No
hay días corrientes. Puede que haya días típicos, pero la rutina,
campo de los imprevistos, le da a cada uno su tonalidad particular.
Este empieza a las 7 a.m., cuando suena el despertador y varios
dolores pos-60 me indican que no estoy muerto. Beso a Graciela, me
desperezo y me levanto. Todavía es de noche. Una vez aliviado y
lavado, echo un vistazo por la ventana para que el cerebro se abra
de su cine hermético al modo realidad, un gajo de luna sobre techos
y ramas desnudas. Como me cuesta hospedarla, porque la conciencia
lanza su horda de memorándums y cargos, saludo al sol y mezclo unas
asanas de yoga con grosera calistenia. Después salgo a correr veinte
minutos, a ver si las células queman azúcar morbogeneradora. No debe
hacer más de cinco grados. La rigidez mental se afloja en la calle
desarticulada del alba. Paro la oreja al incipiente concierto de
ruidos, con un zorzal atroz como primadona, pero de cada cosa que
veo irrumpe una palabra más voluminosa: los muñones de los plátanos
dicen podar, los tajos rojos en el cielo dicen nublado.
Vuelvo escabulléndome del atropello de papis de colegiales.
Entonado por las endorfinas, me empapo la cabeza y me siento a
meditar, sin gran ortodoxia, rapidito, como para recordar al menos
que la única verdad es lo que contiene este momento, de la realidad
entera con todo los que quiero adentro hasta la circulación del aire
que acalla las ideas. Me inyecto insulina, despierto a Graciela y
mientras preparo el desayuno calculo cuánto puedo zamparme sin
estropear los cuidados. Con la lectura de los diarios, papel y
pantalla, se cumplen la participación en el mundo, la presunción de
favorecer las causas justas y la barbarie de paladear la tostada
ante la foto de cincuenta cadáveres egipcios o el hacha neolítica
que han descubierto en Shangai, porque si algo da a este rito laico
es un gusto amoral de empezar el día con historias. Pero hoy
continúa el cabaret chillón de las elecciones primarias nacionales.
En la literatura las cosas pasan muy rápido; en los diarios, la
tele y los blogs las mismas noticias se arrastran semanas enteras
hacia un desvanecimiento insípido. Es un mecanismo tradicional para
implantarlas, al traductor
no le cabe duda, y la realidad del ciudadano informado se adapta de
arriba abajo al yeso del lenguaje. El candidato Massa dice: “Si no
endurecemos las penas de la trata, la violación y el abuso, nos
encontramos con que queremos seguir demorando el problema”.
No, intendente: el supuesto deseo de demorar el problema (¿no
la solución?) no se encuentra; es previo a la decisión de
endurecer o no las penas. Y las penas, si hablamos de ley, son a
la trata; las penas de la trata son las de las
prostitutas, con las que nunca va a empatizar el que desdeñe las
preposiciones. La crónica sobre un accidente empieza con un “Escuché
el teléfono”, que electrocuta las finas distinciones perceptivas que
pueden hacer las redes neurales. Un titular de Clarín
encuentra los “Primeros vestigios de una pelea por la candidatura de
2015”; vestigios, como si una elección futura fuese una
ciudad sepultada. Mucho, me entero, “viene sucediendo desde hace
años atrás”; nada, por suerte, desde hace varios años adelante.
Suficiente. Graciela se va a dar una clase. Munido de mate y fruta,
subo a ejercer de deshollinador de la lengua; con una escala en el
excusado, como Leopold Bloom.
En
mi altillo idílico, el papelerío de vario, libros de todo género y
postura, mamotretos de referencia, dosieres, recortes de prensa,
facturas, libretas, es el retrato de un desarreglo mental que el
oficio sabe instrumentar para sus fines. Lenguas,
gramática,
hermenéutica, ejecución, orden de los componentes, argumentación,
sucesiones y sincronías, tonos, trayectos, criaturas, culturas,
técnicas, lugares: la traducción me ha pautado la vida en una suerte
de nomadismo sedentario. Nueve y diez. El original va a sostenerme
mejor que una costumbre.
