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Amir Hamed
ISSN 1688-1672

 



TRADUCTOR -


Pormenores de la mañana de un traductor*

Marcelo Cohen

I was prepared for this. I was carrying a vial of liquid opium, two hits of acid, 30 Percocet and a lid of killer pot. Aprendo en la web que el Percocet es un analgésico narcótico muy adictivo. ¿Pero tendré que poner ampolla o frasquito? ¿Y una yerba, una hierba o una maría (letal, o matadora)? Ya no debería seguir ocultándome que quizás no tengo gran fe en la eficacia o la factibilidad de la traducción.

No hay días corrientes. Puede que haya días típicos, pero la rutina, campo de los imprevistos, le da a cada uno su tonalidad particular. Este empieza a las 7 a.m., cuando suena el despertador y varios dolores pos-60 me indican que no estoy muerto. Beso a Graciela, me desperezo y me levanto. Todavía es de noche. Una vez aliviado y lavado, echo un vistazo por la ventana para que el cerebro se abra de su cine hermético al modo realidad, un gajo de luna sobre techos y ramas desnudas. Como me cuesta hospedarla, porque la conciencia lanza su horda de memorándums y cargos, saludo al sol y mezclo unas asanas de yoga con grosera calistenia. Después salgo a correr veinte minutos, a ver si las células queman azúcar morbogeneradora. No debe hacer más de cinco grados. La rigidez mental se afloja en la calle desarticulada del alba. Paro la oreja al incipiente concierto de ruidos, con un zorzal atroz como primadona, pero de cada cosa que veo irrumpe una palabra más voluminosa: los muñones de los plátanos dicen podar, los tajos rojos en el cielo dicen nublado. Vuelvo escabulléndome del atropello de papis de colegiales. Entonado por las endorfinas, me empapo la cabeza y me siento a meditar, sin gran ortodoxia, rapidito, como para recordar al menos que la única verdad es lo que contiene este momento, de la realidad entera con todo los que quiero adentro hasta la circulación del aire que acalla las ideas. Me inyecto insulina, despierto a Graciela y mientras preparo el desayuno calculo cuánto puedo zamparme sin estropear los cuidados. Con la lectura de los diarios, papel y pantalla, se cumplen la participación en el mundo, la presunción de favorecer las causas justas y la barbarie de paladear la tostada ante la foto de cincuenta cadáveres egipcios o el hacha neolítica que han descubierto en Shangai, porque si algo da a este rito laico es un gusto amoral de empezar el día con historias. Pero hoy continúa el cabaret chillón de las elecciones primarias nacionales.  En la literatura las cosas pasan muy rápido; en los diarios, la tele y los blogs las mismas noticias se arrastran semanas enteras hacia un desvanecimiento insípido. Es un mecanismo tradicional para implantarlas, al traductor no le cabe duda, y la realidad del ciudadano informado se adapta de arriba abajo al yeso del lenguaje. El candidato Massa dice: “Si no endurecemos las penas de la trata, la violación y el abuso, nos encontramos con que queremos seguir demorando el problema”. No, intendente: el supuesto deseo de demorar el problema (¿no la solución?) no se encuentra; es previo a la decisión de endurecer o no las penas. Y las penas, si hablamos de ley, son a la trata; las penas de la trata son las de las prostitutas, con las que nunca va a empatizar el que desdeñe las preposiciones. La crónica sobre un accidente empieza con un “Escuché el teléfono”, que electrocuta las finas distinciones perceptivas que pueden hacer las redes neurales. Un titular de Clarín encuentra los “Primeros vestigios de una pelea por la candidatura de 2015”; vestigios, como si una elección futura fuese una ciudad sepultada. Mucho, me entero, “viene sucediendo desde hace años atrás”; nada, por suerte, desde hace varios años adelante. Suficiente. Graciela se va a dar una clase. Munido de mate y fruta, subo a ejercer de deshollinador de la lengua; con una escala en el excusado, como Leopold Bloom.  

En mi altillo idílico, el papelerío de vario, libros de todo género y postura, mamotretos de referencia, dosieres, recortes de prensa, facturas, libretas, es el retrato de un desarreglo mental que el oficio sabe instrumentar para sus fines. Lenguas, gramática, hermenéutica, ejecución, orden de los componentes, argumentación, sucesiones y sincronías, tonos, trayectos, criaturas, culturas, técnicas, lugares: la traducción me ha pautado la vida en una suerte de nomadismo sedentario. Nueve y diez. El original va a sostenerme mejor que una costumbre.    

