A raíz de la elección del próximo rector, cuajó un
debate que asocia “academicismo” y “elitismo”, y que los enfrenta a
“reforma” y “democracia” (o “universidad latinoamericana”).
“¿Más reforma universitaria o contrarreforma academicista?”, se
preguntaba Manuel Flores en La Diaria; “Prevenir
“academicismos” y rémoras de una universidad elitista”, había
titulado días antes Brecha.
Pintando su retrato, la columna de La Diaria afirmaba que
existe una corriente de ideas que tradicionalmente se conoce como
“academicista”, y que es sobre todo reconocible por su apego a la
“excelencia”, a la “investigación”, a lo “global”, a las
“disciplinas”, al “estatus” de las ciencias exactas y naturales.
Este apego delator lleva al “academicista” a desestimar una serie de
prácticas valiosas: la investigación que atiende prioridades
(sociales y tecnológicas) para la calidad de la vida de la
población, la investigación combinada con actividades de enseñanza y
de extensión que así fomentan la apropiación social de los
beneficios del conocimiento; la investigación vinculada con
problemas locales y en particular con los de los sectores más
vulnerables. De acuerdo con el identikit presentado por La Diaria,
el “academicista” rechazaría cualquier preocupación social que le
obstruyera la publicación de artículos en revistas científicas,
entiéndase, visto lo manido del asunto, en lengua inglesa[1].
Esta caracterización sociológica, como siempre, goza
de la fuerza subyugante que le presta la
literatura,
en este caso, el estereotipo del individuo entregado a la
acumulación, al acopio maniático de bienes por los cuales no titubea
en barrer de un plumazo a todo aquel que se le interponga. Ante su
caudal -en este caso, los papers publicados en revistas en
inglés-, el acaparador, a solas consigo mismo, se encierra en su
habitación como Félix Grandet a relamerse con sus monedas de oro.
Desde Bertrand Russell hasta Jean Cavaillès pasando
por José Luis Massera, ese estereotipo se resquebraja fácilmente:
nada impide dedicarse a las ciencias exactas o a la filosofía y
morir torturado y fusilado por la Gestapo, como Jean Cavaillès.
Comparablemente, en los años anteriores a la dictadura, nada obstó
para que los universitarios fueran buenos académicos y buenos
militantes sociales: por algo la intervención, por algo la
persecución y el exilio de más de un académico uruguayo.
Por otra parte, esta caracterización sociológica -la
del personaje exclusivamente pendiente del acrecentamiento de su
capital en papers- también encuentra su fuerza persuasiva en un
cambio de voz que padeció la Universidad. Desde la postdictadura, la
UdelaR fue acallando hasta el silencio actual la voz crítica que
había tenido antaño y fue impostando otra que sonara “responsable” y
“constructiva”, pero que simplemente es una voz adaptativa. De ahí
el silencio -o el consentimiento- de la Universidad ante los grandes
sacudones: reforma de Rama, privatización de la
enseñanza pública, postgrados
pagos en la UdelaR, engañifa del
Plan Ceibal, avance del
empresariado médico y negocio de la salud, ley de inversiones
extranjeras, concentración, vaciamiento y extranjerización del
campo, avance del
modelo
extractivista, prepotencia de los medios de comunicación,
bancarización de la economía.
Los silencios -o la colaboración- de la Universidad ante la
profundización del modelo neoliberal que venía de la dictadura
fueron compartidos por todas las disciplinas y por variados
científicos: por los autores de papers anglófonos en ciencias
exactas y por los autores de artículos sociológicos (económicos,
pedagógicos, politológicos, psicológicos, antropológicos) en lengua
vernácula.
Se asiste entonces a una sesión del juego de la
mosqueta. Los partidarios del saliente decano Arocena abundan sobre la
responsabilidad universitaria hacia la sociedad, pero sin decirnos
que esa preocupación debería abarcar el estudio crítico de las
actividades del gobierno y de las empresas así como las
consecuencias del modelo productivo impuesto. Si se creyese en el
cometido pregonado, hace tiempo que la UdelaR debería haber
promovido estudios a largo plazo sobre las consecuencias sociales,
económicas, ecológicas y productivas de la concentración de la
tierra y de la generalización del monocultivo.
Entonces, con los
gobiernos del FA, esta voz adaptativa asumida por la Universidad
tuvo dos registros: por un lado, la Universidad se sumó, por omisión
o activamente, a las políticas postneoliberales; por otro lado, se
sumó a las políticas asistencialistas, a través de los proyectos de
“extensión”. De este modo, la actividad de “extensión” tomó
protagonismo: para algunos estudiantes y docentes, ésta apareció
como una manera de cumplir con un mandato de servicio social, como
una forma de redimir la docilidad de la Universidad ante la
injusticia, como una oportunidad de practicar valores cristianos de
asistencia al prójimo, como una posibilidad de revivir el pasado
universitario comprometido y de rentabilizar la militancia, a la
actual usanza comercial imperante, convirtiéndola en créditos o en
méritos.