El
libro es I Love Dick, una novela de la estadounidense Chris
Kraus, cineasta, videasta, performer, profesora de cine en
Suiza y de escritura creativa en San Diego, editora de Semiotext;
una vanguardista temeraria que impulsó un feminismo herético, animó
la escena experimental neoyorquina de los 70 y, en tiempos de Reagan
y el yuppismo vio morir de amargura, SIDA o suicidio a muchos amigos
suyos de talento inoportuno. He mirado fotos en la web: temibles
ojos claros de judía; un menudo volcán de energía práctica. La
novela empieza la noche de 1994 en que Chris Kraus, cineasta con un
proyecto encallado, y su marido el profesor Sylvère Lotringer cenan
con el conocido y algo misántropo crítico de arte y teórico cultural
Dick y toman unas copas en su casa. Chris va a cumplir cuarenta. De
vuelta en el hotel, dice que se enamoró de Dick. Para que prospere
un sentimiento que la saca del letargo espíritu-sexual decide
seducirlo. Sin empacho, le deja llamadas en el contestador, le envía
faxes y lo bombardea con algunas de las cartas complejas y
descarnadas que escribe, muchas a medias con Sylvère, que lo toma
como un juego de solidaridad con ella. Dick jamás contesta. El
proceso, con incidentes y un par de ambiguos encuentros fugaces de
los tres, termina cuando ella decide separarse. Fin del patetismo.
En la segunda parte Chris se obstina sola en persuadir a Dick de que
un tipo inteligente como él no puede fingir indiferencia ante tan
bruto ataque del deseo de otra. A mí, la veleidad juguetona de esa
pareja libresca me repugnaba un poco; ahora ya admiro la valentía de
Kraus –porque los tres personajes son reales—, y la vehemencia por
tocar fondo. ILD es un libro pleno de situaciones
cambiantes, sentimiento terco, síntomas, manía, retratos generosos
y venganzas, de arte, literatura e imaginación analítica, de
paisajes, esnobismo y dolor: la experiencia de una mujer que
destroza de su personalidad, y la expone impúdicamente sin escatimar
enfermedades ni sordidez, porfiando por rehacerse en una escritura
en primera persona veraz. Qué suerte: es importante que este libro
se lea en castellano. Lo único que la certera, libertaria editorial
española Alpha Decay consiguió del agente es un infecto pdf
de pruebas sin corregir. Me lo paso detectando títulos inexactos,
nombres mal escritos, inconsecuencias temporales, diferencias de
número gramatical; pero Kraus reparte su abundancia en una prosa
fina, desenvuelta, jovial: un peligro para el traductor. El mero
título ya es un aprieto: aunque quise ponerle Me encanta Dick,
ya que Dick es no sólo el diminutivo de Richard (origen
germánico; significado: “rey poderoso”), sino también polla, pija,
etc, me conformaría con Quiero a Dick pero la editora se
inclina por Amo a Dick, que es pertinente pero me incrusta en
una delicuescencia culebronera que exclama tanto “Te amo”
como “Amo el helado”. Igual allá voy, expectante porque, como suelo
hacer para agregar interés, no leí todo el libro.
Hoy Chris, después
de estrellarse dos años con la mudez de Dick, y de haber cruzado
Estados Unidos en unas semanas, maneja (conduce) rumbo a una cita
crucial que él le ha concedido en su recoleta casa de Antelope
Valley, California. Leo: The Story of Route 126 reads like a
secret story of Southern California. It runs West into Ventura
Country from Valencia, a former Indian burial ground. Uf, ese
it de la segunda frase designa route, cuando el sujeto
de la anterior es the story. Voy a infringir la norma
castellana; adhiero más a la idea de alterar el idioma de llegada
con formas ajenas que a la de forzar el original a una naturalidad
autóctona; hay que rascar la corteza. Además, quizá sea el cuento el
que corre, junto con la carretera. Para más, acá decimos ruta,
claro; pero traduzco para España. Así que: El cuento de la
carretera 126 se lee como una historia secreta del sur de
California. Rumbo al oeste desde Valencia, entra en el condado de
Ventura, en otros tiempos un cementerio indio. Doy un paseíto
googliano por el condado de Ventura. Me acuerdo que hace muchos
años, cuando traducía a máquina con la copia en carbónico que me
exigían, corregir era tan engorroso que pensaba el párrafo en
conjunto, algo esencial si por ejemplo eran párrafos de Harold
Brodkey. Así desarrollé un golpe de vista que ahora, que en la
pantalla es tan fácil enmendar sobre la marcha, me permite montarme
en la frase como un ciclista con canasta, corrigiendo la dirección
con manubrio, un poco de freno y cambios. Uno siempre está en medio
de una frase; y entre lo que ya escribió, y es pasado, y el
descubrimiento que vislumbra cerca del punto está el momento de
pugna con las palabras en un umbral: esa duda inexhorable es la
fatiga del oficio, pero también la dádiva. El tiempo pasa en
períodos gramaticales de una mente que se ha vuelto transporte. A la
vez, entre cada término y su traducción el referente se desdibuja, o
más bien se amplía, y como en las metáforas segrega algo más.