El libro es I Love Dick, una novela de la estadounidense Chris Kraus, cineasta, videasta, performer, profesora de cine en Suiza y de escritura creativa en San Diego, editora de Semiotext; una vanguardista temeraria que impulsó un feminismo herético,  animó la escena experimental neoyorquina de los 70 y, en tiempos de Reagan y el yuppismo vio morir de amargura, SIDA o suicidio a muchos amigos suyos de talento inoportuno. He mirado fotos en la web: temibles ojos claros de judía; un menudo volcán de energía práctica. La novela empieza la noche de 1994 en que Chris Kraus, cineasta con un proyecto encallado, y su marido el profesor Sylvère Lotringer cenan con el conocido y algo misántropo crítico de arte y teórico cultural Dick y toman unas copas en su casa.  Chris va a cumplir cuarenta. De vuelta en el hotel, dice que se enamoró de Dick. Para que prospere un sentimiento que la saca del letargo espíritu-sexual decide seducirlo. Sin empacho, le deja llamadas en el contestador, le envía faxes y lo bombardea con algunas de las cartas complejas y descarnadas que escribe, muchas a medias con Sylvère, que lo toma como un juego de solidaridad con ella. Dick jamás contesta. El proceso, con incidentes y un par de ambiguos encuentros fugaces de los tres, termina cuando ella decide separarse. Fin del patetismo. En la segunda parte Chris se obstina sola en persuadir a Dick de que un tipo inteligente como él no puede fingir indiferencia ante tan bruto ataque del deseo de otra. A mí, la veleidad juguetona de esa pareja libresca me repugnaba un poco; ahora ya admiro la valentía de Kraus –porque los tres personajes son reales—, y la vehemencia por tocar fondo. ILD es un libro pleno de situaciones cambiantes,  sentimiento terco, síntomas, manía, retratos generosos y venganzas, de arte, literatura e imaginación analítica, de paisajes, esnobismo y dolor:  la experiencia de una mujer que destroza de su personalidad, y la expone impúdicamente sin escatimar enfermedades ni sordidez, porfiando por  rehacerse en una escritura en primera persona veraz. Qué suerte: es importante que este libro se lea en castellano. Lo único que la certera, libertaria editorial española Alpha Decay consiguió del agente es un infecto pdf de pruebas sin corregir. Me lo paso detectando títulos inexactos, nombres mal escritos, inconsecuencias temporales, diferencias de número gramatical; pero Kraus reparte su abundancia en una prosa fina, desenvuelta, jovial: un peligro para el traductor. El mero título ya es un aprieto: aunque quise ponerle Me encanta Dick, ya que Dick es no sólo el diminutivo de Richard (origen germánico; significado: “rey poderoso”), sino también polla, pija, etc, me conformaría con Quiero a Dick pero la editora se inclina por Amo a Dick, que es pertinente pero me incrusta en una delicuescencia culebronera que exclama tanto “Te amo” como “Amo el helado”. Igual allá voy, expectante porque, como suelo hacer para agregar interés, no leí todo el libro.

