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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 


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          PURGA DE MOMO

Por un país libre de murga

Amir Hamed

Allá por el año 411 a.E.C., entre los griegos, un varón devoto del sexo con varones, como el comediógrafo Aristófanes, podía burlarse de los afeminados sin que lo declararan perseguidor de minorías. Es más, podía burlarse y, al mismo tiempo, estar realizando una reivindicación de género. El afeminado en cuestión era el poeta Agatón, pero si se recuerda la trama de su comedia Las Tesmoforias se verá que la burla no acababa ahí. En ella el trágico Eurípides afeita y traviste a su suegro Mnesíloco, buscando salvarse de las mujeres de Atenas que planean asesinarlo para vengarse de cómo las representa en sus obras. Las atenienses que celebran las Tesmoforias se quejan de que Eurípides las presenta, en el mejor de los casos, como locas, como suicidas, como asesinas, como ninfómanas; el ejercicio de darle voz a este coro implica armar un metarrelato cómico por el cual las mujeres revelan cuán refractarias son a este tipo de representación.

El travestido Mnesíloco, que reprueba el afeminamiento de Agatón resulta más ofensivo para éstas, incluso, que su yerno, y descubierto, liberado el velo y vestiduras, es apresado. Eurípides, tras fracasar distintos protocolos de rescate, promete que ya nunca se burlará de ellas, y el final, que se prometía turbador, se revela risueño. Se trata, conviene no olvidarlo, de un ejercicio de crítica literaria (o si se prefiere, dramática), porque es en tanto crítica de la representación que puede entendérsela como crítica social. Dicho de otro modo, la crítica tiene lugar porque es literaria y no una reivindicación social: es dentro del marco de lo metadramático que las que se reúnen en las Tesmoforias, para  así decirlo, pueden mostrar cuánto más mujeres son que lo que pinta Eurípides. Aquí, ya se sabe, el valor que le adjudicaba Mijail Bajtin a la risa: uno puede elegir reírse, y mientras uno ríe no se come a su presa (estruendosa secuela de lo que decía Max Scheler de una manzana: el hombre es ese animal que puede elegir estudiarla, advertirla en su manzanidad, en vez de comérsela). Y cuando uno se ríe, ríe de todo, del afeminado Agatón, del travestido Mnesíloco, que desprecia el afeminamiento del otro, de Eurípides que desprecia a las mujeres, e incluso, del coro de tesmoforias, indignado  con “ese hijo de verdulera”, Eurípides, porque por influjo de su obra ahora son guardadas por perros y no pueden salir en busca de sus amantes. O para ponerlo mejor: si me voy a reír, si voy a criticar, es preciso que me ría de todo.

Conviene aclarar que una cosa es criticar, como hace Aristófanes, y otra liberarse. La crítica, ciertamente, es una obligación del sujeto en pos de liberación, pero la risa no implica de por sí un acto liberador. Ahí está el dicho latino semper ridere stultum est (reír siempre es cosa de idiotas) para recordarnos que quien ríe debe saber de oportunidad. Cuando la risa es vivirse en un sitcom perpetuo, por el que nos reímos de todo, incluso de lo que nos duele, estamos siendo, redondamente, idiotas. Es como ir carcajeando a una cámara de gas, si bien abundan hoy los que ríen rumbo a su destrucción porque, por una frágil lectura de Bajtin, confunden risa con liberación social. Aquí debemos recordar que esa supuesta risa liberadora comparece cuando la expresión se ve coartada o cuando el carcajeo es el único espacio libre para la crítica (en una dictadura como la soviética, o por ejemplo en la uruguaya de los setenta y primeros ochenta). En tanto liberación, viene a ser consuelo de tontos: algo dicho en clave, que la audiencia capta y agradece, porque el sentido íntegro, no irónico, es indecible de momento. Análogo a esto el carnaval, que es una risa acotada, al menos desde el mundo de Aristófanes: unos días de procesiones borrachas, presididas por Momo, dios de la sátira, en la que es lícito subvertir valores y que el idiota del pueblo sea el rey, y el rey el idiota.