Traducir es cometer fatalmente una
inexactitud
fecunda tras otra; pero, entregado como está a la sucesión de
frases, al rato ya no sabe quién las está cometiendo. También
compone, visto que el ritmo de una prosa está en el orden de los
componentes de la frase, y la el ordenamiento de las frases es
distinto y característico en cada idioma. A la vez uno escucha una
historia y aprende, aprende. En realidad es la mezcla de atención,
reflexión, entretenimiento y abandono al ritmo la que escande, no el
tiempo sino la frase que se obtendrá una vez distribuida la carga.
En la desmesurada carta que le escribe a Dick mientras viaja a la
cita, Chris alterna el relato de un viaje a Guatemala, el genocidio
y la lucha de una periodista neoyorquina casada con un dirigente
indio –lo asesinaron— con recuerdos de un programa de arte feminista
de 1972. De golpe tropiezo. Artists in the program wanted,
according to Faith Wilding, to “represent our sexuality in different,
more assertive ways. “Cunt” signified to us an awakened
consciousness of the body”. Escribo Según Faith Wilding las
artistas del programa…, y tardo unos segundos en optar por
coño. No es que la palabra me arredre, y tampoco que me apene
ceder. He vivido dos décadas en España, cuatro en Argentina y he
oído centenares de doblajes a muchas variedades del español, así que
tan natural me resulta coño como concha, chocho
o mamey. Qué precioso es el idioma. Pero me pesa la sombra de
la traición a la localidad, un cargo que se ha sumado a la histórica
vileza del tradittore. Cuántas veces oigo a enteraditos
rezongar porque leen chaval o gilipollas o
cerilla. Ya podrían entender que las diferencias insalvables
entre formas locales no son de léxico. La concepción de un mundo
local está inscrita en la entonación, la prosodia, en los usos de
los tiempos verbales y los pronombres de mostrativo, en el montaje
de la frase. La diferencia es entre ¿Ha traído usted un mechero,
Ailín?, con inflexión en mechero, y Ailín, ¿usted trajo un
encendedor?, con acento suspicaz en “trajo”. A lo sumo entre
nuestro fluido
Luis debe estar ahí y el correcto pero adiposo debe de
estar allí. El 80%
de los coloquialismos son efímeros. Mi ilusión no es el ya
descartado, imposible idioma neutro, sino una mezcla de variedades
léxicas y entonaciones, si lograse colársela a un editor, porque a
fin de cuentas el contexto aclara sentidos, el oído del menguante
número de lectores está habituado a argots surtidos y sobre todo
porque, si bien las variedades regionales difieren cada vez más, los
vínculos de cada traducción no son con una identidad cultural basada
en localismos sino con la lengua politonal creada por la historia y
el corpus de las traducciones; y es ahí donde la riqueza de la
tradición se deja revolver por las novedades y contravenciones. Las
lentas metamorfosis de ese tejido, hecho de cuidados, rigor,
fracasos, escrutinio, rabia y amor, son la mejor posibilidad de que
el español vuelva a ser la lengua franca de desarraigados que fue en
origen. También de que mantenga la densidad histórica de las
palabras, la sintaxis pragmática y la plasticidad que hoy pierde
para reducción de los límites de nuestro mundo, borrado de los
matices de lo real y creciente impotencia imaginativa e inopia del
usuario. No es lo mismo tocó su hombro que le tocó el
hombro, ni que se tocó el hombro. No es lo mismo
malicia que perversión. Fascismo, nazismo, populismo
y autoritarismo son fenómenos diferentes, como lo son la
ambición, la pretensión y la codicia, un despistado, un
incauto y un pelotudo. Algo mucho más político se juega
en estos detalles que en importar un coño. Y, políticamente,
en todo caso, el problema no radica en qué es lo culturalmente
auténtico y acaso liberador, sino que la corrección venga impuesta
por una alianza entre la Real Academia y los grandes grupos
editoriales españoles que a través de instituciones truculentas,
como la Fundación del Español Urgente, quieren dictar las normas que
aseguren la preponderancia de la industria centralista sobre la
bulliciosa hueste de pequeñas editoriales latinoamericanas.