Hoy Chris, después de estrellarse dos años con la mudez de Dick, y de haber cruzado Estados Unidos en unas semanas, maneja (conduce) rumbo a una cita crucial que él le ha concedido en su recoleta casa de Antelope Valley, California. Leo: The Story of Route 126 reads like a secret story of Southern California. It runs West into Ventura Country from Valencia, a former Indian burial ground. Uf, ese it  de la segunda frase designa route, cuando el sujeto de la anterior es the story.  Voy a infringir la norma castellana; adhiero más a la idea de alterar el idioma de llegada con formas ajenas que a la de forzar el original a una naturalidad autóctona; hay que rascar la corteza. Además, quizá sea el cuento el que corre, junto con la carretera. Para más, acá decimos ruta, claro; pero traduzco para España. Así que: El cuento de la carretera 126 se lee como una historia secreta del sur de California. Rumbo al oeste desde Valencia, entra en el condado de Ventura, en otros tiempos un cementerio indio. Doy un paseíto googliano por el condado de Ventura. Me acuerdo que hace muchos años, cuando traducía a máquina con la copia en carbónico que me exigían, corregir era tan engorroso que pensaba el párrafo en conjunto, algo esencial si por ejemplo eran párrafos de Harold Brodkey. Así desarrollé un golpe de vista que ahora, que en la pantalla es tan fácil enmendar sobre la marcha, me permite montarme en la frase como un ciclista con canasta, corrigiendo la dirección con manubrio, un poco de freno y cambios. Uno siempre está en medio de una frase; y entre lo que ya escribió, y es pasado, y el descubrimiento que vislumbra cerca del punto está el momento de pugna con las palabras en un umbral: esa duda inexhorable es la fatiga del oficio, pero también la dádiva. El tiempo pasa en períodos gramaticales de una mente que se ha vuelto transporte. A la vez, entre cada término y su traducción el referente se desdibuja, o más bien se amplía, y como en las metáforas segrega algo más. Traducir es cometer fatalmente una inexactitud fecunda tras otra; pero, entregado como está a la sucesión de frases, al rato ya no sabe quién las está cometiendo. También compone, visto que el ritmo de una prosa está en el orden de los componentes de la frase, y la el ordenamiento de las frases es distinto y característico en cada idioma. A la vez uno escucha una historia y aprende, aprende. En realidad es la mezcla de atención, reflexión, entretenimiento y abandono al ritmo la que escande, no el tiempo sino la frase que se obtendrá una vez distribuida la carga. En la desmesurada carta que le escribe a Dick mientras viaja a la cita, Chris alterna el relato de un viaje a Guatemala, el genocidio y la lucha de una periodista neoyorquina casada con un dirigente indio –lo asesinaron— con recuerdos de un programa de arte feminista de 1972. De golpe tropiezo. Artists in the program wanted, according to Faith Wilding, to “represent our sexuality in different, more assertive ways. “Cunt” signified to us an awakened consciousness of the body”. Escribo Según Faith Wilding las artistas del programa…, y tardo unos segundos en optar por coño. No es que la palabra me arredre, y tampoco que me apene ceder. He vivido dos décadas en España, cuatro en Argentina y he oído centenares de doblajes a muchas variedades del español, así que tan natural me resulta coño como concha, chocho o mamey. Qué precioso es el idioma. Pero me pesa la sombra de la traición a la localidad, un cargo que se ha sumado a la histórica vileza del tradittore. Cuántas veces oigo a enteraditos rezongar  porque leen chaval o gilipollas o cerilla. Ya podrían entender que las diferencias insalvables entre formas locales no son de léxico. La concepción de un mundo local está inscrita en la entonación, la prosodia, en los usos de los tiempos verbales y los pronombres de mostrativo, en el montaje de la frase. La diferencia es entre ¿Ha traído usted un mechero, Ailín?, con inflexión en mechero, y Ailín, ¿usted trajo un encendedor?, con acento suspicaz en “trajo”. A lo sumo entre nuestro fluido Luis debe estar ahí y el correcto pero adiposo debe de estar allí. El 80% de los coloquialismos son efímeros. Mi ilusión no es el ya descartado, imposible idioma neutro, sino una mezcla de variedades léxicas y entonaciones, si lograse colársela a un editor, porque a fin de cuentas el contexto aclara sentidos, el oído del menguante número de lectores está habituado a argots surtidos y sobre todo porque, si bien las variedades regionales difieren cada vez más, los vínculos de cada traducción no son con una identidad cultural basada en localismos sino con la lengua politonal creada por la historia y el corpus de las traducciones; y es ahí donde la riqueza de la tradición se deja revolver por las novedades y contravenciones. Las lentas metamorfosis de ese tejido, hecho de cuidados, rigor, fracasos, escrutinio, rabia y amor, son la mejor posibilidad de que el español vuelva a ser la lengua franca de desarraigados que fue en origen. También de que mantenga la densidad histórica de las palabras, la sintaxis pragmática y la plasticidad que hoy pierde para reducción de los límites de nuestro mundo, borrado de los matices de lo real y creciente impotencia imaginativa e inopia del usuario. No es lo mismo tocó su hombro que le tocó el hombro, ni que se tocó el hombro. No es lo mismo malicia que perversión. Fascismo, nazismo, populismo y autoritarismo son fenómenos diferentes, como lo son la ambición, la pretensión y la codicia, un despistado, un incauto y un pelotudo. Algo mucho más político se juega en estos detalles que en importar un coño. Y, políticamente, en todo caso, el problema no radica en qué es lo culturalmente auténtico y acaso liberador, sino que la corrección venga impuesta por una alianza entre la Real Academia y los grandes grupos editoriales españoles que a través de instituciones truculentas, como la Fundación del Español Urgente, quieren dictar las normas que aseguren la preponderancia de la  industria centralista sobre la bulliciosa hueste de pequeñas editoriales latinoamericanas. Aceptaremos todas las contaminaciones si son mutuas; pero exigimos que cada país pueda elegir qué libros traduce, obtener los derechos, distribuirlos en toda la geografía del idioma.