De un estereotipo
-el insaciable acumulador de papers- y de una voluntad de ceñirse a
las políticas del FA -desarrollo tecnológico para cumplir con
designios internacionales más asistencia focalizada a los que van
quedando tirados por el camino- surge la condena al “academicismo”,
pariente cosmopolita del también antipatriótico viruviru.
Realizada en nombre de lo “local”, lo “democrático”, lo
“latinoamericano” y lo que se vincula con “los sectores más
vulnerables” (cf. La Diaria), la condena al academicismo
encuentra eco dentro de las
Humanidades, también
acusadas de constituir un dispositivo de dominación, de instalación
y de perpetuación del colonialismo.
(Y, en otro pasamano de mosqueta, se esconde la filiación no
autóctona de la reivindicación latinomericanista: Arocena y
seguidores proponen su reforma como si fuese propia, original, local
y progresista, cuando se trata de conceptos -y terminología-
impuestos hace décadas en Europa y Estados Unidos por gobiernos
reformistas o derechistas, con el apoyo casi unánime de las grandes
empresas. Develando el artilugio, Jorge Luis Borges, en inmejorable
síntesis, avisó: “no soy nacionalista porque esa es una idea
foránea”.)
En esa vena latinoamericanista, escribe Gustavo Remedi: “No es el
momento ni el lugar para desarrollar un análisis y balance del
humanismo clásico devenido un instrumento civilizatorio. Tampoco
para volver sobre las virtudes del Renacimiento, la
Ilustración y la
civilización occidental, que cobran otro color y se cargan de ironía
cuando se miran desde América, desde la experiencia de la conquista
y la expropiación colonial, la expansión del racismo y la
esclavitud, el despotismo ilustrado republicano, y la estela de
“hojarasca”, diría García Márquez […] Es que los argumentos y
propósitos humanistas también fueron, como el cristianismo y tantos
otros ismos, parte de una labor ideológica, justificatoria de la
superioridad del conquistador y legitimadora del modelo cultural
dominante”[3].
Dejando de lado
los desaguisados de Remedi a la hora de dar cuenta de la obra de
colegas, así como las flaquezas históricas del mini mito implícito en el relato de Remedi (antes de la llegada de los conquistadores españoles, el
continente americano no conocía las relaciones imperiales, ni la
esclavitud, ni la dominación, ni las masacres de unos sobre otros
según la pertenencia a uno u otro grupo: en suma, antes de la
llegada de los conquistadores, los autóctonos eran inmejorables
bon sauvages, vecinos del edén, intocados por el mal),
preguntémonos por cuál motivo Renacimiento e
Ilustración cobran “otro color y se cargan de ironía cuando se
miran de América”. ¿Será que Remedi piensa que todos los europeos
del siglo XVIII, XIX y XX vivían una vida tan unánimemente muelle
que, de puro aburridos, cada tanto hacían revoluciones, se
sublevaban en las barricadas, se hacían a la mar o terminaban como
carne de cañón? ¿Será que las diferentes tonalidades de la expresión
“civilización occidental”
solo son perceptibles en América? ¿Será que la tradición crítica que
es -que generó y que sigue generando- la
Ilustración (y las
Humanidades) no tiene
la inextinguible propiedad de atravesar fronteras y de desamarrar
diálogos?
Esta descarga cerrada contra el Renacimiento y la
Ilustración -realizada en nombre de una victimidad ínsita en
América- confluye con la condena al “academicismo” elitista,
cosmopolita, en que “lo local [es] visto como algo aldeano y de
escaso valor” (cf. La Diaria).
En ambos casos, hay una voluntad de territorializar
el pensamiento -las ideas son vistas como flora endémica, tan
reacias a la
traducción
como el ombú que no se deja traducir por el roble- y hay una fe
inquebrantable en la instrumentalidad del pensamiento: en la
posibilidad de identificar, en cada caso y unívocamente, para qué
sirve una idea, a quién sirve una idea.
De ahí que la investigación deba, y pueda, estar al servicio de “los
sectores más vulnerables” o “atienda prioridades (sociales y
tecnológicas) para la mejora de la calidad de vida de la población”(cf.
La Diaria), programa de acción propio de un gobierno, de una
ONG o de una congregación religiosa, pero notoriamente ajeno a una
Universidad, institución cuyo sentido se encuentra en la pugna por
una relación incondicionada con el conocimiento.