Aceptaremos todas las contaminaciones si son mutuas; pero exigimos
que cada país pueda elegir qué libros traduce, obtener los derechos,
distribuirlos en toda la geografía del idioma.
Suena el teléfono. Es una promoción. Vuelve a sonar y atiende
Graciela. Vuelve a sonar. Es la contadora, que me pide datos para la
recategorización del monotributo. Así no se puede. Anoto: limpiar
los quemadores de la caldera. Ha llegado Nina, que comenta que este
año los jazmines van a brotar pronto y me recuerda que cambie el
cable de la plancha.
Las 11.30. Para
Chris, las 8.05 pm ya, y Dick la esperaba a las 8. Cuando al
fin deja la carretera 126 en la salida a Antelope Valley siente unas
ganas terribles de orinar (¿o mear?; ya veré).
I didn´t want to have
to do it the moment I walked into your house, how gauche, a telltale
sign of female nervousness.
Estas frases con sintagmas yuxtapuestos me huelen mal. Probemos:
No quería hacerlo… No: No quería tener que hacerlo no
bien entrara a tu casa, vaya torpeza (para no repetir que),
un signo delator de nerviosismo femenino. Desde la escalera
Nina pregunta: ¿Cómo? No, nada, hablaba solo. Es que constantemente
digo las frases en voz alta, sin percatarme, y me lo apruebo
pensando cuánto de oración tiene este trabajo. Más: la oración, la
lectura constante en voz alta o en silencio, un uso de las horas que
no es del mundo pero obedece a una regla, la pertenencia a una
especie de cenobio disperso, la atención concentrada en cada acción
pequeña o grande (“como el herrero que golpea el metal”, dice
Basilio) lo acercan bastante a los “deberes del oficio” del monje.
Un ascetismo inmerso en la palabra. La fusión de tiempo y vida en
operar con el lenguaje. Qué fantasía. Porque conviene no olvidar que
la espiritualización de la obra de manos, como cuando se compara
traducción o rezo con herrería, sería una precursora de la ascesis
protestante del trabajo que en versión secular es
el capitalismo. Es
cierto, Max Weber, no puedo esconder que trato de apurarme. Tengo
que hacer no menos de 8 páginas si quiero que la jornada rinda. Hay
que sudar tinta más horas si quiero comprarme tiempo para
escribir. Trabajaría más cómodo para Argentina (usaría coger
en vez de follar), si pudiera llegar a fin de mes con las
infamantes tarifas argentinas. ¿Tendré que admitir que todo se
reduce al dinero? Bueno, si bien el trabajo del traductor transcurre
en un tiempo reglado, homogéneo, una vida no es una sucesión de
unidades discretas: uno muere y renace, mueren y nacen otros, hay
accidentes, hallazgos y fiesta. Hay una economía no restringida
dentro de la cual escribir es un lujo gratuito, ¿no lo dijo
Bataille? Cierto también que dejar de escribir sería el lujo máximo,
el verdadero triunfo sobre el tiempo y el yugo de tener que ser
alguien.
Chris, que ya en casa de Dick empieza a emborracharse ante la
impavidez de él, comprende que no es muy seductor explicarle una
idea que tuvo investigando una huelga de obreros de la Coca-Cola en
Guatemala. Topo con el verbo rant on y tengo que buscarlo por
milésima vez: es uno de esos barrancos insondables de la memoria; un
lapsus repetido. Para abreviar, busco en el Word Reference. Mientras
leo perorar y valoro si en el contexto no es mejor
despotricar, desde la banderola de la página me asalta la foto
del candidato a senador Daniel Filmus y en seguida la de la
candidata Gabriela Michetti, que desde izquierda y derecha practican
por igual la adulación del pueblo argentino, o la gente. La
discusión de rant on en el
foro
del WR contiene mucho entusiasmo afable, sed de contacto, poco saber
y menos puntería. Esto me pasa por no ir directamente al Oxford. Mi
trabajo se ha acanallado (y ahora encima está desprotegido, porque
suena el teléfono y es una encuesta; corto). Cierto que antes
(¡antes!) había que repasar 354 páginas para corregir todas las
apariciones de una palabra mal traducida, lo que ahora hace el
buscador. Había que manipular diccionarios corpulentos y pasar horas
en la biblioteca confirmando referencias. Internet ahorra todo eso,
y por añadidura posibilita tours de conocimiento instantáneo.
