya que apenas una minoría de uruguayos debe de haber leído a Onetti, sino porque la valía y la eternidad de sus respectivas obras no proceden de ningún atributo “único e irrepetible” propio de su condición de uruguayo, inglés o sueco, sino precisamente de aquello que los uruguayos, ingleses y suecos tienen en común entre sí y con todos los demás hombres. Su valor proviene de aquello que nos dicen a todos los hombres. En lo que atañe a su obra, la condición de español de Picasso o de francés de Flaubert es irrelevante, porque nos hablan de pasiones, miedos y aspiraciones universales.

Es cierto que pensamos en determinado contexto espacial y temporal. Esa constatación no autoriza, sin embargo, a concluir que únicamente podemos sopesar y juzgar normas y actitudes desde los valores de la propia comunidad, porque los hombres no somos como los árboles, que están condenados a permanecer en el lugar donde fueron plantados. Dotados de razón –otra facultad universal si las hay–, no estamos determinados a permanecer en el mismo lugar físico o espiritual en el que vinimos al mundo. Podemos comparar y elegir. Propio de los humanos es no quedarse únicamente con aquello que heredamos. Entre otras cosas, eso es cultura después de todo. El enfoque identitario de la cultura convierte al comportamiento de los individuos en algo inexorable, que no se lleva nada bien con la idea de su autodeterminación.

Si bien menos pura e incontaminada de lo que suponen muchos, existe algo parecido a una cultura nacional. Con la identidad nacional, con cualquier identidad grupal, en cambio, las cosas ya se ponen un poco más complicadas. El asunto de la identidad daría para un abordaje mucho más extenso, pero me permito ahora decir unas pocas palabras al respecto. Nuestra identidad no está definida únicamente por nuestra pertenencia a una comunidad específica, ya sea ésta sexual, nacional, generacional, de clase, religiosa, profesional, étnica, ideológica o deportiva. Todos tenemos más identidades, que se superponen, unas permanentes, otras efímeras. Y no sólo eso, podemos elegir dar preeminencia a unas sobre otras según cada contexto particular.
 
Definirse por una única y exclusiva condición, como hacen los partidarios de la política identitaria, supondría, como dice Amartya Sen, reemplazar “la riqueza de llevar una vida humana abundante con la estrechez estereotipada de insistir en que toda persona está ‘situada’ exclusivamente en un grupo orgánico”. En lo que concierne a la “identidad nacional”, lleva implícita la idea de que nuestra identidad está exclusivamente definida por el lugar en el que nacimos. Y ello, además de ignorar las numerosas y heterogéneas identidades de grupo de quienes vieron la luz en determinado territorio (¿habrá acaso muchos uruguayos que sólo se sientan uruguayos y nada más que uruguayos?), supone un empobrecimiento, una amputación de nuestra propia condición. Somos mucho más que nuestra profesión, que el modo de vivir nuestra sexualidad, que la clase a la que pertenecemos y, ni qué hablar, que la nacionalidad que indica nuestro pasaporte. Y la forma de articular todo eso que somos simultáneamente, es tarea del individuo. No existe ninguna inapelable determinación primigenia de grupo que nos pueda ahorrar la responsabilidad de decidir qué debe estar primero y qué debe quedar subordinado. No hay “valores colectivos” que reemplacen la ardua tarea de decidir qué queremos ser. Tal vez será por eso que quienes no tienen nada de qué envanecerse, se enorgullecen del lugar donde nacieron, de ser gays o descendientes de africanos.

Pero volvamos al principio de estas líneas, ya que, a la luz de estas reflexiones, el entusiasmo espontáneo que suscita la iniciativa gubernamental podría no estar tan justificado. Al menos no para quienes piensan en la cultura como universalidad. ¿Por qué debería un ciudadano crítico y autónomo, es decir uno no especialmente encantado con los valores “únicos e irrepetibles” de su propio país, adherir a esta cruzada en defensa de la cultura y la “identidad” nacionales? ¿Por qué ha de protegerse una tradición, cualquier tradición? ¿Por qué la valía de una obra debe subordinarse a la geografía? No es esta última una pregunta retórica. Dado que en toda la fundamentación del proyecto de ley no aparece un solo ejemplo de esos valores uruguayamente “únicos e irrepetibles” que merecerían la tutela estatal, es legítimo concluir que el empeño del gobierno se basa en la convicción de que todo “lo nuestro”, sólo por ser “único” y nuestro, merece ser protegido, como si de una especie en vías de extinción se tratara.

Nótese que todo el arsenal argumentativo desplegado en el texto legal no hace alusión a la calidad de la producción cultural objeto de la protección. El único requisito para que se le reserve un alto porcentaje de la programación de radios y cadenas de televisión es que las obras tengan ADN uruguayo. Es notable la pirueta que realizan los culturalistas: para ahorrarnos el aburrido destino de una insufrible uniformidad impuesta “desde afuera”, nos terminan condenando a otra uniformidad, la de “los nuestros”. No habrá ninguna autoridad que sopese la valía de una obra o tribunal que juzgue el carácter “único e irrepetible” de una película ni derecho al pataleo. Habrá que ver y escuchar a partes iguales cine y música uruguayos y del resto del mundo. Hasta tal punto ha calado el fetichismo de lo propio, que ya no sabemos si el escándalo que suscitan en algunos espíritus ciertos programas chabacanos se debe a su contenido o a su nacionalidad. El director de al Dirección Nacional de Cultura, Hugo Achugar, resumió hace no mucho en una entrevista televisada el espíritu que anima a los defensores del proyecto con la siguiente pregunta (cito de memoria): ¿por qué no podemos tener un programa de chimentos uruguayo? La pregunta es una consecuencia inevitable de la política de las identidades.

 

*Publicado originalmente en
http://jorgebarreiro.wordpress.com/2009/12/27/unicos-e-irrepetibles/


 

VOLVER AL AUTOR

             

Google


web

H enciclopedia