Allá por
el año 411 a.E.C., entre los griegos, un varón devoto del
sexo con varones, como el comediógrafo Aristófanes, podía burlarse de los afeminados sin que lo
declararan perseguidor de minorías. Es más, podía burlarse y, al mismo
tiempo, estar realizando una reivindicación de género. El afeminado en
cuestión era el poeta Agatón, pero si se recuerda la trama de su comedia
Las Tesmoforias se verá que la burla no acababa ahí. En ella el
trágico Eurípides afeita y traviste a su suegro Mnesíloco, buscando
salvarse de las mujeres de Atenas que planean asesinarlo para vengarse
de cómo las representa en sus obras. Las atenienses que celebran las
Tesmoforias se quejan de que Eurípides las presenta, en el mejor de los
casos, como locas, como suicidas, como asesinas, como ninfómanas; el
ejercicio de darle voz a este coro implica armar un metarrelato cómico
por el cual las mujeres revelan cuán refractarias son a este tipo de
representación.
El travestido Mnesíloco, que
reprueba el afeminamiento de Agatón resulta más ofensivo para éstas,
incluso, que su yerno, y descubierto, liberado el velo y vestiduras, es
apresado. Eurípides, tras fracasar distintos protocolos de rescate,
promete que ya nunca se burlará de ellas, y el final, que se prometía
turbador, se revela risueño. Se trata, conviene no olvidarlo, de un
ejercicio de crítica literaria (o si se prefiere, dramática), porque es
en tanto crítica de la representación que puede entendérsela como
crítica social. Dicho de otro modo, la crítica tiene lugar porque es
literaria y no una reivindicación social: es dentro del marco de lo metadramático que las que se reúnen en las Tesmoforias, para así
decirlo, pueden mostrar cuánto más mujeres son que lo que pinta
Eurípides. Aquí, ya se sabe, el valor que le adjudicaba Mijail Bajtin a
la risa: uno puede elegir reírse, y mientras uno ríe no se come a su
presa (estruendosa secuela de lo que decía Max Scheler de una manzana:
el hombre es ese animal que puede elegir estudiarla, advertirla en su
manzanidad, en vez de comérsela). Y cuando uno se ríe, ríe de todo, del
afeminado Agatón, del travestido Mnesíloco, que desprecia el
afeminamiento del otro, de Eurípides que desprecia a las mujeres, e
incluso, del coro de tesmoforias, indignado con “ese hijo de
verdulera”, Eurípides, porque por influjo de su obra ahora son guardadas
por perros y no pueden salir en busca de sus amantes. O para ponerlo
mejor: si me voy a reír, si voy a criticar, es preciso que me ría de
todo.
Conviene aclarar que una cosa
es criticar, como hace Aristófanes, y otra liberarse. La crítica,
ciertamente, es una obligación del sujeto en pos de liberación, pero la
risa no implica de por sí un acto liberador. Ahí está el dicho latino
semper ridere stultum est (reír siempre es cosa de idiotas) para
recordarnos que quien ríe debe saber de oportunidad. Cuando la risa es
vivirse en un sitcom perpetuo, por el que nos reímos de todo,
incluso de lo que nos duele, estamos siendo, redondamente, idiotas. Es
como ir carcajeando a una cámara de gas, si bien abundan hoy los que
ríen rumbo a su destrucción porque, por una frágil lectura de Bajtin,
confunden risa con liberación social. Aquí debemos recordar que esa
supuesta risa liberadora comparece cuando la expresión se ve coartada o
cuando el carcajeo es el único espacio libre para la crítica (en una
dictadura como la soviética, o por ejemplo en la uruguaya de los setenta
y primeros ochenta). En tanto liberación, viene a ser consuelo de
tontos: algo dicho en clave, que la audiencia capta y agradece, porque
el sentido íntegro, no irónico, es indecible de momento. Análogo a esto
el carnaval, que es una risa acotada, al menos desde el mundo de
Aristófanes: unos días de procesiones borrachas, presididas por Momo,
dios de la sátira, en la que es lícito subvertir valores y que el idiota
del pueblo sea el rey, y el rey el idiota.