Después se manda el archivo y listo. Pero en el mundo on line
las editoriales, como casi todo empresario y/o consumidor,
multiplican el vértigo de la programación, la ansiedad y el apremio,
y lo que se ahorra en manejo de papeles se pierde en distancia
lúcida con el texto. Y no es que ahora gane mejor. Lo que tengo es
posibilidades de ubicuidad, una memoria mil veces más poderosa que
la mía; como dice Serres, una imaginación equipada con millones de
íconos y programas que razonan lo que yo nunca podría. Tengo una
cabeza objetiva en las manos, en el teclado de la computadora, en el
celular, y puedo desalojar información de mi cabeza, lo que por otra
parte podría favorecer la vía zen hacia la comprensión de que la
realidad es el vacío y el vacío es eternamente generador. De hecho
ya soy otro; una simbiosis cerebro-máquina con la mente fuera de
mí; una inferfaz. Si se corta la luz me vuelvo un discapacitado. Los
libros habrían debido convencerme de que una cabeza bien hecha es
preferible a un saber acumulado. Pero traducir alienta la
curiosidad, y todos los días corroboro que la buena condición de una
cabeza depende de lo que aporte el lenguaje. Mientras, la
civilización, digital o analógica, sigue atada al formato página. En
mi economía, cada página es una cifra.
A
las 12.40 estoy bien sumido en la novela. Ya unas páginas después,
Chris le cuenta a Dick que abandonó a su marido. Hmm, dice
él; me lo esperaba. Para llenar la vaguedad, ella vuelve a
parlotear sobre la emergencia del terror en situaciones de
conflicto; pincha a Dick con la superioridad de los estudios de
casos sobre las generalizaciones teóricas. Agotados los temas, él la
mira fijo. -¿Qué quieres? –Una pregunta directa teñida de ironía.
En esto una languidez ansiosa en el diafragma me susurra a mí
que me está bajando el azúcar. Arranca la taquicardia. El sudor
frío. Me levanto temblando, agarro el tazón de fruta y la devoro,
sentado de nuevo, obcecado en avanzar una línea más, a los tumbos
entre adjetivos y desconsolado de que Chris diga I want to sleep
with you. I want us to have sex together. Es que “tener sexo” es
una expresión absurda y rústica, que empapó toda la lengua desde el
reino del spanglish y cuya sola virtud, pienso, es haber señalado
cuán mojigato es “acostarse”, no digamos ya “hacer el amor” en una
situación como la de este libro. Querría inventar un giro a la vez
lúbrico y moderado, lograr que se naturalizara como el inglés
have sex. “Hacer sexo”, tal vez, pero no va a colar. No. Ya que
Chris ama a Dick, como obliga el título, negocio falazmente un
Quiero que hagamos el amor.
Suena el teléfono. Hablo cinco minutos con un amigo. Hablo otros
cinco minutos con Mariana. Algo me zumba en la cabeza y antes de
seguir reviso unas cinco páginas. Cambio carreras de coches
preparados por carreras de coches trucados,
orgulloso de mi memoria bidialectal. Repongo una línea que me salté.
