H enciclopedia 
es administrada por
Sandra López Desivo

© 1999 - 2013
Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 


 


HUMANIDADES - ESCRITURA - ILUSTRACIÓN - MEDIOS DE COMUNICACIÓN MASIVA -


El elitismo de escribir

Alma Bolón
 

De un estereotipo -el insaciable acumulador de papers- y de una voluntad de ceñirse a las políticas del FA -desarrollo tecnológico para cumplir con designios internacionales más asistencia focalizada a los que van quedando tirados por el camino- surge la condena al “academicismo”, pariente cosmopolita del también antipatriótico viruviru.

A raíz de la elección del próximo rector, cuajó un debate que asocia “academicismo” y “elitismo”, y que los enfrenta  a “reforma” y “democracia” (o “universidad latinoamericana”). 

“¿Más reforma universitaria o contrarreforma academicista?”, se preguntaba Manuel Flores en La Diaria; “Prevenir “academicismos” y rémoras de una universidad elitista”, había titulado días antes Brecha.

Pintando su retrato, la columna de La Diaria afirmaba que existe una corriente de ideas que tradicionalmente se conoce como “academicista”, y que es sobre todo reconocible por su apego a la “excelencia”, a la “investigación”, a lo “global”, a las “disciplinas”, al “estatus” de las ciencias exactas y naturales.

Este apego delator lleva al “academicista” a desestimar una serie de prácticas valiosas: la investigación que atiende prioridades (sociales y tecnológicas) para la calidad de la vida de la población, la investigación combinada con actividades de enseñanza y de extensión que así fomentan la apropiación social de los beneficios del conocimiento; la investigación vinculada con problemas locales y en particular con los de los sectores más vulnerables. De acuerdo con el identikit presentado por La Diaria, el “academicista” rechazaría cualquier preocupación social que le obstruyera la publicación de artículos en revistas científicas, entiéndase, visto lo manido del asunto, en lengua inglesa
[1].

Esta caracterización sociológica, como siempre, goza de la fuerza subyugante que le presta la literatura, en este caso, el estereotipo del individuo entregado a la acumulación, al acopio maniático de bienes por los cuales no titubea en barrer de un plumazo a todo aquel que se le interponga. Ante su caudal -en este caso, los papers publicados en revistas en inglés-, el acaparador, a solas consigo mismo, se encierra en su habitación como Félix Grandet a relamerse con sus monedas de oro. 

Desde Bertrand Russell hasta Jean Cavaillès pasando por José Luis Massera, ese estereotipo se resquebraja fácilmente: nada impide dedicarse a las ciencias exactas o a la filosofía y morir torturado y fusilado por la Gestapo, como Jean Cavaillès. Comparablemente, en los años anteriores a la dictadura, nada obstó para que los universitarios fueran buenos académicos y buenos militantes sociales: por algo la intervención, por algo la persecución y el exilio de más de un académico uruguayo.

Por otra parte, esta caracterización sociológica -la del personaje exclusivamente pendiente del acrecentamiento de su capital en papers- también encuentra su fuerza persuasiva en un cambio de voz que padeció la Universidad. Desde la postdictadura, la UdelaR fue acallando hasta el silencio actual la voz crítica que había tenido antaño y fue impostando otra que sonara “responsable” y “constructiva”, pero que simplemente es una voz  adaptativa. De ahí el silencio -o el consentimiento- de la Universidad ante los grandes sacudones: reforma de Rama, privatización de la enseñanza pública, postgrados pagos en la UdelaR, engañifa del Plan Ceibal, avance del empresariado médico y negocio de la salud, ley de inversiones extranjeras, concentración, vaciamiento y extranjerización del campo, avance del modelo extractivista, prepotencia de los medios de comunicación, bancarización de la economía.

Los silencios -o la colaboración- de la Universidad ante la profundización del modelo neoliberal que venía de la dictadura fueron compartidos por todas las disciplinas y por variados científicos: por los autores de papers anglófonos en ciencias exactas y por los autores de artículos sociológicos (económicos, pedagógicos, politológicos, psicológicos, antropológicos) en lengua vernácula.

Se asiste entonces a una sesión del juego de la mosqueta. Los partidarios del saliente decano Arocena abundan sobre la responsabilidad universitaria hacia la sociedad, pero sin decirnos que esa preocupación debería abarcar el estudio crítico de las actividades del gobierno y de las empresas así como las consecuencias del modelo productivo impuesto. Si se creyese en el cometido pregonado, hace tiempo que la UdelaR debería haber promovido estudios a largo plazo sobre las consecuencias sociales, económicas, ecológicas y productivas de la concentración de la tierra y de la generalización del monocultivo.