Suena el teléfono. Es una promoción. Vuelve a sonar y atiende Graciela. Vuelve a sonar. Es la contadora, que me pide datos para la recategorización del monotributo. Así no se puede. Anoto: limpiar los quemadores de la caldera. Ha llegado Nina, que comenta que este año los jazmines van a brotar pronto y me recuerda que cambie el cable de la plancha.     

Las 11.30. Para Chris, las 8.05 pm ya, y Dick la esperaba a las 8. Cuando al fin deja la carretera 126 en la salida a Antelope Valley siente unas ganas terribles de orinar (¿o mear?; ya veré). I didn´t want to have to do it the moment I walked into your house, how gauche, a telltale sign of female nervousness. Estas frases con sintagmas yuxtapuestos me huelen mal. Probemos: No quería hacerlo… No: No quería tener que hacerlo no bien entrara a tu casa, vaya torpeza (para no repetir que), un signo delator de nerviosismo femenino. Desde la escalera Nina pregunta:  ¿Cómo? No, nada, hablaba solo. Es que constantemente digo las frases en voz alta, sin percatarme, y me lo apruebo pensando cuánto de oración tiene este trabajo. Más: la oración, la lectura constante en voz alta o en silencio, un uso de las horas que no es del mundo pero obedece a una regla, la pertenencia a una especie de cenobio disperso, la atención concentrada en cada acción pequeña o grande (“como el herrero que golpea el metal”, dice Basilio) lo acercan bastante a los “deberes del oficio” del monje. Un ascetismo inmerso en la palabra. La fusión de tiempo y vida en operar con el lenguaje. Qué fantasía. Porque conviene no olvidar que la espiritualización de la obra de manos, como cuando se compara traducción o rezo con herrería, sería una precursora de la ascesis protestante del trabajo que en versión secular es el capitalismo. Es cierto, Max Weber, no puedo esconder que trato de apurarme. Tengo que hacer no menos de 8 páginas si quiero que la jornada rinda. Hay que sudar tinta más horas si quiero comprarme tiempo para escribir. Trabajaría más cómodo para Argentina (usaría coger en vez de follar), si pudiera llegar a fin de mes con las infamantes tarifas argentinas. ¿Tendré que admitir que todo se reduce al dinero? Bueno, si bien el trabajo del traductor transcurre en un tiempo reglado, homogéneo, una vida no es una sucesión de unidades discretas: uno muere y renace, mueren y nacen otros, hay accidentes, hallazgos y fiesta. Hay una economía no restringida dentro de la cual escribir es un lujo gratuito, ¿no lo dijo Bataille? Cierto también que dejar de escribir sería el lujo máximo, el verdadero triunfo sobre el tiempo y el yugo de tener que ser alguien.