Atravieso la plétora de realidad que Kraus abarca en el relato:
detalles de cuadros de Kitaj, efectos colaterales de antidepresivos,
cómo meter el contenido de una casa en un guardamuebles, un extravío
en un bosque, escenas de infancia en Nueva Zelanda y de acoso
humillante por un profesor de antropología, las fotos hirientes de
Hannah Wilke, los usos del maquillaje y los puntos suspensivos de la
prosa de Céline. Me obligo a hacer una pausa. Hay libros que
concentran y libros en expansión incesante. Parado ante la ventana,
veo que la aguja de la iglesia de San Patricio, reminiscencia de
Irlanda y de curas argentinos desaparecidos, pica el cielo helado,
lo astilla y que en cada cristal pululan miríadas de asociaciones
que disparó la cabeza abarrotada de Kraus hasta que el conjunto echa
a rotar, estremece un ciprés y a medida que el movimiento se
realimenta me abduce a un ámbito sintético donde las botas que
dentro de una página Dick le sacará a la hirviente Chris y el mate
que tengo en la mano son signos de una mnemotecnia que representa el
universo entero. Ah, Giordano Bruno, traducir es la entrada al
infinito múltiple y uno. Pero suena el timbre. Bajo a abrir. Es el
medidor del gas. En cuanto cierro la puerta vuelven a tocar. Traen
libros. Una vez arriba de nuevo, leo que Chris reflexiona: qué
autorreferencial es el delirio. Y a poco de seguir me encuentro
con steep y disgustado con mi memoria voy al diccionario para
encontrar: abrupto, escabroso, ¡escarpado! Cuántas palabras
preciosas se desvanecen hasta perderse. Nunca indagué francamente en
el significado psicológico de estos innúmeros resbalones en mismas
piedras. En cambio conservo desde hace treinta años es un cuadernito
donde fui y sigo haciendo antojadizas selecciones de lunfardo,
españolismos, americanismos, y de tecnicismos, de la pesca a la
astronomía, y de giros oídos a mis tías o a los borrachos del barrio
del Raval, y de hallazgos del venero de la literatura, todo cada vez
más confundido. Palabras precisas de una falsa opacidad, grimorio,
arúspice, afelpado, palabras del álbum de la
melancolía, canillita, cachada, cenizo, palabras que
la comunicación servil me sepultó en el sistema implícito de la
memoria: como escarpado. Así el tiempo segmentado se disuelve
en la realidad de la duración continua. Pero ya las diligentes
funciones del cerebro pasan de los ganglios basales a la corteza
temporal media e invierten su esfuerzo en dos páginas más. Dick le
vuelve a preguntar a Chris qué quiere. Ella dice que acostarse con
él. Dick le demuele la visión de placer preguntándole: Why?
Es una pregunta no ilógica pero ruin. Chris recuerda haber leído un
manual de etiología de la esquizofrenia que enumera seis formas de
volver loca a otra persona. Apocada, contesta que pensó que lo
podrían pasar bien. Él asiente y le pregunta si trajo alguna droga.
Y entonces: I was prepared for this. I was carrying a vial of
liquid opium, two hits of acid, 30 Percocet and a lid of killer pot.
Aprendo en la web que el Percocet es un analgésico narcótico muy
adictivo compuesto de oxicodona y acetominofén. ¿Pero tendré que
poner ampolla o frasquito? ¿Y una yerba, una hierba
o una maría (letal, o matadora)? Ya no
debería seguir ocultándome que quizás no tengo gran fe en la
eficacia o la factibilidad de la traducción. Lo hago porque me sale
con cierta facilidad, porque me sienta al carácter más que el
periodismo o la enseñanza, porque no tuve la paciencia de estudiar
bioquímica y por tozudez. Finalmente: Sex with you is so
phenomenally… sexual, and I haven’t had sex with anyone
for about two years. Lo que, sin pensar, como un copista, altero
levemente: El sexo contigo es fenomenalmente sexual; y yo que
hace como dos años que no me acuesto con nadie. Bastante fiel a
la idiosincrasia del estilo Kraus. ¿Pasable? Vaya a saberse. Algo de
lo mejor de traducir es que uno se carnavaliza.
En
estos momentos de tribulación se aconseja parar. Nina se ha
despedido hasta dentro de unos días. Son las 14.35. Graciela ya
volvió. Hay que comer. Como todo empleado de la industria, por
especializado que sea.
Me
acuerdo, sin embargo, de que a los
diecinueve
años, con un inglés esencial y mucho diccionario, traduje durante
días un poema de Dylan Thomas porque la música me había embobado,
porque Thomas animaba al padre agonizante a luchar contra la
muerte de la luz, por necesidad de apoderarme del alma de los
versos; por ver si podía musicalizarlos en mi idioma. Así que en el
comienzo la literatura surgía en mí indivisa, indiscriminada. El
mismo egocéntrico que se apropiaba de ese poema quería poner en el
mundo un pedazo de su jactanciosa visión. También compartirla, es
verdad. Muy pronto el afán de distinción y la imaginación, que es
tan independiente, dividirían las tareas, y la identidad se
inclinaría por el lado presuntamente más aventurado. Sí, pero, ¿no
es también más amable, enriquecedor y hasta generoso traducir un
texto ya organizado que traducir el desgobierno de la propia y
promiscua cabeza? No sé. El traductor profesional escribe con la
seguridad de que van a publicarlo. El escritor toma la palabra por
su cuenta. El traductor tiene el privilegio de un uso público de la
palabra. Doble responsabilidad. Por eso duda.