Entonces, con los gobiernos del FA, esta voz adaptativa asumida por la Universidad tuvo dos registros: por un lado, la Universidad se sumó, por omisión o activamente, a las políticas postneoliberales; por otro lado, se sumó a las políticas asistencialistas, a través de los proyectos de “extensión”. De este modo, la actividad de “extensión” tomó protagonismo: para algunos estudiantes y docentes, ésta apareció como una manera de cumplir con un mandato de servicio social, como una forma de redimir la docilidad de la Universidad ante la injusticia, como una oportunidad de practicar valores cristianos de asistencia al prójimo, como una posibilidad de revivir el pasado universitario comprometido y de rentabilizar la militancia, a la actual usanza comercial imperante, convirtiéndola en créditos o en méritos.

De un estereotipo -el insaciable acumulador de papers- y de una voluntad de ceñirse a las políticas del FA -desarrollo tecnológico para cumplir con designios internacionales más asistencia focalizada a los que van quedando tirados por el camino- surge la condena al “academicismo”, pariente cosmopolita del también antipatriótico viruviru[2]. Realizada en nombre de lo “local”, lo “democrático”, lo “latinoamericano” y lo que se vincula con “los sectores más vulnerables” (cf. La Diaria), la condena al academicismo encuentra eco dentro de las Humanidades, también acusadas de constituir un dispositivo de dominación, de instalación y de perpetuación del colonialismo.

(Y, en otro pasamano de mosqueta, se esconde la filiación no autóctona de la reivindicación latinomericanista: Arocena y seguidores proponen su reforma como si fuese propia, original, local y progresista, cuando se trata de conceptos -y terminología- impuestos hace décadas en Europa y Estados Unidos por gobiernos reformistas o derechistas, con el apoyo casi unánime de las grandes empresas. Develando el artilugio, Jorge Luis Borges, en inmejorable síntesis, avisó: “no soy nacionalista porque esa es una idea foránea”.) 

En esa vena latinoamericanista, escribe Gustavo Remedi: “No es el momento ni el lugar para desarrollar un análisis y balance del humanismo clásico devenido un instrumento civilizatorio. Tampoco para volver sobre las virtudes del Renacimiento, la Ilustración y la civilización occidental, que cobran otro color y se cargan de ironía cuando se miran desde América, desde la experiencia de la conquista y la expropiación colonial, la expansión del racismo y la esclavitud, el despotismo ilustrado republicano, y la estela de “hojarasca”, diría García Márquez […] Es que los argumentos y propósitos humanistas también fueron, como el cristianismo y tantos otros ismos, parte de una labor ideológica, justificatoria de la superioridad del conquistador y legitimadora del modelo cultural dominante”
[3].

Dejando de lado los desaguisados de Remedi a la hora de dar cuenta de la obra de colegas, así como las flaquezas históricas del mini mito implícito en el relato de Remedi (antes de la llegada de los conquistadores españoles, el continente americano no conocía las relaciones imperiales, ni la esclavitud, ni la dominación, ni las masacres de unos sobre otros según la pertenencia a uno u otro grupo: en suma, antes de la llegada de los conquistadores, los autóctonos eran inmejorables bon sauvages, vecinos del edén, intocados por el mal), preguntémonos por cuál motivo Renacimiento e Ilustración cobran “otro color y se cargan de ironía cuando se miran de América”. ¿Será que Remedi piensa que todos los europeos del siglo XVIII, XIX y XX vivían una vida tan unánimemente muelle que, de puro aburridos, cada tanto hacían revoluciones, se sublevaban en las barricadas, se hacían a la mar o terminaban como carne de cañón? ¿Será que las diferentes tonalidades de la expresión “civilización occidental” solo son perceptibles en América? ¿Será que la tradición crítica que es -que generó y que sigue generando- la Ilustración (y las Humanidades) no tiene la inextinguible propiedad de atravesar fronteras y de desamarrar diálogos?

Esta descarga cerrada contra el Renacimiento y la Ilustración -realizada en nombre de una victimidad ínsita en América- confluye con la condena al “academicismo” elitista, cosmopolita, en que “lo local  [es] visto como algo aldeano y de escaso valor” (cf. La Diaria).

En ambos casos, hay una voluntad de territorializar el pensamiento -las ideas son vistas como flora endémica, tan reacias a la traducción como el ombú que no se deja traducir por el roble- y hay una fe inquebrantable en la instrumentalidad del pensamiento: en la posibilidad de identificar, en cada caso y unívocamente, para qué sirve una idea, a quién sirve una idea.    

De ahí que la investigación deba, y pueda, estar al servicio de “los sectores más vulnerables” o “atienda prioridades (sociales y tecnológicas) para la mejora de la calidad de vida de la población”(cf. La Diaria), programa de acción propio de un gobierno, de una ONG o de una congregación religiosa, pero notoriamente ajeno a una Universidad, institución cuyo sentido se encuentra en la pugna por una relación incondicionada con el conocimiento.