La subversión subvertida

El carnaval y la risa comportan una subversión, ciertamente, pero bien limitada. Se trata de una economía que cantó inmejorable Vinicius de Moraes: Tristeza não tem fim. Felicidade sim. Ahora bien, esta subversión, a su turno, ha conocido una nueva subversión, y no en las fastuosas lentejuelas que caderean por todo Brasil sino un poco más al sur, en Uruguay, país que se jacta de presentar el carnaval más largo del mundo, aunque alguno pueda decirlo, acaso, el más desdichado. Es que el carnaval uruguayo, espectáculo por el que pagan los canales de televisión, hace tiempo que, mucho menos que la espontaneidad del volk, es una industria suculentamente remunerada. Por ejemplo, montar una murga (alguna vez heroína estudiantil de la resistencia en la dictadura, cuando cada facultad se sentía en la obligación de montar una, desde hace décadas  incansable semillero de tenores y panzas enchalecadas machacando coreografías de Broadway, la murga es el epítome de este carnaval)
, resulta más oneroso que representar Sueño de una noche de verano. Y a la vez, en tanto economía simbólica, se ha vuelto insustentable. Un ejemplo podría ser la reciente carta pública del bailarín y coreógrafo Martín Inthamoussú, titulada “Homofobia en carnaval” y difundida en noticieros de televisión, que deplora que el grupo de humoristas C4 se burle de obesos y homosexuales. Además de a una gorda, C4 hizo pasear frente a cámaras y asistentes al desfile inaugural a un superhéroe llamado Gayman. “Este personaje vestido de rosa y con bananas en la mano desfiló por 18 de Julio (…)  reclama elementos fálicos alimentando así la concepción machista y heterocentrista que se tiene vulgarmente del gay. La discriminación salta a la vista y NADIE dice nada”, grita Inthamoussú. Gayman, según el bailarín, demuestra una “falta de respeto absoluta por las minorías”, que “ya tiene que llegar a un fin en este país”. 

"El artista que se sube a un escenario no puede, no debe alimentar la discriminación. Burlarse de una orientación sexual es incitar al odio, al desprecio, a la burla. Como homosexual me siento insultado por mis colegas artistas que en un escenario se suben a burlarse de mí, alimentando todos y cada uno de los clichés con los que luchamos cada día", especifica Inthamoussú. Si Inthamoussú no recuerda a gente vieja como Aristófanes, de todos modos, debieran alcanzarle la biografía y el control remoto para comprobar que, en los últimos lustros, el Saturday Night Live difundió un cómic de los Gaylords, parodia de Batman y Robin a los que a cada instante muestra en equívocas poses de apareamiento, o que por más de un lustro el sitcom Will and Grace se burló de los homosexuales, siendo la mitad de sus personajes homosexuales, en el entendido de que, en clave de humor, lo que hacía la serie era presentar un modo de vida alternativo. A fin de cuentas, ¿qué puede hacer la risa sino ridiculizar? ¿Cómo hago para reírme de algo si no lo ridiculizo, si no me burlo? Hasta el propio Gayman, es decir, el actor que lo interpreta, Walter Brilka, manifiesta perplejidad: “Yo tengo seis años de escuela, pero tarado no soy. Nos reímos de nosotros mismos (…) esto es Carnaval, esto es humor”.

Entonces, ¿por qué Inthamoussú, o cualquiera, puede llamarse a confusión? Una primera respuesta es que el bailarín se pasó de delicado; una segunda, más ajustada, es que no logramos salir del malentendido. El carnaval uruguayo es hoy algo trascendido de sí, una suerte de metacarnaval que, en términos generales, no sabe de humor, ni de disfrute, siquiera de distensión. Es tan largo como antidionisíaco: dura meses, por lo menos, pero no conoce bailes de carnaval; alienta la rigidez del espectador, al que le disponen sillas en los desfiles, y cuando explota en alguna parte un furor saturnal, como sucediera en los últimos años en La Pedrera, corren todos a llamar a la comisaría. Más aún, enancado primero en la coartada bajtiniana, y luego en los estudios culturales, el carnaval uruguayo, y en particular la murga, no vacila en atribuirse ínfulas de “cultura”, es decir, de alta cultura, o de bellas artes, algo de lo que se apura a desentenderse, como bien hace Brilka y su Gayman, ni bien alguien trata de interpelarlo en términos high brow.



La confusión es doble. Por un lado, los murguistas, parodistas, humoristas, etc. necesitan reivindicar, para seguir acumulando piastras fuera de temporada, que “todo el año es carnaval”, pero para hacerlo necesitan reconvertir su práctica en una subversión del calendario, que es una subversión del carnaval. Las calendas del carnavalero yorugua abarcan por lo menos doce meses y la asunción de que, en rigor, lo suyo, más que comparsa, es arte. De este modo tramitan una carnestolenda sin fin, con nada de regocijante, sin risas, sin baile (más allá de las contorsiones de los que desfilan y, sobre todo, de las comparsas de las llamadas, lo que sigue siendo el núcleo festejable de este carnaval), sin lujuria ni jarana. 