La subversión subvertida
El carnaval y la risa comportan una subversión, ciertamente, pero bien
limitada. Se trata de una economía que cantó inmejorable Vinicius de
Moraes: Tristeza não tem fim. Felicidade sim. Ahora bien, esta
subversión, a su turno, ha conocido una nueva subversión, y no en las
fastuosas lentejuelas que caderean por todo Brasil sino un poco más al
sur, en Uruguay, país que se jacta de presentar el carnaval más largo
del mundo, aunque alguno pueda decirlo, acaso, el más desdichado. Es que
el carnaval uruguayo, espectáculo por el que pagan los canales de
televisión, hace tiempo que, mucho menos que la espontaneidad del volk,
es una industria suculentamente remunerada. Por ejemplo, montar una
murga (alguna vez heroína estudiantil de la resistencia en la dictadura,
cuando cada facultad se sentía en la obligación de montar una, desde
hace décadas incansable semillero de tenores y panzas enchalecadas
machacando coreografías de Broadway, la murga es el epítome de este
carnaval), resulta más oneroso que representar Sueño de una noche de
verano. Y a la vez, en tanto economía simbólica, se ha vuelto insustentable. Un ejemplo podría ser la reciente
carta pública del bailarín y coreógrafo Martín Inthamoussú, titulada
“Homofobia en carnaval” y difundida en noticieros de televisión, que
deplora que el grupo de humoristas C4 se burle de obesos y homosexuales.
Además de a una gorda, C4 hizo pasear frente a cámaras y asistentes al
desfile inaugural a un superhéroe llamado Gayman. “Este personaje
vestido de rosa y con bananas en la mano desfiló por 18 de Julio (…)
reclama elementos fálicos alimentando así la concepción machista y
heterocentrista que se tiene vulgarmente del gay. La discriminación
salta a la vista y NADIE dice nada”, grita Inthamoussú. Gayman, según el
bailarín, demuestra una “falta de respeto absoluta por las minorías”,
que “ya tiene que llegar a un fin en este país”.
"El artista que se sube a un escenario no puede, no debe alimentar la
discriminación. Burlarse de una orientación sexual es incitar al odio,
al desprecio, a la burla. Como homosexual me siento insultado por mis
colegas artistas que en un escenario se suben a burlarse de mí,
alimentando todos y cada uno de los clichés con los que luchamos cada
día", especifica
Inthamoussú. Si Inthamoussú no recuerda a
gente vieja como Aristófanes, de todos modos, debieran alcanzarle la
biografía y el control remoto para comprobar que, en los últimos
lustros, el Saturday Night Live difundió un cómic de los Gaylords,
parodia de Batman y Robin a los que a cada instante muestra en equívocas
poses de apareamiento, o que por más de un lustro el sitcom Will and
Grace se burló de los homosexuales, siendo la mitad de sus
personajes homosexuales, en el entendido de que, en clave de humor, lo
que hacía la serie era presentar un modo de vida alternativo. A
fin de cuentas, ¿qué puede hacer la risa sino ridiculizar? ¿Cómo hago
para reírme de algo si no lo ridiculizo, si no me burlo? Hasta el propio
Gayman, es decir, el actor que lo interpreta, Walter Brilka, manifiesta perplejidad: “Yo
tengo seis años de escuela, pero tarado no soy. Nos reímos de nosotros
mismos (…) esto es Carnaval, esto es humor”.
Entonces, ¿por qué
Inthamoussú, o cualquiera, puede llamarse a confusión? Una primera
respuesta es que el bailarín se pasó de delicado; una segunda, más
ajustada, es que no logramos salir del malentendido. El carnaval
uruguayo es hoy algo trascendido de sí, una suerte de
metacarnaval que, en términos generales, no sabe de humor, ni de
disfrute, siquiera de distensión. Es tan largo como antidionisíaco: dura
meses, por lo menos, pero no conoce bailes de carnaval; alienta la
rigidez del espectador, al que le disponen sillas en los desfiles, y
cuando explota en alguna parte un furor saturnal, como sucediera en los
últimos años en
La Pedrera, corren todos a llamar a la comisaría. Más aún, enancado
primero en la coartada bajtiniana, y luego en los estudios culturales,
el carnaval uruguayo, y en particular la murga, no vacila en atribuirse
ínfulas de “cultura”, es decir, de alta cultura, o de bellas artes, algo
de lo que se apura a desentenderse, como bien hace Brilka y su Gayman,
ni bien alguien trata de interpelarlo en términos high brow.
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La confusión es doble. Por un lado, los murguistas, parodistas,
humoristas, etc. necesitan reivindicar, para seguir acumulando piastras
fuera de temporada, que “todo el año es carnaval”, pero para hacerlo
necesitan reconvertir su práctica en una subversión del calendario, que
es una subversión del carnaval. Las calendas del carnavalero yorugua
abarcan por lo menos doce meses y la asunción de que, en rigor, lo suyo,
más que comparsa, es arte. De este modo tramitan una carnestolenda sin
fin, con nada de regocijante, sin risas, sin baile (más allá de las
contorsiones de los que desfilan y, sobre todo, de las comparsas de las
llamadas, lo que sigue siendo el núcleo festejable de este carnaval),
sin lujuria ni jarana.