Curioso análisis político, ideológico, teórico y epistemológico, éste que da por sentado que la situación de “los sectores más vulnerables” obedece a la falta de suficiente conocimiento científico -por lo que deben hacerse “investigaciones” al respecto-; curioso análisis político que no considera que esta situación responda a decisiones políticas tomadas por los gobernantes. Curiosa transferencia de responsabilidades, por la que quedaría en manos de la Universidad resolver los problemas para cuyo tratamiento fueron elegidos los políticos. Curiosa manera de entender la política, como si la existencia de “los sectores más vulnerables” dependiera de insuficientes conocimientos científicos y no dependiera sistemáticamente de, por ejemplo, la existencia de “los sectores más invulnerables/privilegiados”. Persistente perspectiva neoliberal, que insiste en imaginar “los sectores más vulnerables” disociados y aislados del resto del cuerpo social, como un tipo de patología a tratar.

De ahí también que Gustavo Remedi haya pergeñado una “reconstrucción del proyecto humanístico”, necesitado de refacción, luego de su andanada reveladora de la complicidad entre Humanidades y victimidad americana. Por eso, y según el salvífico principio paulista de la conversión (que el instrumento se convierta en la herida que causó), la reconstrucción del proyecto humanístico pasa por los derechos humanos. Si en el pasado las Humanidades fueron portadoras de avasallamiento y de esclavitud, hoy su salvífica reconstrucción consistirá en asumir los derechos humanos de los que despojaron a los americanos. Derechos humanos  entendidos, claro está, como lo que “apunta al respeto de una vida digna y al desarrollo de la persona -de todas las personas- en las múltiples esferas de la vida económica, social, política, cultural, etcétera” (pág. 91).

Así caracterizados, con una liberalidad que el “etcétera” hace respetar a rajatabla, los derechos humanos encuentran el proyecto humanístico: “La reconstrucción del proyecto humanístico supone sintonizar nuestra práctica académica con esta tradición crítica que resume contradictoriamente el movimiento por los derechos humanos y que a lo largo del siglo XX ha apuntado sus baterías a los fundamentos sobre los que descansan muchos de nuestros hábitos y rutinas profesionales, enraizados en el proceso civilizatorio” (pág. 92).

De este modo, para Remedi, las Humanidades reconstruidas en torno a los derechos humanos se actualizan y superan su letrado elitismo, desentendiéndose de su anacrónica dedicación al estudio crítico de textos y de su maniática reconsideración (y recreación) de la tradición. En efecto, Remedi estima que ha sido cuestionado “el papado de la escritura”, expresión con la que parece querer ignorar el papal desinterés por la lectura de los feligreses, a quienes se les secuestraron los libros y se les dejaron unos curas parlanchines en un idioma remoto, así como también parece querer reivindicar una oralidad protestante a contrapelo de la eminente labor textual –filológica y traductora- de Lutero. Igualmente, Remedi  incurre en la oposición falaz entre la escritura y los nuevos medios de comunicación tecnológicos, ensalzando, claro está, a estos últimos, al tiempo que reclama someterse a su orden (esclarecedor ejemplo del pregonado latinoamericanismo). Así, por obra de los nuevos medios de comunicación, “las Humanidades quedan intimadas, cuando menos, a 'entrar en diálogo con otros campos de estudio, si es que desean evitar el riesgo de convertirse en defensoras y promotoras de una cultura de elites (que, entre otras cosas, también ha [sic] dejado de serlo' (Castro Gómez)”, escribe Remedi.

Curiosa intimación, por la que las Humanidades serían emplazadas a ser lo que son, es decir, un diálogo constante con otros dominios -Homo sum; humani nihil a me alienum puto es la vieja máxima terenciana que divisaba Carlos Marx: nada de lo humano me es ajeno-; diálogo con lo ajeno que la literatura habilita plenamente, gracias a  su omnicomprensividad temática, enunciativa y formal. Repetido anatema -elitismo- que se cierne sobre las Humanidades en tanto que ejercicio de lectura, es decir, de crítica incesante.

Inquietante época en que se celebra el incremento del número de egresados de carreras profesionales y técnicas como signo de salud democrática, sin parar mientes en la dimensión universitaria –intelectual, letrada, crítica- que esos egresados hayan debido y podido incorporar durante su paso por la Universidad, a lo sumo sometidos a una suerte de conscripción en “los sectores más vulnerables”. Inquietante época en que se estigmatiza como elitista la tradición escrita.  

 

Notas:
 

[1] Por las dudas se anuncia que este artículo no será una apología del paper en inglés. El “publicacionismo” prohijado por la CSIC y la ANII en perfecto acuerdo con el rectorado de Arocena y el sentir presidencial, alejándose de prácticas universitarias de valía, se plasma en inglés tanto como en español.

[2] Puesto de moda por el presidente José Mujica, este vocablo pretende denunciar, con su peculiar sonoridad, el carácter tan risible como prescindible de las humanidades o, más llanamente, del logos. 

[3] “Elogio de las humanidades y reconstrucción del proyecto humanístico” in Revista de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, Montevideo, s/n, 2014, pág. 78.

 

VOLVER AL AUTOR

             

Google


web

H enciclopedia