En el almuerzo, la
charla matrimonial de cuentas y tareas comunes y obligaciones y
chismes recae en la palabra común. “El argumento de Crespo adolece
de un dato sustancial”: ese periodista no sabe que adolecer no es
carecer sino padecer. La presidente
se obstina en malograr sus grandes condiciones de estadista
tuiteando en voseo, que “se quieren llevar puesto el país”. ¿No se
da cuenta que esa lengua simpaticona, nociva y pasional obedece al
mismo régimen que la de los que se mueren por defenestrarla? Y con
ella a nosotros, que tuvimos la impudicia de apoyar sus reformas.
Así la historia nos derrota cíclicamente sin que el oído tome gran
conciencia. La crítica de arte PQ sostiene que una ansiedad
reverbera en nuestro corazón cuando el atisbo de una revelación
asoma el hocico”. Ah, la refinada creatividad argentina. Todo
está mal ahí: el verbo reverberar, que un atisbo asome, la rima
interna. La traducción de una novela alemana ignora que si el
pasado de un pasado no se expresa en pluscuamperfecto la historia se
esclerosa. Como leen demasiadas traducciones estándar, muchos
escritores tampoco lo saben. De golpe me veo embutido en el
escuálido repertorio público del insulto: qué manga de ñoquis, qué
ladrones. Me siento desnucado por el garrote vil del idioma 2013. No
se nos ocurra levantar el dedito, dice Graciela. Sí, cuidado con
envararse. Pero mientras tanto la traducción es un amparo
para lo único que cualquiera puede lesionar impunemente, ¿no? ¿Y qué
decir de la importancia de transmitir el exuberante archivo de la
cultura, de saber o saber corrobar cuál es la versión más citada de
las Eneadas de Plotino, qué es el Libro de Kells,
quiénes son los “Hombres Huecos”, qué es un quásar y qué un loncomeo,
de saber que Raymond Roussel no es “Reimon Russel” (lo he oído en
eventos públicos)? Si una gran tarea política del presente es
razonar con calma cuánta gramática necesitamos para pensar y sentir
de veras, hacernos una idea de qué es imperativo eliminar de la
lengua, qué destruir, qué guardar y poner a disposición, el
traductor puede cooperar como pocos porque está acostumbrado a dudar
entre palabra y palabra. Hay que ver cómo me doy cuerda. El problema
no es que la escoliosis sintáctica, la falta de curiosidad y el
vocabulario mísero y errado nos impidan entendernos. El lenguaje
todo es el elemento del malentendido. El problema es que creemos
entendernos, y que algunos suponen que hablan claro y otros fingen
que es posible. “La duda, en tanto que gran don moral que el hombre
podría agradecer al lenguaje y ha despreciado, sería la inhibición
salvadora en un progreso que conduce al final de la civilización a
la que cree servir.” Esto avisó Karl Kraus en 1932, y poco después
se soltó Hitler. Dentro de un rato, bajo la ducha, voy a
rectificar todo lo que me dé cuenta de que hice mal. Como confundir
propano por butano, que desde luego no son el mismo
gas. Si hoy o mañana vamos al cine, examinaré los subtítulos
como un forense o encontraré un giro astuto que me venga de
perillas. Mientras, acá se ha largado a llover. Antes de retomar el
trabajo, un cigarrillo que ayude a cambiar de tema. Para esto la
traducción es utilísima. A su entrópico modo. ¿Vos sabías qué es el
Percocet?, le pregunto a Graciela.
N.B.
La influencia preponderante de las
traducciones en muchos momentos de la literatura no se detiene.
Basta atender a la cantidad de novelas español de las tres últimas
décadas modeladas por el Bernhardt de Miguel Sáenz. La mitad de la
poesía argentina actual está impregnada por los poetas anglosajones
que Mirta Rosenberg y Daniel Samoilovich han traducido para “Diario
de Poesía”. Y me consta que ninguna obra de los muchos narradores
que leyeron El curso del corazón, de M. John Harrison
(Minotauro), dejó de acusar el efecto de bruma y desasosiego
psicofísico que emana de la traducción de Andrés Ehrenhaus. Hay más
ejemplos de sobra.
* Publicado
originalmente en la revista digital argentina,
Otra
Parte.
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