Chris, que ya en casa de Dick empieza a emborracharse ante la impavidez de él, comprende que no es muy seductor explicarle una idea que tuvo investigando una huelga de obreros de la Coca-Cola en Guatemala. Topo con el verbo rant on y tengo que buscarlo por milésima vez: es uno de esos barrancos insondables de la memoria; un lapsus repetido. Para abreviar, busco en el Word Reference. Mientras leo perorar  y valoro si en el contexto no es mejor despotricar, desde la banderola de la página me asalta la foto del candidato a senador Daniel Filmus y en seguida la de la candidata Gabriela Michetti, que desde izquierda y derecha practican por igual la adulación del pueblo argentino, o la gente. La discusión de rant on en el foro del WR contiene mucho entusiasmo afable, sed de contacto, poco saber y menos puntería. Esto me pasa por no ir directamente al Oxford. Mi trabajo se ha acanallado (y ahora encima está desprotegido, porque suena el teléfono y es una encuesta; corto). Cierto que antes (¡antes!) había que repasar 354 páginas para corregir todas las apariciones de una palabra mal traducida, lo que ahora hace el buscador. Había que manipular diccionarios corpulentos y pasar horas en la biblioteca confirmando referencias. Internet ahorra todo eso,  y por añadidura posibilita tours de conocimiento instantáneo. Después se manda el archivo y listo. Pero en el mundo on line las editoriales, como casi todo empresario y/o consumidor, multiplican el vértigo de la programación, la ansiedad y el apremio, y lo que se ahorra en manejo de papeles se pierde en distancia lúcida con el texto. Y no es que ahora gane mejor. Lo que tengo es posibilidades de ubicuidad, una memoria mil veces más poderosa que la mía; como dice Serres, una imaginación equipada con millones de íconos y programas que razonan lo que yo nunca podría. Tengo una cabeza objetiva en las manos, en el teclado de la computadora, en el celular, y puedo desalojar información de mi cabeza, lo que por otra parte podría favorecer la vía zen hacia la comprensión de que la realidad es el vacío y el vacío es eternamente generador. De hecho ya soy otro; una simbiosis cerebro-máquina con la mente  fuera de mí; una inferfaz. Si se corta la luz me vuelvo un discapacitado. Los libros habrían debido convencerme de que una cabeza bien hecha es preferible a un saber acumulado. Pero traducir alienta la curiosidad, y todos los días corroboro que la buena condición de una cabeza depende de lo que aporte el lenguaje. Mientras, la civilización, digital o analógica, sigue atada al formato página. En mi economía, cada página es una cifra.  

A las 12.40 estoy bien sumido en la novela. Ya unas páginas después, Chris le cuenta a Dick que abandonó a su marido. Hmm, dice él; me lo esperaba. Para llenar la vaguedad, ella vuelve a parlotear sobre la emergencia del terror en situaciones de conflicto; pincha a Dick con la superioridad de los estudios de casos sobre las generalizaciones teóricas. Agotados los temas, él la mira fijo. -¿Qué quieres? –Una pregunta directa teñida de ironía. En esto una languidez ansiosa en el diafragma me susurra a mí que me está bajando el azúcar. Arranca la taquicardia. El sudor frío. Me levanto temblando, agarro el tazón de fruta y la devoro, sentado de nuevo, obcecado en avanzar una línea más, a los tumbos entre adjetivos y desconsolado de que Chris diga I want to sleep with you. I want us to have sex together. Es que “tener sexo” es una expresión absurda y rústica, que empapó toda la lengua desde el reino del spanglish y cuya sola virtud, pienso, es haber señalado cuán mojigato es “acostarse”, no digamos ya “hacer el amor” en una situación como la de este libro. Querría inventar un giro a la vez lúbrico y moderado, lograr que se naturalizara como el inglés have sex. “Hacer sexo”, tal vez, pero no va a colar. No. Ya que Chris ama a Dick, como obliga el título, negocio falazmente un Quiero que hagamos el amor.