Así las cosas, en términos rituales, el carnaval, en Uruguay, es una solemnidad, y en términos artísticos, un despropósito. Cierto, es eminentemente teatral (y cada vez más de butaca y menos de tablón: han desaparecido casi todos los tablados de barrio y para asistir al Teatro de Verano se pagan precios de ópera), una dramaturgia que podría remontarse, con buena voluntad, y salteando la chirigota española, a la tragedia griega, a través de ese coro del que se van desprendiendo sucesivos agonistas. La diferencia, en todo caso, es que mientras Aristófanes puede romper con la tragedia, y satirizarla, las murgas favoritas de los jurados (pero también humoristas y parodistas) a lo más que llegan es a proponer metarrelatos, que escenifican con mampostería de puertas o vías, a través de las cuales discuten su teleología: si lo que deben hacer es humor (eso que en un principio se esperaba de ellas), si lo que deben hacer es “arte”, o “identidad” (ésta, incluso más que “retirada”, es la palabra que más fatiga el cuplé).

No pueden ejercer, como sí podía Aristófanes, la crítica literaria, sino una impiadosa crítica de murga, y esto, en tanto arte, redunda en lo peor, en algo macabramente pretencioso que, munido de bibliografías mínimas y clisés insostenibles, ataca tópicas doctas (desde la biografía de Juan Manuel Blanes, pasando por el Desembarco de los 33 orientales al Lazarillo de Tormes). En vez de satirizar temas elevados, antiquísima receta del humor que practicaban los mismos trágicos griegos, esta “retórica de la inercia”, como la llamó Gustavo Espinosa, solemniza unas artes alguna vez populares y espontáneas, alcanzando un ridículo inintencional en el que nadie ríe porque nadie debe reír cuando experimenta vergüenza ajena (aunque nada más sonora, una irrupción murguística especialmente tormentosa y satelital fue la versión del himno nacional arreglada por Jaime Roos y cantada por el Zurdo Bessio en el Estadio Centenario como preludio al último partido eliminatorio de la selección uruguaya de fútbol para el mundial de Sudáfrica).

Veda de Momo

¿Qué pasó, entonces? Pareciera que Gayman es un residuo del viejo carnaval, simplón y de afán reidero, una rémora retardataria, para decirlo así, inadmisible para el neocarnaval mayestático que se exige hoy. Pero la respuesta de Brilka, sensata como es, no deja revelar el costado más escarnecedor de la carnestolenda. El punto es que es imposible exigirles responsabilidad ideológica, o integridad artística, porque los carnavaleros se plantan en un lugar intelectualmente imposible, si bien pecuniariamente sabroso. En ese lugar, no son del todo artistas, pero de todos modos son artistas; no son músicos, guionistas ni actores en sentido pleno, pero porque actúan también son músicos, guionistas y actores; no son intelectuales pero sí pueden tratar tópicas intelectuales, aunque sus años de escolaridad no superen seis. Es decir, no se les puede exigir como artistas, pero se los debe tratar y remunerar como a profesionales. Y así las cosas, la murga, que se proclama pueblo, gana mucho más dinero que un elenco de teatro profesional, pero no acepta las responsabilidades del profesional. Se trata de una aporía, que ya hace un tiempo vislumbró Ramiro Sanchiz: ¿le conviene a la murga desprenderse del carnaval y reivindicarse arte high brow? Sanchiz sospecha que no, “salvo que quieran seguir currando después de febrero”. Pero este carnaval que invagina el año entero, y con el año al país íntegro, abre otra pregunta: ¿le conviene al país la confusión entre carnaval y arte, entre lo popular y el pop industrial, entre murga y cultura? Uruguay, basta ver las irresponsables declaraciones de su presidente actual, estipulando a la salida del tablado que “la murga es una nueva forma de poesía”, se ha rendido al cuplé, pero el cuplé, en rigor, y como se ha visto, es incapaz de crítica.

Ahora bien, ¿cómo lograr esto? ¿Cómo readquirir espacio crítico? Una medida práctica y compensatoria, que acaso hubiera gustado a Aristófanes, sería fijar un período feriado, de no más de tres días, una suerte de ayuno de Momo en el que se decrete duelo de retiradas y estribillos larai laralá. Es, claro está, un carnaval a la inversa, una purga que permitiera recuperar la capacidad crítica, es decir, reemerger de esta carnavalización despiadada. Por tres días, al menos, un país libre de murga, o mejor dicho, un paréntesis verdaderamente carnavalesco. Una tregua mínima. Volver al carnaval por un instante. Que el país se dé tres días de descanso de sí, que es lo que hace el mundo en carnaval, porque hace tiempo que Uruguay se ha convertido en una murga insaciable. En esos tres días de reflexión, acaso los indignados como Inthamoussú, pero sobre todo la asordinada multitud que se escandaliza en privado, pero no sabe cómo manifestar en público su caso, pueda empezar a hacerse oír. 

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