Así las cosas, en términos rituales, el carnaval, en Uruguay, es una
solemnidad, y en términos artísticos, un despropósito. Cierto, es
eminentemente teatral (y cada vez más de butaca y menos de tablón: han
desaparecido casi todos los tablados de barrio y para asistir al Teatro
de Verano se pagan precios de ópera), una dramaturgia que podría
remontarse, con buena voluntad, y salteando la chirigota española, a la
tragedia griega, a través de ese coro del que se van desprendiendo
sucesivos agonistas. La diferencia, en todo caso, es que mientras
Aristófanes puede romper con la tragedia, y satirizarla, las murgas
favoritas de los jurados (pero también humoristas y parodistas) a lo más
que llegan es a proponer metarrelatos, que escenifican con mampostería
de puertas o vías, a través de las cuales discuten su teleología: si lo
que deben hacer es humor (eso que en un principio se esperaba de ellas),
si lo que deben hacer es “arte”, o “identidad” (ésta, incluso más que
“retirada”, es la palabra que más fatiga el cuplé).
No pueden ejercer, como sí podía Aristófanes, la crítica literaria, sino
una impiadosa crítica de murga, y esto, en tanto arte, redunda en lo
peor, en algo macabramente pretencioso que, munido de bibliografías
mínimas y clisés insostenibles, ataca tópicas doctas (desde la biografía
de Juan Manuel Blanes, pasando por el Desembarco de los 33 orientales al
Lazarillo de Tormes). En vez de satirizar temas elevados, antiquísima
receta del humor que practicaban los mismos trágicos griegos, esta
“retórica de la inercia”, como la llamó Gustavo Espinosa, solemniza
unas artes alguna vez populares y espontáneas, alcanzando un ridículo
inintencional en el que nadie ríe porque nadie debe reír cuando
experimenta vergüenza ajena (aunque nada más sonora, una irrupción murguística especialmente tormentosa y satelital fue la versión del
himno nacional arreglada por Jaime Roos y cantada por el Zurdo Bessio en
el Estadio Centenario como preludio al último partido eliminatorio de la
selección uruguaya de fútbol para el mundial de Sudáfrica).
Veda de Momo
¿Qué pasó, entonces? Pareciera que Gayman es un residuo del viejo
carnaval, simplón y de afán reidero, una rémora retardataria, para
decirlo así, inadmisible para el neocarnaval mayestático que se exige
hoy. Pero la respuesta de Brilka, sensata como es, no deja revelar el
costado más escarnecedor de la carnestolenda. El punto es que es
imposible exigirles responsabilidad ideológica, o integridad artística,
porque los carnavaleros se plantan en un lugar intelectualmente
imposible, si bien pecuniariamente sabroso. En ese lugar, no son del
todo artistas, pero de todos modos son artistas; no son músicos,
guionistas ni actores en sentido pleno, pero porque actúan también
son músicos, guionistas y actores; no son intelectuales pero sí pueden
tratar tópicas intelectuales, aunque sus años de escolaridad no superen
seis. Es decir, no se les puede exigir como artistas, pero se los debe
tratar y remunerar como a profesionales. Y así las cosas, la murga, que
se proclama pueblo, gana mucho más dinero que un elenco de teatro
profesional, pero no acepta las responsabilidades del profesional. Se
trata de una aporía, que ya hace un tiempo vislumbró
Ramiro Sanchiz: ¿le conviene a la murga desprenderse del carnaval y
reivindicarse arte high
brow? Sanchiz sospecha que no, “salvo que
quieran seguir currando después de febrero”. Pero este carnaval que
invagina el año entero, y con el año al país íntegro, abre otra
pregunta: ¿le conviene al país la confusión entre carnaval y arte, entre
lo popular y el pop industrial, entre murga y cultura? Uruguay, basta
ver las irresponsables declaraciones de su presidente actual,
estipulando a la salida del tablado que “la murga es una nueva forma de
poesía”, se ha rendido al cuplé, pero el cuplé, en rigor, y como se ha
visto, es incapaz de crítica.
Ahora bien, ¿cómo lograr esto? ¿Cómo readquirir espacio crítico? Una
medida práctica y compensatoria, que acaso hubiera gustado a Aristófanes,
sería fijar un período feriado, de no más de tres días, una suerte de
ayuno de Momo en el que se decrete duelo de retiradas y estribillos
larai laralá. Es, claro está, un carnaval a la inversa, una purga
que permitiera recuperar la capacidad crítica, es decir, reemerger de
esta carnavalización despiadada. Por tres días, al menos, un país libre
de murga, o mejor dicho, un paréntesis verdaderamente carnavalesco. Una
tregua mínima. Volver al carnaval por un instante. Que el país se dé
tres días de descanso de sí, que es lo que hace el mundo en carnaval,
porque hace tiempo que Uruguay se ha convertido en una murga insaciable.
En esos tres días de reflexión, acaso los indignados como Inthamoussú,
pero sobre todo la asordinada multitud que se escandaliza en privado,
pero no sabe cómo manifestar en público su caso, pueda empezar a hacerse
oír.
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