Suena el teléfono. Hablo cinco minutos con un amigo. Hablo otros cinco minutos con Mariana. Algo me zumba en la cabeza y antes de seguir reviso unas cinco páginas. Cambio carreras de coches preparados por carreras de coches trucados, orgulloso de mi memoria bidialectal. Repongo una línea que me salté. Atravieso la plétora de realidad que Kraus abarca en el relato: detalles de cuadros de Kitaj, efectos colaterales de antidepresivos, cómo meter el contenido de una casa en un guardamuebles, un extravío en un bosque,  escenas de infancia en Nueva Zelanda y de acoso humillante por un profesor de antropología, las fotos hirientes de Hannah Wilke, los usos del maquillaje y los puntos suspensivos de la prosa de Céline. Me obligo a hacer una pausa. Hay libros que concentran y libros en expansión incesante. Parado ante la ventana, veo que la aguja de la iglesia de San Patricio, reminiscencia de Irlanda y de curas argentinos desaparecidos, pica el cielo helado, lo astilla y que en cada cristal pululan miríadas de asociaciones que disparó la cabeza abarrotada de Kraus hasta que el conjunto echa a rotar, estremece un ciprés y a medida que el movimiento se realimenta me abduce a un ámbito sintético donde las botas que dentro de una página Dick le sacará a la hirviente Chris y el mate que tengo en la mano son signos de una mnemotecnia que representa el universo entero. Ah, Giordano Bruno, traducir es la entrada al infinito múltiple y uno. Pero suena el timbre. Bajo a abrir. Es el medidor del gas. En cuanto cierro la puerta vuelven a tocar. Traen libros. Una vez arriba de nuevo, leo que Chris reflexiona: qué autorreferencial es el delirio. Y a poco de seguir me encuentro con steep y disgustado con mi memoria voy al diccionario para encontrar: abrupto, escabroso, ¡escarpado! Cuántas palabras preciosas se desvanecen hasta perderse. Nunca indagué francamente en el significado psicológico de estos innúmeros resbalones en mismas piedras. En cambio conservo desde hace treinta años es un cuadernito donde fui y sigo haciendo antojadizas selecciones de lunfardo, españolismos, americanismos, y de tecnicismos, de la pesca a la astronomía, y de giros oídos a mis tías o a los borrachos del barrio del Raval, y de hallazgos del venero de la literatura, todo cada vez más confundido. Palabras precisas de una falsa opacidad, grimorio, arúspice, afelpado, palabras del álbum de la melancolía, canillita, cachada, cenizo, palabras que la comunicación servil me sepultó en el sistema implícito de la memoria: como escarpado. Así el tiempo segmentado se disuelve en la realidad de la duración continua. Pero ya las diligentes funciones del cerebro pasan de los ganglios basales a la corteza temporal media e invierten su esfuerzo en dos páginas más. Dick le vuelve a preguntar a Chris qué quiere. Ella dice que acostarse con él. Dick le demuele la visión de placer preguntándole: Why? Es una pregunta no ilógica pero ruin. Chris recuerda haber leído un manual de etiología de la esquizofrenia que enumera seis formas de volver loca a otra persona. Apocada, contesta que pensó que lo podrían pasar bien. Él asiente y le pregunta si trajo alguna droga. Y entonces: I was prepared for this. I was carrying a vial of liquid opium, two hits of acid, 30 Percocet and a lid of killer pot. Aprendo en la web que el Percocet es un analgésico narcótico muy adictivo compuesto de oxicodona y acetominofén. ¿Pero tendré que poner ampolla o frasquito? ¿Y una yerba, una hierba o una maría (letal, o matadora)? Ya no debería seguir ocultándome que quizás no tengo gran fe en la eficacia o la factibilidad de la traducción. Lo hago porque me sale con cierta facilidad, porque me sienta al carácter más que el periodismo o la enseñanza, porque no tuve la paciencia de estudiar bioquímica y por tozudez. Finalmente: Sex with you is so phenomenally… sexual, and I haven’t had sex with anyone for about two years. Lo que, sin pensar, como un copista, altero levemente: El sexo contigo es fenomenalmente sexual; y yo que hace como dos años que no me acuesto con nadie. Bastante fiel a la idiosincrasia del estilo Kraus. ¿Pasable? Vaya a saberse. Algo de lo mejor de traducir es que uno se carnavaliza.

En estos momentos de tribulación se aconseja parar. Nina se ha despedido hasta dentro de unos días. Son las 14.35. Graciela ya volvió. Hay que comer. Como todo empleado de la industria, por especializado que sea.

Me acuerdo, sin embargo, de que a los diecinueve años, con un inglés esencial y mucho diccionario, traduje durante días un poema de Dylan Thomas porque la música me había embobado, porque Thomas animaba al padre agonizante a luchar contra la muerte de la luz, por necesidad de apoderarme del alma de los versos; por ver si podía musicalizarlos en mi idioma. Así que en el comienzo la literatura surgía en mí indivisa, indiscriminada. El mismo egocéntrico que se apropiaba de ese poema quería poner en el mundo un pedazo de su jactanciosa visión. También compartirla, es verdad. Muy pronto el afán de distinción y la imaginación, que es tan independiente, dividirían las tareas, y la identidad se inclinaría por el lado presuntamente más aventurado. Sí, pero, ¿no es también más amable, enriquecedor y hasta generoso traducir un texto ya organizado que traducir el desgobierno de la propia y promiscua cabeza? No sé. El traductor profesional escribe con la seguridad de que van a publicarlo. El escritor toma la palabra por su cuenta. El traductor tiene el privilegio de un uso público de la palabra. Doble responsabilidad. Por eso duda.