Curioso análisis político, ideológico, teórico y epistemológico,
éste que da por sentado que la situación de “los sectores más
vulnerables” obedece a la falta de suficiente conocimiento
científico -por lo que deben hacerse “investigaciones” al respecto-;
curioso análisis político que no considera que esta situación
responda a decisiones políticas tomadas por los gobernantes. Curiosa
transferencia de responsabilidades, por la que quedaría en manos de
la Universidad resolver los problemas para cuyo tratamiento fueron
elegidos los políticos. Curiosa manera de entender la política, como
si la existencia de “los sectores más vulnerables” dependiera de
insuficientes conocimientos científicos y no dependiera
sistemáticamente de, por ejemplo, la existencia de “los sectores más
invulnerables/privilegiados”. Persistente perspectiva neoliberal,
que insiste en imaginar “los sectores más vulnerables” disociados y
aislados del resto del cuerpo social, como un tipo de patología a
tratar.
De ahí también que Gustavo Remedi haya pergeñado una “reconstrucción
del proyecto humanístico”, necesitado de refacción, luego de su
andanada reveladora de la complicidad entre
Humanidades y
victimidad americana. Por eso, y según el salvífico principio
paulista de la conversión (que el instrumento se convierta en la
herida que causó), la reconstrucción del proyecto humanístico pasa
por los derechos humanos. Si en el pasado las
Humanidades fueron portadoras de avasallamiento y de esclavitud,
hoy su salvífica reconstrucción consistirá en asumir los derechos
humanos de los que despojaron a los americanos. Derechos humanos
entendidos, claro está, como lo que “apunta al respeto de una vida
digna y al desarrollo de la persona -de todas las personas- en las
múltiples esferas de la vida económica, social, política, cultural,
etcétera” (pág. 91).
Así caracterizados, con una liberalidad que el “etcétera” hace
respetar a rajatabla, los derechos humanos encuentran el proyecto
humanístico: “La reconstrucción del proyecto humanístico supone
sintonizar nuestra práctica académica con esta tradición crítica que
resume contradictoriamente el movimiento por los derechos humanos y
que a lo largo del siglo XX ha apuntado sus baterías a los
fundamentos sobre los que descansan muchos de nuestros hábitos y
rutinas profesionales, enraizados en el proceso civilizatorio” (pág.
92).
De este modo, para Remedi, las
Humanidades
reconstruidas en torno a los derechos humanos se actualizan y
superan su letrado elitismo, desentendiéndose de su anacrónica
dedicación al estudio crítico de textos y de su maniática
reconsideración (y recreación) de la tradición. En efecto, Remedi
estima que ha sido cuestionado “el papado de la
escritura”,
expresión con la que parece querer ignorar el papal desinterés por
la lectura de los feligreses, a quienes se les secuestraron los
libros y se les dejaron unos curas parlanchines en un idioma remoto,
así como también parece querer reivindicar una oralidad protestante
a contrapelo de la eminente labor textual –filológica y traductora-
de Lutero. Igualmente, Remedi incurre en la oposición falaz entre
la escritura
y los nuevos
medios de comunicación tecnológicos, ensalzando, claro está, a
estos últimos, al tiempo que reclama someterse a su orden
(esclarecedor ejemplo del pregonado latinoamericanismo). Así, por
obra de los nuevos
medios de comunicación, “las
Humanidades
quedan intimadas, cuando menos, a 'entrar en diálogo con otros
campos de estudio, si es que desean evitar el riesgo de convertirse
en defensoras y promotoras de una cultura de elites (que, entre
otras cosas, también ha [sic] dejado de serlo' (Castro Gómez)”,
escribe Remedi.
Curiosa intimación, por la que las
Humanidades serían
emplazadas a ser lo que son, es decir, un diálogo constante con
otros dominios -Homo sum; humani nihil a me alienum puto es
la vieja máxima terenciana que divisaba Carlos Marx: nada de lo
humano me es ajeno-; diálogo con lo ajeno que la literatura habilita
plenamente, gracias a su omnicomprensividad temática, enunciativa y
formal. Repetido anatema -elitismo- que se cierne sobre las
Humanidades en tanto que
ejercicio de lectura, es decir, de crítica incesante.
Inquietante época en que se celebra el incremento del número de
egresados de carreras profesionales y técnicas como signo de salud
democrática, sin parar mientes en la dimensión universitaria
–intelectual, letrada, crítica- que esos egresados hayan debido y
podido incorporar durante su paso por la Universidad, a lo sumo
sometidos a una suerte de conscripción en “los sectores más
vulnerables”. Inquietante época en que se estigmatiza como elitista
la tradición escrita.
Notas:
Puesto de moda por el presidente José Mujica,
este vocablo pretende denunciar, con su peculiar sonoridad,
el carácter tan risible como prescindible de las humanidades
o, más llanamente, del logos.
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