En el almuerzo, la charla matrimonial de cuentas y tareas comunes y obligaciones y chismes recae en la palabra común. “El argumento de Crespo adolece de un dato sustancial”: ese periodista no sabe que adolecer no es carecer sino padecer. La presidente se obstina en malograr sus grandes condiciones de estadista tuiteando en voseo, que “se quieren llevar puesto el país”. ¿No se da cuenta que esa lengua simpaticona, nociva y pasional obedece al mismo régimen que la de los que se mueren por defenestrarla? Y con ella a nosotros, que tuvimos la impudicia de apoyar sus reformas. Así la historia nos derrota cíclicamente sin que el oído tome gran conciencia. La crítica de arte PQ sostiene que una ansiedad reverbera en nuestro corazón cuando el atisbo de una revelación asoma el hocico”. Ah, la refinada creatividad argentina. Todo está mal ahí: el verbo reverberar, que un atisbo asome, la rima interna. La traducción de una novela alemana ignora que si el pasado de un pasado no se expresa en pluscuamperfecto la historia se esclerosa. Como leen demasiadas traducciones estándar, muchos escritores tampoco lo saben. De golpe me veo embutido en el escuálido repertorio público del insulto: qué manga de ñoquis, qué ladrones. Me siento desnucado por el garrote vil del idioma 2013. No se nos ocurra levantar el dedito, dice Graciela. Sí, cuidado con envararse. Pero mientras tanto la traducción es un amparo para lo único que cualquiera puede lesionar impunemente, ¿no? ¿Y qué decir de la importancia de transmitir el exuberante archivo de la cultura, de saber o saber corrobar cuál es la versión más citada de las Eneadas de  Plotino, qué es el Libro de Kells, quiénes son los “Hombres Huecos”, qué es un quásar y qué un loncomeo, de saber que Raymond Roussel no es “Reimon Russel” (lo he oído en eventos públicos)? Si una gran tarea política del presente es razonar con calma cuánta gramática necesitamos para pensar y sentir de veras, hacernos una idea de qué es imperativo eliminar de la lengua, qué destruir, qué guardar y poner a disposición, el traductor puede cooperar como pocos porque está acostumbrado a dudar entre palabra y palabra. Hay que ver cómo me doy cuerda. El problema no es que la escoliosis sintáctica, la falta de curiosidad y el vocabulario mísero y errado nos impidan entendernos. El lenguaje todo es el elemento del malentendido. El problema es que creemos entendernos, y que algunos suponen que hablan claro y otros fingen que es posible. “La duda, en tanto que gran don moral que el hombre podría agradecer al lenguaje y ha despreciado, sería la inhibición salvadora en un progreso que conduce al final de la civilización a la que cree servir.” Esto avisó Karl Kraus en 1932, y poco después se soltó Hitler. Dentro de un rato, bajo la ducha, voy a rectificar todo lo que me dé cuenta de que hice mal. Como confundir propano por butano, que desde luego no son el mismo gas. Si hoy o mañana vamos al cine, examinaré los subtítulos como un forense o encontraré un giro astuto que me venga de perillas. Mientras, acá se ha largado a llover. Antes de retomar el trabajo, un cigarrillo que ayude a cambiar de tema. Para esto la traducción es utilísima. A su entrópico modo. ¿Vos sabías qué es el Percocet?, le pregunto a Graciela.
 

N.B.

La influencia preponderante de las traducciones en muchos momentos de la literatura no se detiene. Basta atender a la cantidad de novelas español de las tres últimas décadas modeladas por el Bernhardt de Miguel Sáenz. La mitad de la poesía argentina actual está impregnada por los poetas anglosajones que Mirta Rosenberg y Daniel Samoilovich han traducido para “Diario de Poesía”. Y me consta que ninguna obra de los muchos narradores que leyeron El curso del corazón, de M. John Harrison (Minotauro), dejó de acusar el efecto de bruma y desasosiego psicofísico que emana de la traducción de Andrés Ehrenhaus. Hay más ejemplos de sobra.

 

* Publicado originalmente en la revista digital argentina, Otra Parte.
 

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